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Mare nostrum
–¡El infeliz Carmelo!… Ya no escribe; ya no lee… ¡Ay! ¿qué será de mí?…
Hablaba de la decadencia de su poeta con la conmiseración de un ser fuerte y sano. Se aterraba al pensar en los años que podría sobrevivir á su señor. Ocupada en cuidarle, no se miraba á ella misma.
Un año después, el capitán encontró en Port-Said, á la vuelta de las Filipinas, una carta de su padrino. Doña Pepa había muerto, y Labarta, sacudiendo la modorra lacrimosa de su abatimiento, la despedía con un largo cántico. Ulises pasó los ojos por el recorte de periódico que iba dentro de la carta conteniendo los últimos versos del poeta. Eran versos en castellano. ¡Malo!… Después de esto, resultaba indudable su próximo fin.
No tuvo ocasión de verle otra vez: murió estando él de viaje. Al desembarcar en Barcelona, su madre le entregó una carta escrita casi en su agonía. «Valencia, hijo mío; ¡siempre Valencia!» Y luego de repetir varias veces esta recomendación, le hacía saber que era su heredero.
Los libros, las estatuas, todos los recuerdos gloriosos de Labarta, pasaron á Barcelona para adornar la casa del marino. El pequeño Telémaco pudo entretenerse rompiendo las viejas coronas del trovador, arrancando estampas á los volúmenes, con la inconsciencia de un niño fogoso que tiene á su padre muy lejos y vive sometido á dos señoras que le adoran. Además, el poeta dejó á su ahijado una casa vieja en Valencia, varias tierras y cierta cantidad en valores cotizables. Total: treinta mil duros.
El otro tutor de su infancia, el vigoroso Tritón, permanecía insensible al paso de los años. Ferragut le encontró varias veces, al llegar á Barcelona, instalado en su casa, en sorda hostilidad con doña Cristina, dedicando á Cinta y á su hijo una parte del cariño que antes era sólo para Ulises.
Deseaba que el pequeño Esteban conociese la casa de los bisabuelos.
–¿Me lo dejarás?… Ya sabes que allá en la Marina los hombres se hacen fuertes como el bronce. ¿De veras que me lo dejarás?…
Dudaba de su influencia ante el gesto indignado de la suave doña Cristina. ¿Confiar su nieto al Tritón, para que le infundiese el amor á las aventuras marítimas, lo mismo que á Ulises?… ¡Atrás, demonio azul!
El médico vagaba desorientado por el puerto de Barcelona… Demasiado ruido, demasiado movimiento. Marchaba al lado de Ulises orgullosamente, haciéndole relatar las aventuras de sus años de marino vagabundo y cosmopolita. Veía en él al más grande de los Ferragut: hombre de mar como sus abuelos, pero con título de capitán; aventurero de todos los océanos como él lo había sido, pero con un sitio en el puente, revestido del mando absoluto que confieren la responsabilidad y el peligro.
Al reembarcarse Ulises, se alejaba el Tritón hacia sus dominios.
–Será la próxima vez—decía para consolarse al partir sin el hijo de su sobrino.
Y pasados unos meses reaparecía, cada vez más grande, más feo, más curtido, con una sonrisa silenciosa que estallaba en palabras ante Ulises, lo mismo que una nube tempestuosa estalla en truenos.
A la vuelta de un viaje al mar Negro, doña Cristina anunció á su hijo:
–Tu tío ha muerto.
La piadosa señora lamentaba cristianamente la desaparición de su cuñado, dedicándole una parte de sus rezos, pero insistió con cierta crueldad en el relato de su triste fin. No podía perdonarle su fatal intervención en el destino de Ulises. Había muerto como había vivido, en el mar, víctima de su temeridad, sin confesión, lo mismo que un pagano.
Otra herencia que caía sobre Ferragut… Su tío se había lanzado á nadar en una mañana asoleada de invierno, y no había vuelto. Los viejos de la costa explicaban á su modo el accidente: un desmayo, un choque con las rocas. El Dotor era aún vigoroso, pero los años no pasan sin dejar huella. Algunos creían en una lucha con un «cabeza de olla» ú otro pez carnívoro de los que cazan en las aguas mediterráneas. En vano los pescadores llevaron sus barcas por todas las angulosidades entrantes y salientes del promontorio, explorando las cuevas sombrías y los bajos fondos de cristalina transparencia. Nadie pudo encontrar el cadáver del Tritón.
Ferragut recordó el cortejo de Afrodita que el médico le había descrito tantas veces en las noches estivales, viendo á lo lejos las luces de los faros. Tal vez había tropezado con la alegre comitiva de las nereidas, uniéndose á ella para siempre.
Esta suposición absurda que Ulises formuló mentalmente, con incrédula y triste sonrisa, se repitió al mismo tiempo en el pensamiento simple de muchas gentes de la Marina.
Se negaban á creer en su muerte. Un brujo no se ahoga. Habría encontrado abajo algo muy interesante, y cuando se cansase de vivir en las verdes profundidades volvería nadando á su casa.
No; el Dotor no había muerto.
Y durante muchos años, las mujeres que seguían la costa al anochecer apresuraron el paso, persignándose, al distinguir en las aguas obscuras un madero ó un paquete de algas. Temían que surgiese de pronto el Tritón, barbudo, lúbrico, chorreante, volviendo de su correría por las misteriosas entrañas del mar.
IV
FREYA
El nombre de Ulises Ferragut empezó á ser famoso entre los capitanes de los puertos españoles. Las aventuras náuticas de su primera época entraban por muy poco en esta popularidad. Los más de ellos habían arrostrado mayores peligros, y si le apreciaban, era por el instintivo respeto que sienten los hombres enérgicos y simples ante una inteligencia que consideran superior. Sin otras lecturas que las de su carrera, hablaban con asombro de los numerosos libros que llenaban el camarote de Ferragut, muchos de ellos sobre materias que les parecían misteriosas. Algunos hasta hacían afirmaciones inexactas para completar el prestigio de su camarada:
–Sabe mucho… Además de marino, es abogado.
La consideración de su fortuna contribuía igualmente al aprecio general. Era accionista importante de la compañía naviera á la que prestaba sus servicios. Los compañeros calculaban con orgullosa exageración la riqueza de su madre, tasándola en millones.
Encontraba amigos en todo buque que ostentase á popa la bandera española, fuese cual fuese su puerto de origen y el regionalismo de sus tripulantes.
Todos le querían: los capitanes vascos, sobrios en palabras, rudos y de tuteo confianzudo; los capitanes asturianos y gallegos, enamoradizos y derrochadores, que desmienten con su carácter la avaricia y la tristeza de tierra adentro; los capitanes andaluces, que parecen llevar en su gracioso lenguaje un reflejo de la blanca Cádiz y sus vinos luminosos; los capitanes valencianos, que hablan de política en el puente, imaginando lo que podrá ser la marina de la futura República; los capitanes de Cataluña y de Mallorca, conocedores de los negocios tan á fondo como sus armadores. Siempre que les unía la necesidad de defender sus derechos, pensaban inmediatamente en Ulises. Ninguno escribía como él.
Los viejos pilotos venidos de abajo, hombres de mar que habían empezado su carrera en las barcas de cabotaje y á duras penas ajustaban sus conocimientos prácticos al manejo de los libros, hablaban de Ferragut con orgullo:
–Dicen que los del mar somos gente bruta… Ahí tienen á don Luis, que es de los nuestros. Pueden preguntarle lo que quieran… ¡Un sabio!
El nombre de Ulises les hacía titubear. Lo creían apodo, y no queriendo incurrir en una falta de respeto, habían acabado por transformarlo en don Luis. Para algunos de ellos, el único defecto de Ferragut era su buena suerte. Aún no se había perdido un buque mandado por él. Y todo buen marino que navega sin descanso debe tener en su historia una de estas desgracias para ser un capitán completo. Solamente los labradores no pierden barcos.
Cuando murió su madre, Ulises quedó indeciso ante el porvenir, no sabiendo si continuar su vida de navegante ó emprender otra completamente nueva. Sus parientes de Barcelona, mercaderes de ágil entendimiento para la evaluación de una fortuna, sumaban lo que habían dejado el notario y su esposa, y añadiendo lo de Labarta y el médico, casi llegaban á un millón de pesetas… ¿Y un hombre con tanto dinero iba á seguir viviendo lo mismo que un pobre capitán que necesita el sueldo para mantener á su familia?…
Su primo Joaquín Blanes, dueño de una fábrica de géneros de punto, le instó repetidas veces á que siguiese su ejemplo. Debía quedarse en tierra y emplear su capital en la industria catalana. Ulises era del país, por su madre y por haber nacido en la vecina tierra de Valencia. Se necesitaban hombres de fortuna y energía para que interviniesen en el gobierno. Blanes hacía política regionalista con el entusiasmo de un burgués que se lanza en aventuras novelescas.
Cinta no dijo una palabra para decidir á su esposo. Era hija de un marino y había aceptado ser la esposa de otro. Además, entendía el matrimonio con arreglo á la tradición familiar: la mujer dueña absoluta del interior de la casa, pero confiada en los asuntos exteriores á la voluntad del señor, del guerrero, del jefe del hogar, sin permitirse pensamientos ni objeciones sobre sus actos.
Fué Ulises el que adoptó por sí mismo la decisión de abandonar la vida de navegante. Trabajado por las sugestiones de sus primos, le bastó una pequeña disputa con uno de los directores de la casa armadora para ofrecer su renuncia, sin que lograsen hacerle retroceder los ruegos y explicaciones de los otros consocios.
En los primeros meses de su existencia terrestre, extrañó la inmovilidad desesperante de las cosas. El mundo era de una rigidez y una dureza antipáticas. Sintió algo semejante á un principio de mareo al ver que todo permanecía allí donde él lo dejaba, sin permitirse el menor vaivén, la más leve fantasía dinámica.
Por las mañanas, al entreabrir sus ojos, experimentaba la dulce sensación de la libertad irresponsable. Nada le importaba la suerte de aquella casa. Las vidas de los que dormían en los otros pisos, encima y debajo de él, no estaban confiadas á su vigilancia… Pero á los pocos días sintió que le faltaba algo que era una de las mayores satisfacciones de su existencia: la voluntad del poder, el gusto del mando.
Dos criadas de aire azorado acudían á sus voces y sus repiqueteos de timbre. Esto era todo para él, que había mandado docenas de hombres de áspera dureza que infundían terror al bajar en los puertos.
Nadie le consultaba ahora, mientras que en el mar todos buscaban su consejo y muchas veces necesitaban interrumpir su sueño. La casa podía existir sin que él la visitase diariamente desde las cuevas al tejado, revisando hasta el último grifo. Las mujeres que hacían la limpieza por las mañanas le obligaban á refugiarse en el despacho con sus terrestres escobazos. No le era permitido formular observaciones, no podía extender un brazo galoneado, lo mismo que cuando reñía á la grumetería descalza y despechugada, exigiendo que la cubierta quedase limpia como un salón. Se sentía empequeñecido, exonerado. Pensaba en Hércules vestido de mujer, hilando su rueca. El amor á la familia le había hecho renunciar á su vida de varón poderoso.
Sólo el trato de su esposa, que le rodeaba de asiduos cuidados, como si quisiera compensarse con esto de las largas separaciones, le hizo llevadera la situación. Además, sentía satisfecha su conciencia al hacer de padre «terrestre», preocupándose de su hijo, que empezaba á prepararse para ingresar en el Instituto, repasando sus libros, ayudándole en la comprensión de los textos.
Pero tampoco estos placeres fueron de larga duración. Le aburrían las tertulias de familia en su casa y en la de sus parientes; las conversaciones con tíos, primos y sobrinos sobre ganancias y negocios ó sobre los defectos de la tiranía centralista. Según ellos, todas las calamidades del cielo y de la tierra procedían de Madrid. El gobernador de la provincia era el «cónsul de España».
Estos mercaderes sólo interrumpían sus críticas para oír con religioso silencio la música de Wágner golpeada en el piano por las niñas de la familia. Un amigo con voz de tenor cantaba Lohengrin en catalán. El entusiasmo hacía rugir á los más exaltados: «¡El himno… el himno!» No era posible equivocarse. Para ellos sólo existía un himno. Y acompañaban con una canturria á media voz la música litúrgica de Los segadores.
Ulises recordaba con nostalgia su vida de comandante de trasatlántico: una vida amplia, mundial, de incesantes y variados horizontes, de muchedumbres cosmopolitas. Se veía detenido en las cubiertas por grupos de muchachas elegantes que le pedían nuevos bailes en la semana. Salían á su paso faldas de blanco revoloteo, velos que ondulaban como nubes de colores, risas y trinos parlantes en un español que parecía puesto en música; todo el estrépito juguetón de una jaula de pájaros del Trópico.
Los ex presidentes de República—generales ó doctores que iban á descansar á Europa—le contaban en el puente, con una gravedad napoleónica, los principales hechos de su historia. Los hombres de negocios, al dirigirse á América, le confiaban sus planes estupendos: ríos cambiados de cauce, ferrocarriles á través de la selva virgen, monstruosas fuerzas eléctricas extraídas de cascadas de varios kilómetros de anchura, ciudades vomitadas por el desierto en unas semanas; todas las maravillas de un mundo en la pubertad, que desea realizar cuanto concibe su joven imaginación. Era el demiurgo del pequeño mundo flotante; disponía á su antojo de la alegría y del amor.
En las tardes calurosas de la Línea, le bastaba dar una orden para sacudir la embrutecida modorra de las cosas y los seres. «Que suba la música y que sirvan refrescos.» Y á los pocos minutos giraban las parejas á lo largo de la cubierta, sonreían las bocas, se iluminaba en los ojos un punto brillante de ilusión y de deseo. A sus espaldas sonaba el elogio. Las matronas le encontraban muy distinguido. «Se ve que es persona bien.» Camareros y tripulantes hacían una relación exagerada de su riqueza y sus estudios. Algunas jóvenes que navegaban hacia Europa con la imaginación en pleno hervidero novelesco, se contraían decepcionadas al saber que el héroe era casado y tenía un hijo. Las damas solitarias, tendidas en una chaise longue, con un volumen en la mano, arreglaban, al verle, la corola de sus faldas, tapándose las piernas con tanta precipitación, que siempre las dejaban más al descubierto. Luego, fijando en él una mirada profunda, iniciaban el diálogo, siempre del mismo modo:
–¿Cómo ha llegado usted á capitán, siendo tan joven?
¡Ah, miseria!… El que había convivido varios años, de un extremo á otro del Atlántico, con un mundo rico, alegre, perfumado, resistiéndose unas veces por prudencia á los caprichos femeniles, entregándose otras con un recato de marino discreto, se veía ahora sin otros admiradores que la vulgarota tribu de los Blanes, sin otras ilusiones que las que le sugería su primo el fabricante, entusiasmado porque los grandes apóstoles del partido se fijaban con cierta simpatía en el capitán.
Todas las mañanas, al despertar, sufría un rudo choque en sus gustos. Lo primero que contemplaba era una habitación «sin personalidad», una vivienda que nada tenía de él, arreglada por las sirvientas con limpieza prolija y falta de lógica, que cambiaba incesantemente el emplazamiento de las cosas.
Recordaba con nostalgia su camarote reducido y ordenado, donde no había un mueble que escapase á su vista ni un cajón cuyo contenido no estuviera en su memoria. Su cuerpo se deslizaba, con el desembarazo de la costumbre, por los desfiladeros del mobiliario. Se había adaptado á todos los ángulos entrantes y salientes, como la carne del molusco se adapta á las sinuosidades internas de sus valvas. El camarote parecía formado con secreciones de su ser: era un caparazón, una concha que iba con él de un extremo á otro de los océanos, caldeándose con las altas temperaturas del Trópico, cerrándose con un calafateo de cabaña esquimal al aproximarse á los mares fríos.
Le inspiraba un amor semejante al que siente el fraile por su celda; pero esta celda era mundial, y al entrar en ella, después de una noche de tormenta pasada en el puente ó de una bajada á tierra en los puertos más diversos, la veía siempre lo mismo, con los papeles y los libros inmóviles sobre la mesa, las ropas colgadas de las perchas, las fotografías fijas en las paredes. Cambiaba el diario espectáculo de mares y tierras, cambiaba la temperatura y el curso de los astros; las gentes, arrebujadas en gabanes invernales, vestían de blanco una semana después y buscaban en el cielo las nuevas estrellas del opuesto hemisferio… y su camarote siempre igual, como si fuese un rincón de un planeta aparte, insensible á las variaciones de este mundo.
Por las mañanas, al despertar en él, se veía envuelto en una atmósfera, verdosa y suave, lo mismo que si hubiese dormido en el fondo de un lago encantado. El sol trazaba sobre la blancura del techo y de las sábanas una red inquieta de oro, cuyas mallas se sucedían incesantemente: era el reflejo del agua invisible. En la inmovilidad de los puertos entraban por el ventano el chirrido de las grúas, los gritos de los cargadores, las conversaciones de los que ocupaban los botes en torno del trasatlántico. En alta mar era el silencio fresco y rumoroso de la inmensidad lo que llenaba su dormitorio. Un viento de infinita pureza, que venía tal vez del otro lado del planeta, deslizándose miles de leguas por los desiertos salados sin tocar una sola corrupción, resbalaba en la garganta de Ferragut como un vino de gaseosa embriaguez. Su duro costillaje iba dilatándose á impulsos de este trago de vida, mientras sus ojos parpadeaban ante el azul luminoso del horizonte.
En su casa, lo primero que veía al despertar era un edificio catalán, rico y monstruoso, semejante á los palacios que dibujan los hipnotizados en sus ensueños: una amalgama de flores persas, columnas góticas, troncos de árboles con cuadrúpedos, reptiles y caracoles entre follajes de cemento. El adoquinado le enviaba por sus respiraderos la fetidez de unas alcantarillas solidificadas por la escasez de agua; los balcones esparcían el polvo de las alfombras sacudidas; el palacio-quimera se tragaba con una insolencia de rico novel todo el cielo y el sol que correspondían á Ferragut.
Una noche sorprendió á sus parientes haciéndoles saber que volvía al mar. Cinta asintió con un silencio doloroso á esta resolución, como si la hubiese adivinado mucho antes. Era algo inevitable y fatal que debía aceptar. El fabricantes Blanes tartamudeó de asombro. ¡Volver á su vida de aventuras cuando los grandes señores del partido se ocupaban de su persona!… Tal vez en las primeras elecciones le hiciesen concejal.
Ferragut rió de la simpleza de su primo. Quería mandar otra vez un barco, pero suyo, sin tener que sufrir las imposiciones de los armadores. El podía permitirse este lujo. Sería como un yate enorme, pronto á hacer rumbo á su gusto ó su conveniencia y proporcionándole al mismo tiempo cuantiosas ganancias. Tal vez su hijo llegase á ser director de compañía marítima, al convertirse con los años este primer vapor en una flota enorme.
Conocía todos los puertos del mundo, todos los caminos del tráfico, y sabría adivinar los lugares faltos de buques, donde se pagan fletes altos. Hasta ahora había sido un asalariado valeroso y ciego. Iba á empezar su vida de explotador del mar.
Dos meses después escribió desde Inglaterra diciendo que había comprado el Fingal, vapor-correo de tres mil toneladas, que hacía el servicio dos veces por semana entre Londres y un puerto de Escocia.
Ulises se mostraba entusiasmado por la baratura de su adquisición. El Fingal había sido propiedad de un capitán escocés, que, á pesar de sus largas dolencias, no quiso abandonar nunca el mando, muriendo á bordo de su buque. Los herederos, hombres de tierra adentro, cansados de una larga espera, ansiaban deshacerse de él á cualquier precio.
Cuando el nuevo propietario entró en el salón de popa, rodeado de camarotes—único lugar habitable en este buque de carga—, los recuerdos del muerto salieron á su paso. En los planos de las entrepuertas estaban pintados los héroes de la Ilíada escocesa: el bardo Ossián y su arpa; Malvina la de los redondos brazos y sueltas crenchas de oro; los guerreros bigotudos, con cascos de aletas y salientes bíceps, que se daban cuchilladas en los broqueles, despertando los ecos de los lagos verdes.
Un sillón mullido y profundo abría sus brazos ante una estufa. Allí había pasado sus últimos años el dueño del buque, enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, dirigiendo desde su asiento un rumbo que se repetía todas las semanas, á través de las nieblas, á través de las olas invernales que arrastraban pedazos de hielo arrancados á los icebergs. Cerca de la estufa había un piano, y sobre su tapa un rimero de partituras amarilleadas por el tiempo: La sonámbula, Lucía, romanzas de Tosti, canciones napolitanas, melodías fáciles y graciosas que esparcían las viejas cuerdas del instrumento con el timbre frágil y cristalino de una caja de música. El pobre nauta de piernas de piedra tendía su corazón enfermo hacia el mar de la luz. Esta música hacía surgir en medio de los cielos brumosos las colinas de Sorrento, cubiertas de naranjos y limoneros, las costas de Sicilia, perfumadas por una flora ardorosa.
Ferragut tripuló el buque con gente amiga. Su segundo fué un piloto que había empezado su carrera en las barcas de pesca. Era del mismo pueblo de los abuelos de Ulises, y se acordaba del Dotor con respeto y admiración. Había conocido á su capitán actual cuando éste era pequeño é iba á pescar con su tío. En dicha época, Tòni era ya marinero en un laúd de cabotaje, superioridad de años que le había autorizado para tutear á Ulises.
Al verse ahora bajo sus órdenes, quiso modificar el tratamiento, pero el capitán no lo consintió. Tòni y él eran tal vez parientes lejanos. Todos los de aquel pueblo de la Marina estaban unidos por largos siglos de existencia aislada y peligros comunes. La tripulación, desde el primer maquinista á los últimos marineros, se mostraba igualmente familiar en su respeto. Unos eran de la misma tierra del capitán, otros habían navegado largamente á sus órdenes.
Ulises conoció como armador un sinnúmero de preocupaciones que no había sospechado antes. Se verificó en él la angustiosa transformación del artista que se convierte en empresario, del literato que se desdobla en editor, del ingeniero dedicado á la fantasía de los inventos que pasa á ser dueño de fábrica. Su amor romántico por el mar y sus aventuras fué acompañado ahora de preocupaciones sobre el precio y el consumo del carbón, sobre la concurrencia rabiosa que hacía bajar los fletes, y la busca de puertos nuevos con carga pronta y remuneradora.
El Fingal, que había sido rebautizado por su nuevo propietario con el nombre de Mare nostrum, en memoria de su tío, resultaba una compra dudosa á pesar de su bajo precio. Ulises se había entusiasmado como navegante al ver su proa alta y afilada dispuesta á afrontar los peores mares, su esbeltez de buque veloz, sus máquinas sobradamente poderosas para un vapor de carga, todas las condiciones que le habían hecho servir de correo durante varios años. Consumía demasiado combustible para dedicarse con ganancia al transporte de mercancías. El capitán, durante sus navegaciones, sólo pensaba ahora en el alimento de las calderas. Siempre le parecía que Mare nostrum marchaba con excesiva rapidez.
–¡Media máquina!—gritaba por el tubo á su primer mecánico.
Pero á pesar de esta precaución y de otras, el gasto de combustible resultaba enorme al hacer el arqueo de un viaje. El buque consumía todas las ganancias. Su velocidad era insignificante comparada con la de un trasatlántico, pero resultaba absurda en relación con la de los vapores mercantes de gran casco y pequeña máquina que iban solicitando carga á cualquier precio por todos los puntos.
Esclavo de la superioridad de su buque y en continua lucha con ella, Ferragut se esforzó por seguir navegando sin grandes pérdidas. Todas las aguas del planeta vieron á Mare nostrum dedicado á los transportes más raros. Gracias á él ondeó la bandera española en puertos que no la habían visto nunca.
Hizo viajes por los mares solitarios de Siria y Asia Menor, ante costas donde la novedad de un buque con chimenea hacía correr y aglomerarse á las gentes de los aduares. Realizó desembarcos en puertos fenicios y griegos cegados por la arena, que sólo conservaban unas cuantas chozas al pie de montones de ruinas. Algunas columnas de mármol se erguían aún como troncos de palmeras desmochadas. Ancló junto á temibles rompientes de la costa occidental de África, bajo un sol que hacía arder la cubierta, para recibir caucho, plumas de avestruz y colmillos de elefante traídos en largas piraguas por remeros negros. Salían siempre de un río poblado de cocodrilos é hipopótamos, en cuyas orillas alzaba la factoría los conos pajizos de sus techumbres.