Полная версия
Máscaras De Cristal
―Soy feliz por ti ―dijo Loreley cuando salió con su cuñada a la terraza cerrada por grandes ventanales: en todo su alrededor una ornamentación de plantas de hoja perenne llegaba hasta el techo. Los hombres se habían sentado en el sofá del salón para hacer acopio de bebidas de alta graduación.
―Yo también lo soy. Verás cómo pronto te llegará el momento.
―No lo espero con ansia, te lo aseguro. Y él, de todas formas, no tiene intención de volverse a casar; ¡no en breve, al menos!
―¿Quién ha hablado de John? Me refería a un hipotético hombre desconocido.
―¡Ester, por favor!
―¡Venga, bromeaba! Sin embargo es verdad que podrías encontrar a alguien más dispuesto que él a comprometerse.
―De momento no pienso todavía en dar el gran paso.
―Cuando te encuentres delante del hombre justo conseguirás hacer lo mismo que he hecho yo.
―¡Te veo muy convencida! Yo ahora debo pensar en mi carrera, todavía en rodaje. ―Sentía angustia al pensar en formar una familia con un montón de niños antes de que el trabajo despegase.
―A propósito, ¿qué tal te va con ese tío que estás defendiendo? He leído en los periódicos…
―Bueno, estamos diseñando una línea de defensa que disminuya los años de la posible condena. Los hechos dicen que ha sido él y, por lo tanto, parece ser que irá a la cárcel, pero debo encontrar una laguna jurídica para conseguir que se quede lo menos posible.
―Bastaría un pacto para llegar al objetivo ―comentó la otra ―¿O me equivoco? Lo he visto hacer en algunas películas.
Loreley sonrió.
―No quieren saber nada de eso. Peter Wallace no consigue todavía creer que su Lindsay esté muerta. Afirma que sólo le dio unas bofetadas y que cuando se fue ella todavía estaba viva y perfectamente. Las pruebas, sin embargo, lo contradicen. Sólo he hablado una vez con él para intentar saber algo más pero me pareció que me estrellaba contra un muro de silencio y reticencia.
―No te será fácil conocer la verdad si él no está dispuesto a colaborar.
―¿Te importa si cambiamos de tema? Me gustaría evitar pensar en el trabajo esta noche.
―No me importa en absoluto.
Ester levantó la mirada hacia el trocito de cielo que se entreveía más allá de los altos edificios enfrente de ellas.
Hubo un instante de silencio en el que Loreley observó el hermoso perfil de su cuñada, los largos cabellos oscuros sueltos sobre la espalda, la mirada perdida allá arriba, pensando quién sabe en qué. No sabiendo qué más decir, sacó el primer tema que le vino a la cabeza.
―¿Echas de menos tu ciudad? ―le preguntó.
Ester tuvo un ligero sobresalto.
―No… bueno, no sabría decirte. De vez en cuando aparecen imágenes, escenas que me la hacen recordar, pero no siento su nostalgia, no hasta el punto de querer volver a toda costa. En compensación, echo de menos a mi hermano, aunque recuerdo muy pocas cosas de él. ―Hizo una pequeña pausa, durante la cual se enrolló una pequeña porción de cabellos alrededor del dedo índice ―Querría volver a verlo pero no sé dónde está, ni cómo ha acabado.
―En cualquier sitio tiene que haber una pista.
―Sólo la nota que dejó a Hans antes de desaparecer, en la que decía que quería encomendarme a él.
¿Una nota para Hans escrita por Jack?, se preguntó perpleja.
Hans no le había dicho nada de esto a ella. Nunca había comprendido el motivo que había empujado a Jack a irse tan deprisa y ya había transcurrido más de un año desde que había sucedido.
―Hagamos algo bueno: vamos a darles la lata a nuestros hombres, allí en el salón ―propuso Ester.
***
Cuando salió del ambiente templado de la oficina, el aire fresco de octubre la despertó del embotamiento en el que se encontraba desde hacía unas horas: aquella mañana se había levantado con una náusea que le había hecho saltarse la comida. Era probable que estuviese enfermando, quizás fuese aquel malestar que precede a la gripe auténtica.
Levantó la mirada: unas nubes amenazadoras oscurecían el cielo de la tarde y los árboles desnudos parecían escuálidas prolongaciones del suelo vuelto hacia lo alto. El viento fuerte la obligó a cerrar la chaqueta y a anudarse mejor la bufanda de seda alrededor del cuello. No le gustaba el invierno, a no ser por Navidad y las divertidas jornadas de patinaje sobre el hielo.
Llegó con prisa hasta un taxi que, un poco más adelante, estaba dejando a un cliente, e hizo que la llevase a casa. En cuanto abrió la puerta sintió el olor de comida. Se quitó el abrigo y lo apoyó en el sofá junto con el bolso, luego se asomó a la cocina. Mira, con su acostumbrado uniforme azul y un delantal blanco estaba preparando la mesa.
―¿Tienes hambre? ―le preguntó la asistenta volviéndose para mirarla: los pequeños ojos azul celeste sonreían, así como los labios sutiles y delicados.
Loreley había querido que la tutease: odiaba las formalidades y las reverencias, ya las tenía que soportar en el tribunal.
―A decir verdad, no mucha. ¿Ha vuelto Johnny?
―Está encerrado en el estudio. La cena casi está lista.
―Voy a avisarle.
Necesitó un poco de tiempo para sacarlo de la mesa de dibujo pero luego Johnny devoró un enorme bistec a la plancha y una cantidad de verduras que ella habría consumido en dos comidas.
Llegado a un punto Loreley apartó su plato con un gesto de disgusto: no entendía porqué ver a Johnny comer mucho, aquella noche le molestaba tanto.
Se levantó excusándose y se dirigió al baño para darse una ducha. Cuando el calor del agua la relajó, dejando espacio libre para los pensamientos, ya no se resistió. Divagó durante bastante tiempo en el pasado, en la época de la universidad, con Davide, el primer encuentro con Johnny y su futuro con él. Un futuro a largo plazo… Convertirse en una auténtica familia.
¿Qué diablos estaba pensando?
Johnny nunca le había dado a entender que quisiese crear una con ella. Ya había tenido una esposa y había escapado de ella después de unos cuantos años. Durante el matrimonio había traído al mundo incluso una hija, de la que hablaba poco, a diferencia de tantos padres que...
Interrumpió aquella secuencia de pensamientos con un escalofrío. Abrió la boca de par en par y el agua acabó en la garganta. Tosió para echarla fuera mientras cerraba el grifo. Fueron necesarios unos segundos interminables antes de que volviese a respirar bien.
Se apoyó en la pared de baldosas mientras se apartaba del rostro el cabello mojado. Aquel día debía volver a tomar la píldora y no le había venido nada. ¿Cómo era posible?
Había leído en algún sitio que, con algún tipo de anticonceptivos, podía suceder que el flujo disminuyese hasta desaparecer. Sí, debía ser esto.
¿Y si algo no había ido como debiera?, se preguntó escurriéndose los cabellos con gesto nervioso.
Aquella duda la puso tan intranquila que la indujo a secarse con rapidez y vestirse de nuevo. No podía esperar a mañana y quedarse con la incertidumbre o esa noche no pegaría ojo.
Una vez preparada dijo a Johnny que había olvidado comprar los habituales analgésicos y salió a la carrera.
En pocos minutos llegó a la farmacia cercana, en la otra parte de la calle. Entró y pidió un test de embarazo: era absurdo que se preocupase tanto pero sabía que podía haber un margen de error.
Cuando volvió a casa encontró a Johnny tumbado sobre el sofá concentrado en ver un partido de fútbol americano; ella aprovechó el momento para desnudarse y encerrarse en el baño sin ser molestada: nadie podría arrancar a Johnny de allí, ni siquiera la perspectiva de muchas horas de sexo desenfrenado.
Siguió las instrucciones que venían en el envase y esperó el resultado. Habría debido hacer el test por la mañana, al hacerlo por la noche se arriesgaba, como mucho, a tener un resultado negativo, nunca un falso positivo. En ese caso, habría repetido la prueba al día siguiente.
Sentada en el taburete se imaginó las posibles reacciones de Johnny si el resultado fuese positivo. Nunca habían hablado de boda, imagínate de tener hijos. Sería un duro golpe para ambos.
Miró el reloj, luego el indicador del test...
5
El test había dado positivo. Justo como temía.
¿Cómo diablos había sucedido? ¿Dónde se había equivocado?, se preguntó mientras envolvía el bastoncillo en un pañuelo de papel para tirarlo a la basura.
Salió del baño después de unos cuantos minutos. Se sentía como si le hubieran suministrado una dosis fuerte de sedantes. No fue con Johnny al salón: no quería correr el riesgo de que se percatase del estado en que se encontraba y necesitaba reflexionar antes de hablar con él.
Se dirigió al dormitorio, en la otra parte de la casa. Terminó de desvestirse, cogió el pijama de debajo de la almohada y se lo puso con movimientos parecidos a los de un autómata. Se dio cuenta de que se había colocado el pantalón al revés, no le importó gran cosa colocárselo como debía.
Al escuchar unos pasos se dio la vuelta, dando la espalda a la puerta.
―¿Ya te metes en la cama? ―le preguntó Johnny.
―Estoy muy cansada. ¿Te importa? ―fingió que buscaba algo en el interior del cajón de la mesilla de noche para que él no notase su turbación.
―No, para nada… yo vengo en cuanto acabe el partido, ahora están en el descanso.
Lo oyó acercarse todavía más y se puso una máscara de impasibilidad en el rostro, la misma que ponía en el tribunal.
―Perfecto. ―cerró el cajón después de haber cogido un paquete de pañuelos de papel que no necesitaba.
John la abrazó desde atrás, estrechándole la cintura.
―Venga, métete en la cama ―le dijo ―Ya me encargo de apagar todas las luces y cerrar las ventanas.
Ella giró la cabeza para fulminarlo con la mirada.
―¿Por qué me estás mirando de esa manera? ―le preguntó.
―Tú odias hacer estas cosas, siempre las debo hacer yo.
Lo vio sonreír.
―Dado que tú te vas a dormir y yo debo salir, me esforzaré y lo haré.
―¿Vas a salir con Ethan?
―Como siempre. Pero no te preocupes, esta vez no llegaré tarde.
El hombre dejó de abrazarla y, después de darle un ligero beso en la sien, abandonó la estancia.
Loreley se metió bajo las sábanas pero le costó conciliar el sueño. Era la primera vez que se sentía contenta de que Johnny saliese sin ella por la noche. Aún no se había recuperado de lo que había ocurrido en la boda de Hans que ya estaba metida en algo que le venía grande. Ninguno de los dos había considerado traer un niño al mundo, no en este momento.
***
Dos días después, Loreley todavía no había decidido informar a Johnny que sería padre por segunda vez. Quería mantener para ella ese secreto, aunque en un atisbo de racionalidad se prometió a sí misma decírselo lo antes posible, con la esperanza de que no reaccionase mal.
No conseguía procesar que se había quedado embarazada a pesar de todas las precauciones. En casa no hacía otra cosa que pensar en ello; sólo cuando estaba en la oficina conseguía tener un respiro: el trabajo la tenía ocupada, dándole un poco de tregua.
Aquel miércoles por la mañana se encontraba en la sala del tribunal con su asistido, Peter Wallace.
Loreley había visto imputados nerviosos, arrepentidos, preocupados, atemorizados o incluso complacidos de sí mismos, pero nunca le había ocurrido ver una expresión tan indiferente en uno de ellos. Para su defendido era como si aquello que estaba ocurriendo a su alrededor no fuese con él. Estaba allí, sentado a su lado, con los ojos fijos mirando hacia adelante, sin reparar en nada concreto, las manos cruzadas en una pose más propia del interior de una iglesia que de la sala de un tribunal.
Loreley había conocido al juez Henry Palmer durante las prácticas de pasante y lo estimaba por su humanidad que, sin embargo, no dejaba transparentar por sus ojos semi escondidos por los caídos párpados superiores y los labios sutiles siempre cerrados. Raramente lo veía sonreír durante una audiencia. A ojo de buen cubero debía haber engordado al menos una decena de quilos desde la última vez que lo había visto: ahora su panza presionaba el borde del estrado. Ni siquiera la toga conseguía enmascararla.
El juez se ajustó las gafas sobre la nariz antes de formular la pregunta esperada.
―¿Cómo se declara su cliente?
La voz sonó alta, un poco ronca, como si acabase de recuperarse de un dolor de garganta.
Ella se volvió hacia Peter Wallace, que no se movió ni un centímetro. El único detalle que le hizo comprender que estuviese vivo fue un ligero movimiento, apenas perceptible, en la mandíbula bien modelada.
―Inocente, Su Señoría. Mi cliente no tiene antecedentes penales, siempre ha llevado una vida tranquila y el crimen por el que es imputado aún está por demostrar. Las pruebas a su cargo se basan solamente en un testimonio poco fiable. Pido la libertad condicional.
―Fiscal… ―dijo el juez, invitándolo a hablar.
―El imputado no tiene antecedentes penales, es verdad, pero como ya se ha probado tiene una naturaleza agresiva: siempre hay una primera vez para cualquier acción. Además, podría abandonar el Estado, su familia tiene medios para ayudarle. Solicito que la petición de la defensa sea rechazada.
Después de una atenta reflexión el juez decidió:
―La libertad condicional es denegada.
El golpe seco del mazo puso fin a la audiencia.
Esta vez su cliente se giró hacia ella mostrando unos ojos verdes carentes de luz.
―Lo siento.
―Yo no he sido. Sé que nadie me cree; ni siquiera usted, abogada.
No había humildad en el tono ni autocompasión, pero tampoco arrogancia. Lo vio apartarse de los ojos un pequeño mechón de cabellos rizados, de color rojo Tiziano.
―Hasta luego, abogada Lehmann ―se despidió de ella un momento antes de que los agentes se acercasen para escoltarlo fuera de la sala del tribunal.
Ella se alejó rápidamente: otro acusado y su abogado defensor acababan de entrar y estaban a punto de coger su puesto.
Una vez que llegó a casa Loreley se tiró en el sofá sin ni siquiera quitarse los zapatos. Había trabajado como el resto de los días pero se sentía más cansada de lo normal. Incluso el olor del popurrí que impregnaba el aire le parecía más fuerte de lo habitual. Torció la nariz.
Cuando poco tiempo después entró John, ella lo saludó desde el sofá levantando una mano: estaba demasiado cómoda para ponerse en pie e ir a su encuentro.
―¿Estás bien? ―le preguntó él acercándose. ―Ni siquiera te has cambiado.
―Estoy cansada en estos últimos tiempos, lo sabes.
Él se sacó el gabán, lo tiró sobre el apoya brazos del sofá y, después de sacarse los zapatos, se sentó a su lado.
―¿Por qué no te coges unos días?
―No puedo.
Johnny arrugó la frente.
―¿Debido al caso del que te estás ocupando?
―Sí, claro.
―Tomarte un fin de semana no afectará en nada a tu cliente mientras que a ti sólo te beneficiará.
―No sé si es el momento...
―¿Ni siquiera si te pidiese venir conmigo a París este fin de semana?
Loreley abrió los ojos de par en par.
―¡Cuando viajas por trabajo nunca me pides que vaya contigo!
―Sé que adoras París y que hace mucho que no vas. Realmente te veo muy mal y no me gusta.
―Bueno, entonces podría pensarlo un poco ―le dijo mientas con una caricia le apartaba unos cabellos de la frente.
John le sonrió:
―¿Pensarlo un poco?
Loreley reflexionó rápidamente: debería hablar con él, antes o después, y no podía dejar pasar más tiempo si no quería que empeorase la situación. Quizás París era la ocasión y el lugar adecuado para aquel género de revelaciones.
―Vale. Nada de pensarlo: la respuesta es sí, iré contigo.
―Salimos el viernes por la mañana, al amanecer. Y no es una forma de hablar. Así que habla con tu jefe y pídele que te dé libre hasta el lunes. París no está a la vuelta de la esquina.
Tendría que trabajar duro para que Kilmer digiriese su ausencia.
Bueno, le daba igual, ¡estaba en su derecho!
***
¡París! La ciudad del amor por antonomasia y antiguo refugio de artistas de todo tipo: eran las frases que Loreley estaba leyendo en un folleto del hotel.
Lo volvió a poner donde estaba, sobre su mesita de noche color marfil. Quién sabe si aquella ciudad les ayudaría, a ella y a John, a consolidar el sentimiento que los mantenía juntos. Lo esperaba con toda su alma.
Se dirigió a la puerta francesa de madera blanca y la abrió, asomándose al pequeño balcón con la balaustrada de hierro forjado. Estaba en el cuarto piso de un encantador hotel de estilo modernista en el centro de la ciudad, en el bulevar que se introduce en Rue de Rivoli, la calle que flanquea el museo del Louvre.
El sol se había puesto hacía horas pero el aire no era tan húmedo y fresco como imaginaba que pudiese ser en aquella época del año. Observó la plaza arbolada de abajo, con los bancos diseminados, donde se exhibía una fuente de mármol. Sobre la acera se extendía una fila de bicicletas de alquiler mientras que un poco más allá discurría la calle, a esa hora poco transitada, con sus numerosas tiendas.
En cuanto entró en la habitación Johnny se tiró sobre la cama para recuperarse del cansancio del vuelo. Ella había conseguido dormirse en el avión y, aparte de la náusea, se sentía bien y con unas ganas enormes de dar una vuelta por la ciudad.
―Vuelve adentro, estás haciendo que entre el aire frío ―protestó Johnny llevando la manta hasta el mentón.
Loreley suspiró. No había ninguna esperanza de que él pudiese ver aquel sitio con sus mismos ojos, pensó cerrando las ventanas. En el tiempo que le llevó sacar los vestidos de la maleta y colocarlos en el armario Johnny ya se había dormido. Así que cogió un libro que había llevado con ella, se tumbó en la cama y comenzó a leer.
Después de un cuarto de hora lo cerró con un bufido.¡Perfecto! Él podía continuar durmiendo pero ella no tenía ganas de estar encerrada en el hotel escuchándolo roncar. Se puso la camisa, cogió el bolso y abrió la puerta.
―¿A dónde vas?
Loreley se paró.
―A dar un paseo en el bulevar. Quería dejarte reposar en paz…
Johnny se incorporó apoyándose en un codo.
―Ven conmigo. Quiero celebrar el primer día en París a mi manera.
―¡Entonces no estás tan cansado!
Pronunció las palabras lentamente mientras se acercaba a él al tiempo que se desabotonada la camisa con movimientos que dejaban entrever sus intenciones. Lanzó la ropa sobre la otomana para pasar, a continuación, a la falda que, en cambio, dejó que se deslizase a lo largo de las piernas.
―Ocúpate tú del resto. ―le dijo cubriendo la distancia que les separaba hasta que estuvo tan cerca que sintió su respiración sobre ella.
Johnny alargó la mano y en unos pocos segundos ella quedó desnuda delante de sus ojos que la miraban con deseo.
Aquella noche la sorprendió extendiéndose en los preliminares como sabía que le gustaba. Fue una de las pocas veces en las que Loreley se sintió colmada de atenciones.
Si él la amaba, quizás no reaccionaría mal ante la noticia de tener un niño. Quizás era sólo que ella se preocupaba demasiado por las cosas o tendía a exagerarlas. Por difícil que fuera se encontró pensando en una vida con él y con su hijo. ¿Pero por qué había ocurrido precisamente en ese momento, tan pronto?
***
A la mañana siguiente, cuando John la dejó para ir a discutir del proyecto de trabajo con una empresa de construcción, Loreley decidió ir al Museo del Louvre. Ya lo había visitado algunos años atrás pero no había sido posible verlo todo.
Pasó horas explorando las salas, subiendo y bajando las escaleras para conseguir encontrar unas obras expuestas que le interesaban, parándose de vez en cuando para descansar.
A última hora de la tarde fue de compras por las tiendas del Boulevard de Sebastopol: pocas cosas, dado que en la maleta no le cabrían demasiadas.
Al atardecer, cuando se volvieron a ver, Johnny le propuso ir a la Torre Eiffel. Lograron llegar hasta los alrededores del monumento y pasearon por la Promenade, de manera que pudiesen admirar aquel tramo de la ribera del Sena con el sol desapareciendo en una explosión de rojo y naranja detrás de las casas mientras se encendían las primeras luces de la noche.
A lo lejos, la parte superior de la torre sobresalía por encima de los árboles. Cuando llegaron al pie de ella, la imponente estructura de metal estaba completamente iluminada.
Loreley observó la fila de personas delante de la taquilla y escuchó a John refunfuñar:
―¡Mira cuánta gente hay para ir hasta la cima! ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
―No, si a ti no te apetece ―le respondió, intentando en vano no exteriorizar su desilusión.
―Vale, te contentaré una vez más.
Estaba haciendo lo imposible por complacerla, pensó ella.
―Quizás debería hacerte sonreír más a menudo: te brillan los ojos.
Habría querido demostrarle cuánto había apreciado aquellas palabras, en cambio le dio un fugaz beso: había demasiadas miradas alrededor.
Después de una hora llegaron a la terraza panorámica. Vista desde lo alto París era de una belleza indescriptible, con las luces que se multiplicaban a medida que transcurrían los minutos, creando luminosas geometrías entremezcladas con salpicaduras de minúsculos puntos luminosos.
El aire fresco de la noche provocó en Loreley un ligero escalofrío que, quizás, no era debido a la fría brisa sino a la consciencia de que había llegado el momento de desvelarle el secreto.
Miró a su alrededor y observó una frase roja escrita sobre sus cabezas: Bar y Champaña, leyó.
―¿Y si bebemos algo? ―le propuso.
Él siguió la dirección de su mirada y sonrió:
―Es una idea fantástica.
Podía ser un error hablarle de un tema tan delicado en un lugar público pero aquella era una ocasión particular y ella no quería desaprovecharla. Lo debía intentar. Era todo tan perfecto.
A la segunda copa de champaña decidió darle la tan temida noticia. Respiró hondo mientras sentía el latido veloz de la arteria del cuello: ¡Coraje… ten fe!
―Johnny, debo decirte una cosa, es importante.
Él posó la copa sobre la mesa:
―Te escucho.
―En estos últimos meses mi atención ha estado concentrada en el trabajo; lo sabes, ¿verdad?
―¿A dónde quieres llegar?
―Bueno, sabes…
―¡Qué difícil era!
―Loreley, ¿qué te pasa? ―él comenzaba a ponerse nervioso. Cambió de posición.
―Estoy embarazada ―le dijo.
Había intentado adivinar infinidad de veces cuál sería su reacción. Se había imaginado de todo pero no que se echase a reír.
―Esto es realmente gracioso. No conseguirás atemorizarme. No me lo trago.
¿Atemorizarle? Se quedó desconcertada. Los pensamientos se cruzaban unos con otros y no consiguió pronunciar una palabra más pero la expresión de la cara debía ser elocuente, porque él se puso a reír.
―Tú tomas la píldora, ¡no puedes estar embarazada! No bromees con esto.
―No estoy bromeando.
―¿Has dejado de tomarla sin decírmelo? ¿Sin preguntar mi opinión? ―le preguntó en voz alta.
―No es de esa manera. No te alteres, baja el tono… ―le suplicó casi susurrando.
―¡Ahora entiendo tu comportamiento de estos últimos días!
―Intenta calmarte, ¡te lo suplico!
―¿Cómo puedes pretender que permanezca tranquilo después de haberme puesto contra la pared? ―su mirada parecía manifestar desprecio ―¿Cómo has podido hacerme semejante putada?
Empezó a marcharse pero ella lo paró agarrándolo por el brazo. Él, a su vez, detuvo su mano apretándole la muñeca:
―No me toques… ―le advirtió. Luego la soltó y sin añadir nada más la dejó plantada en el local.
Todavía incrédula ella lo observó emprender la salida del bar con paso rígido y veloz. Desde su punto de vista no podía no darle la razón pero ella no lo había hecho adrede, esto debía servir de algo.