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La Biblia en España, Tomo III (de 3)
Felizmente para mí, quizás, mi conocimiento con los rufianes de España comenzó y acabó en las ciudades por donde anduve y en las prisiones en que fuí arrojado por la causa del Evangelio, y, a pesar de mis frecuentes viajes, nunca me los encontré en los caminos ni en despoblado.
El preso de peor genio en toda la cárcel, y también probablemente el más notable, era un francés como de sesenta años, de estatura regular, pero delgado, como casi todos sus compatriotas. La hechura del cráneo delataba, para un frenólogo, la vileza del sujeto; sus facciones tenían muy dañada expresión. No llevaba sombrero, y sus vestidos, aunque parecían casi nuevos, eran de lo más ordinario. Por lo general manteníase apartado de los demás, y se pasaba horas enteras de pie recostado en las paredes, con los brazos caídos, mirando con ojos de mal humor a cuantos pasaban por delante. No figuraba entre los valientes de profesión de la cárcel: su edad no le permitía ya asumir tan eminente calidad; pero todos los demás presos parecían tratarle con cierto temor: quizás temían su lengua, pues, en ocasiones, empleábala en verter maldiciones horrendas sobre los que incurrían en su desagrado. Hablaba a la perfección en buen español y, con gran sorpresa mía, en excelente vascuence, y en esta lengua conversaba con Francisco, quien, asomándose a la ventana de mi cuarto, bromeaba con los presos del patio, que le tenían en gran aprecio.
Un día, estando en el patio, donde por permiso del alcaide podía entrar cuando quería, me acerqué al francés, que estaba, como de costumbre, recostado en la pared, y le ofrecí un cigarro. Yo no fumo, pero no debe uno mezclarse con las clases bajas de España sin llevar un cigarro que ofrecer llegado el caso. El hombre me miró con ferocidad un instante, y, al parecer, iba a rechazar mi obsequio con una horrible maldición quizás. Repetí el ofrecimiento, sin embargo, llevándome la mano al corazón, y en el acto sus torvas facciones se dilataron, y con un gesto genuinamente francés, y una profunda cortesía, aceptó el cigarro, exclamando:
– Ah, monsieur, pardon, mais c’est faire trop d’honneur à un pauvre diable comme moi.
– Nada de eso – repliqué – . Los dos estamos presos en tierra extranjera y, por tanto, debemos protegernos mutuamente. Supongo que siempre que necesite su ayuda de usted en la cárcel podré contar con ella.
– Ah, monsieur– exclamó el francés transportado – , vous avez bien raison; il faut que les étrangers se donnent la main dans ce… pays de barbares. Tenez– añadió en voz baja – si tiene usted algún plan para escaparse, y necesita de mí, cuente con un brazo y un cuchillo a su servicio; puede usted fiarse de mí: no espere tanto de ninguna de esas sacrées gens d’ici– . Al decir esto echó una rabiosa mirada sobre sus compañeros de cárcel.
– No me parece usted muy amigo de España ni de los españoles – dije yo – . Deduzco que han cometido con usted alguna injusticia. ¿Por qué está usted en la cárcel?
– Pour rien du tout, c’est à dire pour une bagatelle; pero ¿qué puede esperarse de estos animales? ¿No le han encarcelado a usted, según he oído, por brujería y gitanismo?
– ¿Quizás le han traído aquí por sus opiniones?
– Ah mon Dieu, non; je ne suis pas homme à semblable betise. Yo no tengo opiniones. Je faisois… mais ce n’importe; je me trouve ici, où je crève de faim.
– Siento ver a un buen hombre en situación tan calamitosa – dije yo – . ¿No tiene usted para vivir algo más que la ración de la cárcel? ¿No tiene usted amigos?
– ¿Amigos en este país? Se burla usted de mí. ¡Aquí no encuentra uno amigos, a menos que los compre! ¡Reviento de hambre! Desde que entré aquí he ido vendiendo mi ropa, hasta quedarme desnudo, para comer, porque la ración de la cárcel no basta para el sustento, y aún nos roba la mitad el Batu, como llaman al bárbaro del gobernador. Les haillons que ahora me cubren me los han dado unas señoras devotas que algunas veces nos visitan. Los vendería si valiesen algo. No tengo un sou, y por falta de unos cuantos duros me ahorcarán dentro de un mes si no logro escaparme, aunque, como ya le dije antes, no he hecho nada: una simple bagatela; pero en España no hay peores crímenes que la pobreza y la miseria.
– Le he oído a usted hablar en vascuence. ¿Es usted de la Vizcaya francesa?
– Soy de Bordeaux, monsieur; pero he vivido mucho tiempo en las Landas y en Vizcaya, travaillant à mon metier. Leo en sus ojos que desea usted conocer mi historia; no se la cuento; no contiene nada de particular. Vea usted, ya me he fumado el cigarro; deme usted otro, y un duro de añadidura, si me hace el favor, nous sommes crevés ici de faim. A un español no le diría tanto; pero sus compatriotas de usted me inspiran respeto; los conozco bien; he tropezado con ellos en Maida y en el otro sitio13.
¡Nada de particular en su historia! Mucho me engaño, o un solo capítulo de su vida, de haberse escrito, hubiera contenido más peripecias maravillosas que cincuenta volúmenes de aventuras por tierra y mar de las que más arriesgadas parezcan. Había sido soldado. ¡Qué de cosas no podría contar aquel hombre de marchas y retiradas, de batallas perdidas y ganadas, de ciudades saqueadas, conventos allanados! Quizás había visto las llamas de Moscou subir hasta las nubes, y «había medido sus fuerzas con las de la Naturaleza en el desierto invernal», asaltado por las borrascas de nieve y mordido por el tremendo frío de Rusia. ¿Y qué podía significar con lo de ejercer su oficio en Vizcaya y en las Landas, sino que había sido ladrón en esas regiones agrestes, la segunda de las cuales es, por los robos y crímenes que en ella se cometen, la peor reputada de todo el territorio francés? ¿Nada de particular en su historia? Entonces, ¿qué historia tendrá algo que valga la pena de ser contado?
Di al preso el cigarro y el duro. Se los guardó, y dejando caer nuevamente los brazos, y recostándose en la pared, pareció hundirse poco a poco en uno de sus ensimismamientos. Le miré a la cara y le hablé; pero no pareció oírme ni verme. Su espíritu erraba quizás en el pavoroso valle de la sombra, hasta el que se abren camino a veces, durante su vida, los hijos de la tierra; pavoroso lugar donde no hay agua, ni mora la esperanza, ni vive más que el gusano imperecedero del remordimiento. Ese valle es un facsímil del infierno, y quien penetra en él sufre aquí en la tierra temporalmente lo que las almas de los condenados han de sufrir a través de las edades sin fin.
El francés fué ahorcado un mes más tarde. La bagatela por que estaba preso eran varios robos y asesinatos cometidos mediante una singular estratagema. De concierto con otros dos, alquiló una vasta casa en un barrio poco frecuentado, y a ella mandaba que le enviasen géneros de valor que compraba en los comercios para pagarlos en el momento de la entrega, y los que iban a entregar pagaban su credulidad con la pérdida del género y de la vida. Dos o tres cayeron en el lazo. Tuve vivos deseos de hablar privadamente con aquel hombre tan arrojado, y, por tanto, rogué al alcaide que le permitiera comer conmigo en mi cuarto; a esto, el gobernador, a quien me tomaré la libertad de llamar monsieur Bassompierre, por habérseme olvidado su verdadero nombre, se quitó el sombrero, y con sus habituales sonrisa y reverencias me replicó en el más puro castellano:
– Caballero inglés, y creo que puedo añadir, amigo mío: perdóneme usted, pero me es del todo imposible acceder a su petición, fundada, no lo dudo, en los más admirables sentimientos de filosofía. A otro cualquiera de estos caballeros que están bajo mi custodia se le permitirá, cuando usted lo desee, acompañarle en su cuarto. Incluso llegaré a mandar que le quiten los grillos al que haya de ir con usted, si tuviese grillos puestos, a fin de que pueda participar en la comida de usted con la comodidad y holgura convenientes; pero con el caballero de que se trata no puedo consentirlo: es el peor de toda esta familia, y seguramente en la habitación de usted o en la galería armaría una función para intentar fugarse. Caballero, me pesa; pero no puedo acceder a lo que pide. Si se tratase de otro caballero cualquiera, lo haría con mucho gusto; el mismo Balseiro, a pesar de lo que de él se cuenta, sabe conducirse como es debido; en su modo de proceder hay siempre algo de formalidad y cortesía; si usted quiere, caballero, irá a disfrutar de su hospitalidad.
Ya he hablado de Balseiro en la primera parte de esta narración. Hallábase ahora encerrado en el piso más alto de la cárcel, en un calabozo muy seguro, con otros malhechores. Había sido condenado, en unión de un Pepe Candelas, ladrón de no corta fama, por un audacísimo robo cometido, en pleno día, nada menos que en la persona de la modista de la reina, una francesa, a quien ataron en una tienda, robándole dinero y géneros por valor de cinco a seis mil duros. Candelas había ya expiado su crimen en el patíbulo; pero Balseiro, que era, en opinión común, el peor de los dos bandidos, había logrado salvar la vida a fuerza de dinero, un aliado con que su compañero no contaba; le conmutaron la pena de muerte, a que fué sentenciado, por la de veinte años de cadena en el presidio de Málaga. Visité al héroe y conversé con él un rato a través de la reja del calabozo. Me reconoció y me hizo recordar la victoria que obtuve sobre él en la disputa acerca de nuestros respectivos conocimientos en gitano cerrado, en el que Sevilla, el torero, no tenía par.
Al decirle que sentía verle en tal situación, me replicó que el asunto no tenía importancia, porque dentro de seis semanas le llevarían al presidio, y una vez allí, con ayuda de unas onzas bien distribuídas entre sus guardianes, se escaparía cuando quisiera.
– Pero ¿adónde vas a ir? – le pregunté.
– ¿No puedo irme a tierra de moros – replicó Balseiro – , o con los ingleses al campo de Gibraltar, o, si lo prefiero, no puedo volver a este foro y vivir como hasta aquí, choring a los gachós? ¿Qué me cuesta esconderme? Madrid es grande, y Balseiro tiene muchos amigos, especialmente entre los lumias– añadió con una sonrisa.
Le hablé de su malhadado cómplice Candelas, y su rostro tomó una expresión horrible.
– Supongo que estará en los infiernos – exclamó el ladrón.
La amistad del inicuo nunca es de larga duración. Los dos héroes regañaron, a lo que parece, en la cárcel, acusándole Candelas al otro de haber procedido con mala fe y haberse apropiado indebidamente, para su disfrute personal, el corpus delicti en varios robos cometidos en compañía.
No puedo resistir al deseo de contar las aventuras ulteriores de Balseiro.
Poco después de mi salida de la cárcel, Balseiro, con poca paciencia para esperar a que el presidio le ofreciese la ocasión de recobrar la libertad, agujereó el techo de la cárcel, y en compañía de otros penados se fugó. Volvió al instante a sus primeros hábitos, cometiendo muchos robos atrevidos dentro de Madrid y en los alrededores. Voy a referir el último, al que puedo llamar su crimen maestro, singular ejemplo de maldad. Los robos callejeros y el escalo no le satisfacían, y resolvió dar un gran golpe con el que esperaba ganar dinero suficiente para irse a vivir con lujo y esplendor a cualquier país extranjero.
Había cierto intendente de la Casa Real, llamado Gabiria, vasco de nacimiento y dueño de inmensas riquezas, que tenía dos hijos, dos guapos chicos de doce a catorce años de edad, a quienes yo había visto a menudo y hasta hablado con ellos en mis correrías por la orilla del Manzanares, su paseo favorito. Los dos muchachos estaban educándose, en aquel tiempo, en cierto colegio de Madrid. Balseiro, conocedor del cariño que su padre les tenía, determinó servirse de él en provecho de su rapacidad. Trazó un plan, que consistía ni más ni menos que en secuestrar a los chicos y no devolverlos sino mediante un rescate enorme. El plan fué ejecutado en parte: dos cómplices de Balseiro, bien vestidos, llamaron a la puerta del colegio donde estaban los chicos, y valiéndose de una carta falsificada, que dieron como escrita por el padre, arrancaron al director del colegio el permiso para llevarse a los chicos a pasar un día de campo. A unas cinco leguas de Madrid, Balseiro tenía una cueva, en un lugar solitario y agreste, entre El Escorial y un pueblo llamado Torrelodones; allí llevaron a los muchachos, donde quedaron bajo la custodia de los dos cómplices; Balseiro permaneció en Madrid con objeto de entrar en negociaciones con el padre. Pero éste, hombre de notable resolución, en lugar de acceder a las peticiones del bandido formuladas por carta, adoptó sin perder tiempo medidas muy enérgicas para recobrar sus hijos.
Envióse gente a pie y a caballo a recorrer la comarca, y antes de una semana descubrieron a los muchachos cerca de la cueva, abandonados por sus guardianes, que cogieron miedo al enterarse de la resolución con que los buscaban; no tardaron en detenerlos, sin embargo, y los muchachos reconocieron a sus secuestradores.
Balseiro comprendió que Madrid se ponía inhabitable para él, y quiso escaparse, no sé si a la tierra del moro o al Campo de Gibraltar; pero reconocido en un pueblo cercano a Madrid, fué preso, y sin tardanza llevado a la capital, donde a poco perdió la vida en el patíbulo con sus dos cómplices; Gabiria y sus hijos presenciaron la horrible escena a sus anchas, subidos en un carruaje.
Tal fin tuvo Balseiro, de quien no hubiera hablado tanto a no ser por lo del gitano cerrado. ¡Pobre desventurado! Conquistó el género de inmortalidad a que aspiran tantos ladrones españoles, mientras lucen su nívea ropa blanca pavoneándose en el patio. El rapto de los hijos de Gabiria le convirtió de golpe en ídolo de toda la cofradía. Un ladrón famoso, con quien más adelante estuve yo encarcelado en Sevilla, pronunció su elogio en esta forma:
– Balseiro era un hombre muy cabal y muy buena persona. Hacía cabeza de nuestro gremio, Don Jorge; ya no volveremos a verle. ¡Lástima que no pudiera sacar el parné y escaparse a tierra de moros, Don Jorge!
CAPÍTULO XLI
María Díaz. – Reproches del clero. – Visita de Antonio. – Antonio en funciones. – Una escena. – Benedicto Mol. – Su peregrinación por España. – Los cuatro Evangelios.
– Sepamos – dije a María Díaz tres mañanas después de mi encarcelamiento – . ¿Qué dice en Madrid la gente a propósito de este suceso?
– No sé lo que la gente, en general, dirá; probablemente no le importará esto gran cosa. La verdad, son ya cosa tan corriente las prisiones, que el público parece que las mira con indiferencia; pero los curas andan muy revueltos, y confiesan la imprudencia que han cometido al hacer que su amigo el corregidor le prenda a usted.
– ¿Cómo es eso? ¿Temen que castiguen a su amigo?
– No tal, señor– replicó María – Eso les importaría poco, aunque el corregidor se la haya buscado buena por servirlos; esa gente no tiene afectos, y no se les daría un ardite que colgasen a todos sus amigos, quedando ellos en salvo. Pero dicen que han procedido de ligero al meterle a usted en la cárcel, porque al hacer eso le han dado a usted ocasión de poner en práctica un plan antiguo. «Ese individuo es un bribón– dicen – . Se ha hecho amigo de los presos, y le han enseñado su lengua, que ya hablaba casi tan bien como si hubiera nacido en la cárcel. En cuanto le pongan en libertad publicará un Evangelio para que lo lean los ladrones, y será mucho más peligroso que el Evangelio en gitano, porque los gitanos son pocos, pero los ladrones…! ¡Ay de nosotros! ¡Todos vamos a ser luteranizados! ¡Qué infamia, qué picardía! Todo esto ha sido una treta suya. Siempre ha tenido ganas de ir a la cárcel el bribonazo; en mal hora le hemos metido en ella. España no estará segura hasta que le ahorquen; hay que mandarle al quinto infierno, y allí tendrá tiempo de traducir sus fatales Evangelios al lenguaje de los demonios.»
– No le he dicho al alcaide arriba de tres palabras acerca de la jerga de las cárceles.
– ¿Tres palabras? Don Jorge, ¿qué no se puede hacer con esas tres palabras? De poco le ha servido a usted vivir entre nosotros si cree que necesitamos más de tres palabras para armar un embrollo. Esas tres palabras acerca del lenguaje de los ladrones bastan para que por todo Madrid se diga que anda entremezclado con ellos, que ha aprendido su lenguaje y ha escrito un libro que va a trastornar a España, a abrir a los ingleses las puertas de Cádiz, entregar a Mendizábal toda la plata y las joyas de las iglesias, y a Don Martín Lutero, el palacio arzobispal de Toledo.
Al caer la tarde de un día bastante melancólico, y hallándome sentado en el aposento que el alcaide me había destinado, oí un golpe en la puerta. «¿Quién es?», pregunté. «C’est moi, mon maître», gritó una voz muy conocida, y al instante entró Antonio Buchini, vestido como la vez primera que le presenté al lector, es decir, con un excelente sobretodo francés, ya un poco ajado, chaqueta y pantalones, y en una mano, un sombrero pequeñito, y en la otra, un bastón largo y delgado.
– Bon jour, mon maître– dijo el griego. Echando una mirada en torno, continuó: – Me alegro de verle a usted bien instalado. Si no recuerdo mal, mon maître, en sitios peores que éste hemos dormido durante nuestros viajes por Galicia y Castilla.
– Tiene usted mucha razón, Antonio – repliqué – . Aquí estoy muy cómodamente. Le agradezco la bondad de haber venido a visitar a su antiguo amo, sobre todo ahora, que está pasando trabajos. Supongo que por venir aquí, no irá usted a enojar a su dueño actual; ya debe de estar cerca la hora de comer. ¿Cómo ha abandonado usted la cocina?
– ¿A qué amo se refiere usted, mon maître? – preguntó Antonio.
– ¡De quién voy a hablar! Del Conde… por cuyo servicio me dejó usted, tentado del ofrecimiento de cuatro duros al mes sobre los que yo le daba.
– Su merced me hace recordar un asunto que ya tenía olvidado por completo. Al presente no tengo otro amo que usted, monsieur Georges, porque siempre le considero a usted como tal, aunque no goce de la felicidad de acompañarle.
– ¿Entonces se marchó usted de casa del Conde a los tres días de entrar, según costumbre?
– A las tres horas, mon maître– repuso Antonio – . Pero yo le diré a usted en qué circunstancias. A poco de separarme de usted, fuí a casa de monsieur le Comte; entré en la cocina y miré en torno. No puedo decir que me descontentase lo que vi: la cocina era cómoda y espaciosa, todo estaba limpio y en orden; los criados parecían amables y corteses; sin embargo, no sé cómo fué, pero se apoderó de mí la idea de que la casa no me convenía en modo alguno y que no estaría en ella mucho tiempo; colgué de un clavo la mochila, y, sentándome en la mesa de la cocina, empecé a cantar una canción griega, como hago siempre que estoy disgustado. Rodeáronme los criados, haciéndome preguntas; pero yo no les contesté, y continué cantando hasta que se acercó la hora de preparar la comida; entonces salté al suelo de pronto y los eché de la cocina a todos, diciéndoles que nada tenían que hacer allí en tal ocasión. Al momento entré en funciones. Hice un esfuerzo, mon maître, y me puse a preparar una comida que me hubiese hecho honor; había convidados aquel día y determiné, por tanto, demostrar a mi amo que la capacidad de su cocinero griego era insuperable. Eh bien, mon maître, todo marchaba bastante bien, y casi me encontraba ya a gusto en mi nuevo empleo, cuando se precipitó en la cocina le fils de la maison, mi señorito, un chiquillo de unos trece años, bastante feo. Llevaba en la mano una rebanada de pan, y, después de un breve reconocimiento, la sepultó en una cacerola donde se guisaban unas perdices. Ya sabe usted, mon maître, que soy muy delicado en ciertas cuestiones, porque no soy español, sino griego, y tengo principios de honor. Sin vacilar un momento, cogí a mi señorito por los hombros, y empujándole hacia la puerta, le despedí como merecía. Con gritos clamorosos subió corriendo al piso alto. Yo continué en mi trabajo, pero no habían pasado tres minutos cuando oí un pavoroso estrépito en lo alto de la escalera, on faisoit un horrible tintamarre, y de vez en cuando oía juramentos y maldiciones. Al instante la puerta se abrió con violencia, y en impetuosa carrera echaron escaleras abajo el Conde, mi señor, su mujer, mi señorito, seguidos de una regular bandada de mujeres y de filles de chambre. A todos los llevaba gran delantera el Conde, mi señor, con una espada desnuda en la mano y gritando: «¿Dónde está el malvado que ha deshonrado a mi hijo? ¿Dónde está, que lo mato ahora mismo?» Yo no sé cómo ocurrió, mon maître, pero, cabalmente, en aquel momento volqué una gran fuente de garbanzos destinados a la puchera del día siguiente. Estaban crudos, y tan duros como piedras; los derramé por el suelo, y la mayor parte de ellos fué a parar junto a la entrada. Eh bien, mon maître, un instante después entró el Conde de un brinco, echando chispas por los ojos, y con una espada en la mano, como ya he dicho. «Tenez, gueux enragé», me gritó, tirándome una furiosa estocada; pero no había acabado de decir esas palabras, cuando resbaló, y cayó hacia adelante todo lo largo que era, y la espada se le escapó de la mano comme une flêche. ¡Si hubiese usted oído el alboroto que se armó! Hubo una confusión terrible: el Conde yacía en el suelo, al parecer, aturdido por el golpe. Yo no hice caso, y continué trabajando con afán. Al fin le levantaron, y con sus cuidados recobró el sentido; estaba muy pálido y agitado. Pidió la espada; todas las miradas se clavaron en mí, y adiviné que se preparaba un ataque general. De súbito, retiré del fuego una gran casserole, donde se freían unos huevos, y la mantuve a la distancia que permitía la longitud del brazo, examinándola con afectada atención, mientras avanzaba el pie derecho y echaba atrás el izquierdo cuanto podía. Todos se estuvieron quietos, figurándose que iba a hacer una operación importante, y así fué, en efecto, porque adelanté de pronto la pierna izquierda, y con un rápido coup de pied, lancé la casserole y su contenido por encima de mi cabeza con tal fuerza, que fueron volando a estamparse en una pared bastante detrás de mí. Esto lo hice para significar que el trato quedaba roto y que sacudía el polvo de mis zapatos; arrojé sobre el Conde la mirada peculiar de los cocineros scirotas cuando se sienten insultados, y, dilatando mi boca por ambos lados hasta cerca de las orejas, descolgué la mochila y me fuí, cantando al marcharme la canción del antiguo Demos, quien, moribundo, pedía la comida y agua para lavarse las manos:
Ὁ ἥλιος ἐβασίλευε, κι᾽ ὁ Δῆμος διατάζει.Σύρτε, παιδιά μου, ᾽σ τὸ νερὸν ψωμὶ νὰ φάτ᾽ ἀπόψε.De esta manera, mon maître, salí de casa del Conde.
Yo. – ¡Excelente manera de portarse! Por confesión propia, veo que su conducta no ha podido ser peor. Si no fuera por las muchas pruebas de valor y fidelidad que me dió usted estando a mi servicio, desde este momento no volveríamos a vernos más.
Antonio. —Mais qu’est ce que vous voudriez, mon maître? ¿No soy griego, y hombre de honor y muy susceptible? ¿Quiere usted que los cocineros de Scira y de Stambul se sometan en España a que los insulten los hijos de los condes, precipitándose en el templo con rebanadas de pan? Non, non, mon maître, usted es demasiado noble y, sobre todo, demasiado justo para pedir eso. Pero hablemos de otra cosa. Mon maître, no he venido solo: en el corredor espera una persona que ansía verle a usted.
Yo. – ¿Quién es?
Antonio. – Uno a quien ya se ha encontrado usted, mon maître, en sitios muy extraños y diversos.
Yo. – Pero ¿de quién se trata?
Antonio. – De uno a quien le aguarda un fin desusado, «porque así está escrito». El suizo más extraordinario que hay, el de Santiago: der Schatz Gräber.
Yo. – ¿Benedicto Mol?
– Yaw, mein lieber Herr– dijo Benedicto, abriendo del todo la puerta, que estaba entornada – . Soy yo. Me he encontrado en la calle a Herr Anton, y al oír que estaba usted aquí, he venido a visitarle.
Yo. – Pero ¿qué rareza es ésta, y cómo es que le veo a usted otra vez en Madrid? Yo creía que ya estaba usted en su país.
Benedicto. – No tema, lieber Herr; allá he de volver a su debido tiempo, pero no a pie, sino en coche de mulas. El Schatz se está todavía en su escondite, esperando que lo desentierren; ahora tengo mejores esperanzas que nunca; muchos amigos, mucho dinero. ¿Ha reparado usted cómo voy vestido, lieber Herr?