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Máscaras De Cristal
Cuando vio a Lucy alejarse de la mesa para sumergirse en el baile, la atención del hombre había recaído en ella que, después, le había hecho compañía con un par de copas en la sobremesa, olvidándose de no tomar los analgésicos con poca separación de las bebidas alcohólicas.
En aquellos últimos y frenéticos días transcurridos ayudando a Ester en los preparativos de la boda y en discutir con su jefe el caso Desmond, el dolor de la nuca no la había dejado en paz. La guinda del pastel había sucedido dos días antes de la ceremonia: su novio la había telefoneado desde Los Angeles para decirle, como si no tuviese importancia, que no podría estar con ella en la boda. La discusión que se había desencadenado por esto le había acentuado la migraña obligándola a recurrir varias veces a las medicinas.
Todavía había en su mente un vacío, entre el tiempo transcurrido desde que los novios se habían ido del restaurante, seguidos por las aclamaciones festivas de buenos augurios, a cuando se había despertado en plena noche en una habitación en los pisos altos del hotel. Un agujero donde sólo existían unos flashes en los cuales se veía desnuda y aferrada a un hombre de piel bronceada que, con el peso de su cuerpo, la aplastaba contra la cama mientras la acariciaba y la besaba.
Después, la oscuridad absoluta.
De nuevo él que, rodando sobre si mismo, la ponía encima de él, a horcajadas. Recordaba sus ojos felinos que le comunicaban pasión y los labios con una sonrisa socarrona que la invitaban a dejarse llevar por cualquier deseo oculto.
Y otra vez la oscuridad total, seguida de un despertar confuso… y de una inconfesable realidad.
2
¿Qué ocurriría una vez que John volviese a casa? ¿Era realmente necesario confesar algo que ni siquiera ella sabía bien cómo había sucedido? ¿La sinceridad a toda costa era indispensable para mantener viva la convivencia de la mejor manera?
Preguntas que volvieron a atormentarla incluso mientras conducía en medio del tráfico de Manhattan. Preguntas que le sembraban dudas que nunca había tenido antes, haciéndola dudar de sus pocas certidumbres. Después de todo, ella sólo tenía veintiocho años y poca experiencia en las relaciones de pareja para estar segura de tener las respuestas adecuadas.
El sonido del teléfono móvil reclamó su atención. Pulsó una tecla del salpicadero y activó el manos libres.
―Hola, Loreley. ¿Cómo estás?
―¡Davide! ―se regocijó. ―¡Cómo me alegro! Hace tiempo que no sé de ti.
―Sí, es verdad, pero también podrías haberme llamado tú.
―Bueno, estaba muy ocupada y la boda de Hans me ha dejado sin fuerzas. E incluso las ganas de casarme, si John me lo preguntase un día.
Escuchó una breve risotada al otro lado de la línea.
―Siempre la vieja historia de la zorra que no logra coger las uvas...
―¡No me tomes el pelo, venga! Tienes algo que contarme, ¿verdad?
―Sí… algo hay.
―¡No te andes por las ramas!
―Es algo serio y prefiero hablarte de ello personalmente, si no tienes inconveniente...
―Perfecto, también a mí me gustaría pasar un rato juntos.
―Si estás libre nos podríamos ver mañana a primera hora de la tarde, en tu casa.
―¿Digamos a las tres?
―A las tres.
Loreley acabó la conversación recordando con melancolía el rostro delicado y sonriente de Davide. Echaba de menos los días pasados con él, sobre todo en la época de la universidad, y los buenos y despreocupados momentos que le había dado.
Todo pasa y, como sucede a menudo, las cosas más hermosas son también las que menos duran.
Puso el pie en el pedal del freno e imprecó apretando el volante entre las manos: el automóvil delante de ella había frenado de golpe y por un pelo ella no le había embestido.
¡Maldita sea! Habitualmente respetaba la distancia de seguridad. Se quedó inmóvil durante unos segundos, respiró profundamente y en cuando oyó los cláxones de los autos que estaban detrás del suyo, se volvió a poner en marcha.
¡Siempre con prisas, todos! Algunas veces echaba de menos su querido Zurich con su orden y su calma. Tan distinta de la eléctrica y frenética New York.
Una ligera lluvia comenzó a golpear sobre el parabrisas. Resopló: se había olvidado de coger el paraguas. Y sin embargo sabía que en octubre el tiempo era imprevisible.
***
A la tarde siguiente, vestida con unos sencillos pantalones vaqueros y una camiseta de la misma tela y color, Loreley salió de casa. Fuera del portal estaba su amigo Davide esperándola.
En cuanto estuvo cerca de él le echó los brazos al cuello y durante unos segundos no lo dejó moverse.
―¡Qué entusiasmo! ―dijo él estrechándola a su vez.
―Nunca habíamos estado alejados tanto tiempo ―se defendió ella separándose. ―¿A dónde quieres ir?
―Con el hermoso sol de hoy podríamos pasear un poco.
―¡Perfecto!
Loreley se puso la bolsa en bandolera sobre el hombro y lo cogió de la mano pero después, a los pocos pasos, se paró.
―¡Pobre de ti si coges la cartera! ―le dijo levantando el dedo índice ―Esta vez me encargo yo, ¿entendido?
―¡Vaya un esfuerzo para alguien como tú!
―¿Qué quieres insinuar? ―le preguntó con las manos en las caderas. ―Estoy esperando...
―Tus padres son… bueno, no están tan mal.
―Son ricos, puedes decirlo. Pero eso no tiene nada que ver conmigo.
―Olvidemos este discurso y vamos a relajarnos un poco. Cualquier cosa que quieras hacer, por mí está bien.
Davide no quería hacer nada excepcional. Dejaron el coche y caminaron hasta el Corona Park. En aquel día otoñal el parque era poco frecuentado y estaba inmerso en una ligera capa de silencio y de finísima niebla, con hojas alfombrando los pies de los árboles desnudos a medias, que remarcaban el lánguido y nostálgico encanto del otoño, a pesar de la persistente presencia de macizos de flores que iban desde el amarillo intenso hasta el violeta.
Habrían podido escoger pasear en Central Park, más grande y no muy lejos de su casa, en vez de atravesar todo el distrito de Queens pero ella sabía que a Davide no le gustaban los lugares demasiado grandes y multitudinarios. En honor a la verdad, a él ni siquiera le gustaba ir a sitios donde la riqueza y, sobre todo, quien la poseía, mandasen en él, pensó mientras caminaba a su lado. Ella era su única amiga adinerada.
Cuando los músculos de las piernas comenzaron a doler por el cansancio, se sentó en un muro cerca de la Unisphere, un enorme monumento de acero que representaba un globo terrestre. Loreley habló de la boda del hermano y de lo que le había sucedido aquella noche, omitiendo sin embargo el nombre del hombre con el cual había compartido la cama: todavía no se sentía preparada para revelarlo, ni siquiera a su amigo. Él pareció comprenderlo porque evitó preguntárselo, pero sobre su frente había aparecido una arruga que antes no estaba.
―Sé en lo que estás pensando ―dijo ella mirándolo a los ojos azul celeste que parecían reprocharle algo ―Me daría de bofetadas a mí misma. Johnny no merece lo que le he hecho y no sé como salir de ésta sin hacerle daño.
―¿Estás indecisa acerca de si decírselo o no, verdad?
―Tengo miedo de que no me lo perdone. Y también me falta el valor… ―apartó la mirada durante un instante.
―Si te conociese tan bien como yo te conozco se percataría de que tú nunca habrías acabado en aquella cama si hubieras estado sobria.
―¡Lo ves muy fácil!
Davide la observó contrariado.
―No es nunca sencillo. ¿Crees que a mí no me ha costado confesarte mi traición? Tenía un miedo loco de perderte para siempre, incluso como amiga. Pero luego tú has comprendido...
―Me sentí igualmente mal de todas formas, aunque no lo dejé ver demasiado. Durante años no he querido saber nada de muchachos: para mí, en ese momento, sólo importaban los estudios y el patinaje.
Él suspiró.
―Ya ha pasado tiempo desde entonces pero veo que todavía te pones nerviosa cuando hablamos.
Ella movió la cabeza.
―Perdóname, Davide… ―le acarició la mejilla ―No estoy nerviosa por el pasado sino por el presente.
―Ya te he dicho mi opinión.
―Reflexionaré sobre ello, te lo prometo ―lo tranquilizó para acabar con aquella embarazosa conversación.
Mejor buscarme otro.
Lo miró como si sólo en aquel momento se hubiese acordado de algo importante.
―A propósito de confesiones: todavía no me has hablado de la noticia a la que te referías por teléfono. ―Se puso en una posición más cómoda ―Estoy aquí y te aseguro que escucharé cada palabra que digas.
Lo vio tranquilizarse y sonreír.
Davide se sentó a su lado, dejó pasar unos segundos y soltó la feliz noticia.
―Después de tanto tiempo… y tanto buscar, pienso que he encontrado la persona apropiada para mí. Dentro de unos meses quizás nos vayamos a vivir juntos.
Ella abrió los ojos de par en par.
―¡Dios mío, no sabes lo feliz que me haces! ―se regocijó dando palmadas y luego lo abrazó. ―¿Su nombre?
―Se llama Andrea, nos hemos conocido en la clínica: me ha traído a su perro para que lo curase.
―¡Estoy tan contenta! ¿lo sabes’
―¡Gracias! Yo, en cambio, estoy un poco atemorizado.
―Sé lo que se siente, sorbe todo al principio.
―Es por esto por lo que estoy hablando contigo. Quería saber cómo te llevabas con John. Cómo te sentías con él.
―Bueno… puedo decirte que al principio me sentía cohibida y no sabía cómo comportarme. Tenía miedo de que todo lo que hiciese le molestase. Debía mantener la calma, ser comprensiva y tener la mente abierta para aceptar también su manera de actuar y de pensar. Algunas veces deseaban darle de tortas, otras veces abrazarlo. El día anterior daba gracias al cielo por haberlo encontrado y al día siguiente quería no haberlo conocido jamás. En más de una ocasión te parecerá que no consigues soportarlo y añorarás la libertad perdida, pero te aseguro que luego todo se arregla. Basta con quererlo realmente.
―¿Es de esta manera que te has sentido con John? ―la interrumpió él, asombrado.
―Te aseguro que no estoy, para nada, arrepentida.
Mientras respondía se preguntó cómo es que, si no se había arrepentido, no conseguía tener en cuenta lo que le acababa de decir a su amigo, para tranquilizarse también a sí misma.
―Es suficiente. ―Davide rió divertido y la cogió de las manos. ―Ya verás como las cosas se arreglarán también para ti; basta quererlo realmente, ¿no?
―Eres un gran…
Él le tapó la boca.
―Eh, ciertas cosas no se dicen. ―le sonrió ―Ahora es mejor ir a beber algo.
Después de una bebida fresca y una visita rápida al museo de la ciencia y de la tecnología, decidieron que había llegado el momento de buscar un lugar tranquilo donde cenar. Mientras tanto el sol le estaba cediendo el puesto a la luna que dentro de poco aparecería como un disco inmaculado de luz y sombras, a ratos oculto por las nubes.
La cena fue ligera, sólo con dos platos y una pequeña porción de tarta de queso con fruta. Por suerte la temperatura no había bajado tanto como para hacerles desistir de dar una vuelta por las calles de Manhattan y sólo cuando realmente estuvieron cansados se percataron de que ya había pasado la medianoche. Sintiéndose culpable por haberlo retrasado, Loreley decidió hospedar al amigo en su casa: le hacía ilusión estar en su compañía todavía un poco más.
***
Estaba desperezándose en la cama cuando sintió una mano sobre el hombro. Se giró y abrió un poco los párpados: esperaba ver la cara de Davide pero los ojos que en ese momento la estaban observando eran demasiado oscuros para pertenecer a su amigo, que por el contrario los tenía azules.
―¡Johnny! ―se levantó apoyándose sobre los codos ―¿Cuándo has llegado?
―Ayer por la noche te mandé un mensaje: ¿no lo has leído?
―Perdona, no me he dado cuenta.
―¿Demasiado ocupada haciendo otras cosas? Me he cruzado con Davide en la sala. Se estaba marchando.
―Ayer pasamos la tarde juntos y como se había hecho tarde lo he traído a casa. ―se sentó sobre la cama ―Voy a despedirme de él.
―Olvídate. ―la cogió por los hombros. ―Me ha dicho que te salude. Tenía prisa.
Estaba a punto de protestar pero John se inclinó sobre ella y le cerró la boca con un gran beso. Entonces Loreley le pasó un brazo alrededor del cuello y se lo devolvió.
Cuando lo vio apartarse para sacarse con rapidez la ropa, con un único movimiento se sacó la corta camiseta de dormir mostrando de esta manera el cuerpo de piel pálida.
―Quería ducharme pero ahora… ―le dijo él.
Loreley lo examinó con rapidez: los cabellos en desorden y los rasgos del rostro tensos, como de quien hubiese intentando retomar el control de sus sentimientos. Los ojos oscuros parecían exhortarla a tomar rápidamente una decisión. Ella sintió sus labios abrirse con una sonrisa maliciosa mientras los brazos se tendían hacia él, lo aferraban por las solapas de la camisa que se había desabrochado y lo atraía hacia sí.
Aquella mañana seguro que se saltaría el desayuno y quizás incluso el almuerzo pero no le importaba un pimiento: ahora sólo necesitaba a su hombre.
Esperó a que John se durmiese antes de escabullirse de la cama. Se puso una bata de raso negro, cogió el teléfono móvil y bajó la escalera. Se sentó en el sofá e hizo una llamada.
―¡Hola, Loreley! ―la voz de Davide era alegre, como siempre.
―Perdóname por lo de esta mañana...
―No pasa nada. Me he quedado sorprendido al verlo entrar en casa e incluso un poco incómodo, como también lo estaba él, de hecho, y he preferido irme para no molestar. Siento no haber podido despedirme de ti.
―También yo. Pero todavía no sé qué hacer…
―Ya hemos hablado de eso ayer. Estoy convencido que harás lo correcto.
Ella, en cambio, no lo estaba.
―Prométeme que volveremos a vernos lo antes posible.
―Claro. A lo mejor puedes venir tu hasta aquí.
―Lo pensaré, te lo prometo.
―Te tomo la palabra. Ya nos veremos.
―Que tengas un buen domingo, Davide.
No había acabado todavía la conversación cuando reapareció John vistiendo un chándal gris de gimnasia.
―¿Ya levantado? ―creía que se había dormido. ―¿Tus padres están bien?
―Se las apañan. Mamá está con sus achaques habituales pero nada importante.
―¿Y tu hija? Imagino que habrá saltado de alegría al verte.
Él asintió sonriendo.
―Me gustaría que me llevases contigo, un día, para conocerlos.
La sonrisa desapareció rápidamente del rostro de John.
―Salgo un momento a correr, si te parece bien.
Loreley se quedó desilusionada pero se esforzó por no demostrarlo.
―No, ve. ¿Serás capaz incluso de hacer footing? ―le preguntó asombrada por tanta energía residual.
Él volvió a sonreír.
―Pues claro.
―Cuando vuelvas comeremos algo y, si no te has caído al suelo preso de un fallo cardíaco podríamos ir a dar una vuelta.
―Si cocinas tú es más probable que me arriesgue a una intoxicación alimentaria y entonces no iremos a ningún sitio.
Ella cogió un cojín del sofá y se lo lanzó.
John lo esquivó y, riendo, se fue de casa.
Cuando se quedó sola Loreley se fue a la cocina y se puso manos a la obra con los fogones, aunque ya sabía que el resultado no le entusiasmaría.
Había conocido a John en los tiempos de la pasantía. Él estaba con Ethan, que se lo había presentado como un viejo amigo. Su rostro cautivador, los ojos oscuros y su manera de ser, amable y al mismo tiempo descarada, la habían impresionado enseguida; pero no había habido manera de conocerse mejor hasta que lo había visto de nuevo, una tarde, en el aparcamiento cerca del bufete de abogados.
Ella estaba intentando poner en marcha el coche que no quería saber nada de arrancar. Después de algunos intentos inútiles había salido del vehículo con un enfado de mil demonios, jurando casi como un camionero. En ese momento lo había visto: estaba apoyado en el capó posterior del coche, los brazos cruzados y la miraba divertido.
Sin demasiados preámbulos le había preguntado si tenía intención de ayudarla o de permanecer allí quieto disfrutando del espectáculo. Johnny le había tendido la mano como pidiéndole las llaves. Ella lo había mirado fijamente a los ojos y se las había dado, aunque con una cierta reticencia.
En unos pocos minutos el motor había vuelto a retumbar.
―¿Qué puedo hacer para recompensarte? ―había preguntado aliviada.
―Podrías darme tu cuenta bancaria ―le había respondido mientras salía del coche para cederle el puesto del conductor.
―¿O también?
Él había puesto la mirada de quien sabe que ya ha ganado.
―Ven a cenar conmigo esta noche.
Y en ese momento había comenzado su historia.
3
Ethan pasó a su lado casi a la carrera, como si tuviese prisa por dejar el bufete.
―¡Eh, Loreley!
Ella, que estaba hojeando un expediente, se paró y lo miró por encima de las gafas de montura azul. Él llevaba una trenca oscura colgada del brazo y el inevitable sombrero en la mano, señal de que estaba yendo al juzgado o a ver a algún cliente.
―El jefe te quiere ver en el estudio ―le dijo, con una expresión compasiva.
―¿Hay problemas a la vista?
―Ni siquiera yo lo sé, pero cuando me ha pedido que te mandase con él tenía una sonrisita extraña...
―Nada bueno para mí, en fin; ¿qué te apuestas?
―Yo sólo apuesto si estoy seguro de ganar. Ahora debo salir corriendo. Buena suerte ―mientras decía esto le guiñó un ojo y desapareció detrás de la puerta.
Loreley suspiró. Dentro de un rato Kilmer le daría un trabajo fastidioso, pensó mientras iba hacia la oficina al lado de la suya.
Cuando entró lo vio sentado detrás del escritorio, con un traje gris oscuro. Él esbozó una media sonrisa, que más parecía una mueca, mientras le tendía una carpeta de documentos que ella cogió sin quitar la mirada de su rostro.
Cuando leyó las pocas palabras estampadas sobre el papel se puso rabiosa, pero intentó seguir impasible. Ya había escuchado en las noticias el homicidio ocurrido el día anterior, al lado de la residencia de sus padres, y se había quedado muy sorprendida y disgustada debido a su crudeza. Conocía de vista a la familia de la víctima, una matrimonio de empresarios jubilados que tenían una sola hija y sólo el pensar que debería defender a la persona que se la había arrebatado era suficiente para que se le hiciese un nudo en el estómago.
El jefe la miraba severo, casi como retándole.
―¿Por qué me debo ocupar yo de esto?
―Ethan está siguiendo otro caso y Patrick está enfermo. Además, el tío que contactó con nosotros para confiarnos la tarea te quiere justo a ti; se ve que prefiere a las mujeres. ―Dejó escapar una risita pero enseguida se volvió a poner serio. ―Lo siento.
¡No es verdad que lo sientas!
Kilmer se apoyó en el alto respaldo de la butaca, de piel negra, que crujió por su peso.
―Si necesitases ayuda, no dudes en pedírmela ―prosiguió en tono cordial que a ella, sin embargo, le sonó enseguida a falso.
¡Ya podía ir olvidándose!, pensó Loreley. Cerró la carpeta y la mantuvo cogida entre las manos.
―Ven a verme si acabas antes del cierre del bufete, así nos ponemos al día.
¡Como no! ¡Espera sentado! Haría todo lo posible por retrasarse, se dijo mientras asentía con la cabeza.
―Date prisa: tu nuevo cliente te espera.
Con una sonrisa forzada, la misma que él le había reservado cuando había entrado, Loreley dejó la habitación, los hombros derechos y el paso seguro, intentando controlarse; pero tenía unas ganas tremendas de darle una cuantas patadas en su gordo culo.
***
Defender a aquel que ella creía indefendible nunca había estado en su programa, ni lo consideraba una manera de hacer carrera, por lo tanto, la causa que le habían asignado era difícil de digerir. Le hubiera gustado rechazarla pero ya había perdido terreno al abstenerse de defender a Leen Soraya Desmond y no podía volverse atrás otra vez. Kilmer perdería los estribos, cogiendo al vuelo la excusa perfecta para echarla del bufete. Siempre había advertido en él una cierta intolerancia hacia ella pero, en los últimos tiempos, se había intensificado.
Cada vez más, su jefe le exigía un mayor compromiso, más de lo que pretendía de Ethan, y tenía la sospecha de que el motivo era debido al hecho de que ella era una privilegiada por nacimiento, una muchacha que no había debido hacer otra cosa que pedir algo para conseguirlo. Él, en cambio, había sudado para asegurarse una cierta posición y una discreta cuenta bancaria, trabajando duro durante treinta años.
De esta manera, el día anterior, se había visto obligada a aceptar aquella causa ingrata que la había mantenido despierta hasta altas horas de la noche.
¿A qué tecnicismo legal podía apelar para evitar que su asistido acabase sus días en la cárcel? Un hombre de treinta y un años que había golpeado hasta la muerte a su compañera, dejándola agonizante sobre el suelo de casa para, a continuación, irse como si no hubiese ocurrido nada. ¿Cuántos casos parecidos debería ver todavía en las salas de los tribunales? No era su deber juzgarlo pero, ¿cómo podía preparar una buena defensa, basada en una recíproca confianza con su cliente, si ella misma no sentía ningún tipo de empatía por aquel individuo, ningún tipo de comprensión?
A veces se preguntaba si no había cometido un error al escoger la especialidad de penalista. Quizás no era la adecuada, tendría que haberse ocupado de derecho civil; o quizás sólo estaba atravesando un período de confusión, de conflicto con el propio trabajo. Quién sabe…
Se daba cuenta de que, a pesar de todo, para convertirse en una buena abogada debería endurecerse.
En la sala de interrogatorios su cliente había declarado que le había dado sólo un par de bofetadas a la muchacha y no el haberla matado. Antes de salir de casa la había visto tocarse las mejillas, llorando. Estaba viva y enfadada.
Un asesino que se declara inocente, desde luego no era una novedad.
El camarero puso sobre la mesita el café que había pedido, haciendo que Loreley dirigiese la atención al punto en que se había parado: en la página del periódico estaba impreso el artículo de aquel crimen. Figuraban incluso los nombres del acusado y del abogado defensor: el suyo.
¿Qué perverso sentimiento empujaba a un hombre a masacrar a golpes a la mujer que decía que amaba? ¿O a pretender tenerla atada a él a toda costa cuando, en cambio, ella sólo quiere que la dejen libre?
Había escuchado muchas historias análogas a ésta, y otras que seguramente permanecían ocultas, porque las víctimas a menudo sufrían sin reaccionar: la mayor parte de las veces por miedo pero, en algunos casos, por una inclinación a la sumisión. Le volvió a la mente el recuerdo de una amiga de la época de la universidad que se había salvado solamente porque había denunciado a tiempo a su novio y luego había visitado a un psicólogo para salir de su dependencia.
¿Hasta que punto una víctima puede ser considerada sólo víctima y no también un cómplice, dado que acepta sufrir la violencia en silencio? Por suerte las cosas estaban cambiando pero no demasiado rápidamente. Todavía no.
Con un gesto de frustración giró un par de páginas y se paró en cuanto vio un artículo con la imagen de un tipo alto y moreno que salía del teatro al lado de una hermosa mujer de cabello rojo.
Las manos le temblaron. ¡Otra vez él!
Desde que aquel hombre se había arriesgado a morir a manos de su ex mujer, su fama había dado un gran salto hacia delante, dándolo a conocer incluso a gente que nunca lo había visto.
No se paró a leer el pequeño artículo; cerró el periódico y lo tiró sobre la silla vacía a su lado. ¡Al diablo!
Advirtió una absoluta necesidad de descargar la tensión y lo único que conseguía distraerla del trabajo era patinar sobre hielo. Sí, claro, ¿por qué no? Todavía no había ido ese mes.