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Mare nostrum
Mare nostrum

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Mare nostrum

Язык: es
Год издания: 2019
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Y el Dotor pisaba la orilla seca, desnudo y serenamente impúdico como un dios, dando la mano á los hombres, mientras chillaban las mujeres llevándose el delantal á un solo ojo, espantadas y admiradas á la vez de su monstruosidad colgante que esparcía á cada paso una rociada de gotas.

Todos los cabos del promontorio le inspiraban el deseo de doblarlos á nado, como los delfines; todas las bahías y ensenadas necesitaba medirlas con sus brazos, como un propietario que duda de la mensura ajena y la rectifica para afirmar su derecho de posesión. Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pecho las espumas arremolinadas en los escollos y las aguas pacíficas, en cuyo fondo chisporrotean los peces entre ramas nacaradas y estrellas movedizas como flores.

Se había sentado á descansar en las rocas negras con faldellines de algas que asoman su cabeza ó la hunden, al capricho de la ola, esperando la noche y el buque ciego que venga á romperse como una cáscara. Había penetrado lo mismo que un reptil marino en ciertas cuevas de la costa, lagos adormecidos y glaciales iluminados por misteriosas aberturas, donde la atmósfera es negra y el agua diáfana, donde el nadador tiene el busto de ébano y las piernas de cristal. En el curso de estas nataciones comía todos los seres vivientes que encontraba pegados á las rocas ó moviendo antenas y brazos. El roce de los grandes peces que huían medrosos, con una violencia de proyectil, le hacía reír.

En las horas nocturnas pasadas ante los barquitos del abuelo, Ulises le oyó hablar del Peje Nicolao, un hombre-pez del estrecho de Mesina, citado por Cervantes y otros autores, que vivía en el agua manteniéndose de las limosnas de los buques. Su tío era algo pariente del Peje Nicolao. Otras veces mencionaba á cierto griego que, para ver á su amante, pasaba á nado todas las noches el Helesponto. Y él, que conocía los Dardanelos, quería volver allá como simple pasajero, para que no fuese un poeta llamado Lord Byron el único que hubiese imitado la legendaria travesía.

Los libros que guardaba en su casa, las cartas náuticas clavadas en las paredes, los frascos y bocales llenos de bestias y plantas de mar, y más que todo esto sus gustos, que chocaban con las costumbres de sus convecinos, le habían dado una reputación de sabio misterioso, un prestigio de brujo.

Todos los que estaban sanos le tenían por loco, pero apenas sentían cierto quebranto en su salud, respiraban la misma fe que las pobres mujeres que permanecían largas horas en casa del Dotor, viendo á lo lejos su barca, esperando que volviese del mar para enseñarle los niños enfermos que llevaban en brazos. Tenía sobre los otros médicos el mérito de no cobrar sus servicios; antes bien, muchos enfermos salían de su casa con monedas en las manos.

El Dotor era rico, el más rico de todo el país, ya que no sabía qué hacer de su dinero. Diariamente, su criada—una vieja que había servido á su padre y conocido á su madre—recibía de sus manos la pesca necesaria para la manutención de los dos, con una generosidad regia. El Tritón, que había izado su vela al amanecer, desembarcaba antes de las once, y la langosta crujía purpúrea sobre las brasas, esparciendo un perfume azucarado; la olla burbujeaba, espesando su caldo con la grasa suculenta de la escòrpa; cantaba el aceite en la sartén, cubriendo la piel rosada de los salmonetes; chirriaban bajo el cuchillo los erizos y las almejas, derramando sus pulpas todavía vivas en el hervor de la cazuela. Además, en el corral mugía una vaca de repletas ubres y cacareaban docenas de gallinas de incansable fecundidad.

La harina amasada por la sirviente y el café espeso como barro era todo lo que el Tritón adquiría con su dinero. Si buscaba la botella de aguardiente de caña á la vuelta de una natación, era para emplear su contenido en frotaciones.

Una vez al año el dinero entraba por sus puertas. Las muchachas de la vendimia se extendían por la escalinata de sus viñas, cortando los racimos de grano pequeño y apretado. Luego los tendían á secar en unos cobertizos llamados riurraus. Así se producía la pasa menuda, preferida por los ingleses para la confección de sus puddings. La venta era segura: del mar del Norte venían los buques á buscarla. Y el Tritón, al ver en sus manos cinco ó seis mil pesetas, quedaba perplejo, preguntándose interiormente qué puede hacer un hombre con tanto dinero.

–Todo esto es tuyo—dijo á su sobrino al mostrarle la casa.

Suyos también la barca, los libros y los muebles antiguos, en cuyos cajones estaba disimulado el dinero con disfraces cándidos que atraían la atención.

A pesar de verse proclamado dueño de todo lo que le rodeaba, un despotismo cariñoso y rudo pesó sobre Ulises. Estaba muy lejos su madre, aquella buena señora que cerraba las ventanas á su paso y no le dejaba salir sin haberle anudado la bufanda con acompañamiento de besos.

Cuando dormía mejor, creyendo que aún le quedaban muchas horas á la noche, sentíase despertado por un tirón de pierna violento. Su tío no podía tocar de otro modo. «¡Arriba, grumete!» En vano protestaba, con la profunda somnolencia de su juventud… ¿Era ó no era el «gato» de la embarcación que tenía al médico por capitán y único tripulante?…

Las zarpas del tío lo exponían de pie ante las bocanadas de aire salitroso que entraban por la ventana. El mar estaba obscuro y velado por una leve neblina. Brillaban las últimas estrellas con parpadeos de sorpresa, prontas á huir. En el horizonte plomizo se abría un desgarrón, enrojeciéndose por momentos, como una herida á la que afluye la sangre. Abajo, en la cocina, humeaba el café entre dos galletas de marinero. El «gato» de barca cargaba con varios cestos vacíos. Delante de él marchaba el patrón como un guerrero de las olas, llevando los remos al hombro. Sus pies marcaban en la arena una huella rápida. A sus espaldas, el pueblo empezaba á despertar. Sobre las aguas obscuras se deslizaban como sudarios las velas de los pescadores huyendo mar adentro.

Dos paladas vigorosas separaban su barca del pequeño muelle de rocas. Luego iba por las bordas desatando la vela, preparando las cuerdas, haciendo acostarse la embarcación sobre un flanco bajo sus férreas plantas. La lona subía chirriante y se hinchaba con blanca convexidad. «Ya estamos; ahora á correr.»

El agua empezaba á cantar, deslizándose por ambas caras de la proa. Entre ésta y el borde de la vela veíase un pedazo de mar negro, y asomando poco á poco sobre su filo, una gran caja roja. La ceja se convertía en un casquete, luego en un hemisferio, después en un arco árabe estrangulado por abajo, hasta que al fin se despegaba de la masa líquida lo mismo que una bomba, derramando fulgores de incendio. Las nubes cenicientas se ensangrentaban, los peñascos de la costa empezaban á brillar como espejos de cobre. Se extinguían por la parte de tierra las últimas estrellas. Un enjambre de peces de fuego coleaba ante la proa, formando un triángulo con el vértice en el horizonte. La espuma de los promontorios era sonrosada, como si su blancura reflejase una erupción submarina.

¡Bòn día!—gritaba el médico á Ulises, ocupado en calentar sus manos, ateridas por el viento.

Y enternecido por la alegría pueril del amanecer, lanzaba su voz de bajo á través del marítimo silencio, entonando unas veces romanzas sentimentales que había oído en su juventud á una tiple de zarzuela vestida de grumete; repitiendo otras las salomas en valenciano de los pescadores de la costa, canciones inventadas mientras tiraban de las redes, en las que se reunían las palabras más indecentes al azar de la rima. En ciertos recovecos de la costa amainaba la vela, quedando la barca sin otro movimiento que una lenta rotación en torno de la cuerda del ancla.

Al mirar Ulises el espacio obscurecido por la sombra del casco, encontraba el fondo tan inmediato, que casi creía alcanzarlo con la punta de su remo. Las rocas eran como de vidrio. En sus intersticios y oquedades, las plantas se agitaban con una vida animal y las bestias tenían la inmovilidad de los vegetales y las piedras. La barca parecía flotar en el aire, y á través de la atmósfera líquida que envolvía á este mundo del abismo iban bajando los anzuelos, y un enjambre de peces nadaba y coleaba al encuentro de la muerte.

Era un chisporroteo de fuegos amarillos, de lomos azules, de aletas rosadas. Salían de las cuevas plateados y vibrantes como relámpagos de mercurio; otros nadaban lentamente, panzudos, casi redondos, con una cota de escamas de oro. Por las pendientes se arrastraban los crustáceos sobre su doble fila de patas, atraídos por esta novedad que alteraba la calma mortal de las profundidades submarinas, donde todos persiguen y devoran, para ser á su vez devorados. Cerca de la superficie flotaban las medusas, sombrillas vivientes de un blanco opalino, con borde circular lila ó rojo tostado. Debajo de su cúpula gelatinosa se agitaba la madeja de filamentos que les sirve para la locomoción, la nutrición y el amor.

No había mas que tirar de los sedales y una nueva presa caía en la barca. Los cestos se iban llenando. El Tritón y su sobrino acababan por fatigarse de esta pesca fácil… El sol estaba próximo á lo más alto de su curva: cada ondulación marina se llevaba un pedazo de la faja de oro que partía la inmensidad azul. La madera de la barca parecía arder.

–Hemos ganado nuestro jornal—decía el Tritón mirando al cielo y luego á los cestos—. Ahora un poco de limpieza.

Y despojándose de sus ropas, se arrojaba al mar. Ulises le veía descender por el centro del anillo de espumas abierto con su cuerpo. Ahora se daba cuenta de la profundidad de este mundo fantástico, compuesto de rocas vidriosas, plantas-animales y animales-piedras. El cuerpo moreno del nadador tomaba, al descender, las transparencias de la porcelana. Parecía de cristal azulado: una estatua fundida con pasta de espejo de Venecia, que iba á romperse apenas tocase el fondo.

Caminaba como un dios de la profundidad, arrancando plantas, persiguiendo con sus manos los relámpagos de bermellón y oro que se ocultaban en las grietas de las peñas. Transcurrían minutos enteros; se iba á quedar para siempre abajo; no subiría. El muchacho pensaba con inquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta la costa. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de verde, creciendo y creciendo. Luego pasaba á ser moreno cobrizo, y aparecía sobre la superficie la cabeza del nadador dando bufidos, levantando los brazos, que ofrecían al pequeño toda su cosecha submarina.

–Ahora tú—ordenaba con voz imperiosa.

Resultaban inútiles sus intentos de resistencia. El tío le insultaba con las peores palabras ó le inducía con promesas de seguridad. No supo ciertamente si fué él quien se arrojó al agua ó si le arrancaron de la barca los zarpazos del médico. Pasada la primera sorpresa, experimentó la impresión del que recuerda algo olvidado. Nadaba instintivamente, adivinando lo que debía hacer antes de que se lo aconsejase su maestro. Despertaba en su interior la experiencia ancestral de una serie de marinos que habían luchado con el mar y algunas veces se quedaron para siempre en sus entrañas.

El recuerdo de lo que existía más allá de la blandura golpeada por sus pies le hacía perder de pronto su serenidad. La imaginación tiraba de él con la pesadumbre de una bala de artillería.

–¡Tío… tío!

Y se agarraba convulsivamente á la dura isla de músculos barbuda y sonriente. El tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus pies de piedra. Era igual al promontorio cercano que obscurecía y enfriaba el agua con su sombra de ébano.

Así pasaban las mañanas, dedicados á la pesca y la natación. Luego, en las tardes, eran las expediciones á pie por los acantilados de la costa.

El Dotor conocía lo mismo las alturas del promontorio que sus profundidades. Por senderos de cabra salvaje subían á las cumbres, desde las que se alcanzaba á ver la isla de Ibiza. A la salida del sol, la lejana tierra balear parecía una llama de color de rosa surgiendo de las olas. Otras veces caminaban casi á ras del agua. El Tritón mostró á su sobrino cavernas olvidadas, en las que se introducía el Mediterráneo con lentas ondulaciones. Eran á modo de cuadras marítimas, donde podían anclar los buques, permaneciendo ocultos á todas las miradas. Allí habían escondido muchas veces sus galeras los berberiscos, para caer inesperadamente sobre un pueblo cercano.

En una de estas cuevas, sobre un zócalo de peñascos, vió Ulises un montón de fardos.

–Vámonos—dijo el Dotor—. Cada hombre se gana la vida como puede.

Cuando tropezaban con el carabinero solitario que contempla el mar apoyado en su fusil, el médico le ofrecía un cigarro ó le daba consejos si estaba enfermo. ¡Pobres hombres! ¡Tan mal pagados!… Pero sus simpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de su mar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo de piratas ó de contrabandistas. Los fenicios, que difundían con sus navegaciones las primeras obras de la civilización, se cobraban este servicio llenando sus barcos de mujeres raptadas, mercancía rica y de fácil transporte.

La piratería y el contrabando formaban el pasado histórico de todos los pueblos que visitaba Ulises, amontonados unos al abrigo de un promontorio coronado por un faro, abiertos otros en la concavidad de una bahía moteada de islotes con cinturas de espuma. Las viejas iglesias tenían almenas en sus muros y troneras junto á las puertas, para el disparo de culebrinas y trabucos. El vecindario se refugiaba en ellas cuando las humaredas de los vigías avisaban un desembarco de piratas de Argel. Siguiendo las sinuosidades del promontorio, existía una fila de torres rojizas, cada una de ellas con otras dos iguales á la vista. Esta fila se prolongaba por el Sur hasta el estrecho de Gibraltar y por el Norte llegaba á Francia.

El médico las había visto iguales en todas las islas del Mediterráneo occidental, en las costas de Nápoles y en Sicilia. Eran las fortificaciones de una guerra milenaria, de una pelea de diez siglos entre moros y cristianos por el dominio del mar azul; lucha de piratería, en la que los hombres mediterráneos—diferenciados por la religión, pero idénticos en el alma—habían prolongado hasta principios del siglo XIX las aventuras de la Odisea.

Ferragut había alcanzado á conocer en su pueblo muchos viejos que en sus mocedades fueron esclavos en Argel. Las ancianas cantaban aún romances de cautivas en las noches de invierno y hablaban con pavor de los bergantines berberiscos. Los ladrones del mar tenían pacto con el demonio, que les avisaba las buenas ocasiones. Si en un monasterio acababan de profesar hermosas novicias, se conmovían sus puertas á media noche bajo los hachazos de los demonios barbudos que avanzaban tierra adentro, dejando á sus espaldas la galera preparada para recibir su flete de carne femenil. Si se casaba una muchacha de la costa, célebre por su belleza, á la salida de la iglesia surgían los impíos, disparando sus trabucos y acuchillando á los hombres sin armas, para llevarse las mujeres con sus ropas de fiesta.

De todo el litoral sólo temían á los navegantes de la Marina, tan audaces y belicosos como ellos. Cuando osaban atacar sus caseríos, era porque los marineros estaban en el Mediterráneo y habían ido á su vez á saquear é incendiar alguna aldea de la costa de África.

El Tritón y su sobrino cenaban bajo el emparrado en los largos crepúsculos estivales. Después de levantados los manteles, Ulises manejaba las fragatas de su abuelo, aprendiendo la nomenclatura de las diversas partes del aparejo y la maniobra del velamen. Algunas veces permanecían los dos hasta una hora avanzada en el rústico atrio, contemplando el mar luminoso bajo los esplendores de la luna ó con un tenue regleteo de luz sideral en las noches lóbregas.

Todo lo que los hombres habían escrito ó soñado sobre el Mediterráneo lo tenía el médico en su biblioteca, y lo repetía á su oyente. El mare nostrum de los latinos era para Ferragut una especie de bestia azul, poderosa y de gran inteligencia, un animal sagrado como los dragones y las serpientes que adoran ciertas religiones, viendo en ellos manantiales de vida.

Los ríos que se arrojaban en su seno para renovarlo eran pocos y de escaso caudal. El Ródano y el Nilo parecían tristes arroyos comparados con los cursos fluviales de otros continentes que desaguan en los océanos.

Perdiendo por evaporación tres veces más líquido que el que le aportan los ríos, este mar asoleado se habría convertido en una extensión de sal, de no enviarle el Atlántico una rápida corriente de renovación que se precipitaba por el estrecho de Gibraltar. Debajo de esta corriente superficial existía otra en sentido opuesto, que devolvía una parte del Mediterráneo al Océano, por ser más saladas y densas las aguas mediterráneas que las atlánticas. La marea apenas se hacía sentir en sus riberas. Su cuenca estaba minada por fuegos subterráneos, que buscaban salidas extraordinarias por el Vesubio y el Etna y respiraban continuamente por la boca del Stromboli. Alguna vez estos hervores plutónicos elevaban el suelo, haciendo surgir, como tumores de lava, nuevas islas sobre las olas.

En su seno existía doble cantidad de especies animales que en los otros mares, aunque menos numerosas. El atún, cordero juguetón de sus praderas azules, saltaba sobre la superficie ó pasaba en rebaño bajo el lomo de las olas. El hombre le tendía la trampa de sus almadrabas en las costas de España y de Francia, en Cerdeña, el estrecho de Mesina y las aguas del Adriático. Pero esta carnicería apenas aclaraba sus compactos escuadrones. Luego de vagar por los recovecos del archipiélago griego, pasaban los Dardanelos, pasaban el Bósforo, conmoviendo con el hervor de su galopada invisible los dos callejones acuáticos, y dando la vuelta á la copa del mar Negro, volvían, diezmados pero impetuosos, á las profundidades del Mediterráneo.

Formaba el coral rojos bosques inmóviles en el zócalo submarino de las islas Baleares y en las costas de Nápoles y África. El ámbar gris se encontraba en los acantilados de Sicilia. Las esponjas crecían en las aguas tranquilas al abrigo de los peñascos de Mallorca y de las islas griegas. Hombres desnudos, sin aparato alguno, conteniendo su respiración, descendían á la profundidad, como en los tiempos primitivos, para arrancar estos tesoros.

El médico abandonaba su descripción geográfica. Le atraía más la historia de su mar, que había sido la historia de la civilización. Primeramente, tribus miserables y escasas vagaban por las costas, buscando el alimento de los crustáceos arrojados por las olas: una vida semejante á la de los pueblos rudimentarios que Ferragut había visto en las islas del Pacífico. Cuando la herramienta de piedra ahuecaba los troncos de los árboles y los brazos humanos se atrevían á tender el primer cuero ante las fuerzas atmosféricas, se poblaban rápidamente las costas.

Los templos del interior se reconstruían en los promontorios, y apuntaban las ciudades marítimas, primeros núcleos de la civilización presente. En este mar interior habían aprendido los hombres el arte de navegar. Todos miraban á las olas antes que al cielo. Por el camino azul habían llegado las maravillas de la vida y de sus entrañas nacían los dioses. Los fenicios—judíos metidos á navegantes—abandonaban sus ciudades en el fondo del saco mediterráneo, para esparcir los conocimientos misteriosos de Egipto y de las monarquías asiáticas por todas las orillas del mar interior. Luego les reemplazaban los helenos de las repúblicas marítimas.

Para Ferragut, el honor más grande de Atenas era haber sido una democracia de nautas. Los ciudadanos servían á la patria como remeros. Todos sus grandes hombres eran oficiales de marina.

–Temístocles y Pericles—añadía—fueron jefes de escuadra, que luego de mandar buques gobernaron á su país.

Por eso la civilización griega se había esparcido y hecho inmortal, en vez de achicarse y desaparecer sin fruto, como otras de tierras adentro. Luego, Roma, la terrestre Roma, para no morir bajo la superioridad de los navegantes semitas de Cartago, tenía que enseñar el manejo del remo y el combate en las olas á los labradores del Lacio, legionarios de mejillas endurecidas por las carrilleras del casco, que no sabían cómo mover sobre las tablas resbaladizas sus pies de hierro dominadores del mundo.

Las divinidades del mare nostrum inspiraban al médico una devoción amorosa. Sabía que no habían existido, pero creía en ellas como poéticos fantasmas de las fuerzas naturales.

El mundo antiguo sólo conocía en hipótesis el inmenso Océano, dándole la forma de un cinturón acuático en torno de la tierra. Océano era un viejo dios de luengas barbas y cornuda la cabeza, que vivía en una caverna submarina con su mujer Tetis y sus trescientas hijas las Oceánidas. Ningún argonauta se atrevía á ponerse en contacto con estas divinidades misteriosas. Sólo el grave Esquilo había osado representar á las Oceánidas, vírgenes verdes y sombrías, llorando en torno del peñón en que estaba encadenado Prometeo.

Otras deidades más asequibles eran las del mar interno, en cuyos bordes estaban asentadas las ciudades opulentas de la costa siria, las ciudades egipcias, que enviaban á Grecia destellos de su civilización ritual; las ciudades helénicas, hogares de claro fuego que fundían todos los conocimientos, dándoles una forma eterna; Roma, dominadora del mundo; Cartago, la de los audaces descubrimientos geográficos; Marsella, que hizo participar á la Europa occidental de la civilización de los griegos, derramándola costa abajo, de factoría en factoría, hasta el estrecho de Gades.

Un hermano de las Oceánidas, el prudente Nereo, reinaba en las profundidades mediterráneas. Este hijo de Océano era de barbas azules y ojos verdes, con haces de juncos marinos en las cejas y el pecho. Cincuenta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través de las olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de los remeros la espuma levantada por sus brazos. Pero los hijos del Tiempo, al vencer á los gigantes, se repartían el mundo, jugándolo á la suerte. Zeus quedaba dueño de la tierra, el fatídico Hades reinaba en los abismos plutónicos, y Poseidón se enseñoreaba de las llanuras azules.

Nereo, monarca desposeído, huía á una caverna del mar helénico, para vivir la calmosa existencia del filósofo, dando consejos á los hombres, y Poseidón se instalaba en los palacios de nácar con sus blancos corceles de cascos de bronce y crines de oro.

Sus ojos amorosos se fijaban en las cincuenta princesas mediterráneas, las Nereidas, que tomaban sus nombres de los colores y aspectos de las olas: la Glauca, la Verde, la Rápida, la Melosa… «Ninfas de los verdes abismos, de rostros frescos como el botón de rosa; vírgenes aromáticas que tomáis las formas de todos los monstruos que nutre el mar», cantaba el himno orfeico en la ribera griega. Y Poseidón distinguía entre todas á la nereida de la espuma, la blanca Anfitrita, que se negaba á aceptar su amor.

Conocía al nuevo dios. Las costas estaban pobladas de cíclopes como Polifemo, de monstruos espantables, producto de sus copulaciones con diosas olímpicas y con simples mortales. Un delfín complaciente iba y venía llevando recados entre Poseidón y la nereida, hasta que, rendida por la elocuencia de este proxeneta saltarín de olas, aceptaba Anfitrita ser esposa del dios, y el Mediterráneo parecía adquirir nueva hermosura.

Ella era la aurora que asoma sus dedos de rosa por la inmensa rendija entre el cielo y el mar; la hora tibia del mediodía que adormece las aguas bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma que lame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas que hincha la vela como un suspiro de virgen; el beso piadoso que hace adormecerse al ahogado, sin cólera y sin resistencia, antes de bajar al abismo.

Su marido—Poseidón en las costas griegas y Neptuno en las latinas—despertaba las tempestades al montar en su carro. Los caballos de cascos de bronce creaban con su pataleo las olas que tragan á los navíos. Los tritones de su cortejo lanzaban por sus caracolas los mugidos atmosféricos que tronchan los mástiles como cañas.

¡Oh, madre Anfitrita!… Ferragut la describía lo mismo que si hubiese pasado ante sus ojos. Algunas veces, cuando nadaba en torno de los promontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por la fuerza ciega de las potencias naturales, había creído ver á la diosa desembocando entre dos rocas, con todo su risueño cortejo, luego de haber descansado en una cueva marina.

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