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Historia de la decadencia de España
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Historia de la decadencia de España

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Una cosa harto distinta había sucedido en Inglaterra. El rey Enrique I tuvo ya que modificar muchas leyes de Guillermo el Conquistador, hostigado por los nobles y los plebeyos coaligados. Fuése perfeccionando sin sentir tal alianza durante los reinados de Enrique II y Ricardo corazón de león, por manera que cuando Juan sin tierra abusó de las prerrogativas reales, pudo formarse contra él aquella confederación general que le obligó á firmar en Runymede la Carta de bosques y la Carta magna, principios y aún hoy día fundamentos de la Constitución inglesa.

Como en Castilla no se pudo llegar á tal concierto, se perdieron las libertades. Mirándose aquí absolutos, puesto que no quedaba más que una vana apariencia de libertad en las Cortes, los monarcas quisieron serlo en todo y en todas partes; pero no supieron llevarlo á cabo. Cayeron los privilegios del reino de Valencia casi al mismo tiempo que los de Castilla, vencidas las facciones y bandos que allí se levantaron con nombre de germanías. Y aunque las de Aragón, mal vistas y amenazadas ya por Isabel la Católica, subsistieron más tiempo, vinieron á morir, en fin, á manos de Felipe II, legítimo sucesor y continuador de la política de aquella Reina, notándose en su perdición las mismas causas que se vieron en Castilla, y, principalmente, el propio desconcierto y división que allí hubo entre los grandes y los pueblos. Fomentó muy especialmente la antigua discordia Felipe II antes de dar el golpe que meditaba á los fueros aragoneses. Pretendían todavía los señores la absoluta, que así se llamaba el derecho de bien, y maltratar á los vasallos, y ejercitábanlo de hecho con harta dureza. Insurreccionáronse por este motivo contra el duque de Villahermosa sus vasallos los ribagorzanos, y el Rey les hizo dar todo género de ayuda, excitando más que aplacando los excesos que de una y otra parte se cometían. Lo propio aconteció con otros, y hasta llegó á proteger el Rey á algunos vasallos que, cansados de la tiranía del señor, se alzaron en armas y le dieron muerte. Así se vió que, cuando llegada la ocasión acudieron los grandes á las armas, apenas encontraron gente que viniese á servir debajo de sus banderas, y los que vinieron depositaban muy poca confianza en ellos. Las Universidades ó Municipios que regían las principales ciudades y villas grandes á manera de señorío, tuvieron más fe en las seguridades que daba el Rey que no en los reparos de la nobleza, que con harta razón no creía en ellas. Sólo Zaragoza se puso en armas, y ella sola y los nobles llevaron el castigo. Contra éstos no escasearon los suplicios, claros y manifiestos unos, encubiertos otros, é ignorados hasta nuestros días, en que se han abierto de repente los archivos que guardaban aquellos dolorosos misterios.

No tuvieron mejor suerte que los aragoneses, ni en verdad la merecían, los moriscos ó cristianos nuevos que poblaban algunas provincias. No disfrutaban éstos de derechos políticos; pero los disfrutaban civiles de mucha cuenta y exenciones que, en lugar de atraerles afrenta, les proporcionaron mayor holgura y riqueza; como que á causa de ellos no entendieron ni en las guerras, ni en la colonización inmensa que por entonces empobrecieron y despoblaron las provincias del reino. Es indudable que aquella gente de raza enemiga, de poco firmes creencias, distinta de nosotros en usos y leyes, ofrecía muchos peligros, repartida como estaba en las costas meridionales y occidentales del reino, donde tras de no servir para defensa, brindaba con un apoyo probable, cuando no cierto, á nuestros adversarios. Así que el alejarlos de los puertos y lugares de desembarco, reemplazándolos en ellos por una población enérgica y numerosa de cristianos viejos, habría sido determinación prudente y que debió tomarse desde los principios. Mas era preciso al propio tiempo con tolerancia en las cosas pequeñas y domésticas y con rigor inflexible en las grandes y que tocasen á la seguridad del Estado, ir dando tiempo á que nuestras costumbres fuesen las suyas y suyo de corazón nuestro culto, como ya lo era el habla. Así había acontecido sin afán y estrépito en otras provincias del reino que habían ocupado también los moros, y donde ya en el siglo xvi apenas podía hallarse rastro de ellos. No se hizo esto; antes con prohibiciones impertinentes y odiosos mandatos contra sus costumbres y usos domésticos, se provocó aquella rebelión de los Alpujarras que tanta sangre costó y tantas pérdidas, dejando en el corazón de los vencidos la saña que á tales extremos obligó en adelante. Y al propio tiempo que así se obraba en Castilla, en Aragón y en contra de los moriscos, dejábanse intactos los fueros de Cataluña, Portugal, Navarra y las Provincias Vascongadas, no menos contrarios y enemigos de la unidad nacional que los que con tanto empeño se habían suprimido. No había allí, ciertamente, las mismas causas que en Aragón y Castilla para que la libertad se perdiese. Vióse siempre en las Provincias Vascongadas la gente noble de la parte misma que la plebeya; porque ni tuvo aquélla privilegios odiosos, ni ésta pudo acopiar agravios, por consiguiente; y en Cataluña y Navarra, donde había también harta desigualdad de condiciones, mostráronse todos unidos, grandes y pequeños, para la defensa de los fueros. Pero ya que la obra estaba comenzada, ya que en otras partes no los había, era flaqueza ó error grave el dejarlos allí imperar y echando cada día más profundas raíces, porque eso mataba la unidad pretendida y dejaba la llaga del provincialismo ó fuerismo, tanto más exclusiva y privilegiada, cuanto más profunda y peligrosa en el corazón de la Monarquía. Sobre todo, fué notable lo de Portugal. Esta provincia, que por ser tan importante y por tener menos vínculos con la Monarquía que ninguna otra, á causa de su larga separación y de su unión tan inmediata, exigía más robustez que ninguna en la administración y más fuerza en la autoridad, conservó después de la conquista todas sus franquicias, aun aquéllas que claramente favorecían su emancipación, como se vió por desdicha más tarde. Y desde luego se advirtió, tanto en Portugal como en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas, que fueron las provincias donde se toleraron las antiguas franquicias, una cosa, para ellas de provecho y honra, fatal para la unidad del Estado, que fué que al calor de la libertad se conservó más entero y más firme el carácter individual que en las demás partes de España. No tuvo medios para hacerse tan eficaz la represión religiosa, ni dejaron nunca los ciudadanos de pensar y de discurrir para atender á los intereses públicos, que en mucha parte les estaban confiados; y así se hallaron todavía fuertes y enérgicos cuando los castellanos y aragoneses habían caído ya de su antigua firmeza. Error de aquellos tiempos que también tuvo influjo en las revueltas posteriores. Todavía en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas se nota cierta superioridad de carácter sobre el resto de España, producto de la desigualdad de condiciones que entonces alcanzaron.

Comparando cosas tan contrarias y tan diversos modos de conducta, llégase á dudar si el pensamiento de la unidad nacional tuvo cabida en el ánimo de los grandes reyes del siglo de oro de nuestra política. Diríase que obraron al azar y á medida del capricho momentáneo ó de las necesidades del día. Pero lo más probable es que cuando el pensamiento de la unidad estuviese en todos ellos, y principalmente en Felipe II, distraídos con las empresas lejanas y las guerras extranjeras, no acertaron á obrar con el concierto y la constancia que tamaño intento requería. Fué que se dieron treguas á Cataluña y Portugal y las demás provincias para que conservasen sus fueros, mientras venía la ocasión oportuna de igualarlas con Aragón y Castilla. Y en esto precisamente hallamos nueva falta, porque no había ningún interés que debiera preferirse al de la unidad, ninguna cosa que debiera hacerse antes á costa de dejarla á ella para después.

No era menos dificultoso, ni fué cosa en que se cometieron menos errores, el conservar las inmensas posesiones que tenía España fuera de la Península, principalmente en Europa. Natural era que se quisiera conservar el gran dominio adquirido, porque eso aconsejaban la razón política y el sentido común, enemigos ambos de las exageraciones filantrópicas de nuestra Edad. Mas por lo mismo, para conservar tan gran dominio era preciso saber preferir unos territorios á otros, unos esenciales, otros accidentales: éstos, que redondeaban y afirmaban la Monarquía; aquéllos, en que sólo podía hallar efímera gloria. Aún convenía abandonar Estados que hubiesen de perjudicar á la conservación de otros mayores, y dejar las empresas inútiles por las ciertas y de seguro éxito. No desconocieron tales principios de buena política ni Fernando V, ni Carlos V ni Felipe II; pero no supieron ponerlos en práctica con oportuna constancia.

Fernando V se propuso y alcanzó, en compañía de su esposa la magnánima Isabel, la grande obra de arrojar de España á los mahometanos, y más tarde se apoderó, no bien halló pretexto para ello, del reino de Navarra, que era una parte esencial y necesaria de la Monarquía española. También se hizo restituir los condados de Rosellón y Cerdaña, que de tiempo antes estaban empeñados en poder de la Francia, y que eran esencialísimos para resguardar la Península por aquella parte y para tener en respeto á nuestros turbulentos vecinos, poseyendo tal puerta por donde invadir á mansalva su territorio. Pero apartó de su cauce la política española, empleando en Nápoles y en las guerras de Italia las sumas y soldados con que debió pesar en África. Cabalmente alcanzó tiempos en que pudo hacerlo con ventaja, porque caídos los benimerines en el Mogreb-el-acsa ó imperio de Marruecos, hubo allá una horrible división y anarquía, que duró ochenta años, hasta la derrota de los beni-wataces y la exaltación al trono de los sanguinarios xerifes. Aprovecháronse de ella los portugueses; hicieron grandísimas conquistas con ayuda de los mismos naturales, que á la sazón se alistaban sin empacho debajo de las banderas cristianas; pero no supieron conservar lo adquirido. Y Fernando el Católico, que tantos recursos tenía en sus reinos, echados los moros de Granada, para hacerlas mayores y conservarlas eternamente, descuidó de esta manera el constituir de nuevo la España romana y goda, que pasando el estrecho tenía puestas sus fronteras en el Atlas, límite que la Naturaleza al propio tiempo que la Historia, nos tienen señalado. Grande error fué, que no disculparían ni aun los empeños del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Acometiéronse empresas parciales; tomáronse algunas plazas de la costa; pero el error de Fernando V fué perpetuándose en los reinados sucesivos, y después de no pequeños gastos y pérdidas de hombres y navíos, después de muchas batallas ganadas y de harta sangre vertida en aquellos arenales, no pudimos recobrar la España transfretana, y quedaron nuestras costas y nuestros mares á merced de los piratas berberiscos, que nos causaron gravísimos perjuicios los años adelante, todo por no haber hecho á tiempo el esfuerzo que se requería, llevando de una vez nuestras armas á aquellas regiones, donde de ir entonces todavía estarían de seguro imperando. Arrastró á Fernando V el orgullo de preponderar en Europa, y pudo más en él esto que no el útil de España.

Dejó también sembrada Fernando V copiosa cizaña con el matrimonio que pactó entre su hija y Felipe el Hermoso, del cual nos vinieron los Estados de Flandes. ¿Cómo era posible que Carlos V abandonase luego fácilmente aquella herencia tan legítima de sus padres? Sostúvola, que era ya grave error, y además cometió por su parte mayores faltas que Fernando V: unas dictadas por el propio espíritu de preponderancia, apoderándose de Milán, ni más ni menos que como aquél se había apoderado de Nápoles; otras por la cualidad que tuvo de Emperador de Alemania. Acrecentadas con esto sus fuerzas, se acrecentó su ambición naturalmente, y además, teniendo que acudir á defender el Imperio, empleó en ello parte de las fuerzas nacionales, desperdiciándolas: bien que sea preciso convenir en que los alemanes tienen razón cuando se quejan de que Carlos V no pareció más que Rey de España. La verdad es que aquel Príncipe fué español en sus sentimientos, y lo fué en sus conquistas, dejándolo todo á beneficio de España. Su falta estuvo en que, deslumbrado con las grandes fuerzas de que á la sazón disponía, llevó demasiado adelante sus pensamientos. No tuvo idea de lo que España con sus fuerzas ordinarias podía sustentar, y de lo que particularmente la convenía, y así le vemos no sólo desatender la conquista del Mogreb-el-acsa, entreteniendo el ocio de sus armas cuando no eran empleadas contra alemanes y franceses, ya en Argel y Túnez, ya en otras expediciones menos importantes, sino dejar á la Francia vencida la merindad de San Juan de Pie del Puerto que había pertenecido siempre al reino de Navarra, tierra española. Más tarde, dió también la isla de Malta á los caballeros de San Juan de Jerusalem, isla de suma importancia para la dominación del Mediterráneo.

Felipe II conquistó á Portugal con ventaja tan grande de la Monarquía, que basta con ello para que su memoria sea honrada en España. Hubo en este Príncipe más idea que en otro alguno de nuestros verdaderos intereses; pero de una parte se encontró ya planteados los más de los errores nacionales por Fernando V y Carlos V, dueño á su pesar de Nápoles y Milán y Flandes, Borgoña y Sicilia, y de otra, sus medidas y sus nuevas empresas pecaron siempre ó de poco maduras ó de sobrado grandes, por lo cual no sacó de las más el buen partido que se proponía. Encadenado á la política de sus antecesores, no hizo más que aplicar á ella todo lo grande de sus pensamientos y el impulso de su voluntad invencible. De aquéllos y ésta tuvo sobradamente para cambiar de política; pero era doloroso y ofensivo á su orgullo el cambio, y así vino á tomar el verdadero camino demasiado tarde. ¿No había más que abandonar la herencia de su padre y abuelo, los campos donde fueron las hazañas de Gonzalo de Córdoba y de Antonio de Leiva? Felipe, en lugar de retroceder luego, siguió adelante. Á la verdad, sus intentos contra los ingleses no han de culparse porque salieron desgraciados, que el éxito no da ni quita la razón á las cosas. Véase adonde la Inglaterra ha llegado después, lo que ha sido para nosotros mientras hemos tenido Américas y hemos tenido Marina, y acaso se encuentren justificados los proyectos de aquel Monarca. Él, antes que Napoleón, acometió la grande empresa de humillar al leopardo inglés en su guarida, y supo hacer más para lograrlo; hasta el bloqueo continental, ese sueño magnífico del capitán del siglo, fué imaginado por Felipe II, llevando para su ejecución muy adelante los tratos. Pero en sus intentos contra la Francia anduvo mucho menos acertado. Si en vez de poner en el trono de Francia á una hija suya, hubiera intentado, prevaliéndose de las luchas civiles, el desmembrar el territorio y extender lejos del Pirineo nuestra frontera, con harto ahorro de dinero y de fatiga, lo habría conseguido. Entonces la Francia no habría podido tomar sobre nosotros la superioridad que tomó en adelante. Dueño como fué de Marsella y de otras plazas importantes del Mediodía, fácil habría sido que nuestra nación se estableciese allí de un modo duradero.

No desconoció Felipe tal sistema, pero comenzó á emplearlo tarde, cuando ya su influencia y sus fuerzas estaban muy quebrantadas. Más diestro anduvo Luis XIV, que abusando de la incapacidad de nuestros gobernantes y del estado mísero de la nación, fué apoderándose, debajo de frívolos pretextos, de tantas provincias nuestras; y luego que nos traía despojados de todo lo que le convenía, fué cuando emprendió las negociaciones para sentar á un príncipe de su sangre en el trono de España. Y cierto que á Felipe II le habrían sido más fáciles que á Luis XIV semejantes empresas, porque el monarca francés tuvo que acabar de abrir con su espada nuestros aportillados baluartes, y tuvo que derramar en el campo de batalla la poca sangre que quedaba en nuestras venas; mas al Rey de España le tenían vendida la Francia los franceses á precio vil de oro, duques y arzobispos, soldados y burgueses: de suerte que no había más que tomar de ella al antojo. Algo alcanzamos al principio, pero no lo que más convenía; Marsella era de mayor importancia que Calais, que hubo al fin que entregar á los franceses, y cuatro plazas de la parte del Rosellón valían más que muchas en Flandes, puesto que bien se pudo preveer, aun queriendo sostenerlas entonces por honor ú orgullo, que tarde ó temprano habían de perderse aquellas provincias.

Tales errores hicieron que el Imperio de España, que debía hallarse á la muerte de Felipe II con fronteras seguras y ventajosas en las montañas de África y en el corazón de la Francia; que debía ser señor del Mediterráneo, poseyendo ambas orillas del estrecho de Gibraltar y el puerto de Marsella, por lo menos, en la costa francesa, Sicilia, Cerdeña, Malta y las Baleares, en medio del mar, y el gran puerto de Nápoles, que al abrigo de tales puertos y fronteras debía parecer invulnerable, fuese dificilísimo de defender y facilísimo para la ofensa, débil y flaco por su grandeza misma.

Réstanos hablar de la despoblación y pobreza del reino y del desorden y penuria de la hacienda pública, que con el fanatismo religioso y la falta de unidad política, han de contarse también entre las causas que influyeron en la ruina de nuestro poderío. No conviene tratar separadamente de tales objetos, porque son por su índole tan semejantes y caminan tan juntos en la Historia que, sin lo uno, difícilmente puede comprenderse lo otro.

No hay datos que den á conocer cuál fuese el número de pobladores ni la riqueza é industria que tuviese España durante los siglos medios. Dividida en tantos reinos cristianos y moros, éstos bien y aquéllos mal gobernados; pasando los territorios y provincias de unas manos á otras con tanta frecuencia; no habiendo propiedad, ni dominio, ni nación, ni gobierno seguro, es imposible, no sólo que tales datos los haya, sino aun que á falta de ellos pueda formarse algún cálculo probable, ni en lo particular ni en lo general de la nación. Pero sábese á ciencia cierta que siempre fueron grandes los apuros en Castilla. Sólo D. Pedro el Cruel logró algún desahogo y acopio de dinero entre aquellos soberanos de la Edad Media. Los gastos de la guerra continua contra los moros, las donaciones de los reyes al Clero y á los grandes, la amortización y las exenciones de pagar que de aquí nacían, y más que todo el natural atraso y casi abandono de la Agricultura, del Comercio y las Artes que, trayendo muy pobre al país, le imposibilitaban de conllevar grandes tributos, eran los principales motivos. Alteróse el valor de la moneda en casi todos los reinados, desde Fernando III hasta los Reyes Católicos, y se contrataron muchos empréstitos; mas agravándose el mal con tales remedios, encontraban los reyes mayores dificultades cada día para atender á las crecientes necesidades del Estado. Así se puede creer de Enrique III que no hallase con qué cenar cierta noche, como dicen las consejas. Y, sin embargo, las Cortes de Castilla le dijeron á su hijo Don Juan II, en 1447: «que non demandase ningunas cuantías de maravedises, porque non pudiéndose soportar tales pedidos é monedas, se iban los vasallos á poblar otras tierras é reinos». No por eso cesó el fatal impuesto de la Alcabala ó 5 por 100 sobre la venta de mercaderías, introducido en el reinado anterior, y en el siguiente se creó la renta de Cruzada y la contribución llamada paga del subsidio. Y pensando aliviar las miserias de los pueblos y ponerlos en estado de atender á tales tributos, se dieron ya por entonces leyes suntuarias y se puso tasa al precio de las cosas: mezquinos y falsos remedios, harto probados después en los tiempos de decadencia de la dinastía austriaca.

Por esto, que pasaba en Castilla á principios del siglo xv, puede colegirse cuán infundada sea la opinión de los que suponen muy desahogado el Tesoro público y muy florecientes las Artes, el Comercio y la Agricultura durante el siglo xvi. Verdaderamente, aunque no hubiese datos ni documentos que contradijesen la opinión, el recto sentido habría de desaprobarla. ¿Qué industria, ni qué comercio, ni qué maravillas en la Agricultura podían alcanzar tales pueblos, que habían vivido ocho siglos lidiando de provincia á provincia, de pueblo á pueblo, de heredad á heredad? ¿Cómo habían de ser fabricantes ni comerciantes hombres á quienes no daba descanso ni un solo día el ejercicio de la espada? Antes que no caminos, y puertos, y máquinas, y cosas de aquellas que se emplean en el tráfico y producción industrial, mirábanse en España sendas naturales entorpecidas ó quebradas á intento, á fin de estorbar los pasos, antiguos puentes derruidos, fortalezas sembradas por llanos y montes y atestadas de instrumentos de guerra. Parte de ello era obra de los moros, parte de los cristianos, ya de los reyezuelos que ocupaban las distintas provincias, ya de los concejos para defenderse de los ricos hombres. España era un campo de batalla, y en tales campos no nacen ni se conservan las flores de la paz. Además de estas razones de buena crítica, tenemos noticias de viandantes, principalmente una muy detallada del veneciano Navajero, que prueban que las Castillas, como Aragón y Navarra, á no dudarlo, eran ya al empezar el siglo xvi tierras de abundancia estéril, provincias de poca población, y pobres y mal cultivadas, por donde los rebaños merinos, favorecidos del privilegio de la Mesta, y que formaban la base de nuestro escaso comercio é industria, vagaban á su placer asolándolo todo, como en los tiempos bárbaros y de continua guerra, en que ellos eran la sola riqueza posible y provechosa. Y luego que la paz interior pudo desarrollar entre nosotros las artes útiles, produciendo la emulación y la concurrencia, nacieron ó se desarrollaron rápidamente nuevas causas que apartaron á la nación del camino de la prosperidad. Los judíos dejaron despobladas, según cierto analista, ciento setenta mil casas, y salieron de estos reinos en número de cuatrocientos mil, según unos, de ochocientos mil, según otros, aunque no falta también quien rebaje á treinta y cuatro mil las familias, que podían componer hasta ciento setenta mil almas; gran muchedumbre, de todos modos. Vedóseles extraer oro ni plata, pero como se les permitiese llevar consigo cualquiera otro género de mercaderías, y como no se les pudiese impedir el uso de las letras de cambio, á que estaban muy habituados, sacaron indudablemente inmenso caudal del reino. Fué grande también el número de los emigrados por causa del Santo Oficio, y aun el de los quemados y penitenciados se puede calcular en muchos millares, sacando aquéllos del reino oro y plata en abundancia y perdiéndose en éstos mucha gente laboriosa y útil, y, además, la tranquilidad y la confianza, que son alma y vida del comercio y del trabajo. Y á la par consumieron innumerables hombres tantas y tan sangrientas guerras, apartándose de los oficios y producción en que se empleaban, al cebo de la gloria y del honor muchos, y no pocos al de la ganancia que ofrecía el saco frecuente de ciudades y la ruina de los países conquistados.

Pero, sobre todo, fué fatal á nuestra población y al espíritu de laboriosidad y de producción el descubrimiento de América. Los españoles que allá caminaron fueron tantos, que bastaron para poblar centenares de ciudades y villas en aquel continente; y si vinieron en cambio grandes conductas de oro y plata, ni fueron ciertamente tan grandes como se ha supuesto, ni recompensaron los males que nacieron de ellas. Dió el pronto enriquecimiento más y más crédito á la antigua preocupación económica, que hacía cifrar en el oro y plata la prosperidad de las naciones, primero en los gobernantes, luego en el pueblo. Ninguno viendo volver poderosos en pocos años á los que fueron pobres y mendigos, sujetaba sus pensamientos á ganar con lenta y penosa utilidad ó la riqueza ó la subsistencia; y lo inesperado del acontecimiento y su lejanía, daban aún estímulos á la sorpresa y valor á la fama para encarecer y mentir, fingiendo montes, ríos y mares de plata y oro y piedras preciosas con que la codicia despertaba á los más modestos y los apartaba de su hogar y antiguas ocupaciones. Todo el que sentía en su corazón sed de bienestar, de placer y de gloria; todo el que para procurárselos amaba el trabajo y la fatiga; todos los emprendedores y laboriosos y alentados salieron por tal manera de España; la mayor parte al Nuevo Mundo, bastantes, como arriba indicamos, á las guerras de África y Europa. Bien pudiera decirse que el quedar en España en tales tiempos y con tan deslumbradoras esperanzas por fuera, era señal casi segura de poquedad de ánimo, de imbecilidad ó pereza. Y cierto que no eran los que tales cualidades poseían á propósito para continuar la industria y el cultivo que hubiese, cuanto y más para adelantar en ellos, como forzosamente había de suceder cuando nuestros frutos y producciones hallasen mercados. El hecho fué que se abandonó todo género de trabajo, viéndonos obligados antes de mucho á traer de países extraños hasta los objetos más necesarios para el consumo, comprándolos con los tesoros que venían de América, y por lo mismo ha podido decirse con mucha razón que no fué España sino un puente para que éstos pasasen seguros á otras naciones más laboriosas. Sólo en Segovia, Toledo, Sevilla, Granada y Valencia se sabe que floreciesen algunas industrias, y esas no tardaron en decaer completamente, contribuyendo con las grandes causas que dejamos apuntadas otra, pequeña al parecer, grande en realidad, que fué la introducción de nuevas modas, y, por consecuencia, de distintas telas en los trajes. Eran sencillas las costumbres en esta tierra de combates, y nuestros industriales sólo labraban sencillas telas; la corte flamenca y alemana y el frecuente trato de los españoles con aquellas naciones y con Italia trajo nuevas necesidades, y, por consecuencia, nuevo género de consumo. ¿Y cómo había de acudir á él y de luchar con los ricos tejidos de Flandes, ejecutando dentro de sí tales cambios, una industria puesta en tan desfavorables condiciones como á la sazón afligían á la de Castilla? No era posible.

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