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Historia de la decadencia de España
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Historia de la decadencia de España

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Cuáles fuesen las conveniencias de la Monarquía, dejámoslo atrás explicado. Era preciso sobre todo organizar la Hacienda, obra á la cual había consagrado sus últimos años Felipe II, aunque no con mucho éxito por las circunstancias que le acosaron. Y como principal remedio de la penuria del Tesoro, y como fundamento de las mejoras que tanto necesitaban la Agricultura y Comercio, y las atrasadas artes del país, era indispensable el reposo, la paz que sabiamente buscó Felipe II en el tratado de Vervins. Ni una cosa ni otra se supo alcanzar. Y malos principios eran para lograr lo primero, el invertir en las fiestas que se hicieron en Valencia al recibir á la reina Doña Margarita, que vino por Italia á juntarse allí con su esposo, no menos que un millón de ducados que hacían harta falta en Flandes y en otras partes, para atender al Ejército y Armada, y más aún para pagar los préstamos y deudas, que mientras más se dilataban más consumían las rentas de la Monarquía. Desplegó además el duque de Lerma un lujo como de Monarca en sus cosas propias, y muy grande también en las cosas del Estado, desde los primeros años de su administración. Gastó él de por sí trescientos mil ducados en Valencia, al propio tiempo que le hacía gastar un millón al Erario, y envió desde luego gruesas sumas al Emperador y á otros príncipes para prevenirlos en favor de su política.

Reuniéronse las Cortes de Castilla en el mismo año de 1598 en que comenzó el nuevo reinado, y propúsose en ellas la gran estrechez y empeño del real patrimonio, y en comprobación de lo mismo se presentaron dos relaciones del valor de todas las rentas del reino, por donde se vió que las fijas no pasaban de cuatro millones, y que las demás, que estaban encabezadas y arrendadas, importaban cinco millones seiscientos cuarenta y cinco mil seiscientos sesenta y ocho ducados. Unas y otras estaban empeñadas y enajenadas, de suerte que no podía el Estado valerse de ellas. Entonces se establecieron las sisas, que después fueron conocidas con el nombre de servicio de veinte y cuatro millones. Poco hubieron de arbitrar estas primeras Cortes para los grandes gastos y prodigalidades del duque de Lerma, cuando en 1600 se convocaron nuevas, las cuales consintieron en desembarazar y desempeñar las rentas reales, tomando á cargo del reino un censo de siete millones y doscientos mil ducados, y concediendo al propio tiempo un servicio de diez y ocho millones de ducados en seis años, á tres por cada uno, para pagar el principal é intereses de aquella deuda. Prefirió de esta suerte el reino á admitir nuevos tributos ó á acrecentar los antiguos, el tomar sobre sí las deudas de la Hacienda y desempeñarla, como con efecto se desempeñó. Pero no se logró con esto el propósito; porque continuando la mala administración de la Hacienda, hallóse esta de nuevo empeñada en doce millones que se debían á hombres de negocios, los cuales tiraban muy grandes intereses, sin contar las deudas de juros situados y sueltos, con que fué preciso pedirles á las Cortes, otra vez reunidas en 1607, que otorgasen el servicio de millones para esto, y la paga de toda la gente de guerra de dentro y fuera del reino, armada, fortificaciones y gastos de la corte. También los procuradores vinieron en concederlo. Así votaron diez y siete millones y medio en siete años, á dos y medio por cada uno. Por último, á los judíos portugueses se les obligó á pagar dos millones cuatrocientos mil cruzados, por manera de multa ó castigo de sus apostasías.

Cargábanse los impuestos, parte sobre el consumo de ciertos artículos de necesidad para la vida; parte en censos sobre los propios de los pueblos: añadidos á los ordinarios y antiguos, que eran ya muy pesados, causaron muchas lástimas y miserias en Castilla. No tuvieron mejor suerte las demás provincias: en todas se impusieron más contribuciones de las que buenamente podían soportar, añadiéndolas á las que ya pagaban en los reinados anteriores. Sólo Vizcaya tuvo valor para resistir (1601), y eso en mengua de la Monarquía, porque no se negó á pagar los nuevos impuestos, alegando el interés común y general de los pueblos, sino sólo sus propios fueros y exenciones. Cedió Felipe III á las reclamaciones enérgicas de Vizcaya por consejos del favorito, y escribió una carta á la provincia, revocando su determinación y confirmando todos sus privilegios antiguos: que fué perder los recursos con que ya se contaba y perder á la par mucha parte de su dignidad el Gobierno, retardándose más y más la necesaria y deseada unidad de la Monarquía.

Mas no bastaron las nuevas contribuciones y recursos ordinarios para apagar la sed del Tesoro, y lo demás que se imaginó fué de poca eficacia y muy ruinoso. Alzóse el valor de la moneda de cobre (1603), lo cual hizo que los comerciantes extranjeros se apresurasen á inundar de cobre nuestros mercados, llevándose en cambio mayor cantidad de plata de la que el cobre valía, con que se perdieron muchos millones en aquella operación disparatada, además del crédito. Y no fué esto sólo, sino que tal especie de moneda se acrecentó á punto de entorpecer las transacciones. Durmióse tanto el Gobierno, que en vez de hacerlo consumir, acrecentó las licencias de acuñarlo, y contempló impasible el continuo arribo de bajeles que vaciaban en las costas españolas aquella moneda vil de que venían cargados, retornando llenos del oro y plata de América. Poco antes de esta alteración de la moneda, sonaron intentos misteriosos sobre la plata labrada, que en gran copia tenían los particulares y principalmente las iglesias, los cuales no llegaron á realizarse (1602), pero pusieron en no poca tribulación y descontento los ánimos. La expoliación y la violencia del fisco tocaba así ya en los mayores extremos. El duque de Lerma no acertaba con otros medios para llenar el vacío de las arcas públicas. Claramente se veía que el más eficaz era la economía en los gastos y en la administración; pero esto cabalmente no quería practicarlo el favorito. Así fué que desde los primeros años del reinado de D. Felipe, que vamos relatando, la Hacienda pública se vió en mayor pobreza que hubiera sentido hasta entonces. Faltan documentos originales para determinar su verdadero estado; pero en una memoria presentada al rey de Francia, Enrique IV, por sus espías en España, cuando meditaba sus grandes proyectos de guerra contra la casa de Austria, se leen datos curiosos, que si no del todo exactos, puede creerse por el objeto que se acercaban bastante á la verdad. Asegurábase que las rentas de la corona, prescindiendo de las de Portugal, llegaban á quince millones seiscientos cuarenta y ocho mil ducados; pero que en 1610 estaban ya todas empeñadas en ocho millones trescientos ocho mil quinientos ducados, á pesar de los esfuerzos y sacrificios de las Cortes de Castilla, que cada año concedían nuevos subsidios. Las rentas de las Baleares, Nápoles, Milán, Sicilia y Flandes no bastaban para su administración y defensa; y sólo las provincias de España, y más que ninguna, Castilla, conllevaban aquella carga inmensa capaz de agobiar á los países más prósperos.

Sin embargo, el duque de Lerma no hizo lo que debía por mantenernos en el reposo á que prudentemente nos había traído Felipe II. Sin ser de carácter tan emprendedor y belicoso como otros ministros que antes y después tuvo por aquellos siglos la Monarquía, pagó también algún tributo al orgullo nacional, y se lanzó sin reparo en nuevas expediciones y aventuras. Para prolongar la lucha ya irrevocablemente resuelta del catolicismo contra la reforma, continuó pagando las pensiones cuantiosas que en tiempo de Felipe II recibían con el propio objeto los católicos de Inglaterra y Alemania y los descontentos de Francia. Aprobaba la política de la época, harto imbuída en las máximas que reveló Maquiavelo, semejante sistema de hostilidades; y Felipe II lo empleó contra sus enemigos políticos, como ellos lo emplearon contra él en Flandes y en otras partes. Pero pasadas las ocasiones de guerra, cuando la reforma estaba consumada en Inglaterra y Alemania, dada por imposible su conversión por las armas y hecha la paz con Francia, ni eran necesarias tales pensiones, ni parecía siquiera sensato el continuarlas pagando. El duque de Lerma las mantuvo, sin embargo, como estaban, porque aspiraba aún á levantar el catolicismo en Alemania y en Inglaterra, á desmembrar cuando menos á la Francia y á dominar en Italia. Por locos que parezcan tales pensamientos, no hay que culpar de ellos al duque de Lerma solamente: justo es decir que dominaban en muchas personas de cuenta, y en no poca parte del pueblo, que habiéndose criado en las grandezas de Carlos V ó en las altas empresas de Felipe II, juzgaban á la nación capaz de tanto todavía. Faltóle al favorito firmeza de ánimo y una conciencia de su deber bastante ilustrada para no ceder á las exigencias insensatas del orgullo nacional; que bien pudo despreciar por esta parte sus murmuraciones, quien sabía despreciarlas en cosas menos injustas, y que más herían su honra. Hubiérale ayudado en ello el clamor de los muchos que ante todo pedían algún alivio en sus miserias. Ni era aquella la ocasión de pensar en altas empresas, ni era él hombre para llevarlas á cabo; y acontece en las cosas políticas que lo que en tal hombre y en tal día es grande y digno de aplauso, ó cuando menos de respeto, parece ridículo en otra ocasión y en otras manos.

Los temporales solamente pudieron impedir que la Invencible destruyera el poder del protestantismo inglés; mas las empresas que intentó contra aquella nación el ministro de Felipe III llevaban la destrucción en sí mismas y en su propia pequeñez é impotencia. Mandó una expedición en favor de los católicos de Irlanda que estaban hacía tiempo en armas contra la metrópoli (1602), donde apenas se contarían seis mil hombres de desembarco gobernados de D. Juan del Águila, capitán criado en la escuela del duque de Alba, y luego Maestro de campo debajo del príncipe de Parma, valerosísimo y prudente. Desembarcó esta gente y se apoderó de Baltimore y de Kinsale. Desde allí envió Águila un escuadrón de dos mil españoles, al mando de su segundo Ocampo, á que se incorporase con las fuerzas del conde de Tyron, caudillo principal de los rebeldes. Hallábanse éstos muy disminuídos y desalentados con las derrotas que habían padecido antes de llegar los españoles; de suerte que solo se reunirían con los nuestros unos cuatro mil soldados. Montjoy, Virrey de la isla, llegó con el ejército inglés y encontró al conde de Tyron y á Ocampo no bien habían logrado reunirse. Trabóse al punto un combate, en el cual los nuestros hicieron prodigios de valor y mantuvieron por largo espacio indecisa la victoria: con todo fueron vencidos. Las tropas allegadizas y tumultuarias de los irlandeses, con pocas armas y menos disciplina, no supieron resistir y abandonaron el campo, y solo los nuestros perdieron ya inútilmente más de dos mil doscientos hombres. Ocampo y muchos de sus oficiales quedaron prisioneros. Á estas nuevas, D. Juan del Águila, sitiado por mar y tierra, se vió con el resto de la gente forzado á capitular. Estipuló ante todo el capitán español que se daría una completa amnistía á los habitantes de Baltimore y de Kinsale que habían prestado muy buena acogida á los nuestros; y luego que una escuadra inglesa conduciría á España sus tropas con toda la artillería, municiones y efectos desembarcados. Á todo accedió el Virrey, que, habiendo visto pelear á los nuestros, contábase por feliz con que á tan poca costa dejasen la tierra. El conde de Tyron tuvo entonces que someterse á la reina Isabel; mas no juzgándose seguro en Inglaterra, fué á acabar sus días en Roma.

Murió á poco Isabel de Inglaterra, y con su muerte abriéronse de nuevo los tratos de paz tantas veces comenzados; mas ahora llegaron á terminarse por la buena voluntad del rey Jacobo y de sus ministros que en todo se pusieron de parte de España. Hubo primero que resolver cuestiones de etiqueta muy graves para aquel tiempo. No sabiendo en qué orden habían de sentarse los embajadores, se imaginó ponerlos en derredor de una mesa redonda. La paz fué ventajosa, y aún por eso se dijo que el rey Jacobo era de corazón católico, y que á sus ministros para que favoreciesen nuestros intereses y la política de España, los ganó el duque de Lerma con dinero. Si esto fué cierto, bien puede causarnos maravilla la venalidad de los ministros extranjeros de aquel tiempo, porque en todas partes hallaba nuestra política tales ayudas. Añádese que el primer intento del duque de Lerma después de las paces, fué incitar á la Inglaterra contra Francia, formando una liga con aquella potencia para devolverle las provincias que había poseído en otro tiempo y repartir el resto en varios dominios, los unos libres, los otros dependientes de España. Sacrificábase aquí, si fué cierto, el interés católico al gran interés político y de conservación de la Monarquía, cosa rarísima verdaderamente en nuestra corte; pero la traza, así como imaginada en los días de Felipe II y de la reina María, pudiera haber sido de efecto, no podía serlo entonces de modo alguno, porque Francia estaba ya libre de disensiones, y harto flaca España para soportar los empeños de tamaña empresa. No se intentó al fin, acaso porque no se prestase el pacífico Monarca inglés á entrar en la liga, y comenzó el Duque á tramar conjuraciones dentro de Francia.

Descubrióse la más extensa y mejor combinada de ellas, á cuya cabeza estaba el Mariscal de Byrón, uno de los mayores capitanes de Enrique IV, y en la cual tomó parte muy principal el duque de Saboya. El Mariscal fué condenado á muerte, y ejecutado en la Bastilla, y la conspiración quedó frustrada. Fontenelles, de noble familia de Bretaña, tuvo después la propia suerte por haber querido entregar el fuerte de Donarnenés á España, y diez ó doce personas más de las principales de la provincia fueron por el mismo motivo decapitadas. Ahora los intentos de nuestro Gobierno se encaminaban principalmente á tomar á Marsella, cosa que tan fácil hubiera sido en otras ocasiones; y si la conjuración del Mariscal de Byrón hubiera alcanzado buen éxito, estaba ajustado que viniese á nuestro poder. Frustrada aquella trama, se imaginó otra que no tuvo mejor suerte. Luis de Alagón, barón de Mairargues, que mandaba las galeras de Francia en el puerto de Marsella, y al propio tiempo era uno de los magistrados municipales de aquella plaza, se ofreció á ponerla en manos de los españoles. Supo también su intento el Gobierno francés, y perdió la cabeza en el cadalso. Pero aun esto no contuvo la venalidad en Francia: porque pocos días después fueron ajusticiados en Tolosa dos hermanos que iban á entregar las plazas de Narbona y Leucata al Gobernador del Rosellón. Empleó España sin fruto en tales intentos crecidas cantidades, que vinieron á recargar dolorosamente el exhausto Erario.

Algo mejor librados salieron en Italia los intereses políticos y religiosos de nuestra corte, mas no por virtud del duque de Lerma. El Papa Clemente VIII, nombrado árbitro por el tratado de Vervins entre Francia y el duque de Saboya que pretendían á un tiempo el Marquesado de Saluces (1601), adjudicó estos Estados al Duque, mediante alguna indemnización al francés, merced al influjo de España que no quería que por aquel territorio tuviese su rival entrada libre en Italia.

Quien tuvo la mayor parte en el buen éxito de tales negociaciones fué D. Pedro Enríquez de Acebedo, conde de Fuentes, que del Gobierno de Flandes había venido al de Milán. Era el Conde discípulo del duque de Alba16. Preciábase de tener sus mismos sentimientos y de observar la propia disciplina que él. Sagaz, altivo y fastuoso, despreciador de todos los hechos militares que no fuesen los suyos, y de otra nación ó potencia que no fuese España, llegó á influir de un modo poderoso y decisivo en los negocios de Italia. El echó allí los fundamentos de la política hábil que, á pesar de todos los desaciertos y miserias de la corte, mantuvo por España el Milanesado hasta la muerte de Carlos II. Fué el primero en comprender la importancia de la Valtelina para la conservación del Milanesado, porque ponía en comunicación esta provincia con los Estados del Emperador, natural aliado y amigo de España. Propuesto desde entonces á que fuese nuestro aquel territorio, levantó un fuerte en los confines del Milanés y de la Valtelina, al que llamó de su nombre, fuerte de Fuentes, y comenzó á ganarse los ánimos de los naturales. No tardó en apoderarse del Marquesado de Final, poseído por Alejandro Caretto, anciano octogenario que no dejaba sucesión. Á la verdad, sobre estos Estados podía alegar ciertos derechos España; mas su conveniencia y su fuerza fueron los verdaderos títulos en que se fundó la conquista. El dominio de Final era también importante para la conservación del Estado de Milán, porque en su puerto podían desembarcar nuestras flotas y mantenerse, por él, á la par que por Mónaco, la comunicación con España. Poco después estallaron grandes diferencias entre el Pontífice Paulo V y la República Veneciana (1606), con motivo de haber sometido aquélla á los tribunales civiles las causas de varios eclesiásticos. Y llegando el asunto á trance de guerra, tomó nuestra corte la defensa del Papa: previno el de Fuentes un ejército, y los venecianos no osaron medirse con él y se avinieron con la corte de Roma. Ningún suceso fué tan agradable como éste á los ojos del rey Felipe y aun á los del vulgo, porque él hacía representar á la España el papel de cabeza y amparo del catolicismo que tanto ambicionaba. Y, sin embargo, dióse con él un ejemplo funesto, por dicha no repetido más tarde, que fué sostener con las armas las pretensiones, no ya dogmáticas, sino disciplinales de la corte de Roma, contribuyendo á que la potestad temporal en una nación independiente quedase vencida por la potestad espiritual, y no en discursos ni negociaciones, sino por medio de las armas: hecho harto más católico que prudente ni político, á no ser que fuera el propósito del hábil conde de Fuentes y del de Lerma, humillar á los venecianos nuestros naturales enemigos.

Mas el punto adonde mayormente inclinaba su atención la corte eran las provincias de Flandes. Porque no obstante que el rey D. Felipe II había cedido el dominio de aquellos Estados, de suerte que ya no componían parte de la Monarquía, continuaba la guerra con la propia obstinación que antes, mantenida de un lado por las provincias unidas con el nombre ya de República de Holanda, y de otro por las armas españolas que ocupaban aún las plazas y lugares en defensa y protección de los derechos de la infanta Isabel Clara y del archiduque Alberto. Malográronse con esto muchas de las esperanzas que había dejado nacer la cesión de aquellos Estados, pues no parecía razón que por cosa que no la pertenecía mantuviese la nación tan costosa guerra. Pero de una parte los holandeses se mostraban tan soberbios y tan poco inclinados á la paz, que parecía afrenta el dejar la guerra; de otra parte la manera con que se había pactado la cesión, constituyéndonos en protectores de la nueva soberanía y haciendo á esta feudataria de nuestra corona, nos obligaba á su defensa; y, por último, y más que todo, el rey Felipe III, lleno de religioso celo, y su ministro, arrastrado por temerarias miras de engrandecimiento, ni querían ajustar paces con tan aborrecidos herejes, ni renunciaban aún á avasallarlos, ni se prestaban de buena voluntad á abandonar del todo aquellas provincias, contando con que si no tenían sucesión los príncipes habían de volver á sus manos. Error este notable, porque lo que se propuso sin duda Felipe II, y lo que convenía á la nación, era apartarse de guerra tan inútil y costosa con algún honroso motivo, y no podía haberlo mayor que aquel para lograr, tarde ó temprano el intento. Fuera del país las tropas españolas y el Archiduque y la Infanta entregados á sus fuerzas naturales, habrían logrado sin duda mantenerse en él á la sombra del Rey de España y del Emperador, haciendo treguas ó paces con los holandeses mucho antes que se hicieron y quizás con más ventajas. No se siguió este buen consejo, y vino á acontecer que la cesión no aprovechase de nada.

Mientras el Archiduque y la Infanta estaban en España se puso el Gobierno de aquellos Estados á cargo del cardenal Andrea, hijo de la casa de Austria y deudo de entrambos. Era el Cardenal hombre de no escaso entendimiento y esfuerzo, y supo administrarlos con celo, ya que no con mucha fortuna. Resolvióse bajo su consejo y mandó sujetar ó castigar á las ciudades alemanas del Rhin que por ser protestantes solían ofrecer ayuda y resguardo á los holandeses. El Almirante de Aragón, don Francisco de Mendoza, hermano del duque del Infantado y Capitán general de la Caballería, en quien recayó el mando del ejército, pasada muestra de las tropas que montaban á 20.000 infantes y 2.500 caballos, tomó la vuelta de Güeldres, rindió á Orsoy y otros castillos sin mucho trabajo, y de allí se fué á poner sitio en Rimberg, ciudad importante y fortalecida. Plantáronse las baterías por tres partes y se comenzó á batir la plaza con mucha furia, porque se temía que los enemigos viniesen al socorro. No dió tiempo á tanto la defensa, porque habiendo caído una bala de cañón en ciertos barriles de pólvora, se voló toda con gran estrépito y muerte de muchos soldados y burgueses, lo cual causó tal confusión y espanto, que al punto determinaron rendirse á partido. Tomada Rimberg, guarneció el Almirante algunos lugares para dejar afirmadas las espaldas, y en seguida pasó el Rhin con sus tropas. Arrimóse á Wesel, ciudad imperial, pero herética, para poner en ella guarnición; y los vecinos con gruesa contribución primero, y luego restituyéndose falsamente al culto católico, obtuvieron que se desistiese de tal intento. Después trató de acometer á Desborech; pero el conde Mauricio, que acudió al socorro de aquella plaza, supo estorbarlo. Más felices fueron los nuestros delante de Doetecon, villa cercana y no tan fuerte, y eso que, al encaminarse allí la Caballería española, recibió algún daño de los enemigos emboscados al paso. En tanto el invierno venía ya bien entrado en aguas y fríos, de manera que no se podía campear en aquel país. Esto y la falta de vituallas y forrajes, determinó al Almirante á dar cuarteles á su ejército sin hacer más daños en los contrarios. Fué, pues, la campaña por demás infecunda y no conforme con las esperanzas que hubo al emprenderla.

Pero anduvo aún más desacertado el Almirante en el alojar el ejército que en la campaña. Habíale mandado el cardenal Andrea que se alojase por amor ó por fuerza en tierras de enemigos. Comprendiólo el Almirante, de suerte que envió y distribuyó las tropas por Munster, Westfalia y otras provincias de la jurisdicción del Imperio. Negábanse los naturales, como era justo, á recibir á los españoles; mas éstos, en cumplimiento de las órdenes de su general, se hicieron abrir á viva fuerza las puertas de los lugares y se alojaron en las casas de los moradores. Quejáronse los príncipes del Imperio, pusiéronse en armas las ciudades, y negaron los naturales vituallas y auxilios de todo género, tratando á los nuestros como enemigos; mas á medida de la necesidad y de los malos tratos que padecían doblaban su rabia los soldados para usar del rigor, pareciéndoles también, como dice un cronista, que no era ninguno el que tenían con aquella gente bárbara y tan grandes herejes. Dióse ocasión á que, acudiendo el conde Mauricio en socorro de algunas de las ciudades imperiales, tuviesen que salir de ellas por fuerza las compañías españolas. Los príncipes alemanes hablaban entre tanto de declarar la guerra al Rey de España y de venir con ejércitos formados á echar al Almirante de sus tierras. Calmaba sus ímpetus el Emperador, muy obligado á la España. Procuraba también el cardenal Andrea sosegar á los pueblos asegurándoles que pronto se retiraría de ellos el ejército; mas no por eso se acalló el descontento que hubo de estallar más tarde en los príncipes, y en los pueblos siguió produciendo grandes contiendas. La gente española y alemana del ejército católico, mal pagada y peor servida, no cesó en sacar contribuciones forzosas y en tomar cuanto les faltaba de la hacienda de los naturales sin reparo alguno.

Al fin se pasó el invierno en tales trabajos, y en la primavera del año siguiente volvió á ponerse el ejército en campaña. Antes el Cardenal juntó dinero entre los mercaderes con que pagar á ciertos soldados que había amotinados en Amberes y otras plazas, y procuró reunir cuanto necesitaba el ejército para emprender de nuevo la guerra. Los enemigos eran grandes y temibles. De una parte los holandeses mostrábanse más obstinados y más poderosos que nunca en paz y en guerra. De otra parte, los príncipes protestantes del Imperio, teniendo en el corazón los pasados disgustos, no hacían más que allegar soldados y armas con que daban á sospechar lo que hicieron más adelante; y además el Rey de Francia, á pesar de las recientes paces, no cesaba de hostilizar debajo de mano nuestras tierras, ya entrando en inteligencias con algunas plazas del Artois para apoderarse por traición de ellas, ya atendiendo á tomar también por inteligencia la plaza de Cambray, ya permitiendo que hiciesen los enemigos grandes levas de gente en sus Estados, no tan secretamente que no fuese sabido de todo el mundo, ya, en fin, prestándoles grandes sumas de dinero y armas. Ni faltaban como siempre socorros de Inglaterra á los holandeses tanto en hombres como en dinero. Á todo había que atender y con pocos recursos, porque eran tardíos y no suficientes los que dejaba venir de España la penuria de la Hacienda. Malográronse los tratos que tenían los católicos para apoderarse de algunas plazas rebeldes, y padecimos un descalabro antes de comenzar la campaña. El conde de Busquoi, Gobernador de Emerique, habiendo caído en una celada que le pusieron los enemigos, fué herido y preso con muerte de los que le acompañaban.

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