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Historia de la decadencia de España
Abrióse aquel año la campaña, partiéndose el ejército en dos trozos que tomaron por uno y otro lado del Rhin: rindióse á poca costa el fuerte de Crevecoeur. Era el intento amenazar con el uno el fuerte de Schenque que el enemigo tenía muy fortificado, para coger más descuidada y desguarnecida la isla de Bomel, situada entre el río Mosa ó Mosella y el Wael, que era la verdadera empresa. Frustróse por decidia y mala inteligencia de los capitanes católicos. No se pudo coger desprevenidos á los contrarios como se pensaba, aunque bien se pudiera, y tuvo que pasar todo el ejército á acometer formalmente la isla. Allí se mantuvo un largo y sangriento sitio sin ventaja de una y otra parte. El conde Mauricio con su ejército plantó sus cuarteles enfrente de la isla, comunicándose con ella por medio de puentes. El cardenal Andrea con el ejército de España tenía puesto el pie en la isla, pero sin poder llegar á la villa, ni adelantar un paso en su expugnación, determinaron al fin los nuestros hacer un fuerte en la isla de la parte donde, juntándose los dos ríos, comienzan á formarla; que por hacer allí punta el terreno daba mucha proporción para impedir con buenas baterías la navegación provechosísima de los enemigos. Hízose el fuerte, lográndose esto al menos de tan costosa empresa. Mientras se adelantaban las obras no cesaban de acometerse los dos ejércitos, procurando cada uno sorprender los cuarteles de los contrarios; mas de ambas partes en vano. Viéronse con tal ocasión grandes hazañas. Algunas compañías españolas é italianas acometieron con tanto esfuerzo un reducto de los contrarios, situado en la misma isla de Bomel, que ya comenzaban éstos á desampararlo; mas visto por el conde Mauricio mandó que se apartasen de la orilla los bajeles que allí ofrecían retirada á sus soldados, con que los puso en el estrecho de morir ó de conservar, como lo hicieron, el puesto. Y fué famoso el hecho del sargento mayor Durango, que sorprendido con pocos soldados españoles y algunos valones del grueso de los contrarios, á tiempo en que se ocupaba en labrar un reducto, aunque muchos de los suyos hubieron de pelear con los picos y palas con que trabajaban por no hallar sazón para tomar las armas, mantuvo el puesto brazo á brazo y dejó en él más enemigos muertos que eran en número sus soldados. Por fin, no bien acabada la obra, el Cardenal gobernador tuvo que retirarse de Bomel para atender á otros peligros más cercanos con mucha parte de las fuerzas.
Habían al cabo juntado ejército los príncipes protestantes y acometido con él á las guarniciones españolas que quedaron á la parte allá del Rhin en tierra de la jurisdicción del Imperio, amenazando reunir sus fuerzas con las del conde Mauricio, que si lo hicieran, llegara á ser muy crítica la situación de los nuestros; mas no pudieron venir á punto. Wesel, no bien se vió libre del temor de los españoles al abrigo del ejército alemán, se apartó de nuevo del culto católico. Pero en tanto este ejército que sitió á Rimberg fué de allí valerosamente rechazado por un tercio que guarnecía la plaza, á pesar de estar amotinado y vivir como solían vivir los soldados en tal ocasión con cierto género de independencia. En seguida acometió el enemigo á Reez, defendida del capitán D. Ramiro de Guzmán con poca gente; mas no alcanzó mejor fortuna. Envió el Almirante de Aragón en socorro de la plaza á Andrés Ortiz, capitán experimentado, el cual logró entrar en ella, y desde allí hizo tales salidas, é imaginó tales acometimientos, que obligó á los contrarios á alzar el cerco. Con esto abandonaron el campo los príncipes confederados, y se retiraron á sus tierras con mengua de la reputación y pérdida crecida en hombres y dinero. Sólo consiguieron que los nuestros, por no irritarlos más y no estimularlos á nuevas empresas, dejasen á Orsoy y otras pequeñas plazas de la jurisdicción del Imperio, que tenían aún ocupadas.
Al retirarse la guarnición de Doetecon, que fué uno de los puntos abandonados, pensaron los holandeses sorprenderla y destruirla, y salieron contra ella con lo mejor de su Caballería. Dió esto ocasión á una de las mayores derrotas que padecieron los holandeses en aquella guerra. Porque sabido el caso por Juan Contreras Gamarra, Comisario general, determinó salir contra ellos con algunas compañías de caballos, dando aviso á Ambrosio Landriano, Teniente general de la Caballería, para que con mayores fuerzas viniese á apoyarle en el trance. Divisó Contreras á los contrarios en un paso estrecho donde no podían maniobrar todos los caballos á un tiempo, y animando á los suyos se arrojó impetuosamente sobre los que venían de vanguardia, matando y desordenando cuanto se le puso delante. En esto los enemigos habían logrado desenvolverse y mejorar de posición; pero fué tanto el espanto que les causó el pelear bizarro de los nuestros, que, con ser doblado número, no pudieron sus oficiales y capitanes traerlos á que hiciesen buen rostro. Llegaba ya Landriano con más fuerzas, y sin esperar á cruzar lanzas con él, se declararon los contrarios en total derrota. Corría el Mosella no lejos del campo de batalla, y los jinetes enemigos, desalentados, se arrojaron á esguazarlo sin tiento, con que fueron muchos los ahogados y más los caballos y armas perdidas. De los vecinos lugares salió alguna Infantería alemana en defensa de la Caballería holandesa, mas fué acuchillada y deshecha. En suma, de toda la Caballería enemiga muy pocos quedaron de servicio. Contreras, en quien se desconoció la gloria del triunfo, volvió desabrido á España. Aconteció este suceso á tiempo que el archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia estaban ya en Flandes.
Dejó el cardenal Andrea el Gobierno, y el Archiduque y su esposa comenzaron al punto á ejercerlo. Convocaron primero á los Estados ó Cortes de la Nación para exigirles el juramento de obediencia, sobre lo cual hubo no escasas dificultades. Pedían los naturales que antes de prestar ellos el juramento de obediencia jurasen los príncipes conservar sus privilegios, de los cuales era el poner todas las plazas y fortalezas debajo de su mano, haciendo salir de ellas las tropas extranjeras. Á esto no podían avenirse los príncipes, porque el Rey de España no quería dejar las fortalezas ni abandonar del todo el dominio del país, como arriba dijimos. Añadíase que las tropas allí levantadas no eran muy de fiar en guerra como aquélla, sostenida entre provincias hermanas, y así se resistió la pretensión hasta que cedieron los Estados. Pasearon los príncipes todas las provincias de su Imperio, tomando el juramento á cada una de ellas especialmente, y lograron con buenas trazas que se les concediesen algunos subsidios.
Entonces el Archiduque volvió á poner los ojos en las necesidades de la guerra. Eran éstas á la sazón muy grandes. Wachtendoch, plaza muy fuerte, junto á Güeldres, fué sorprendida por el enemigo. Y sintiendo la falta de pagas y la vecindad del invierno, los soldados del trozo de ejército que estaba aún sobre Bomel se amotinaron en mucha parte. Como estaban terminadas del todo las obras del fuerte, tomóse por buen partido el retirar de allí el ejército, juzgando que no vendría con ello algún daño; mas habiendo quedado de guarnición ciertas compañías de valones, lo entregaron éstos á pocos días después al conde Mauricio por gruesa suma de dinero. Rindióse también por tratos á los enemigos el fuerte de Crevecoeur, guarnecido de alemanes y flamencos. Hechos que daban más y más por imposible el fiar las plazas á otras guarniciones que las españolas. Hallábanse algunas de éstas alteradas, y todas descontentas por la misma falta de pagas; mas no se halló que ninguna de ellas, aun peleando por causa extranjera, como ya á la sazón peleaban, rindiese su puesto al enemigo. Contentábanse con sacar por fuerza del país grandes tributos con que remediaban sus escaseces.
No tardó en ofrecerse una prueba solemne de la diferente condición de nuestros soldados y los extraños en el suceso que ahora sobrevino. Porque animados los holandeses con las recientes ventajas y con el desconcierto de nuestra gente, reuniendo todas las fuerzas que pudieron juntar, con gran priesa y esmero, salieron de sus puertos y desembarcaron en un lugar no lejos de Gante, con ejército de más de veintitrés mil hombres, el más poderoso que jamás hubiese llevado sus banderas. Era su intento socorrer la guarnición de Ostende, harto apurada de nuestros presidios, y tomar á Newport y otras plazas allí cercanas, de suerte que quedara debajo de su dependencia aquella provincia. Á la nueva de tal peligro, el Archiduque envió á requerir á los soldados de aquí y allá amotinados en los presidios, que saliesen á defender la tierra, manifestándoles el grande apuro en que se hallaba. Negáronse los italianos y valones; prestáronse de muy buena voluntad los españoles. Con ellos, principalmente, se compuso el ejército, que marchó al punto la vuelta de Gante en busca del enemigo.
Allí se presentó delante de él la infanta doña Isabel Clara Eugenia, y dió gracias á los soldados españoles por su leal comportamiento, recordándoles que eso y más debían al nombre glorioso de su patria. Enardecidos los viejos tercios con tal discurso, pidieron á voces que sin más dilación se los encaminase al combate. Echaron delante los amotinados, jurando lavar en sangre el pasado extravío. Tomaron al paso el fuerte de Andemburg, que se rindió sin defensa. No anduvieron tan presto en rendirse los del presidio de Suaesquerch, y antes que pudieran meditar lo que les estaría mejor, fué asaltada la plaza y pasados todos á cuchillo. Más adelante tropezaron los amotinados y vanguardia de los nuestros con dos mil soldados escoceses y holandeses que enviaba ya el conde Mauricio á ejecutar el socorro de Ostende, cerraron con ellos y no dejaron hombre á vida en pocos instantes.
Sabido por los enemigos cómo avanzaba aquel impetuoso torrente, determinaron evitar su furia embarcándose. Pero no les dieron tiempo los nuestros, que sin descansar un momento llegaron á ponérseles delante. Habían dejado atrás, para asegurar ciertos pasos, cuatro mil infantes y los cañones al mando de D. Luis de Velasco, general de la Artillería, de suerte que el total no pasaba de seis mil hombres de infantería con seiscientos caballos. Dióles frente el conde Mauricio con diez y seis mil infantes y dos mil seiscientos caballos, fortificados en siete dunas ó colinas de arena puestas á la orilla del mar entre Newport y Ostende. La Infantería ocupaba el centro formada en lo alto de las dunas. Los flancos de la posición, que eran los espacios que se hallaban entre las dunas y el mar, estaban defendidos de la Artillería, plantada también en lo alto de éstas, señaladamente en las dos puestas á los extremos. Además, la Caballería, partida en dos trozos al diestro y siniestro lado, así como emboscada entre las dunas y el mar, cubría ventajosamente al centro. Muchos de los capitanes españoles fueron de opinión que no se empeñase la batalla. Proponían que haciendo alto el ejército, tomase allí posiciones entre Ostende y el mar, de suerte que cerrase al enemigo el camino de esta plaza fortísima, donde podría fácilmente embarcarse, obligándole á pelear con manifiesta desventaja ó á embarcarse en la playa abierta, donde no podría menos de ser destruído. No dió oídos á aquel consejo prudente el ardor irreflexivo de los más, ni se quiso esperar siquiera á que llegase D. Luis de Velasco con la gente que quedaba atrás y la Artillería. Así, en aquel lugar donde pudo acaso acabar la guerra con victoria nuestra, nacieron mayores desdichas para en adelante y una fatal derrota. Era el ejército español menos de la mitad en número que el de los contrarios. Hería el sol en lo más recio del día y mortificaba mucho á nuestros soldados, que venían ya hartas horas sin comer y con largo camino, después de haber asaltado plazas y peleado á campo raso con numeroso escuadrón. Estaban los holandeses descansados y en muy buenas posiciones fortalecidos, con la espalda á las brisas frescas del mar. Con todo, se empeñó la batalla.
Á ella acudieron por el centro los seis mil hombres de infantería española y extranjera, al mando del Archiduque mismo con Zapena, Villar, Monroy y otros Maestres de campo muy nombrados, y embistieron con las dunas, defendidas por más de diez y seis mil soldados. Era difícil el asalto, porque las piernas de los que subían se enterraban en la arena, de suerte que apenas podían ellos dar un paso, mientras que los que estaban en lo alto disparaban la artillería á pie firme y hacían muy ordenadamente sus fuegos. Tomóse, sin embargo, la más avanzada de las dunas, y acometióse otra que era la mayor y mejor defendida. Allí pelearon los nuestros pica á pica por espacio de una hora, y aunque tan inferiores en número, lograron quitar algunos cañones á los contrarios y poner de su parte las probabilidades del vencimiento. Pero entre tanto nuestra Caballería, que acometió por los costados entre las faldas de las dunas y el mar, fué puesta en derrota. El Almirante de Aragón, Capitán general de nuevo de la Caballería, que entró por uno de los costados, fué detenido por el fuego de la artillería enemiga, plantada en la duna que allí hacía frente; y tal estrago hicieron las balas en sus filas, que espantados los caballos y confundidos los jinetes, no fué posible hacerlos pasar adelante. Al propio tiempo el comisario Pedro Gallego, sucesor de Contreras, había acometido por el ala opuesta, y saliendo contra él seiscientos corazas francesas que defendían aquel costado, puestos en emboscada detrás de las dunas, destrozaron sus compañías.
No se contentó con este triunfo el ímpetu de los franceses, y pasando adelante vinieron á caer sobre el centro. En vano el capitán Rodrigo Laso con dos solas compañías de caballos cerró con todo el escuadrón de los enemigos; él fué derribado medio muerto y dispersada su escasa gente. Entonces la Infantería española, que coronaba ya las dunas, viendo tomada de los enemigos la retaguardia, se puso en retirada. Pero al pie de las mismas posiciones que abandonaba fué acometida por los triunfantes corazas franceses, mientras que los infantes enemigos bajaban ordenadamente á acometerla por la espalda. No era posible la defensa; los soldados bajaban sueltos y sin orden, como habían peleado en lo alto. No se podía formar escuadrón que resistiese á los caballos ni á los escuadrones de la infantería enemiga, y el campo se convirtió entonces en una carnicería horrible, donde los infantes españoles uno á uno peleaban por la vida y la honra. Ordenóse la retirada, que fué peor que la batalla en aquel trance. El Archiduque, que no se había separado un momento del combate, estuvo á punto de morir, y por defenderlo cayeron á su lado los más esforzados de los españoles. Perdimos en esta batalla dos mil quinientos hombres de escasos siete mil con que entramos en ella, todos capitanes y soldados viejos, que no habían vuelto nunca rostro al enemigo. Y sólo pudo servir de siniestro consuelo el que de cerca de diez y nueve mil hombres de todas armas con que nos aguardó el enemigo, seis mil quedaron en el campo. De entre los muertos merecieron contarse los capitanes Andrés Ortiz, D. Ramiro de Guzmán, Ulloa, Dávila, Ezpeleta y otros no menos valientes, y el Maestre de campo Zapena. Tal fué la jornada de las Dunas (1600), la más funesta que hubiesen empeñado hasta entonces las armas de España en los campos extranjeros. Perdióse, como se ha visto, por sobra de valor y falta de cordura.
El conde Mauricio vió tan maltratada á su gente, que no se atrevió á seguir el alcance, ni á emprender otra conquista que el sitio de Newport, ciudad de poca fortaleza y arrimada al campo de batalla. Pero ni aun esto pudo conseguir y tuvo que reembarcarse con tanta gente de menos y sin ventaja alguna. Entre tanto, el Archiduque acudió á reparar sus fuerzas. Diéronle los Estados dineros y auxilios, y con ellos los soldados extranjeros amotinados en las plazas vinieron á partido. Formóse un ejército numeroso; pero no hubo necesidad de él, porque ni de una ni de otra parte se emprendió nada el resto de la campaña.
Á la siguiente, determinado el archiduque á reparar la derrota de las Dunas con un hecho de cuenta, comenzó el sitio de Ostende. No bien supieron esta empresa los holandeses, comenzaron á distraer la atención de los nuestros con sitios y acometimientos. Pusiéronse sobre Rimberg y la ganaron, á pesar de su esforzada defensa, porque el socorro llegó tarde y no pudo aprovecharse. Con la misma felicidad ganaron á Grave, valerosamente mantenida de los españoles, y la fortísima plaza de la Esclusa, que sólo el hambre pudiera reducir á semejante extremo por imprevisión de su Gobernador, que no supo abastecerla; y si no ganaron á Bolduch fué porque acudió á socorrerla dos veces el Archiduque en persona. Entre tanto se rindió Ostende. Contar las operaciones de este sitio y los heroicos hechos de los españoles en él, sería larguísima tarea y ajena de nuestro propósito. Era aquella plaza muy importante, porque desde allí tenían los holandeses á toda la provincia de Flandes en continuo respeto, y por eso estaba muy bien fortificada y guarnecida. Habían suplicado los Estados de Flandes al Archiduque que de tal padrastro los libertase, ofreciéndole para ello cuantos auxilios necesitase. Comenzó el sitio el Archiduque en persona, y luego se encargaron de él los mejores capitanes católicos, hasta que el marqués de Spínola la rindió, mandando con el nombre de maestre de campo general el ejército. Fueron varios los asaltos, muchas las salidas y escaramuzas, inauditas las máquinas y trazas de que se valían los sitiadores, y terrible el fuego de la artillería de los sitiados. El conde Mauricio vino á alzar el cerco con una armada de seiscientos bajeles y mucho ejército; pero los españoles no le dejaron desembarcar en toda la costa, y tuvo que volverse á sus puertos con no poca pérdida y mayor despecho. Al fin se dió un asalto general á la plaza (1604), en el cual se ganó lo mejor de la ciudad, y ya no fué posible dilatar la defensa. Perdieron los sitiadores cerca de cuarenta mil hombres en esta empresa, y entre ellos seis Maestres de campo, los cuatro españoles, y casi todos los coroneles y capitanes de los tercios: Monroy, Durango, Castriz y otros muchos de los buenos y viejos soldados que sirvieron con el duque de Alba. La plaza perdió siete gobernadores durante el sitio y más de dos mil oficiales, con un número inmenso de ciudadanos y de soldados, porque como tenía libre el mar, cada día entraban algunos de refuerzo. Mantúvose con esta conquista el honor de nuestro nombre; pero se desperdiciaron notables ocasiones, y hubo de nuestra parte tanta ó más pérdida que ganancia, pues habiendo pretendido cerrar la entrada de la provincia de Flandes á los enemigos, se abrieron ellos otras puertas más fáciles, mientras era tomada Ostende.
Debiéronse muchas de las pérdidas al motín que se llamó de Ruremunda, el más funesto de cuantos hubieran acontecido en aquellos Estados, donde eran harto frecuentes por desgracia. Movidas algunas compañías italianas y valonas de la falta de pagas, se encerraron en la ciudad de Hoochstraet, negándose á servir como de costumbre é imponiendo contribuciones al país. Con esto se malogró el socorro de Grave y se perdió aquella plaza, é irritado el Archiduque los declaró por traidores y envió ejército contra ellos. Pidieron auxilio los amotinados á los holandeses; diéronselo, de manera que no fué posible rendirlos; y juntándose en seguida con los enemigos, pelearon contra los nuestros en diversos encuentros. Al fin hubo de avenirse con ellos el Archiduque, por excusar mayor daño: malísimo precedente que sembró nuevos disgustos para en adelante. En el ínterin se pasó toda la campaña sin que aquellas gentes, que ya formaban un ejército con los muchos que se habían ido agregando, sirviese, como debía, debajo de nuestras banderas. Así, no lograron otra ventaja nuestras armas, fuera de la toma de Ostende, sino la rota que dió el Gobernador de Bolduch á un buen escuadrón de caballería enemiga que pasaba por sus términos. Concluída la campaña, vino á España el marqués de Spínola á tratar de las cosas de la guerra, donde fué muy bien recibido y asistido de cuanto solicitó para llevar adelante la guerra.
Era este Marqués natural de Génova y hermano de Federico Spínola, general de las galeras de España, el cual con ellas sirvió muy bien, haciendo gran daño á los holandeses, hasta que, poco después de la llegada de su hermano, murió en un combate naval que con ocho galeras empeñó en aquellas costas contra dos galeras y tres grandes navíos holandeses, quedando indecisa la victoria. Entró Ambrosio Spínola, que así se llamaba el Marqués, en el servicio de España por recomendación de Federico, y fué á Flandes gobernando diez mil italianos que levantó á su costa. Allí dió tales muestras de su persona que se le encargó del sitio de Ostende, prefiriéndole á muchos capitanes de más reputación que él; y saliendo á punto con la empresa, se acrecentó su fama de manera que fué nombrado ya para el mando de todo el ejército. Fué verdaderamente un suceso afortunado la aparición de aquel general, que tuvo pocos rivales en su siglo á tiempo en que escaseaban ya tanto en España. Con él salió á campaña (1605) de vuelta de Madrid, llevando trece mil quinientos infantes y tres mil caballos. Pasó el Rhin y entró en Frisa, burlando al enemigo, que le creía ocupado en otra empresa, y allí se apoderó sin mucha dificultad de Oldenzeil y de la importante plaza de Linghen, metida muy adentro en el territorio enemigo.
Entre tanto los holandeses, que quisieron tomar á Amberes al desprovisto, tuvieron que desistir de ello con no poca pérdida, y á los españoles se les frustraron también las tentativas que hicieron para apoderarse de Bergs y Grave. Pero el marqués de Spínola, alentado con los buenos principios de la campaña, dejando muy guarnecido á Linghen que ponía en contribución mucha parte de la Frisa, se vino á Wachtendonock y la puso cerco. En vano quisieron socorrerla los holandeses aprovechándose del descuido de los sitiadores: ochocientos infantes y otros tantos caballos del ejército de España contuvieron largas horas á todo su ejército á costa de prodigios de valor, y dieron tiempo á que, acudiendo el Marqués con toda sus fuerzas, los obligase á la retirada. Rindióse con esto la plaza, y en seguida fueron tomados muchos castillos importantes, mientras los holandeses eran vencidos y rechazados en Güeldres que quisieron tomar por sorpresa.
Mas eran escasas tales ventajas, porque la falta de dinero imposibilitaba de tal modo el movimiento de los ejércitos y causaba tales disgustos, que no podía llegarse á decisivas consecuencias. Lleno de amor y entusiasmo á la causa de España, vino el noble Spínola otra vez á Madrid á demandar socorros. No pudo hallarlo á crédito del Rey de España, que á tan miserable estado habían llegado las cosas, y tuvo que poner á prueba el suyo propio, con lo cual lo consiguió y volvió á Flandes imaginando lograr en la siguiente campaña mayores triunfos. No le salieron como pensaba sus proyectos; mas hizo con todo eso harto gloriosa campaña. Halló que se habían malogrado durante su ausencia dos sorpresas que se dieron á las plazas de Bredevord y la Esclusa, ambas muy fuertes, y que sin duda se ganaran á obrar los nuestros con más previsión y presteza. Ahora el Marqués dividió su ejército en dos trozos, dando el mando de uno al conde de Busquoi, capitán de mucho valor y experiencia, rescatado ya de sus prisiones, y conservando al otro bajo su mano. Con estos dos ejércitos se debía obrar de manera que pasando el Isel el uno, llegase hasta Utrecht, y el otro esguazando el Wael se pusiese delante de Nimega, y que mientras éste contuviese al enemigo, lograse aquél al improviso apoderarse de algunas de tales plazas y sujetar las provincias confinantes, muy ricas y poco guardadas. Pero los temporales fueron tan recios en aquel verano, que era imposible vadear los ríos, ni echar puentes sobre ellos, ni correr siquiera por la campiña. Sufrieron nuestros soldados con prodigiosa constancia el frío y los ardores del sol que allí alternaban desconcertadamente, y las aguas y la falta de bastimentos que se originaba, haciendo largas jornadas y campañas por tierras inundadas sin carros ni artillería. Los enemigos, que se mantenían á la defensiva, no padecían cosa alguna y se fortificaban y prevenían nuestros intentos con sobrado espacio. Tomóse, sin embargo, el castillo de Lochem y la plaza de Groll, y se emprendió el sitio de Rimberg, tantas veces tomada y perdida, que á la sazón defendían más de seis mil soldados asistidos de muchas vituallas y artillería. Rindióse la plaza después de un porfiado sitio en presencia del conde Mauricio, que con mayor ejército que el nuestro no supo impedirlo. Pero no bien acabada esta empresa, hubo en nuestro ejército un total desconcierto por la falta de pagas.