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Mare nostrum
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Mare nostrum

Язык: es
Год издания: 2019
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Ulises hacía gestos afirmativos. El rey navegante las había depositado en la catedral de Valencia. Su padrino el poeta se las había enseñado en una capilla gótica formando una guirnalda de hierro sobre los negros sillares.

Cuando Génova, agotada, iba á entregarse, moría Alfonso el Magnánimo, y sus sucesores olvidaban las rivalidades con la República, para dedicarse á las guerras por el dominio de Nápoles.

La marina catalana aún siguió dominando el Mediterráneo comercialmente. A sus antiguos buques agregó las galeras gruesas y las galeras sutiles, las tafureyas, panfiles, rampines y carabelas.

–Pero Colón—añadía tristemente el catalán—descubrió las Indias, dando un golpe de muerte á la riqueza marítima del Mediterráneo. Además, Aragón y Castilla se juntaron, y la vida y el poder fueron contrayéndose al centro de la Península, lejos de todo mar.

De ser Barcelona la capital de España, ésta habría conservado la dominación mediterránea. De serlo Lisboa, el imperio colonial español habría resultado algo orgánico, sólido, con vida robusta. Pero ¿qué podía esperarse de una nación que había puesto su cabeza en la almohada de las amarillas estepas interiores, lo más lejos posible de los caminos del mundo, y sólo enseñaba sus pies á las olas?…

El catalán terminaba hablando tristemente de la decadencia de la marina mediterránea: combates aislados con los berberiscos de galera á galera; expediciones inútiles á la costa de África; hazañas de Barceló, el marino mallorquín; navegaciones comerciales en polacras, tartanas, pingües, londros, laúdes y canarios.

Todo lo que daba placer á sus gustos lo hacía remontar á los buenos tiempos de la dominación del Mediterráneo por la marina catalana. Un día ofreció á Ulises un vino dulce y perfumado.

–Es malvasía. Las primeras cepas las trajeron los almogávares de Grecia.

Luego dijo, para halagar al muchacho:

–Vecino de Valencia fué Ramón Muntaner, el que escribió la expedición de catalanes y aragoneses á Constantinopla.

Se entusiasmaba con el recuerdo de esta novelesca aventura, la más inaudita de la Historia, admirando de paso al almogávar cronista, Homero rudo en el contar, Ulises y Néstor en el consejo, Aquiles en la dura acción.

La impaciencia de doña Cristina por reunirse con su marido y devolverle las comodidades de una casa bien gobernada arrancó á Ulises de esta vida de la costa.

Durante varios años no vió otro mar que el del golfo valenciano. El notario se opuso con diversos pretextos á que el médico se llevase otra vez á su sobrino. Y el Tritón menudeó los viajes á Valencia, arrostrando todos los inconvenientes y peligros de estas aventuras terrestres, á impulsos de su desorientada paternidad de célibe.

El y Labarta, al ocuparse del porvenir de Ulises, tomaban cierto aire de bondadosos regentes encargados del gobierno de un pequeño príncipe. El muchacho parecía pertenecerles á ellos más que al padre. Sus estudios y su futuro destino ocupaban las conversaciones de sobremesa cuando el médico estaba en la ciudad.

Don Esteban sentía cierta satisfacción en molestar á su hermano haciendo el elogio de una existencia sedentaria y fructuosa.

Allá en las costas de Cataluña vivían sus cuñados los Blanes, unos verdaderos lobos de mar. Esto último no lo podría contradecir el médico. Pues bien; sus hijos estaban en Barcelona, unos como dependientes de comercio, otros plumeando en el despacho de su tío el rico. Todos eran hijos de marinos, y sin embargo se habían emancipado del mar. En tierra firme estaban los negocios. Sólo las cabezas locas podían pensar en barcos y aventuras.

El Tritón sonreía humildemente ante estas alusiones y cruzaba miradas con su sobrino.

Un secreto existía entre los dos. Ulises, que terminaba su bachillerato, asistía al mismo tiempo en el Instituto á los cursos de pilotaje. Dos años le bastaban para completar estos estudios. El tío le había facilitado las matrículas y los libros, recomendándolo además á uno de los profesores, antiguo compañero de navegación.

III

PATER OCEANUS

Cuando murió casi repentinamente don Esteban Ferragut, su hijo tenía diez y ocho años y estudiaba en la Universidad.

En sus últimos tiempos, el notario llegó á sospechar que Ulises no iba á ser el jurisconsulto célebre que él había soñado. Huía de las clases, para pasar la mañana en el puerto ejercitándose en el remo. Si entraba en la Universidad, los bedeles le vigilaban, temiendo la largura de sus manos. El se creía un marino, é imitaba á los hombres de mar, que, acostumbrados á medirse con los elementos, consideran poca cosa reñir con un hombre.

Con violentas alternativas de estudio y de holganza se aproximaba trabajosamente al término de su carrera, cuando una angina de pecho acabó de pronto con el notario.

Doña Cristina, al salir de la estupefacción de su dolor, miró en torno de ella con extrañeza. ¿Por qué seguir en Valencia?… Quiso reunirse con los suyos al verse sin el hombre que la había trasplantado á este país. El poeta Labarta cuidaría de sus bienes, que no eran tan cuantiosos como lo hacía esperar el rendimiento de la notaría. Don Esteban había sufrido grandes pérdidas en negocios extravagantes aceptados por bondad; pero aun así, dejaba fortuna suficiente para que la esposa viviese una desahogada viudez entre sus parientes de Barcelona.

La pobre señora no sufrió otra contrariedad en el arreglo de su nueva existencia que la rebeldía de Ulises. Se negaba á continuar su carrera: quería embarcarse, alegando que para esto se había hecho piloto. En vano doña Cristina impetró el auxilio de parientes y amigos, prescindiendo del Tritón, pues adivinaba su respuesta. El hermano rico de Barcelona fué breve y afirmativo: «¿Si eso le da dinero?…» Los Blanes de la costa mostraron un sombrío fatalismo. Era inútil oponerse si el muchacho sentía vocación. El mar agarra bien á sus elegidos, y no hay poder humano que logre desasirlos. Por eso ellos, que ya eran viejos, no oían á sus hijos que les llamaban á las comodidades de la capital. Necesitaban vivir junto á la costa, en agradecido contacto con el monstruo obscuro y pesado que les había mecido maternalmente, cuando con tanta facilidad podía haberlos hecho pedazos.

El único que protestó fué Labarta. «¿Marino?… Sea en buen hora; pero marino de guerra, oficial de la Real Armada.» Y el poeta veía su ahijado revestido de los esplendores de una bélica elegancia: levita azul con botón de oro todos los días, y en las fiestas casaca de galones y vueltas rojas, sombrero de picos, sable…

Ulises levantó los hombros ante tales grandezas. Tenía demasiados años para entrar en la Escuela Naval. Además, quería navegar por todos los océanos, y aquellos marinos sólo tenían ocasión de ir de un puerto á otro, como las gentes de cabotaje, ó pasaban años y años sentados en un ministerio. Para envejecer como un oficinista, era preferible reconquistar la notaría de su padre.

Al verse doña Cristina bien instalada en Barcelona, con una corte de sobrinos que adulaban á la tía rica de Valencia, su hijo se embarcó como aspirante en un trasatlántico que hacía viajes regulares á Cuba y los Estados Unidos. Así empezaron las navegaciones de Ulises Ferragut, que sólo habían de terminar con su muerte.

El orgullo de su familia le colocó en un vapor de lujo, un buque-correo lleno de pasajeros, un hotel flotante, en el que los oficiales tenían algo de gerentes de «Palace» y la verdadera importancia correspondía á los maquinistas, que andaban siempre por abajo y al volver á la luz quedaban modestamente en segundo término, por una ley de jerarquías anterior á los progresos de la mecánica.

Pasó por el Océano varias veces como se pasa ante un paisaje terrestre á toda la velocidad de un tren expreso. La calma augusta del mar se borraba con el batir de las hélices y el ruido sordo de las máquinas. Por azul que fuese el cielo, siempre lo empañaba un crespón flotante salido de las chimeneas. Envidiaba á los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás. Eran iguales á los caminantes reflexivos, que se saturan del paisaje y entran en largo contacto con su alma. Las gentes del vapor vivían como los viajeros terrestres que contemplan adormecidos desde las ventanillas de los vagones una sucesión de vistas pálidas y vertiginosas rayadas por los hilos telegráficos.

Terminadas sus pruebas de aspirante, fué segundo piloto de una fragata que iba á la Argentina para cargar trigo en Bahía Blanca. Las lentas singladuras en días de poco viento, las largas calmas ecuatoriales, le permitieron penetrar un poco en los misterios de la inmensidad oceánica, amarga y obscura, que había sido para los pueblos antiguos la «noche del abismo», el «mar de las tinieblas», el dragón azul que diariamente se traga al sol.

Ya no vió en el padre Océano el dios caprichoso y tiránico de los poetas. Todo funcionaba en sus entrañas con una regularidad vital, sujeto á las leyes generales de la existencia. Hasta las tempestades rugían dentro del cuadriculado de una reglamentación.

Los dulces vientos alisios empujaban al buque hacia el Sudoeste, manteniendo una serenidad paradisíaca en el cielo y en el mar. Ante la proa chisporroteaban las alas de tafetán de los peces voladores, abriéndose sus enjambres como escuadrillas de diminutos aeroplanos.

Sobre la arboladura cubierta de lonas trazaban largos círculos los albatros, águilas del desierto atlántico, extendiendo en el purísimo azul el enorme velamen de sus alas. De tarde en tarde encontraba el buque praderas flotantes, extensos campos de algas despegadas del mar de los Sargazos. Tortugas enormes dormitaban hundidas en estas hierbas, sirviendo de isla de reposo á las gaviotas posadas en su caparazón. Unas algas eran verdes, nutridas por el agua luminosa de la superficie; otras tenían el color rojo de las profundidades, adonde llegan mortecinos y enfriados los últimos rayos del sol. Como frutos de la pradera oceánica, flotaban apretados racimos de uvas obscuras, cápsulas coriáceas repletas de agua salobre.

Al aproximarse á la línea ecuatorial, la brisa iba cayendo y la atmósfera se hacía sofocante. Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buques semanas enteras con el velamen rígido, sin que lo haga estremecer un suspiro atmosférico.

Nubes de color de hulla reflejaban en el mar su lento arrastre; lluvias azotantes se derramaban sobre la cubierta, seguidas de un sol incendiario que á los pocos minutos era borrado por un nuevo aguacero. Estas nubes preñadas de cataratas, esta noche tendida en pleno sol sobre el Atlántico, habían sido el terror de los antiguos. Y sin embargo, merced á tales fenómenos podían los navegantes pasar de un hemisferio á otro sin que la luz los hiriese de muerte, sin que el mar quemase como un espejo de fuego. El calor de la Línea, elevando el agua en vapores, formaba una banda sombría en torno de la tierra. Desde los otros mundos debía verse con un cinturón de nubes, casi semejante á los anillos siderales.

En este mar sombrío y caliente estaba el corazón del Océano, el centro de la vida circulatoria del planeta. El cielo era un regulador que, absorbiendo y devolviendo, equilibraba la evaporación. De allí se expedían las lluvias y los rocíos á todo el resto de la tierra, modificando sus temperaturas favorablemente para el desarrollo de animales y vegetales. Allí se cambiaban los vapores de dos mundos, y el agua del hemisferio Sur—el hemisferio de los grandes mares, sin otros relieves que los triángulos extremos de África y América y las gibas de los archipiélagos oceánicos—iba á reforzar, convertida en nubes, los ríos y arroyos del hemisferio Norte, ocupado en su mayor parte por la tierras habitadas.

De esta zona ecuatorial, corazón del globo, partían dos ríos de agua tibia, que iban á calentar las costas del Norte. Eran dos corrientes que arrancaban del golfo de Méjico y del mar de Java. Su enorme masa líquida, huyendo sin cesar del Ecuador, determinaba un vasto llamamiento de agua de los polos que venía á ocupar su espacio. Y estas corrientes frías y más dulces se precipitaban en el hogar eléctrico de la Línea, que las calentaba y salaba de nuevo, renovando la vida mundial con su sístole y su diástole.

El Océano comprimía en vano á los dos ríos cálidos, sin llegar á confundirse con ellos. Eran torrentes de un intenso azul, casi negro, que corrían á través de las aguas verdes y frías. Antes que admitir á éstas, el río azul se acumulaba en su curso formando un dorso, una bóveda, con dos pendientes por las que resbalaban los cuerpos.

La corriente atlántica, al llegar á Terranova, se abría de brazos, enviando uno de ellos al mar del Polo. Con el otro, débil y rendido por el largo viaje, modificaba la temperatura de las islas Británicas, entibiando dulcemente las costas de Noruega. La corriente indiánica, que los japoneses llamaban «el río negro» á causa de su color, circulaba entre las islas, manteniendo más tiempo que la otra sus potencias prodigiosas de creación y agitación, lo que le permitía trazar sobre el planeta una enorme cola de vida.

Su centro era el apogeo de la energía terrestre en creaciones vegetales y animales, en monstruos y pescados. Uno de sus brazos, escapando al Sur, formaba el mundo misterioso del mar de Coral. En un espacio grande como cuatro continentes, los pólipos, fortalecidos por el agua tibia, levantaban millares de atolones, islas anilladas, bancos y arrecifes, pilares submarinos, terror de la navegación, que, al ligarse entre sí con un trabajo milenario, iban á crear una nueva tierra, un continente de recambio, por si la especie humana perdía en un cataclismo su zócalo actual.

El pulso del dios azul eran las mareas. La tierra se volvía hacia la luna y los astros con una rotación simpática igual á la de las flores que se vuelven hacia el sol. Todo lo que en ella hay de más móvil—la masa flúida de la atmósfera—se dilataba dos veces diariamente, hinchado su seno, y esta succión atmosférica, obra de la atracción universal, se reflejaba en las aguas, conmoviéndolas. Los mares cerrados como el Mediterráneo apenas sentían sus efectos. Las mareas se detenían á su puerta. Pero en las costas oceánicas la pulsación marina alborotaba el ejército de las olas, lanzándolas diariamente al asalto de los acantilados, haciéndolas rugir con babeos de furor entre islas, promontorios y estrechos, impulsándolas á tragarse extensas tierras, que devolvían horas después.

Este mar salado, como nuestra sangre, que tiene un corazón, un pulso y una circulación de dos sangres distintas, renovadas y transformadas incesantemente, se encolerizaba lo mismo que una criatura orgánica cuando á las corrientes horizontales de su seno venían á añadirse las corrientes verticales descendidas de la atmósfera. Las violencias pasajeras de los vientos, las crisis de la evaporación, las obscuras fuerzas eléctricas, producían las tempestades.

No eran mas que estremecimientos cutáneos. La tormenta mortal para los hombres sólo contraía la epidermis marina, mientras la masa profunda de sus aguas permanecía en lóbrega calma, para cumplir la gran función de amamantar y renovar los seres. El padre Océano desconocía la existencia de los infusorios humanos que osaban deslizarse por su superficie en microscópicos cascarones. No se enteraba de los incidentes que podían desarrollarse en el techo de su vivienda. Su vida continuaba equilibrada, calmosa, infinita, engendrando millones de millones de seres por milésima de segundo.

La majestad del Atlántico en las noches tropicales hacía olvidar á Ulises las cóleras de sus días negros. Bajo la luna, era una pradera inmensa de plata viva cortada por serpenteos de sombra. Sus ondulaciones pastosas, repletas de vida microscópica, iluminaban las noches. Los infusorios, estremecidos de amor, ardían con azulada fosforescencia. El mar era de leche luminosa. Las espumas, al romperse contra la proa, brillaban como fragmentos de globos eléctricos agonizantes.

Cuando la tranquilidad era absoluta y el buque se mantenía inmóvil, con las velas caídas, pasando lentamente las estrellas de un lado á otro de sus mástiles, las delicadas medusas, que la más leve ola puede desgarrar, subían á la superficie, flotando entre dos aguas en torno de la isla de madera. Eran miles de sombrillas que desfilaban lentamente: verdes, azules, rosadas, con una coloración vagorosa semejante á la de las luces de aceite; una procesión japonesa vista desde lo alto, que se perdía por un lado en el misterio de las aguas negras y llegaba incesantemente por el lado opuesto.

El joven piloto amaba la navegación á vela, las luchas con el viento, la soledad de las calmas. Estaba más cerca del Océano que en el puente de un trasatlántico. La fragata no levantaba espumarajos de rabioso paleteo. Se deslizaba discretamente en el silencio marítimo que guarda el secreto de los primeros milenarios de la tierra recién nacida. Los habitantes oceánicos se aproximaban á ella confiadamente al verla cabecear como un cetáceo mudo é inofensivo.

En seis años cambió Ulises muchas veces de buque. Había aprendido el inglés, lengua universal de los dominios azules, y se recreaba con el estudio de las cartas de Maury, el Evangelio de los navegantes á vela, obra paciente de un genio obscuro que arrancó por primera vez al Océano y á la atmósfera el secreto de sus leyes.

Deseoso de conocer nuevos mares y nuevas tierras, no reparaba en la longitud de los viajes ni en los puertos de destino. Los capitanes británicos, noruegos y norteamericanos acogían con gusto á este oficial de buenas maneras, poco exigente en la retribución. Así vagó Ulises sobre los océanos, como el rey de Itaca sobre el Mediterráneo, guiado por una fatalidad que lo alejaba de su patria con rudo empellón cada vez que se proponía regresar á ella. La vista de un buque anclado junto al suyo y próximo á partir con lejano destino era para él una tentación que le hacía olvidar la vuelta á España.

Navegó en barcos sucios, viejos y alegres, donde los tripulantes soltaban todas las velas al temporal y luego de embriagarse se dormían confiados en el diablo, amigo de los bravos, que los despertaría á la mañana siguiente. Vivió en buques blancos, silenciosos y limpios como una casa holandesa, cuyos capitanes llevaban con ellos á la esposa y los hijos. Unas camareras de albos delantales cuidaban de la cocina y el aseo de este hogar flotante, compartiendo los peligros de los marineros rojos y tranquilos, exentos de las tentaciones que provoca el roce de la mujer. Los domingos, bajo el sol de los trópicos ó á la luz cenicienta de los cielos septentrionales, el contramaestre leía la Biblia. Los hombres escuchaban reflexivos, con la cabeza descubierta. Las mujeres se habían vestido de negro, con una cofia de puntillas y las manos enmitonadas.

Fué á Terranova á cargar bacalao. Allí era donde la corriente cálida del golfo de Méjico se encontraba con la fría del Polo. En el choque de estos dos ríos marinos, los infinitos seres que arrastra el Gulf Stream desde los mares tropicales morían súbitamente helados. Una lluvia de pequeños cadáveres descendía á través de las aguas. Los bacalaos se aglomeraban para nutrirse con este maná, y era tan espeso, que gran parte de él, librándose de las ávidas mandíbulas, iba á depositarse en el fondo como una nevada caliza.

En Islandia—la «última Thule» de los antiguos—le enseñaron trozos de caoba que la corriente ecuatorial había arrastrado desde las Antillas. En las costas de Noruega admiró la fecundidad formidable del mar viendo los arenques en marcha.

De su refugio en las tenebrosas profundidades subían á la superficie, agitados por la primavera, deseosos de tomar su parte en la alegría del universo. Nadaban unos contra otros, oprimidos, compactos, formando bancos, como pedazos de playa que se hubiesen soltado á navegar. Parecían una isla que emerge ó un continente que empieza á hundirse. En los pasajes estrechos eran tantos, que las aguas se solidificaban, dificultando el avance á remo. Su número escapaba á los límites de todo cálculo, como las arenas y las estrellas.

Hombres y peces carnívoros caían sobre ellos abriendo anchos surcos de destrucción. Pero las brechas se cerraban instantáneamente, y el banco viviente seguía su camino cada vez más denso, como si desafiase á la muerte. Cuantos más destruían los enemigos, más numerosos eran. Las columnas en marcha, espesas y profundas, copulaban y se reproducían sin detenerse. El amor era para ellos una navegación, y en su ruta iban derramando torrentes de fecundidad. El agua desaparecía bajo la abundancia del flujo materno, en el que nadaban racimos de huevos. Al surgir el sol, el mar aparecía blanco hasta perderse de vista: blanco de jugo masculino. Las olas eran grasientas y viscosas, repletas de vida que fermentaba rápidamente. En un espacio de centenares de leguas, el salado Océano era de leche.

La fecundidad de estas tierras animales ponía en peligro al mundo. Cada individuo podía producir hasta sesenta mil huevos. Pocas generaciones bastaban para llenar el Océano, hacerlo sólido, pudrirlo, suprimiendo los demás seres, despoblando el globo… Pero la muerte se encargaba de salvar la vida universal. Los cetáceos se hundían en este espesor viviente y con sus bocas insaciables absorbían el alimento á toneladas. Peces infinitamente pequeños secundaban á los gigantes marinos, atracándose de huevos de arenque. Los pescados más glotones, la merluza y el bacalao, perseguían á estas praderas de carne, empujándolas hacia las costas y acabando por dispersarlas.

Se multiplicaba el bacalao hartándose de merluzas, y otra vez reaparecía el peligro para el mundo. El Océano podía convertirse en una masa de bacalaos: cada uno llegaba á dar hasta nueve millones de huevos… Los hombres habían caído sobre el más fecundo de los peces, y el bacalao mantenía flotas inmensas, creando además colonias y ciudades. Se agotaban las generaciones humanas sin llegar á vencer esta monstruosa reproducción. Los grandes devoradores marinos eran los que restablecían el equilibrio y el orden. El esturión, estómago insaciable, intervenía en el banquete oceánico, encontrando en el bacalao la substancia concentrada de ejércitos de arenques. Pero este devorador ovíparo, de amplia reproducción, continuaba el peligro mundial, hasta que intervenía otro monstruo tan ávido en sus apetitos como pobre en sus procreaciones, cortando de golpe la fecundidad siempre renaciente del Océano.

Era el tiburón, boca con aletas, intestino natatorio, que traga con indiferencia muertos y vivos, carnes y maderos, limpiando las aguas de vida, dejando la soledad detrás de su coleo. Este destructor sólo elaboraba en sus entrañas un tiburón único, que nacía armado y feroz, dispuesto desde el primer momento á continuar las hazañas paternas, como un heredero feudal.

Sólo en los raros momentos de amor acallaban su hambre y su crueldad estos ásperos guerreros, despobladores del mar. Las parejas se abstenían de devorarse. Se encontraban apetecibles, pero sus triples dientes y sus aletas de sierra se limitaban á una ruda caricia. La hembra se dejaba dominar por el compañero que enganchaba en ella sus instrumentos de presa. Por primera vez el macho no devoraba: era ella la que lo absorbía, arrastrándolo. Y confundidos los dos monstruos rodaban en las olas semanas enteras, sufriendo los tormentos de un hambre sin fin á cambio de las delicias del amor, dejando escapar á las víctimas asustadas, resistiendo á las tempestades con su áspero abrazo de colmillos y epidermis de lija, corriendo centenares de leguas entre el principio y el fin de uno de sus espasmos de placer.

La vida errante del piloto Ferragut abundó en dramáticas aventuras. Algunas quedaron vivas para siempre en su memoria, donde empezaban á confundirse tantos recuerdos de tierras exóticas y mares interminables.

En Glásgow se embarcó como segando de una fragata vieja que iba á Chile para descargar carbón en Valparaíso y cargar salitre en Iquique. La travesía del Atlántico fué buena; pero á partir de las islas Malvinas, el buque tuvo que hacer frente á la furia austral que le cerraba el acceso al Pacífico. El estrecho de Magallanes es para los vapores, que pueden disponer á su voluntad de una fuerza propulsora. El velero busca mar amplia y viento favorable para doblar el cabo de Hornos, punta avanzada del mundo, lugar de tempestades interminables y gigantescas.

Mientras ardía el verano en el otro hemisferio, el terrible invierno austral salió al encuentro de los navegantes. El buque necesitaba hacer rumbo al Oeste, y precisamente los vientos soplaban del Oeste, cortándole la ruta. Ocho semanas pasaron bregando con el mar y con la atmósfera. El viento se llevó un velamen completo. El buque, de madera, algo descoyuntado por esta lucha interminable, comenzó á hacer agua, y la tripulación tuvo que mover día y noche las bombas. Nadie llegaba á dormir varias horas seguidas. Todos estaban enfermos. La voz ruda y los juramentos del capitán apenas podían sostener la disciplina. Algunos marineros se acostaban deseando morir, y había que levantarlos á golpes.

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