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El Retorno
De los cincuenta y seis miembros de la tripulación que normalmente deberían alojarse en la Theos, para esta primera misión habían sido seleccionados solo ocho, incluyendo a Petri y Azakis. Los motivos expuestos por los Ancianos no fueron demasiado exhaustivos. Se limitaron a sentenciar que, debido a la naturaleza del viaje y del destino, podían aparecer dificultades y, por lo tanto, era mejor no poner en peligro demasiadas vidas inútilmente.
Entonces, ¿nosotros somos sacrificables? ¿Qué clase de explicación era esa? Siempre pasaba lo mismo. Cuando había que arriesgar el pellejo, ¿a quién enviaban? A Azakis y a Petri.
En el fondo, su inclinación a la aventura e incluso la considerable habilidad que tenían para resolver situaciones “complicadas”, les habían permitido obtener todo tipo de ventajas muy interesantes.
Azakis vivía en un enorme edificio de la hermosa ciudad de Saraan, ubicada en el sur del Continente, que los Artesanos de la ciudad habían utilizado, hasta poco tiempo antes, como almacén. Él, gracias a las “influencias”, había podido tomar posesión y tener el permiso para modificarlo a su gusto.
La pared sur había sido sustituida completamente por un campo de fuerza parecido al que utilizaba en su nave espacial, de manera que podía admirar, directamente desde su inseparable sillón autoconformable, el maravilloso golfo que se extendía a sus pies. Si era necesario, toda la pared podía transformarse en un gigantesco sistema tridimensional, donde podían visualizarse al mismo tiempo hasta doce transmisiones simultáneas de la Red. En más de una ocasión, este sofisticado sistema de control y gestión le había permitido recoger con mucha antelación información decisiva, permitiéndole así resolver brillantemente algunas crisis de magnitud considerable. No podría renunciar a él.
Toda un ala del ex-almacén había sido reservada para su colección de “souvenirs” recogidos en cada una de sus misiones hechas durante años alrededor del espacio. Cada uno de ellos le recordaba algo concreto y cada vez que se encontraba en medio de aquel absurdo revoltijo de extrañísimos objetos, no podía parar de dar gracias a su buena suerte y, sobre todo, a su fiel amigo, que más de una vez le había salvado el pellejo.
Petri, sin embargo, a pesar de haber destacado brillantemente en los estudios, no era un amante de la alta tecnología. Aunque fuera capaz de pilotar sin dificultad prácticamente todo tipo de aeronaves, conociera a la perfección todos los modelos de armas y todos los sistemas de comunicación local e interplanetaria, prefería, a menudo, confiar en su instinto y en sus habilidades manuales para resolver los problemas que se le presentaban. Más de una vez, ante él, lo había visto transformar, en poquísimo tiempo, una masa amorfa de chatarra en un medio de locomoción o en una temible arma de defensa. Era increíble, era capaz de construir cualquier cosa que necesitara. Esto se lo debía en parte a lo que había heredado de su padre, un hábil Artesano, pero, sobre todo, a su gran pasión por las Artes. Desde joven, de hecho, había admirado cómo las habilidades manuales de los Artesanos eran capaces de transformar la materia inerte en objetos de gran utilidad y en tecnología, manteniendo siempre intacta la “belleza” en su interior.
Un sonido desagradable, intermitente y a un alto volumen, le sobresaltó, devolviéndolo inmediatamente a la realidad. La alarma automática de proximidad se había activado de forma repentina.
Nassiriya – El hotel
El hotel no era precisamente un “cinco estrellas” pero, para ella, acostumbrada a pasar semanas en una tienda en medio del desierto, la ducha sola podía considerarse un lujo. Elisa dejó que el chorro caliente y restaurador que caía le masajeara el cuello y los hombros. Su cuerpo pareció agradecerlo mucho, y una serie de agradables escalofríos recorrieron varias veces su espalda.
Te das cuenta de lo importantes que son algunas cosas solo cuando ya no las tienes.
Después de solo diez minutos, se decidió a salir de la ducha. El vapor había empañado el espejo que estaba mal colgado, claramente torcido. Intentó enderezarlo, pero en cuanto lo soltó, volvió a su posición oblicua original. Decidió ignorarlo. Con el borde de la toalla limpió el agua que se había depositado en él y se admiró. Hacía unos años, le habían propuesto trabajar de modelo e incluso de actriz. Tal vez ahora podría ser una diva del cine o la mujer de un rico jugador de fútbol, pero el dinero nunca le había llamado la atención. Prefería sudar, comer polvo, estudiar textos antiguos y visitar lugares remotos. Siempre había tenido la aventura corriéndole por las venas, y la emoción que le provocaba el descubrimiento de un objeto antiguo, sacar a la luz vestigios de hacía miles de años, no podía compararse con nada más.
Se acercó al espejo, demasiado, y vio aquellas malditas arrugas a ambos lados de los ojos. La mano se coló automáticamente en el neceser y sacó una de esas cremas que “te quitan diez años en una semana”. Se la untó con cuidado en el rostro y se observó atentamente. ¿Qué pretendía? ¿Un milagro? Después de todo, el efecto era visible solo pasados “siete días”.
Sonrió por ella y por todas las mujeres que se dejaban embaucar por la publicidad.
El reloj, colgado en la pared sobre la cama, indicaba las 19:40. Nunca conseguiría estar preparada en solo veinte minutos.
Se secó lo más rápido posible, dejando ligeramente mojados los largos cabellos rubios y se plantó frente al armario de madera oscura, donde guardaba los pocos vestidos elegantes que había conseguido llevarse. En otro momento, habría sido capaz de pasar horas para elegir el vestido apropiado para la ocasión, pero esa noche la elección debía ser rápida. Optó, sin pensar demasiado, por el vestido negro corto. Era muy elegante, considerablemente sexy, pero sin ser vulgar, con un generoso escote que sin duda realzaba su exuberante talla noventa. Lo cogió y, con un elegante gesto de la mano, lo lanzó a la cama.
19:50. Aunque fuera una mujer, odiaba llegar tarde.
Se asomó por la ventana y vio un SUV oscuro, increíblemente brillante, justo delante de la puerta del hotel. El que debía ser el chófer, un chico joven vestido con ropa militar, estaba apoyado en el capó y pasaba la espera fumando tranquilamente un cigarro.
Hizo todo lo que pudo por realzar sus ojos con lápiz y máscara de pestañas, se pasó rápidamente el carmín por los labios y, mientras intentaba extenderlo uniformemente lanzando besos al vacío, se colocó sus pendientes preferidos, luchando bastante para encontrar los agujeros.
Efectivamente, hacía ya mucho tiempo que no salía de noche. El trabajo la forzaba a viajar por todo el mundo y no había sido capaz de encontrar una persona para una relación estable, que durara más de unos meses. El instinto maternal innato que toda mujer tiene y que había hábilmente ignorado desde que era adolescente, ahora, al aproximarse la fecha de caducidad biológica, se dejaba notar cada vez más a menudo. Quizás había llegado el momento de formar una familia.
Eliminó lo más rápidamente posible ese pensamiento. Se puso el vestido, se calzó el único par de zapatos de doce centímetros de tacón que había llevado y, con amplios movimientos, se roció ambos lados del cuello con su perfume preferido. Foulard de seda, gran bolso negro. Estaba lista. Una última comprobación ante el espejo colgado en la pared, cerca de la puerta y manchado en varios puntos, le confirmó la perfección de su atuendo. Giró la cabeza y salió con aire satisfecho.
El joven chofer, después de recolocar el mentón, que se le había caído al ver a Elisa saliendo con paso de modelo del hotel, en su sitio, tiró el segundo cigarro que acababa de encender y corrió a abrirle la puerta del coche.
«Buenas noches, doctora Hunter. ¿Podemos partir?», preguntó con aire titubeante el militar.
«Buenas noches», respondió ella poniendo a prueba su maravillosa sonrisa. «Estoy lista».
«Gracias por llevarme», añadió mientras subía al coche, sabiendo perfectamente que su falda se levantaría ligeramente y mostraría una parte de sus piernas al avergonzado militar.
Siempre le había encantado sentirse admirada.
Nave Espacial Theos – Alarma de proximidad
El sistema O^COM materializó inmediatamente frente a Azakis un extraño objeto cuyos bordes, debido a la baja resolución obtenida por los sensores de largo alcance que lo detectaban, no estaban bien definidos. Definitivamente estaba en movimiento y avanzaba claramente hacia ellos. El sistema de alarmas de proximidad informaba de que la probabilidad de impacto entre la Theos y el objeto desconocido era superior al 96% si ninguno de los dos modificaba su ruta.
Azakis se apresuró a entrar en el módulo de transferencia más cercano. «Cubierta», ordenó categóricamente al sistema de control automatizado.
Después de cinco segundos, la puerta se abrió silbando y en la gran pantalla central de la sala de mandos aparecía, aún muy desenfocado, el objeto que se encontraba en trayectoria de colisión con la nave.
Casi al mismo tiempo, otra puerta cerca de él se abrió y entró Petri sin aliento.
«¿Qué demonios está sucediendo?», preguntó el amigo. «No debería haber meteoritos en esta zona», exclamó asombrado, observando también la gran pantalla.
«No creo que sea un meteorito».
«Y si no es un meteorito, ¿entonces qué es?», preguntó Petri visiblemente preocupado.
«Si no corregimos inmediatamente la trayectoria, lo podrás ver con tus propios ojos, cuando nos lo encontremos clavado en la cubierta».
Petri toqueteó inmediatamente los mandos de navegación y configuró una ligera variación de trayectoria respecto a la establecida anteriormente.
«Impacto en 90 segundos», comunicó sin emociones la cálida voz femenina del sistema de alarmas de proximidad. «Distancia del objeto: 276.000 kilómetros, acercándose».
«¡Petri, haz algo, y hazlo rápido!», gritó Azakis.
«Ya lo estoy haciendo, pero esa cosa va demasiado rápida».
La estimación de la probabilidad de impacto, visible en la pantalla a la derecha del objeto, descendía lentamente. 90%, 86%, 82%.
«No lo conseguiremos», dijo Azakis con un hilo de voz.
«Amigo mío, aún tiene que nacer un “objeto misterioso” capaz de destrozar mi nave», afirmó Petri con una sonrisa diabólica.
Con una maniobra que les hizo perder el equilibrio momentáneamente, Petri impuso a los dos motores Bousen una instantánea inversión de la polaridad. La nave espacial tembló durante un largo instante y solo el sofisticado sistema de gravedad artificial, procediendo a compensar inmediatamente la variación, impidió que toda la tripulación acabara estampada en la pared de delante.
«Buena jugada», exclamó Azakis dando una fuerte palmada en la espalda de su amigo. «Pero ahora, ¿cómo pretendes parar la rotación?» Los objetos a su alrededor habían empezado a elevarse y a girar descontroladamente en la habitación.
«Dame un segundo», dijo Petri sin dejar de presionar botones y juguetear con los mandos.
«Solo necesito conseguir…», una serie de gotas de sudor estaban cayendo lentamente por su frente.
«Abrir la…», continuó, mientras todo lo que había en la habitación revoloteaba sin control. Incluso ellos dos empezaron a levantarse del suelo. El sistema de gravedad artificial no podía seguir compensando la inmensa fuerza centrífuga que se estaba generando. Cada vez eran más ligeros.
«La… la… ¡compuerta tres!», gritó finalmente Petri, mientras todos los objetos caían al mismo tiempo al suelo. Un pesado contenedor de residuos golpeó a Azakis exactamente entre la tercera y la cuarta costilla, provocando que emitiera un sordo lamento. Petri, desde el medio metro de altura donde se encontraba, cayó bajo el cuadro de mandos, asumiendo una pose muy poco natural y totalmente ridícula.
La estimación de la probabilidad de impacto había descendido al 18% y continuaba descendiendo rápidamente.
«¿Todo bien?», se apresuró en confirmar Azakis, intentando disimular el dolor del lado golpeado.
«Sí, sí. Estoy bien», respondió Petri, intentando levantarse.
Un instante después, Azakis estaba contactando el resto de la tripulación, que informaron inmediatamente a su comandante de la ausencia de daños a cosas o personas.
La maniobra realizada había desviado ligeramente a la Theos de la trayectoria anterior, y la depresión provocada por la apertura de la compuerta había sido inmediatamente compensada por el sistema automatizado.
6%, 4%, 2%.
«Distancia del objeto: 60.000 Km», comunicó la voz.
Ambos estaban conteniendo la respiración, esperando llegar a la distancia de 50.000 Km a partir de la cual se activarían los sensores de corto alcance. Aquellos instantes parecieron interminables.
«Distancia del objeto: 50.000 Km. Sensores de corto alcance activados».
La figura desenfocada frente a ellos se definió de repente. El objeto apareció claramente en la pantalla, haciendo visible cada detalle. Los dos amigos se giraron al mismo tiempo, con los ojos desorbitados, buscando cada uno la mirada del otro.
«¡Increíble!», exclamaron al unísono.
Nassiriya – Restaurante Masgouf
El coronel Hudson caminaba nervioso, hacia delante y hacia atrás, a lo largo de la diagonal del descansillo de la sala principal del restaurante. Miraba casi cada minuto el reloj táctico que llevaba siempre en la muñeca izquierda y que no se quitaba jamás, ni siquiera para dormir. Estaba entusiasmado como un adolescente en su primera cita.
Para pasar la espera, pidió un Martini con hielo y una rodaja de limón al bigotudo camarero que, por debajo de las pobladas cejas, lo observaba con curiosidad, mientras secaba lentamente unos vasos de tubo.
Lógicamente, el alcohol no estaba permitido en los países islámicos, pero, esa noche, se hizo una excepción. El pequeño restaurante se había reservado por completo para los dos.
El coronel, después de haber terminado la conversación con la doctora Hunter, había contactado inmediatamente al dueño del local, solicitando expresamente el plato especial Masgouf, que daba nombre al restaurante. Debido a la dificultad para encontrar el ingrediente principal, el esturión del Tigris, quería asegurarse de que el local tuviera suficiente. Además, sabiendo que se necesitaban al menos dos horas para su preparación, deseaba que todo se cocinara sin prisas y con una perfección absoluta.
Para la velada, teniendo de cuenta que el uniforme de camuflaje no habría sido adecuado para la situación, había decidido desempolvar su traje oscuro de Valentino, combinado con una corbata de seda de estilo Regimental con rayas grises y blancas. Los zapatos negros, relucientes como solo un militar sabía dejarlos, también eran italianos. Por supuesto, el reloj táctico no pegaba absolutamente nada, pero era incapaz de prescindir de él.
«Están llegando». La voz ronca salió del receptor, muy parecido a un teléfono móvil, que tenía en el bolsillo interior de la chaqueta. Lo apagó y miró fuera, a través del cristal de la puerta.
El enorme coche oscuro esquivó una bolsa de cartón que, empujada por la ligera brisa vespertina, rodaba suavemente en medio de la calle. Con una rápida maniobra, paró el coche justo delante de la entrada del restaurante. El conductor esperó a que el polvo levantado por el automóvil se depositara de nuevo en el suelo, después salió con precaución del coche. Al auricular semi-escondido en su oreja derecha llegaron una serie de “despejado”. Miró con atención todas las posiciones anteriormente establecidas, hasta que estuvo seguro de haber identificado a todos sus camaradas que, en posición de combate, se ocuparían de la seguridad de los dos comensales durante toda la duración de la cena.
La zona era segura.
Abrió la puerta trasera y, ofreciendo delicadamente la mano derecha, ayudó a su invitada a bajar.
Elisa, agradeciendo al militar su amabilidad, salió suavemente del coche. Dirigió la mirada hacia arriba y, mientras llenaba los pulmones con el limpio aire de la noche, se regaló un instante para contemplar el magnífico espectáculo que solo el cielo estrellado del desierto podía ofrecer.
El coronel permaneció, durante un momento, indeciso sobre si salir a encontrarse con ella o permanecer en el interior del local a la espera de su entrada. Al final eligió quedarse sentado, intentando disimular lo mejor posible su agitación. Entonces, con aire indiferente, se acercó a la barra, se sentó en un taburete alto, apoyó el codo izquierdo en la tabla de madera oscura, hizo girar un poco el licor que quedaba en su vaso y se detuvo a observar la semilla del limón que se depositaba lentamente en el fondo.
La puerta se abrió con un leve chirrido y el militar conductor se asomó para comprobar que todo estuviera en orden. El coronel hizo una leve señal con la cabeza y el acompañante introdujo a Elisa en el interior, cediéndole el paso con un amplio gesto de la mano.
«Buenas noches, doctora Hunter», dijo el coronel levantándose del taburete y luciendo su mejor sonrisa. «¿Ha sido agradable el viaje?».
«Buenas tardes, coronel», respondió Elisa con una sonrisa no menos deslumbrante. «Todo bien, gracias. Su chófer ha sido muy amable».
«Puede irse, gracias», dijo con voz autoritaria el coronel, dirigiéndose al acompañante que saludó militarmente, giró sobre sus talones y desapareció en la noche.
«¿Un aperitivo, doctora?», preguntó el coronel, llamando con un gesto de la mano al bigotudo camarero.
«Lo mismo que está tomando usted», respondió inmediatamente Elisa, indicando el vaso de Martini que el coronel aún tenía en la mano. A continuación, añadió: «Puede llamarme Elisa, coronel, lo prefiero».
«Perfecto. Y tu llámame Jack. “Coronel” dejémoslo para mis soldados».
Es un buen comienzo, pensó el coronel.
El camarero preparó con cuidado el segundo Martini y lo sirvió a la recién llegada. Ella acercó su vaso al del coronel y brindó.
«Salud», exclamó alegremente y bebió un buen sorbo.
«Elisa, tengo que decirte que esta noche estás realmente hermosa», dijo el coronel deslizando rápidamente la mirada desde la cabeza hasta los pies de su invitada.
«Bueno, tú tampoco estás nada mal. El uniforme también tiene su encanto, pero yo te prefiero así», dijo sonriendo maliciosamente e inclinando un poco la cabeza hacia un lado.
Jack, un poco avergonzado, dirigió su atención al contenido del vaso que tenía en la mano. Lo observó durante un instante, luego se lo bebió todo de golpe.
«¿Nos sentamos en nuestra mesa?».
«Buena idea – exclamó Elisa. – Estoy hambrienta».
«He pedido preparar la especialidad de la casa. Espero que sea de tu agrado».
«No, no me digas que has conseguido que nos preparen el Masgouf», exclamó asombrada, abriendo un poco más sus maravillosos ojos verdes. «Es prácticamente imposible encontrar esturión del Tigris en este periodo».
«Para una invitada como tú, solo puedo pedir lo mejor», dijo complacido el coronel, viendo que su elección había sido apreciada. Le ofreció delicadamente la mano derecha y le invitó a seguirlo. Ella, sonriendo maliciosamente, se la estrechó y se dejó acompañar a la mesa.
El local estaba finamente decorado siguiendo el estilo típico del lugar. Luz cálida y difusa, amplias cortinas que recubrían casi todas las paredes y descendían desde el techo. Una gran alfombra con dibujos Eslimi Toranjdar recubría casi todo el suelo, mientras otras más pequeñas estaban colocadas en las esquinas de la habitación, enmarcándolo todo. Sin duda, la tradición habría querido que la comida se consumiera estirados en el suelo sobre cómodos y suaves cojines, pero, como buen occidental, el coronel había preferido una mesa “clásica”. Esta también había sido decorada con atención y los colores elegidos para el mantel combinaban perfectamente con el resto del local. Un fondo musical, donde un Darbuka9 acompañaba a ritmo Masqum10 la melodía de un Oud11, llenaba delicadamente todo el ambiente.
Una velada perfecta.
Un camarero alto y delgado se acercó educadamente y, con una reverencia, invitó a los dos comensales a sentarse. El coronel acomodó primero a Elisa y se ocupó de acercarle la silla, luego se sentó frente a ella, teniendo cuidado de no deslizar la corbata en el plato.
«Es realmente bonito este sitio», dijo Elisa mirando alrededor.
«Gracias», dijo el coronel. «Tengo que confesar que tenía miedo de que no te gustara. Luego me he acordado de tu pasión por estos lugares y he pensado que podría ser la mejor opción».
«¡Has acertado de pleno!», exclamó Elisa mostrando de nuevo su maravillosa sonrisa.
El camarero destapó una botella de champán y, mientras llenaba las copas de ambos, llegó otro con una bandeja en la mano diciendo: «Para comenzar, disfruten de un Mosto-o-bademjun12».
Los dos comensales se miraron complacidos, cogieron las dos copas y volvieron a brindar.
A unos cien metros del local, dos extraños personajes dentro de un coche oscuro toqueteaban un sofisticado sistema de vigilancia.
«¿Has visto cómo el coronel se liga a la chica?», dijo sonriendo desdeñosamente aquel con claro sobrepeso, que se encontraba en el asiento del conductor, mientras mordía un enorme sandwich y se llenaba de migas de pan los pantalones.
«Ha sido una gran idea poner el transmisor en el pendiente de la doctora», respondió el otro, mucho más delgado, con ojos grandes y oscuros, mientras bebía café en un gran vaso de papel marrón. «Desde aquí podemos escuchar perfectamente todo lo que hablan».
«Intenta no liarla y grábalo todo», le regañó el otro, «de lo contrario, nos obligarán a comernos los pendientes en el desayuno.
«No te preocupes. Conozco perfectamente este aparato. No se nos escapará ni siquiera un susurro».
«Tenemos que intentar descubrir lo que realmente ha descubierto la doctora», añadió el gordo. «Nuestro jefe ha invertido muchísimo dinero para seguir en secreto esta investigación».
«No habrá sido fácil, dada la imponente estructura de seguridad que ha montado el coronel». El tipo delgado levantó la mirada hacia el cielo con aire soñador, luego añadió: «Si me hubieran dado a mí solo la milésima parte de ese dinero, ahora estaría tumbado bajo una palmera en Cuba, con la única preocupación de elegir entre un Margarita o una Piña Colada».
«Y quizás junto a un montón de chicas en bikini que te extienden la crema solar», dijo el gordinflón, explotando después en una enérgica risa, mientras el temblor de la gran barriga hacía caer parte de las migas que se habían depositado ahí antes.
«Este entremés está exquisito». La voz de la doctora salía, algo distorsionada, del pequeño altavoz colocado en el salpicadero. «Tengo que confesarte que no creía que, detrás de ese aspecto de militar rudo, se pudiera esconder un hombre tan refinado».
«Bueno, gracias Elisa. Yo tampoco habría pensado nunca que una doctora tan cualificada pudiera ser, además de hermosa, tan amable y simpática», dijo la voz del coronel, un poco distorsionada, pero con un volumen algo más bajo.
«Escucha cómo coquetean», exclamó el grandullón en el asiento del conductor. «Yo creo que acabarán en la cama».
«No estoy tan seguro», afirmó el otro. «Nuestra doctora es mucho más lista y no creo que una cena y algún que otro piropo sean suficientes para conseguir que caiga en sus brazos».
«Diez dólares a que esta noche lo consigue», dijo el gordinflón alargando la mano derecha hacia el colega.
«Ok, acepto», exclamó el otro estrechando la gran mano que tenía delante.
Nave espacial Theos – El objeto misterioso
El objeto que se materializó ante los dos estupefactos compañeros de viaje estaba claro que no era nada que la naturaleza, incluso con su infinita fantasía, pudiera crear por sí misma. Parecía una especie de flor metálica con tres largos pétalos, sin tallo, con un pistilo central de forma ligeramente cónica. La parte trasera del pistilo tenía forma de prisma hexagonal, con la superficie de la base ligeramente más grande que la del cono situado en la parte opuesta y que servía de soporte para toda la estructura. Desde los tres lados equidistantes del hexágono salían los pétalos rectangulares, con una longitud de al menos cuatro veces la de la base.