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Máscaras De Cristal
Desilusionada pagó la cuenta y se marchó hacia el ascensor.
Durante el descenso de la Torre lanzó una última mirada a la ciudad que estaba debajo de ella, con el corazón batiéndole tanto que parecía querer salir del pecho.
Apoyó la frente sobre la pared de vidrio y cerró los ojos. Al sentir que comenzaban a salir las lágrimas batió los párpados para intentar echarlas para atrás. Por suerte la gente parecía demasiado ocupada gozando del panorama para prestarle atención.
Esperaba que Johnny estuviese esperándola abajo pero no lo encontró.
Ni siquiera había tenido tiempo de poner los pies en el suelo cuando, de repente, unos destellos la indujeron a mirar hacia lo alto: la Torre Eiffel, ya iluminada, se acababa de encender con otras luces brillantes e intermitentes, como las de un grandioso y reluciente árbol de navidad. Parecía como si quisiese incitarla a no perder el ánimo. Era una invitación a sonreír; y lo consiguió, aunque sólo por un instante.
Durante el trayecto de regreso llamó a John y le envió más de un mensaje al teléfono móvil pero él no respondió. En cuanto llegó al hotel encontró la habitación vacía, como ya había imaginado.
Mantuvo el teléfono móvil cerca de ella.
Finalmente, intuyendo que no regresaría esa noche, sintió la necesidad de escuchar una voz amiga. Llamó a Davide y, por segunda vez, dio la noticia del bebé en camino.
Su amigo se quedó sin palabras. Desde la otra parte de la línea se escuchaba sólo a un gato que maullaba.
―¡Eh, Davide, di algo!
―¡Dios mío, Loreley! ¿Y me lo dices así, por teléfono?
―No tengo otra manera de hacerlo. ¿No te parece? ―en ese momento necesitaba sus reconfortantes abrazos virtuales no sus reproches.
―Estoy contento por el feliz evento, pero no por la situación en la que te encuentras ahora… ¡Santo cielo, tenías que habérmelo dicho antes de irte: te hubieras ahorrado quedarte sola afrontando todo esto!
―Me parecía una buena idea, pero ahora ya está hecho.
―No te precipites en tus conclusiones ―le aconsejó él ―A veces las primeras reacciones son desproporcionadas con respecto a lo que se siente cuando se tiene tiempo para reflexionar. ¡Cierto, será un cambio tremendo!
―Me hubiera esperado de todo pero no quedarme embarazada. No estaba preparada para esto y creo que aún no lo estoy ―respondió ella, cansada de la amargura que sentía ―Me he tomado un tiempo para… ―se paró. Si ella misma había necesitado unos días para aceptar la noticia, ¿por qué pretendía que para John debería ser distinto? ―Vale, lo he entendido: esperaré un poco antes de tomar su no como definitivo.
―Ahora vete a dormir y mantenme al corriente, por favor.
―Claro, lo haré. Buenas noches. ―estaba a punto de colgar pero escuchó la voz del amigo llamándola.
―Espera, Loreley. ¡Felicidades por el niño!
6
Estaba todavía medio dormida cuando oyó que la puerta de la habitación se abría. Cerró los ojos y permaneció inmóvil.
A través de las pestañas vio a John que abría el armario, sacaba las pocas cosas que se había traído y luego las metía en el bolsón.
Se movía furtivo como un ladrón. Se estaba marchando.
Su corazón cambió el ritmo y le pareció que no quería volver a latir de manera regular. Respiró profundamente y, en cuanto aquella desagradable sensación cesó, se sacó de encima las mantas y bajó de la cama, decidida a enfrentarse a él. No podía permitirle irse de esta manera, con la convicción de que ella lo hubiese engañado.
Él se volvió a mirarla.
―Voy a la cita con el arquitecto Morel, luego me vuelvo a New York… solo. Tú acaba tu fin de semana ―le dijo taladrándola con la mirada.
―¡Deja de actuar así! Ni siquiera me has dejado hablar cuando estábamos en la Torre Eiffel.
―No tengo ganas de escucharte tampoco ahora. Eres una abogada: si consigues manipular a un jurado para salvar a un cliente, imaginemos qué dirás para salvarte a ti misma.
―¡Ese es un golpe bajo!
―¿Y el tuyo cómo lo definirías? ―señaló el vientre de ella.
No era fácil discutir en aquellas condiciones pero debía intentarlo.
―No lo he hecho adrede. Nunca he dejado de tomar la píldora, ¡debes creerme!
―Perdona, pero no lo consigo.
John cogió su pequeño equipaje, se dirigió hacia la puerta y salió de la habitación sin dignarse a mirarla.
Loreley se quedó inmóvil durante unos segundos. Tendría que haberlo mandado al diablo y decirle que ya se ocuparía ella del niño, pero tenía que intentar convencerlo de su propia sinceridad antes de llegar tan lejos; porque estando así las cosas, si aquel hombre no merecía tener un hijo, su hijo, en cambio, merecía tener un padre. Quizás un día cambiase de idea: le había pasado a otros hombres el cambiar de opinión después de haber visto a su propio hijo. El tribunal le había enseñado que, en algunos casos, era necesario dejar de lado el orgullo.
No, si existía aunque fuese sólo una mínima esperanza, ella sentía que debería hacer siquiera un intento para enderezar las cosas.
Se puso los pantalones vaqueros, un suéter y los botines, cogió el abrigo y se fue corriendo.
El ascensor cercano a la habitación estaba ocupado y también el de enfrente tenía la luz en rojo.
Debía coger las escaleras. Si descendía lo suficientemente rápido conseguiría alcanzarlo antes de que él tuviese tiempo de coger un taxi.
Cuarto piso.
Escalones, rellano, escalones.
Tercer piso.
Escalones, rellano, escalones.
Más rápido, más rápido…
Segundo piso.
Escalones, rellano, vacío…
Le faltó el apoyo a un pie y los sucesivos escalones se le vinieron encima. Lanzó un grito de terror.
Un dolor insoportable, luego un torbellino de sombras oscuras la engulló en la nada.
***
El ligero escozor del brazo y el dolor en el lomo le hicieron despertar poco a poco de la niebla oscura de los sentidos. No conseguía abrir los ojos.
―Miss Lehmann… ¿me oye?
Las palabras habían sido pronunciadas en un pésimo inglés, con un fuerte acento extranjero, y la voz femenina parecía llegar desde muy lejos.
De su boca salieron algunas sílabas sin sentido. La lengua estaba pegada al paladar y los labios secos. Se limitó a asentir con la cabeza.
―Se está recuperando. Podéis llevarla a planta. ―Ahora era un hombre el que hablaba pero esta vez en un perfecto francés. Loreley agradeció a su padre el haberla obligado a aprender aquella lengua cuando todavía vivían en Zurich.
Se puso tensa: ¿dónde se encontraba? La pregunta quedó suspendida en el breve silencio que vino a continuación, hasta que algunos recuerdos confusos le asaltaron con la violencia de un mazo. La ambulancia, las urgencias, la visita del médico… y luego nada.
¡Estaba en un hospital!
Tuvo un fuerte temblor.
Alguien intentó que estuviese quieta pero ella no conseguía controlar los intensos escalofríos que le agitaban el cuerpo.
―Creo que es una reacción al estrés del trauma ―escuchó decir.
¿Qué le habían hecho?, se preguntó presa de una terrible sospecha. Quería saber pero no conseguía preguntar. Los dientes le batían con la fuerza de un martillo neumático y el corazón parecía como si quisiese ganarle en velocidad; era como si tuviese un avispero en la cabeza. Se obligó a calmarse, respirando hondo varias veces.
―Muy bien… así. No tenga miedo.
De nuevo aquella voz masculina tan tranquilizadora.
―Doctor, le espera el profesor Leyrac en la sala dos.
Una mujer se había entrometido.
―Sí, voy enseguida. Llevad a la habitación a miss Lehmann ―repitió el hombre.
Loreley advirtió que se alejaban. La débil torpeza que todavía le envolvía la mente estaba desvaneciéndose. Unos segundos más y consiguió abrir los ojos.
Lo primero que enfocó fueron las puertas de un gran ascensor que se cerraban, luego la silueta de una mujer en bata blanca que se disponía a pulsar un botón.
Poco después, desde la camilla la transportaron a una cama.
―Mañana estará mejor ―la tranquilizó la enfermera mientras colocaba el gotero en el mástil.
―Mi niño… ―consiguió decir tocándose el vientre.
***
Loreley se despertó con dificultad. A pesar de que ya era bien entrada la mañana, todavía tenía sueño: aquella noche le había sido imposible dormir tranquilamente, entre timbres que sonaban con insistencia, pasos apresurados por los pasillos, voces que susurraban y luces encendidas.
Una mano se posó sobre su brazo. Era una enfermera.
―Miss Lehmann, debe venir conmigo; el doctor querría hablarle. Sabe, por el alta.
―¡Oh! ¡Voy, entonces!
―El médico le explicará todo. ―Se inclinó para ayudarla a bajar de la cama.
Aunque tenía la cabeza dolorida y la rodilla hinchada, Loreley rechazó su ayuda y, cojeando, la siguió.
Mientras estaban de camino oyó una discusión que provenía de una habitación del pasillo.
―No lo entiendo, debe haber sido una confusión…
―Doctora Duval, le había pedido que tuviese bajo control los resultados de los análisis, en particular el valor de los hCG; observo que falta precisamente esto.
Era una voz que ella ya había escuchado.
―Aquí… entre aquí, señora ―le dijo la enfermera, señalando la puerta entreabierta de la habitación de la que salían las voces. Luego la abrió de par en par para facilitarle el paso.
Un olor a desinfectante flotaba en la salita. La persona sentada en el escritorio ni siquiera levantó los ojos de los folios que estaba examinando; Loreley notó sólo sus cabellos cortos y oscuros, los anchos hombros debajo de la bata blanca y las manos de piel dorada. La figura de aquel médico le provocó una cierta inquietud, a diferencia de su voz, que en cambio conseguía tranquilizarla.
La joven doctora rubia, que estaba de pie al lado de ella, le lanzó una rápida ojeada y luego la invitó a sentarse.
―Miss Lehmann, parece ser que sus condiciones de salud son buenas y… ―le dijo, ésta última, en un inglés apenas comprensible.
―Por desgracia nos falta todavía un análisis ―la interrumpió el otro. ―Puede volver a casa, miss Lehmann. En cuanto tengamos los resultados los podremos en su expediente ―continuó el hombre alzando el rostro y posando la mirada sobre Loreley.
Sólo entonces ella pudo ver sus rasgos, los ojos azules oscuros, como el cielo al atardecer.
―Si hubiese novedades se lo comunicaremos: déjenos su correo electrónico y… Miss Lehmann ¿le sucede algo?
―¡¿Jack?! ¿Jack Leroy? ―gritó Loreley.
―¿Perdone, cómo dice?
Ella lo miró, sin poder decir nada. ¡Dios mío, se parece a él! Era idéntico al hermano de Ester, con barba…
El médico se levantó con una expresión preocupada y se acercó a ella, luego se volvió hacia la colega.
―Llame al doctor Julies.
―Enseguida, doctor Legrand ―le dijo ella levantando el auricular del teléfono.
¿Doctor Legrand? ¡Mira qué era estúpida!, pensó Loreley, desilusionada. Jack hablaba un inglés perfecto, aquel desconocido se las apañaba, cierto, pero su pronunciación de las vocales era cerrada, la erre arrastrada y el acento más dulce.
Al intuir su preocupación lo paró:
―Estoy bien, se lo aseguro. Me pareció solamente que ya le había visto….que lo conociese, en suma; pero me he equivocado.
―Entonces podemos proceder con el alta ―volvió a sentarse, cogió la pluma que la doctora le pasó y garabateó algo en un par de folios ―¿Puede avisar a alguien para que venga a recogerla?
Loreley se puso tensa, cerró los puños y bajó la mirada sobre el grupo de expedientes color pastel a un lado del escritorio.
―Miss Lehmann… ―volvió a llamarla él.
Ella levantó de nuevo los ojos y se encontró con los de aquel hombre que la observaban atentos; intentó asumir una actitud más distendida.
―¿Ha venido a París sola? ¿Hay alguien aquí que pueda ayudarla?
Ella pensó en Johnny pero desterró enseguida aquella idea. Quizás ya estaba en New York. Se ajustó un mechón de cabellos detrás de la oreja.
―Hace poco que me ha dicho que puedo marcharme. No necesito nada ni a nadie ―afirmó con tono decidido.
Vio aparecer en su rostro una expresión entre la sorpresa y el escepticismo. Mentir a una persona con una mirada tan intensa e inteligente no era para nada fácil. La posición de defensa que había asumido la estaba traicionando. Pero, después de todo, ¿no le correspondía a ella decidir sobre si misma?
―Le aseguro que estoy diciendo la verdad. No tengo nadie con quien contactar y puedo arreglármelas sola.
Transcurrieron unos segundos de silencio.
―Perfecto, será dada de alta como hemos establecido ―dijo el doctor. ―Mientras tanto le prescribo la terapia que deberá hacer en casa.
Le tendió la mano para entregarle un par de folios.
Ella los cogió y los dobló sin ni siquiera darles una ojeada. Quería escapar lo antes posible de aquella situación que la molestaba.
―Por suerte no ha habido consecuencias y el niño está bien, pero permanezca por lo menos un par de días en reposo ―prosiguió él. ―En cuanto a los puntos en la cabeza se los podrán quitar dentro de una semana en cualquier hospital. Y mantenga la rodillera durante unos catorce días o como máximo veinte.
―Claro, lo haré.
―Sería mejor que usted volviese aquí para un reconocimiento antes de que se marche: es una precaución que le aconsejo.
―Lo pensaré. Debería hablar también con el seguro médico. Le doy las gracias, doctor Legrand ―se despidió mientras se levantaba sosteniéndose en el apoya brazos de la silla. Miró al otro médico:
―Doctora…
Se esforzó por sonreír, despidiéndose con un movimiento de cabeza, a continuación se volvió para abandonar la enfermería con la mente que parecía vacía de todo tipo de pensamiento, pero con la rabia que nunca hubiera creído sentir hacia John y hacia si misma.
En ese estado emotivo bajó el umbral de atención y apoyó el peso sobre la pierna equivocada. Tendió los brazos hacia delante en busca de un punto de apoyo, pero éstos golpearon un recipiente de metal en forma de haba que se desplomó al suelo con un gran estrépito, vertiendo el contenido.
Con la rodilla sana y las palmas de las manos en el suelo, Loreley miró el daño producido, no sabiendo si reír o llorar.
Sintió a su espalda dos manos fuertes que la ayudaron a levantarse, mientras un enfermero se apresuraba a volver a poner en orden jeringuillas, tubos de pomada, gasas y tijeras en el contenedor.
―¿Todo bien, miss Lehmann? ―le preguntó Legrand.
―Sí, no ha ocurrido nada. Gracias, doctor, he olvidado que me había dañado la pierna: siempre he sido un poco torpe. Ahora puede reírse, si quiere ―bromeó.
El rostro del médico se tranquilizó y los labios se abrieron con una sonrisa.
7
Loreley se puso un par de pantalones vaqueros, un jersey de cuello alto, un abrigo de tejido impermeable y un par de botines de tacón bajo. Cubrió la cabeza con una boina de lana peinada, a fin de esconder el apósito, y se cubrió el cuello con una bufanda de la misma tela.
Después de haber comprobado que no se había olvidado nada en el baño y en la habitación, descendió al vestíbulo y pagó la cuenta del hotel dejando en depósito el equipaje, para ir al hospital libre de peso. Tenía cinco horas todavía para someterse al reconocimiento, recoger las maletas y llegar al aeropuerto.
Hizo que llamasen a un taxi y lo esperó sentada en la butaca.
Para estar segura de poder enfrentarse al viaje de regreso se había quedado más tiempo del previsto en el hotel, donde había intentado superar el aburrimiento leyendo y mirando la televisión. Salía de la estancia sólo para bajar al restaurante. El personal se había comportando de manera amable con ella: de vez en cuando la camarera llamaba a su puerta para preguntar si necesitaba algo.
En esos días había recibido dos llamadas. La primera había sido de Davide, que le había preguntado si había alguna novedad sobre ella y su novio. Cuando le había contado la fuga de Johnny y el accidente, él se había quedado al principio sin palabras; luego, había tenido un ataque de ira que había desfogado en coloridos insultos, seguidos por una serie de consejos.
Le había también ordenado que se quedase en la habitación calentita y segura, ¡como si ella hubiese querido sumergirse en la movida, con la rodilla todavía hinchada! Después de aquella regañina le había prometido que iría a buscarla al aeropuerto.
La segunda llamada, en cambio, era de una enfermera que le había comunicado el resultado del examen que faltaba, aconsejándole que fuese a una revisión antes de volver a su país. Dado que ya había cambiado el vuelo para el día siguiente Loreley enseguida había reservado cita para el mismo día de la partida.
La llegada del taxi puso fin al discurrir de aquellos breves recuerdos sobre sus últimos días en París. Loreley entró en el vehículo fulminando con la mirada al conductor, molesta por la larga espera.
―Lléveme al Hospital Sant Louis, por favor. ―se colocó en el asiento. ―Si en Manhattan tuviese que esperar tanto para coger un taxi, llegaría antes a la oficina a pie ―pensó en voz alta.
―¡Entonces, hágalo! ―le dijo el taxista molesto, en un inglés no muy correcto, con el vehículo todavía parado en el borde de la acera. Se volvió a mirarla con una media sonrisa ―¿Sabe? Sólo queda a un par de kilómetros.
Ella ni pestañeó. ―Lo habría hecho pero voy al hospital. ¿Esto no le sugiere nada?
Lo pensaba en serio. Si no hubiese sido por la rodilla todavía fastidiada hubiese ido realmente a pie, de esta forma habría aprovechado para darse un buen paseo, después de cuatro días en la cama.
El taxista movió la cabeza, luego volvió a poner el coche en el carril. Loreley se apoyó en el respaldo intentando calmarse, cada vez que se ponía de malhumor en un taxi la tomaba con quien conducía, era consciente de ello; pero más media hora de espera era realmente demasiado.
¡Venir a París para sufrir todo esto!
Seguramente Kilmer se estaba riendo, se dijo, pensando en la llamada que le había hecho al día siguiente de su alta en el hospital.
En cuanto llegó a la recepción pidió ser recibida por el doctor Legrand que, sin embargo, aquella mañana estaba ocupado en planta; según la enfermera debería contentarse con el de turno pero ella no tenía ninguna intención de dejarse tocar por las manos de otro hombre.
Insistió en su petición hasta que, ante tanta obstinación, la empleada de cabellos cobrizos y las gafas con la cadenita no hizo un intento por contentarla o por quitársela de en medio: le dijo que preguntaría al doctor su disponibilidad para un reconocimiento privado si estaba dispuesto a pagarlo. Loreley no se lo pensó dos veces para enarbolar la tarjeta de crédito.
Fue obligada a esperar más de una hora pero, finalmente, el doctor Legrand encontró tiempo para recibirla.
Después de haberle curado la herida de la cabeza la hizo sentar en su estudio, un lugar más acogedor que el frío consultorio en que la había recibido y más adecuado para una conversación privada.
―Hoy se va, entonces, miss Lehmann.
―París es una ciudad estupenda pero no veo la hora de volver a New York, después de esto… ―señaló el apósito en el lado derecho de la cabeza, sobre la oreja.
―Lo imagino. Hace tiempo que me prometo a mi mismo volver a su ciudad pero al final voy siempre a otro sitio, a lugares más cercanos; no consigo coger bastantes días de asueto para permitirme un viaje tan largo. ―cruzó las piernas y se apoyó en el respaldo de la silla. ―Debería organizarme mejor con el trabajo, para tener por lo menos, de esta manera, una semana para disfrutar de las vacaciones.
―Bueno, si viene, dígamelo. Estaré feliz de volverlo a ver y de poderle mostrarle algunas vistas interesantes y poco conocidas para corresponder a su disponibilidad.
Él sonrió y Loreley volvió a pensar, por enésima vez, que realmente se parecía mucho a Jack Leroy.
Abrió el bolso y sacó de la cartera un pequeño cartón rectangular impreso.
―Esta es mi tarjeta de visita con el correo electrónico y el número del teléfono móvil del trabajo. El personal ya lo tiene pero, para evitar que usted lo deba buscar… ―cogió un bolígrafo negro de encima del escritorio, giró la tarjeta y escribió el número. ―Aquí está. Llámeme cuando quiera: en el caso de que no le responda enseguida, deje un mensaje y le llamaré.
Él alargó la mano, cogió el trozo de papel y leyó el encabezamiento mientras levantaba una ceja.
―Así que usted es abogada.
―Sí, penalista.
Legrand metió la tarjeta en el bolsillo de la bata.
―Si tuviera que ir a New York tendré en cuenta su oferta.
Cogió el sobre blanco que había al lado del expediente de urgencias y extrajo un folio.
―Miss Lehmann, vayamos al grano: las hCG están dentro de los parámetros normales, aunque son un poco altas. Dado que su embarazo está en sus comienzos no necesita correr enseguida al médico, sobre todo ahora que le hemos hecho los análisis y que son todos normales; dentro de un mes, cuando comience con los controles de rutina lleve con usted también esto. ―Le dio el folio.
Loreley lo metió de nuevo en el sobre y a continuación en el bolso.
―A decir verdad tengo ya una cita: para la próxima semana. Un poco pronto, lo sé, pero querría tener respuestas a algunas preguntas.
―Si puedo ayudarla, yo...
―Claro que podría pero temo robarle demasiado tiempo a sus pacientes.
―Hagamos lo siguiente ―le respondió dando una ojeada al reloj de pared ―dentro de una hora es mi descanso para comer. ―Enderezó la espalda y avanzó hacia ella ―si quiere, podemos hablar sobre esto mientras comemos algo: ¿qué le parece?
Loreley hizo sus cálculos: faltaban unas tres horas para la salida del avión, por lo tanto conseguiría cogerlo si no se extendía hablando.
―Es una excelente idea. Si a usted le parece bien a mí también. Prometo ser concisa.
***
Sentada en el asiento del avión, con un vaso de té en la mano, Loreley reflexionaba sobre lo que le había dicho el doctor Legrand. El hecho de que ella se hubiese quedado embarazada a pesar de que hubiese tomado regularmente la píldora, podía ser debido a distintos motivos. El mes anterior había estado enferma algunos días con el estómago revuelto. Como consecuencia el médico le había prescrito unos desinfectantes intestinales; sin hablar de los analgésicos que a menudo tomaba para el dolor de cabeza. Todo esto podía haber causado la mala absorción de las hormonas que contenían las píldoras, con la consiguiente alteración de la actividad anticonceptiva.
Ahora todo tenía sentido. Hacérselo comprender a Johnny, sin embargo, no iba a ser nada fácil. Pero ¿él merecía una explicación después de su comportamiento en París? Con razón o sin ella no habría debido reaccionar de tan mala manera y dejarla sola.
¿Qué confianza podía tener en un hombre que en vez de afrontar la situación huye?
Llevó el vaso de té a la boca pero un ligero movimiento del avión la sobresaltó y un poco de té se vertió sobre el suéter.
¡Porras, estaba más torpe que nunca! Se secó con la servilleta de papel que la asistente de vuelo le había dado junto con la bebida y los pensamientos recomenzaron en donde habían sido interrumpidos.
En los últimos tiempos también ella había tenido un comportamiento parecido: ¿no se había escapado, por lo menos dos veces, de Sonny? ¿Había tenido agallas para confesar a Johnny lo que había sucedido entre ella y aquel hombre?
Apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y suspiró. Debía tomar algunas decisiones importantes: con respecto al embarazo, con respecto a su relación con John y con respecto al asunto pendiente con Sonny. No podía esperar continuar por ese camino y culpar a los demás. A menudo había oído decir que las mentiras traen otras mentiras hasta que ya no se sabe cómo gestionarlas. ¡Y finalmente se queda uno con el culo al aire!
Giró la cabeza hacia la ventanilla, miró hacia abajo pero no consiguió vislumbrar la tierra.