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Mare nostrum
Ulises conoció por primera vez lo que son las olas. Vió montañas de agua, verdaderas montañas, avanzando sobre el cascarón del buque. Su misma enormidad las hacía formar por ambos lados larguísimas pendientes. Cuando alguna derrumbaba su cresta sobre la fragata, el piloto Ferragut podía darse cuenta de la monstruosa pesadez del agua salada. Ni la piedra ni el hierro tenían el golpe brutal de esta fuerza líquida, que al derrumbarse huía en raudales ó se elevaba hecha polvo. En ciertos momentos había que abrir brechas en la obra muerta para dar salida á su masa abrumadora.
Una penumbra lívida y brumosa era el día austral, repitiéndose semanas y semanas sin el menor rayo de claridad, como si el sol se hubiese alejado para siempre de la tierra. El color blanco no existía en este esfumamiento tempestuoso; todo era gris: el cielo, la espuma, las gaviotas, las nieves… De tarde en tarde, los velos plomizos de la tormenta se rasgaban para dejar visible una pavorosa aparición. Una vez eran las montañas negras con sudarios de ventisqueros del estrecho de Beagle. Y el buque viraba, huyendo de este pasadizo acuático lleno de escollos. Otra vez surgieron ante la proa los peñascos de Diego Ramírez, el punto más extremo del cabo, y también viró la fragata, huyendo de este cementerio de navíos. Capeando el viento llegaron á ver los primeros icebergs, é igualmente hicieron rumbo atrás para no perderse en las soledades del polo Sur.
Ferragut llegó á creer que no doblarían nunca el cabo, quedando para siempre en plena tempestad, lo mismo que el navío errante y maldito de la leyenda. El capitán, un salvaje del mar, taciturno y supersticioso, mostraba el puño al promontorio, maldiciéndolo como á una divinidad infernal. Estaba convencido de que no conseguiría doblarlo hasta que lo ablandase con un tributo humano. Ulises vió en este inglés á los argonautas primitivos, que aplacaban con sacrificios la cólera de las deidades marinas.
Una noche, las olas se llevaron á un tripulante; al día siguiente cayó desde lo alto de la arboladura un gaviero, sin que nadie pensase en una salvación imposible. Y como si el demonio austral sólo esperase este tributo, cesó el viento Oeste, el buque no tuvo ante su proa la infranqueable barrera de un mar hostil, y pudo entrar en el Pacífico, anclando doce días después en Valparaíso.
Ulises se explicó el grato recuerdo que deja este puerto en la memoria de los navegantes. Era el descanso después de la pelea por doblar el cabo, la alegría de existir luego de haber sentido el soplo de la muerte, la vida en los cafés y las casas alegres, comiendo y bebiendo hasta la hartura, con el estómago lastimado aún por la alimentación salitrosa y la piel martirizada por los furúnculos del mar.
Siguió el paso gracioso de las tapadas de negro manto, que le hicieron recordar á su tío el médico. En las noches de remolienda apartaba su vista muchas veces de los beldades morenas y jóvenes que danzaban la zamacueca en medio del salón. Le interesaban las matronas envueltas en velos de luto que hacían sonar el piano y el arpa, acompañando la danza con cánticos suspirantes. Tal vez alguna de estas damas sentimentales y bigotudas había podido ser su tía.
Mientras la fragata completaba en Iquique su cargamento, estuvo en contacto con la muchedumbre trabajadora de las salitreras, rotos chilenos, obreros de todos los países, que no sabían cómo derrochar sus valiosos jornales en la monotonía de unas poblaciones nuevas. Su embriaguez se recreaba con las más disparatadas magnificencias. Unos hacían correr el vino de todo un tonel para llenar un solo vaso. Otros empleaban como blanco de su revólver las botellas de champaña alineadas en las anaquelerías de los cafés, pagando las roturas al contado.
De este viaje guardó Ferragut un sentimiento de orgullo y confianza que le hizo despreciar los peligros. Conoció después los tornados de Asia, las horribles tormentas circulares, que en el hemisferio boreal ruedan de derecha á izquierda y en el austral de izquierda á derecha. Eran accidentes rápidos, de horas, ó de días cuando más. El había doblado el cabo de Hornos en pleno invierno, después de una lucha contra los elementos que duró dos meses. Podía atreverse á todo: el Océano había agotado en él todas sus sorpresas… Y sin embargo, la peor de sus aventuras ocurrió estando el mar en calma.
Siete años llevaba de navegante, y se disponía una, vez más á volver á España, cuando en Hamburgo aceptó puesto de piloto en un velero que iba á hacer rumbo al Camerón y al África oriental alemana. Un marino noruego quiso disuadirle de este viaje. Era un buque viejo y lo habían asegurado por el cuádruplo de su valor. El capitán estaba asociado con el propietario, que había hecho quiebra varias veces… Y precisamente porque era irracional este viaje, Ulises se apresuró á embarcarse. La prudencia era para él una vulgaridad. Todo lo absurdo suponía obstáculos y peligros, tentando de un modo irresistible su atrevimiento.
Una tarde, á la altura de Portugal, cuando estaban lejos de la ruta seguida por la navegación regular, una columna de humo y de llamas se elevó sobre la cubierta, rompiendo las escotillas y devorando el velamen. Mientras el piloto, al frente de unos negros, pretendía dominar el fuego, el capitán y los tripulantes alemanes escaparon del buque en dos balleneras preparadas. Ferragut tuvo la seguridad de que los fugitivos se reían de él al verle correr por la cubierta, que empezaba á combarse echando fuego por sus resquebrajaduras.
Se vió, sin saber cómo, en el bote más pequeño, rodeado de varios negros y diversos objetos amontonados con la precipitación de la fuga: un barril de galleta medio vacío, otro de agua que sólo contenía unos pocos litros.
Remaron toda una noche, teniendo á sus espaldas, como astro de desgracia, el buque ardiente, que enviaba sobre las olas sus resplandores sangrientos. Al amanecer se marcaron en el disco del sol unas ligeras ondulaciones negras. Era la tierra… ¡pero tan lejos!
Dos días vagaron sobre las crestas móviles y los valles sombríos del desierto azul. Ferragut se sumió varias veces en un letargo mortal, con los pies hundidos en el agua que llenaba el fondo del bote. Los pájaros de mar trazaban espirales en torno de este ataúd flotante, y huían después con vigorosos golpes de ala, lanzando un graznido de muerte. Las olas se elevaban lentas y mansas sobre los escasos centímetros de la borda, como si quisieran contemplar con sus ojos glaucos este amasijo de cuerpos blancos y obscuros. Remaban los náufragos con nerviosa desesperación; luego yacían inertes, reconociendo la ineficacia de su esfuerzo perdido en la inmensidad.
El piloto, al adormecerse en la dura popa, acababa por sonreír con los ojos cerrados. Todo era un mal ensueño. Estaba seguro de despertar en la cama, rodeado de las comodidades familiares de su camarote. Y cuando abría los ojos, la realidad le hacía prorrumpir en órdenes desesperadas, que obedecían los africanos maquinalmente, como si estuviesen dormidos.
«¡No quiero morir!… ¡no debo morir!», clamaba en su interior una voz de bronce.
Gritaron é hicieron inútiles señales á buques lejanos, que se perdían en la inmensidad sin verles. Dos negros murieron de frío. Sus cadáveres flotaron largas horas junto al bote, como si no pudieran despegarse de él. Luego se hundieron con invisible tirón. Varias aletas triangulares pasaron sobre el agua, cortándola como cuchillos, al mismo tiempo que la profundidad se ensombrecía con veloces sombras de ébano.
Cuando al fin se aproximaron á la tierra, Ferragut vió la muerte más de cerca que en alta mar. La costa se elevaba como una muralla inmensa. Vista desde el bote, parecía cubrir la mitad del cielo. La larga ondulación oceánica se convertía en ola rabiosa al encontrar los baluartes avanzados de sus islotes, al desplomarse en el vacío de sus abismos, formando cascadas de espuma que rodaban de abajo á arriba, levantando furiosas columnas de polvo con estampido de cañonazo.
Una mano irresistible agarró la quilla, poniendo la embarcación verticalmente. Ferragut salió despedido como un proyectil, cayendo en los espumosos remolinos, y al caer tuvo la percepción de que rodaban igualmente, llovidos en el mar, hombres y toneles.
Vió blancuras burbujeantes y simas negras. Se sintió empujado por fuerzas contradictorias. Unas tiraban de su cabeza y otras de sus pies en sentido inverso, haciéndole voltear como la saeta de un reloj. Su pensamiento se hizo doble. «Es inútil resistir», murmuraba en su cerebro el desaliento. Y la otra mitad de su persona afirmaba con desesperación: «¡Yo no quiero morir!… ¡no debo morir!»
Así vivió unos segundos, que fueron horas. Sintió el roce brutal de ocultas asperezas; luego un choque en el abdomen, que detuvo su arrastre entre dos aguas. Y agarrándose á las anfractuosidades de la roca, emergió la cabeza y pudo respirar. La ola se retiraba, pero otra le sumergió de nuevo, despegándolo de la peña con su espumoso mazazo, haciéndole dejar en las pétreas aristas la piel de sus manos, de su pecho, de sus rodillas.
La succión oceánica le arrastró, á pesar de sus desesperados braceos. «¡Todo es inútil, voy á morir!», decía una mitad de su pensamiento. Y á la vez, el otro hemisferio mental evocaba con sintético relampagueo su vida entera. Vió la barbuda cara del Tritón en este supremo instante, vió al poeta Labarta lo mismo que cuando contaba á su ahijado las aventuras del viejo Ulises, su lucha de náufrago con los peñascos y las olas.
De nuevo la dilatación marina le arrojó contra una roca, anclándose en ella con el agarreo instintivo de sus manos. Pero antes de que esta ola se retirase, avanzó desesperadamente hasta otra piedra, pasándole el tirón del reflujo por debajo del vientre. Así bregó largo tiempo, pegándose á las peñas cuando el mar lo cubría, arrastrándose sobre las desoladas conyunturas cuando su cabeza quedaba al aire libre, expeliendo agua por todos sus orificios.
Al verse sobre un saliente de la costa, libre ya de la absorción de las olas, se extinguió de golpe su energía. El agua que goteaba su cuerpo era roja, cada vez más roja, esparciéndose en regueros por las verdes anfractuosidades de la piedra. Sintió un dolor inmenso, como si todo su organismo hubiese perdido el amparo de su envoltura, quedando expuesta al aire la carne viva.
Quiso seguir su camino, pero sobre su cabeza se elevaba la costa formando un muro cóncavo é inabordable. Imposible salir de allí. Se había salvado del mar, para morir emparedado frente á él. Su cadáver no flotaría hasta una playa habitada. Los únicos que iban á conocer su muerte eran los cangrejos enormes que remontaban los peñascos buscando su alimento en la resaca; las gaviotas que se dejaban caer verticalmente, con las alas tendidas, desde lo alto del acantilado. Hasta los más pequeños crustáceos eran superiores á él.
Sintió de golpe toda su debilidad, toda su miseria, mientras la sangre seguía tiñendo de púrpura los minúsculos lagos de las rocas. Al cerrar los ojos para morir, vió en la obscuridad una cara pálida, unas manos que tejían sutiles encajes, y antes de que la noche cayese definitivamente sobre sus párpados, murmuró con balido infantil:
–¡Mamá!… ¡mamá!…
Tres meses después, al llegar á Barcelona, encontró á su madre tal como la había visto durante su agonía en la costa portuguesa… Unos pescadores le recogieron cuando su vida iba á extinguirse. Durante su permanencia en el hospital escribió varias veces á doña Cristina con un tono alegre y confiado, pretextando importantes ocupaciones en Lisboa.
Al verle entrar, la buena dama abandonó su eterna labor de encajes, lívida, con las manos trémulas y las pupilas vidriosas. Debía saber toda la verdad; y si no la sabía, se la avisaba su instinto de madre viendo á Ulises convaleciente, enflaquecido, vacilando entre la arrogancia y el quebranto físico, lo mismo que los bravos cuando salían de la cámara del tormento.
–¡Oh, hijo mío!… ¡Hasta cuándo!…
Era hora de que terminase su rabia de aventuras, su deseo loco de tentar lo imposible, arrostrando los peligros más absurdos. Si quería ser marino, podía serlo, pero en buques respetables, al servicio de una gran Compañía, siguiendo una carrera de escalas determinadas, y no rodando caprichosamente por todos los mares, mezclado con el bandidaje internacional que se ofrece en los puertos para reforzar las tripulaciones. Lo mejor de todo sería permanecer quieto en su casa. ¡Qué felicidad si se quedase al lado de su madre!…
Y Ulises, con asombro de doña Cristina, adoptó esta última resolución. La buena señora no estaba sola. Una sobrina vivía con ella, como si fuese su hija. El marino tuvo que rebuscar en el fondo de su memoria para acordarse de una chicuela de cuatro años que andaba á gatas por la playa del pueblo de su madre mientras él, con una gravedad de hombrecito, oía contar al viejo secretario del Municipio las pretéritas grandezas de la marina catalana.
Era hija de un Blanes—el único pobre de la familia—que mandaba los buques de sus parientes y había muerto de la fiebre amarilla en un puerto de la América central. Ferragut no podía explicarse cómo la criatura-reptil de la arena, con una eterna perla verde colgando de sus narices, era aquella misma joven esbelta, de un moreno pálido de arroz, que ostentaba su abultada cabellera semejante á un casco de ébano, con dos pequeñas espirales ante las orejas. Sus ojos parecían tener las tintas cambiantes del mar: negros á unas horas, azules á otras, verdes y profundos cuando reflejaba la luz del sol como un punto de oro.
Se sintió atraído por su sencillez, por la gracia tímida de sus palabras y sonrisas. Era algo de irresistible novedad para este ruedamundo que sólo había conocido cobrizas de carcajada bestial, asiáticas amarillentas de gestos felinos ó europeas de los grandes puertos, que á las primeras palabras piden de beber y cantan sobre las rodillas del invitante, poniéndose su gorra como testimonio de amor.
Cinta—este era su nombre—parecía conocerle toda su vida. Había sido el objeto de sus conversaciones con doña Cristina cuando ambas entretenían las monótonas horas tejiendo encajes al uso de su pueblo. Al pasar Ulises ante el cuarto de ella, vió unos retratos suyos de la época en que era simple agregado á bordo de un trasatlántico. Cinta los había sustraído indudablemente de las habitaciones de su tía. Admiraba á aquel primo aventurero desde mucho antes de conocerlo.
Una tarde, contó el marinero á las dos mujeres cómo se había salvado en la costa de Portugal. La madre le escuchó volviendo la vista, temblándole las manos al mover los bolillos de su encaje. De pronto sonó un alarido. Era Cinta, que no podía escuchar más. Y Ulises agradeció sus lágrimas, sus lamentos convulsivos, sus ojos agrandados por una expresión de terror.
La madre de Ferragut se preocupaba del porvenir de esta sobrina pobre. Su única salvación era el matrimonio, y la buena señora había fijado sus miras en cierto pariente que andaba más allá de los cuarenta, necesitando el aporte de esta juventud para refrescar su vida de solterón maduro. Era el sabio de la familia. Doña Cristina lo admiraba porque no podía leer sin el auxilio de unos lentes y porque ingería en la conversación palabras latinas, lo mismo que los clérigos. Enseñaba retórica y latín en el Instituto de Manresa, y hablaba de ser trasladado algún día á Barcelona, término glorioso de una carrera ilustre. Todas las semanas se escapaba á la capital para hacer largas visitas á la viuda del notario.
–Por mí no viene—decía la buena señora—. ¿Quién se molesta por una vieja?… Te digo que quiere á Cinta, y para la chica será una suerte casarse con este hombre tan sabio, tan serio.
Escuchándola, Ulises empezó á pensar qué hueso podría romperle un marino á un catedrático de retórica sin incurrir en responsabilidad.
Un día, Cinta buscó por toda la casa un dedal opaco y gastado que le servía muchos años. De pronto cesó en sus rebuscas, se puso encarnada y bajó los ojos. Su mirada había encontrado la mirada fugitiva de su primo. Lo tenía él. En el cuarto de Ulises se veían cintas, madejas de hilo, un abanico viejo, depositados sobre papeles y libros, por el mismo reflujo misterioso que había arrastrado sus retratos del dormitorio de su madre al de su prima.
El marino gustaba de quedarse en casa. Pasaba largas horas meditando con los codos en la mesa, pero atento al mismo tiempo á un susurro de ligeros pasos que podía sonar de un momento á otro en el corredor inmediato. Todo lo sabía: la trigonometría esférica y rectilínea, la cosmografía, las leyes de vientos y tempestades, los últimos descubrimientos oceanográficos. Pero ¿quién podría enseñarle la forma de hablar á una señorita sin asustarla?… ¿Dónde diablos se aprendía el arte de declararse á una persona decente?…
En él las dudas no eran nunca largas ni dolorosas. ¡Adelante! Cada uno sale del paso como puede. Y una tarde, cuando Cinta iba del salón al dormitorio de su tía para traerle un libro piadoso, tropezó en el pasillo con Ulises.
De no conocerle, hubiese temblado por su existencia. Se sintió agarrada por unas manos poderosas que la despegaron del suelo. Luego una boca ávida estampó en la suya dos besos agresivos. «¡Toma, y toma!…» Ferragut se arrepintió al ver á su prima temblando contra la pared, con una palidez de muerte, los ojos lacrimosos.
–Te he hecho daño. Soy un bruto… ¡un bruto!
Casi se puso de rodillas, implorando su perdón; cerraba los puños como si fuera á golpearse, castigando su atrevimiento. Pero ella no le dejó seguir… «¡No, no!…» Y mientras gemía esta protesta, sus brazos se cerraron formando un anillo en torno del cuello de Ulises. Su cabeza se inclinó hacia él, buscando el abrigo de su hombro. Una boca húmeda se unió modestamente á la boca del marino, al mismo tiempo que la barba de éste se mojaba con un rocío de lágrimas.
Y no se dijeron más.
Cuando, semanas después, escuchó doña Cristina la petición de su hijo, su primer movimiento fué de protesta. Una madre oye con anticipada benevolencia toda pretensión sobre una hija, pero es ambiciosa y exigente cuando se trata de un hijo. Ella había soñado algo más brillante. Pero su indecisión fué corta. Aquella muchacha tímida era tal vez la mejor compañera para Ulises. Además, estaba preparada, por lo que había visto en su infancia, para ser la mujer de un marino… ¡Adiós al catedrático!
Se casaron. Luego, Ferragut, que no podía vivir inactivo, volvió al mar, pero como primer oficial de un trasatlántico que hacía viajes regulares á la América del Sur. Para él, equivalía esto á ser empleado en una oficina flotante, visitando los mismos puertos, repitiendo invariablemente iguales trabajos. Su madre se mostraba satisfecha al verle con uniforme. Cinta fijaba su vista en el almanaque como la esposa de un empleado la fija en el reloj. Tenía la certeza de que, transcurridos dos meses, le vería aparecer de nuevo viniendo del otro lado de la tierra, cargado de regalos exóticos, lo mismo que un marido que vuelve de la oficina con un ramo comprado en la calle.
Al regreso de los dos primeros viajes fué á esperarle en el muelle, buscando con la vista su gorra de galón de oro y su levita azul entre los pasajeros trasatlánticos que se agitaban en las cubiertas con la alegría de la llegada á Europa.
En el viaje siguiente, doña Cristina la obligó á quedarse en casa, temiendo que la emoción y las aglomeraciones del puerto perjudicasen su próxima maternidad. Luego, en cada una de sus arribadas, vió Ferragut un hijo nuevo, aunque siempre era el mismo; primeramente, un envoltorio de batistas y blondas sostenido por una nodriza endomingada; luego—cuando ya era capitán del trasatlántico—, un chicuelo con faldillas, mofletudo, de cabeza redonda cubierta de sedosa pelusa, tendiendo hacia él los bracitos; finalmente, un muchacho que empezaba á ir á la escuela y al ver á su padre agarraba su dura diestra, admirándolo con ojos profundos, como si contemplase en su persona la concreción de todas las fuerzas del universo.
Don Pedro el catedrático siguió visitando la casa de doña Cristina, aunque con menos asiduidad. Tenía el gesto resignado y fríamente colérico del hombre que cree haber llegado demasiado tarde y está convencido de que su desgracia es obra de su descuido… ¡Si él hubiese hablado antes! La certeza de su importancia no le permitía dudar que la joven le habría aceptado con júbilo.
A pesar de esta convicción, no podía contener en ciertos momentos una agresividad irónica, que se desahogaba inventando apodos clásicos. La joven esposa de Ulises, inclinada sobre su labor de encajera, era Penélope esperando la vuelta del errabundo marido.
Doña Cristina aceptaba este sobrenombre, por saber vagamente que era el de una reina de buenas costumbres. Pero el día en que el catedrático, por una deducción lógica, llamó Telémaco al hijo de Cinta, la abuela protestó.
–Se llama Esteban, como su abuelo… Eso de Telémaco es nombre de teatro.
En uno de sus viajes aprovechó Ulises una escala de unas cuantas horas en el puerto de Valencia para ver á su padrino. Recibía de tarde en tarde cartas del poeta, cada vez más breves y más tristes, con letras temblorosas que delataban su decadencia.
Al entrar en el despacho sintió la misma impresión de los durmientes de las leyendas, que creen despertar después de unas horas de sueño y han dormido docenas de años. Todo estaba igual que en su infancia: los bustos de los grandes poetas en la cumbre de las librerías, las coronas en sus encierros de vidrio, las joyas y estatuas ganadas á fuerza de consonantes en sus vitrinas y pedestales, los libros de fulgurante lomo formando apretados batallones á lo largo de los estantes. Pero la blancura de los bustos había tomado un color de chocolate; los bronces estaban enrojecidos por el óxido, los oros eran verdes, las coronas se deshojaban. Parecía que hubiese llovido ceniza sobre la inmovilidad de las cosas.
Las personas ofrecían igual aspecto de abandono y decadencia. Ulises encontró al poeta flaco y amarillento, sumido en un sillón, con la barba luenga y blanca, un ojo casi cerrado y el otro enormemente abierto. Al ver al marino, ancho de pecho, forzudo, bronceado, Labarta se echó á llorar con un hipo infantil, como si llorase sobre la miseria de las ilusiones humanas, sobre la brevedad de una vida engañosa que necesita el oleaje de la continua renovación.
Más trabajo le costó todavía á Ferragut reconocer á una señora pequeña y encogida que estaba junto al poeta. Colgaban de su esqueleto flácidas adiposidades, como harapos de un pasado esplendor. La cabeza era exigua; su rostro tenía el arrugamiento de las manzanas invernizas, de las ciruelas, de todas las frutas que se contraen y momifican, perdiendo su líquido. «¡Doña Pepa!…» Los dos viejos se tuteaban ahora en presencia de Ulises, con la tranquila amoralidad de los que se ven próximos á la muerte y olvidan los temores y escrúpulos de una vida que se va derrumbando á sus espaldas.
El marino vió en esta miseria física el triste final de un régimen alimenticio absurdo, alegre y pueril: los dulces sirviendo de base de nutrición, los grandes arroces como plato diario, las sandías y melones llenando el intermedio entre las comidas, los helados servidos en copas enormes, esparciendo el perfume de su nieve melosa.
Los dos le hablaron suspirando de sus enfermedades, que juzgaban incomprensibles, atribuyéndolas á ignorancia de los médicos. Era la consunción que ataca de pronto á las gentes de los países abundantes. Su vida se fundía en un chorreo de azúcar líquido… Y todavía adivinaba Ferragut las desobediencias de los dos viejos á las disciplinas del régimen, sus ocultamientos infantiles, sus astucias para gustar á solas las frutas y los jarabes, encanto de su existencia.
Fué corta la entrevista. El capitán debía volver al Grao, donde le esperaba su trasatlántico, pronto á zarpar para la América del Sur.
El poeta lloró otra vez, besando á su ahijado. Ya no vería más á este coloso que parecía repeler sus débiles abrazos con el fuelle de su respiración.
–Ulises, ¡hijo mío!… piensa siempre en Valencia… Haz por ella todo lo que puedas… Ya lo sabes. ¡Siempre Valencia!
Juró todo lo que quiso el poeta, sin comprender qué es lo que Valencia podía esperar de él, simple marino errante por todos los mares. Labarta quiso acompañarle hasta la puerta, pero se hundió en su asiento, obediente al cariñoso despotismo de su compañera, que temía para él las mayores catástrofes.
¡Pobre doña Pepa!… Ferragut sintió deseos de reír y de llorar al recibir un beso de su boca arrugada, cuyo vello se había convertido en púas. Fué un beso de beldad vieja que se recuerda al contacto de un buen mozo; un beso de mujer infecunda que acaricia al hijo que pudo tener.