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La Biblia en España, Tomo III (de 3)
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Год издания: 2017
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George Borrow

La Biblia en España, Tomo III (de 3) O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península

CAPÍTULO XXXVI

Estado de los asuntos en Madrid. – Nuevo Ministerio. – El obispo de Roma. – El librero de Toledo. – Las espadas. – Las casas de Toledo. – La gitana abandonada. – Diligencias mías en Madrid. – Otro criado.

Durante mi viaje por las provincias del Norte de España, que ocupó una parte considerable del año 18371, sólo pude realizar una porción muy pequeña de lo que en un principio me había propuesto hacer. Los resultados de los trabajos del hombre son insignificantes comparados con los vastos designios que su presunción concibe; sin embargo, algo se había conseguido con mi reciente viaje. El Nuevo Testamento de Cristo se vendía ya tranquilamente en las principales ciudades del Norte, y contaba con el amigable concurso de los libreros de aquellas partes, especialmente con el del viejo Rey Romero, de Compostela, el más importante de todos. Además, había yo repartido con mis propias manos un número considerable de Testamentos entre individuos particulares, todos de las clases bajas, a saber: muleteros, carreteros, contrabandistas, etc.; de suerte que, en conjunto, tenía motivos bastantes de reconocimiento y gratitud.

Encontré nuestros asuntos en Madrid en situación nada próspera: en las librerías se habían vendido pocos ejemplares. ¿Qué otra cosa podía esperarse racionalmente en unos tiempos como los que acababan de pasar? Don Carlos había llegado a las puertas de la capital con un fuerte ejército; ante la amenaza del saqueo y de la degollina inminentes, la gente se preocupó más de poner en salvo vidas y haciendas que de leer ninguna clase de libros.

Pero el enemigo ya se había retirado a sus reductos de Alava y Guipúzcoa. Tuve, pues, esperanzas de que amaneciesen días mejores y de que la obra, bajo mi vigilancia, prosperaría, por la gracia de Dios, en la capital de España. El lector verá a continuación cuán lejos estuvieron los hechos de corresponder a mis deseos.

Durante mi viaje al Norte había sobrevenido un cambio total en el Ministerio. En lugar del partido liberal, arrojado del Gabinete, entró el partido moderado; por desgracia para mis planes, los nuevos ministros eran personas a quienes yo no conocía y sobre quienes mis antiguos amigos Istúriz y Galiano tenían poca o ninguna influencia. A estos señores se les dejó sistemáticamente aparte, y su carrera política pareció terminada para siempre.

Del nuevo Gobierno poco podía yo esperar: casi todos los hombres que lo formaban habían sido cortesanos o funcionarios del difunto rey Fernando, eran partidarios del absolutismo y no estaban en modo alguno dispuestos a hacer o permitir cosas que pudieran enojar a la Corte de Roma, a la que ansiaban tener contenta, esperando inducirla quizás a reconocer a la niña Isabel II, no como reina constitucional, sino como reina absoluta.

Ese partido se mantuvo en el poder durante lo restante de mi residencia en España, y me persiguió, menos por odio y maldad que por política. Sólo a la terminación de la guerra perdió su preponderancia y cayó con su protectora, la reina madre, ante la dictadura de Espartero.

El primer paso que di después de mi regreso, tocante a la difusión de las Escrituras, fué muy atrevido. Consistió ni más ni menos que en abrir una tienda para vender los Testamentos. La tienda estaba en una calle importante y animada: la calle del Príncipe, inmediata a la plaza de Cervantes. La amueblé muy bien con armarios de vidrieras y cornucopias, y puse al frente de ella a un gallego listo, de nombre Pepe Calzado, que todas las semanas me daba cuenta fiel de los ejemplares vendidos.

Al día siguiente de abrir el establecimiento, estaba yo en la otra acera de la calle, apoyado de espaldas en la pared, cruzado de brazos, contemplando la tienda, en cuyos huecos se leía en grandes letras amarillas: Despacho de la Sociedad Bíblica y Extranjera, y, sumido en mi contemplación, pensaba: «¡Qué inesperadas mudanzas trae el tiempo! ¡Ocho meses he pasado de aquí para allá en esta vieja España, tan papista, repartiendo Testamentos como agente de una Sociedad que los papistas tienen por herética, y no me han lapidado ni quemado! Ahora, en la capital hago lo que a cualquiera le hubiera parecido causa bastante para que todos los difuntos inquisidores y familiares enterrados dentro de sus muros se alzaran de sus tumbas gritando: “¡Abominación!”, y nadie se mete conmigo. ¡Obispo de Roma! ¡Obispo de Roma! Ten cuidado. Pueden cerrarme la tienda; pero qué signo de los tiempos es el hecho de que la hayan dejado existir un solo día. Se me antoja, padre mío, que los días de tu preponderancia en España están contados, y que ya no te consentirán saquearla mucho tiempo, ni mofarte de ella, ni flagelarla con escorpiones, como en épocas pasadas. Veo ya la mano que escribe en el muro un: “¡Mene, Mene, Tekel, Upharsin! Ten cuidado, Batuschca”.»

Dos horas permanecí apoyado en la pared, contemplando la tienda.

Poco tiempo después de abrir el Despacho en Madrid, monté de nuevo a caballo, y, seguido de Antonio, fuí a Toledo con propósito de difundir las Escrituras, para lo cual envié por delante con un arriero un cargamento de cien ejemplares. Sin tardanza busqué al principal librero de la ciudad, no sin temor de encontrarme con un carlista, o, al menos, con un servil, ya que en Toledo abundan tanto los canónigos, curas y frailes exclaustrados. Me llevé el chasco mayor de mi vida: al entrar en la tienda, espaciosa y cómoda, vi a un hombre atlético, vestido con una especie de uniforme de caballería, calado el morrión y un sable inmenso en la mano. Era el librero en persona, oficial de la Guardia nacional de caballería. Al saber quién era yo, me estrechó cordialmente la mano y dijo que con el mayor placer se haría cargo de los libros y procuraría difundirlos por todos los medios a su alcance.

– ¿No incurrirá usted en el odio del clero si hace eso?

¡Ca!– respondió – . ¿Quién los hace caso? Yo soy rico, y mi padre también lo fué. No dependo de ellos. Ya no pueden odiarme más de lo que me odian, porque no oculto mis opiniones. Ahora mismo acabo de regresar de una expedición de tres días con mis compañeros los nacionales; hemos estado persiguiendo a los facciosos y ladrones de estos contornos; hemos matado a tres y traemos varios prisioneros. ¿Quién hace caso de los curas pusilánimes? Yo soy liberal, don Jorge, y amigo de su compatriota Flinter. Le he ayudado a cazar muchos curas guerrilleros y frailes salteadores que andaban en la facción. He oído que le han nombrado capitán general de Toledo: me alegro; cuando llegue se van a ver aquí cosas buenas, don Jorge. Le aseguro a usted que al clero le apretaremos las clavijas.

Toledo fué antiguamente capital de España. Su población es ahora de unas quince mil almas, aunque en tiempo de los romanos y también durante la Edad Media llegó, según dicen, a doscientos o trescientos mil habitantes. Está situado a unas doce leguas al Oeste de Madrid, y se alza sobre un cerro de granito que el Tajo rodea en todo su perímetro, salvo por el Norte. Encierra todavía muchos edificios notables, a pesar de que se halla en decadencia hace mucho tiempo. Su catedral, la más espléndida de España, es Sede del Primado. En la torre de esta catedral se encuentra la famosa campana de Toledo, la mayor del mundo, con excepción de la monstruosa campana de Moscou, que también he visto. Pesa 1.543 arrobas; su sonido es desagradable, porque está rajada. Toledo podía jactarse en otro tiempo de poseer los mejores cuadros de España; pero durante la guerra de la Independencia los franceses robaron o destruyeron muchos, y todavía más se han sacado por orden del Gobierno. El más notable de todos, acaso, aún se encuentra allí: aludo al que representa el entierro del conde de Orgaz, la obra maestra de Doménico, el griego, genio extraordinario, algunas de cuyas obras poseen méritos de altísima calidad. El cuadro a que me refiero está en la pequeña iglesia parroquial de Santo Tomé, al fondo de la nave, a la izquierda del altar. Si pudiera comprarse, creo que en cinco mil libras sería barato.

Entre las muchas cosas notables que se ofrecen en Toledo a la curiosa mirada del observador, se halla la fábrica de armas, donde se elaboran espadas, lanzas y otras armas destinadas al Ejército, con excepción de las de fuego, traídas del extranjero casi todas.

Es bien sabido que antiguamente las hojas de Toledo eran muy estimadas y se hacía gran comercio de ellas en toda la cristiandad. La fábrica actual es un hermoso edificio moderno, situado extramuros de la ciudad, en una planicie contigua al río, con el que se comunica por un pequeño canal. Dicen que el buen temple de las espadas se debe principalmente al agua y a la arena del Tajo. Pregunté a varios maestros de la fábrica si hoy en día sabían hacer armas tan buenas como las antiguas y si el secreto de la fabricación se había perdido.

¡Ca!– me respondieron – . Las espadas de Toledo no han sido nunca tan buenas como las que hacemos ahora. Es muy ridículo que los extranjeros vengan a comprar aquí espadas viejas, pura morralla casi todas, no fabricadas en Toledo, por las que pagan grandes sumas, y, en cambio, les costaría trabajo dar dos duros por esta joya, hecha ayer mismo.

Al decir esto, pusieron en mi mano una espada del tamaño ordinario.

– Su merced – dijeron – parece que tiene buen brazo; pruebe el temple de esta espada contra ese muro de piedra. Tire una estocada a fondo y no tema.

Tengo, en efecto, un brazo vigoroso: con toda mi fuerza ataqué de punta contra el sólido granito; la violencia del golpe fué tal, que el brazo se me quedó insensible hasta el hombro durante una semana, pero la espada no se embotó ni sufrió lo más mínimo.

– Mejor espada que ésta – dijo un obrero antiguo, natural de Castilla la Vieja – no la ha habido para matar moros en la Sagra.

Durante mi estancia en Toledo me alojé en la Posada de los Caballeros, nombre muy merecido en cierto modo, porque existen muchos palacios menos suntuosos que esa posada. Al hablar así, no vaya a suponerse que me refiero al lujo del mobiliario o a la exquisitez y excelencia de su cocina. Las habitaciones estaban tan mal provistas como las de todas las posadas españolas en general, y la comida, aunque buena en su género, era vulgar y casera; pero he visto pocos edificios tan imponentes. Era de inmenso grandor, compuesto de varios pisos, de traza algo semejante a la de las casas moras, con un patio cuadrangular en el centro y un aljibe inmenso debajo, para recoger el agua llovida. Todas las casas de Toledo tienen aljibes parecidos, adonde, en la estación lluviosa, van a parar las aguas de los tejados por unas canales. Esta es la única agua que se emplea para beber; la del Tajo, considerada como insalubre, sólo se usa para la limpieza, y la suben por las empinadas y angostas calles en cántaros de barro a lomo de unos pollinos. Como la ciudad está en una montaña de granito, no tiene fuentes. En cuanto al agua llovida, después de sedimentarse en los aljibes, es muy gustosa y potable; los aljibes se limpian dos veces al año. Durante el verano, muy riguroso en esta parte de España, las familias pasan casi todo el día en los patios, cubiertos con un toldo de lienzo; el calor de la atmósfera se templa por la frialdad que sube de los aljibes, que responden al mismo propósito que las fuentes en las provincias meridionales de España.

Estuve próximamente una semana en Toledo; en ese tiempo se vendieron algunos ejemplares del Testamento en la tienda de mi amigo el librero. Algunos curas tomaron el libro del mostrador donde se encontraba y lo examinaron, pero sin decir nada; ninguno lo compró. Mi amigo me enseñó su casa; casi todas las habitaciones estaban forradas de libros desde el suelo hasta el techo; y muchos de ellos eran de gran valor. Díjome que su colección de libros antiguos de literatura española era la mejor del reino. Estaba, empero, menos orgulloso de su librería que de su caballeriza; y como advirtiera que yo entendía algo de caballos, su estimación y su respeto hacia mí crecieron por modo considerable.

– Todo lo que tengo – decía – está a la disposición de usted; veo que es usted un hombre de los que a mí me gustan. Cuando quiera usted dar un paseo a caballo por la Sagra, no tiene usted más que avisar a mi criado y le ensillará el famoso cordobés entero que compré en Aranjuez al deshacerse la yeguada real. Sólo a otro hombre le dejaría yo el caballo, y ese hombre es Flinter.

En Toledo encontré a una gitana abandonada, con un hijo de unos catorce años de edad; no era toledana; había ido allí desde la Mancha en pos de su marido, preso bajo la inculpación de robo de caballerías; el delito se le probó, y de allí a pocos días iba a salir para Málaga con una cadena de galeotes. El preso carecía en absoluto de dinero, y su mujer recorría las calles de Toledo diciendo la buenaventura para ganar unos pocos cuartos con que ayudar al marido en la cárcel. Me dijo que se proponía seguirle a Málaga, donde esperaba poder proporcionarle medios de fuga. ¡Qué ejemplo de amor conyugal! Por añadidura, el amor estaba todo en un lado solo de esa pareja, como ocurre con frecuencia. Su marido era un tunante despreciable, que la había abandonado marchándose a Madrid, donde vivió en concubinato con Aurora, criminal notoria, por cuyas instigaciones cometió el robo que ahora tenía que expiar.

– Y si tu marido logra escaparse en Málaga, ¿adónde va a ir?

– Al chim de los Corahai, hijo mío; a la tierra de los moros, a ser soldado del rey moro.

– ¿Y qué va a ser de ti? – pregunté – . ¿Crees que te llevará consigo?

– Me dejará en la costa, hijo mío, y en cuanto haya cruzado la pawnee2 negra, me olvidará, no pensará más en mí.

– ¿Por qué te tomas tantos trabajos por él, sabiendo lo ingrato que es?

– ¿No soy su romi, hijo mío, y no estoy obligada por la ley de los Calés a asistirle hasta lo último? Si al cabo de cien años volviera de la tierra de los Corahai y me encontrase viva, y me dijese: «Tengo hambre, mujercita; vé a robar o a decir bají», iría sin falta, porque es el rom y yo la romi.

Al regresar a Madrid encontré abierto todavía el despacho. Se habían vendido algunos Testamentos, aunque en cantidad nada considerable. La obra luchaba con grandes inconvenientes para su difusión, por la ilimitada ignorancia de la gente respecto de su tenor y contenido. No era, pues, maravilla que despertase poco interés. Para llamar la atención del público sobre el despacho, imprimí tres mil carteles en papel amarillo, azul y carmesí, y los pegué por las esquinas, y además inserté en los periódicos una información relativa al caso; el resultado fué que en muy poco tiempo apenas hubo alguien en Madrid que no conociera la existencia de la tienda y del libro. En Londres y París, estas diligencias habrían asegurado, probablemente, la venta de la edición entera del Nuevo Testamento en pocos días. En Madrid, el resultado no fué tan lisonjero; al cabo de un mes de estar abierta la tienda, sólo se había vendido un centenar de ejemplares.

Este proceder mío no podía por menos de producir gran sensación: los curas y sus secuaces rebosaban de enconada furia, que durante cierto tiempo tuvieron por conveniente manifestar sólo con palabras; estaban en la creencia de que el embajador y el Gobierno británicos me protegían; pero su malignidad hacía temer cualquier ataque, por atroz que fuese; y si la comparación no fuese inadecuada a mí, gusano el más insignificante de la Tierra, diría que, como Pablo en Éfeso, estaba luchando con fieras salvajes.

El último día del año 1837, mi criado Antonio me dijo así:

– Mon maître, no tengo más remedio que dejarle a usted por una temporada. Desde que volvimos de nuestro viaje estoy descontento de la casa, de los muebles y de doña Mariquita. Por tanto, me he ajustado de cocinero en casa del conde de… donde ganaré al mes cuatro duros menos de lo que su merced me da. Me gusta la variedad, aunque sea para perder. Adieu, mon maître; deseo que encuentre usted un criado tan bueno como se le merece. Sin embargo, si necesitara usted alguna vez con urgencia de mes soins, llámeme sin vacilar, y en el acto me despediré de mi nuevo amo, si todavía estoy con él, e iré a buscarle a usted.

Así me vi privado de los servicios de Antonio por cierto tiempo. Estuve unos cuantos días sin criado, al cabo de los cuales ajusté a cierto cántabro o vasco, natural de Hernani, en Guipúzcoa, que me habían recomendado mucho.

CAPÍTULO XXXVII

Euscarra. – El vascuence no es el irlandés. – Dialectos del sánscrito y del tártaro. – Una lengua de vocales. – La poesía popular. – Los bascos. – Sus caracteres. – Las mujeres bascas.

Entramos ahora en el año 1838, acaso el más fecundo en acontecimientos de cuantos pasé en España. El despacho continuaba todavía abierto, con ligero incremento en la venta. Como tenía entonces pocas cosas importantes que hacer, di a la estampa dos obras, en cuya preparación llevaba trabajando ya algún tiempo. Estas obras eran las traducciones del Evangelio de San Lucas al vascuence y al caló.

Poco tengo que decir respecto de la traducción del Evangelio al gitano, porque ya he hablado de esto en otra obra3: lo traduje, así como la mayor parte del Nuevo Testamento, durante mi dilatada convivencia con los gitanos españoles. Respecto al Lucas en vascuence, no estará de más hablar con algún detenimiento, y aprovechar la ocasión que se me ofrece para decir unas palabras acerca del idioma en que está escrito y del pueblo a quien iba destinado.

El Euscarra: tal es el nombre peculiar de un habla o idioma que se supone prevaleció por toda España en otro tiempo, pero confinado ahora a ciertas comarcas de ambas vertientes de los Pirineos, bañadas por las aguas del golfo de Cantabria o bahía de Vizcaya. A este idioma se le llama comúnmente el basco o el bizcaíno, palabras que son meras modificaciones del vocablo Euscarra, al que se ha antepuesto la consonante B por razón de eufonía. Acerca de esta lengua se han dicho muchas cosas vagas, erróneas o hipotéticas. Los bascos afirman que no sólo fué la lengua primitiva de España, sino de todo el mundo, y que de ella proceden todas las demás; pero los bascos son gente muy ignorante y no saben nada de filosofía del lenguaje. Por tanto, muy poca importancia se puede conceder a sus opiniones sobre el asunto. Algunos de ellos, sin embargo, que se jactan de poseer cierta instrucción, sostienen que el basco es ni más ni menos que un dialecto del fenicio, y que los bascos descienden de una colonia fenicia establecida al pie de los Pirineos en edad remota. De esta teoría, o más bien conjetura, no apoyada por la más ligera prueba, no hay para qué ocuparse con detención, limitándonos a observar que si, como muchos verdaderos sabios lo han supuesto y casi demostrado, el fenicio es un dialecto del hebreo o está emparentado estrechamente con él, sería tan poco razonable suponer que el basco se deriva del fenicio como que la lengua del Kanschatka o el iroqués son dialectos del griego y del latín.

Existe, sin embargo, otra opinión con respecto al basco que merece más detenido examen, por la circunstancia de hallarse muy extendida entre los literati de varios países de Europa, muy especialmente en Inglaterra. Aludo al origen céltico de esta lengua, y a su estrecha conexión con el más cultivado de todos los dialectos celtas: el irlandés. Gente que presume de conocer bien el asunto ha llegado a afirmar que existe tan poca diferencia entre las lenguas basca e irlandesa, que los individuos de ambas naciones no encuentran dificultad para entenderse entre sí, sin otro medio de comunicación que sus idiomas respectivos; en una palabra, que apenas si hay más diferencia entre el irlandés y el basco que entre el basco francés y el basco español. Tal semejanza, por mucho que se haya insistido en ella, no existe en la realidad; quizás en toda Europa sería difícil encontrar dos lenguas con menos puntos de semejanza que el basco y el irlandés.

El irlandés, como la mayoría de los demás idiomas europeos, es un dialecto del sánscrito, idioma remoto, como puede suponerse; el apartado rincón del mundo occidental en que aquel idioma se conserva es el más distante del lugar en que nació el idioma originario. Mas no por eso deja de ser un dialecto de aquella venerable y primitiva habla, aunque no se parezca a ella ciertamente tanto como el inglés, el danés y las lenguas pertenecientes a la llamada familia gótica, y mucho menos que las de la esclavonia, porque a medida que se avanza hacia el Este, la asimilación de las lenguas al tronco paterno es más clara y perceptible; pero dialecto del sánscrito, repito, concordes en la estructura, en la disposición de las palabras, y en muchos casos en las palabras mismas, en las que, a pesar de sus modificaciones, se reconoce todavía los vocablos sánscritos. Pero ¿qué es el basco y a qué familia pertenece?

Todos los dialectos hablados actualmente en Europa proceden de dos grandes lenguas asiáticas, que si ya no se hablan, existen en libros y son además las lenguas de dos de las principales religiones de Oriente. Aludo al tibetano y al sánscrito, las lenguas sagradas de los secuaces de Budha y de Bramah. Estas lenguas, aunque poseen muchas voces comunes, lo que puede explicarse por su estrecha proximidad, son realmente distintas, dadas las grandes diferencias de su estructura. No tengo tiempo ni deseo de explicar aquí en qué consisten esas diferencias; baste decir que los dialectos célticos, góticos y esclavones de Europa pertenecen a la familia sánscrita, así como en el Este el persa, y en menor grado el árabe, el hebreo, etc.4, mientras que a la familia tibetana o tártara pertenecen en Asia el mandchú y el mongol, el calmuco y el turco del mar Caspio, y en Europa el húngaro y el basco parcialmente.

Esta última lengua es, en verdad, una singular anomalía; tanto, que en general es menos difícil decir lo que no es que lo que es. Abundan en ella los vocablos del sánscrito, y cubren su superficie. Sería erróneo, sin embargo, considerar esta lengua como un dialecto sánscrito, porque en la ordenación de las palabras prepondera decididamente la forma tártara. También se encuentran en el basco palabras tártaras en cantidad notable, aunque no tantas como las derivadas del sánscrito. De estas raíces tártaras me limitaré al presente a citar una sola, aunque si fuese necesario podría aducirlas a centenares. Esta palabra es Jauna o Khauna, de uso constante entre los bascos, y que es el Khan de los Mongoles y Mandchúes, con la misma significación: Señor.

Después de estudiar detenidamente el asunto en todos sus aspectos y de pesar lo que en pro y en contra se alega de cada lado, me inclino a incluir el basco entre los dialectos tártaros más bien que entre los del sánscrito. Todo el que tenga ocasión de comparar la elocución de los bascos y de los tártaros, llegará con sólo eso, aunque no los entienda, a la conclusión de que sus lenguas respectivas se han formado con arreglo a iguales principios. En ambas se suceden períodos interminables al parecer, durante los que la voz sube gradualmente y luego desciende del mismo modo.

He hablado del sorprendente número de vocablos del sánscrito contenidos en la lengua basca, de los que se encontrará un ejemplo más abajo. Es muy de notar que en la mayor parte de los derivados del sánscrito, el basco ha dejado caer la consonante inicial, de suerte que la palabra comienza por una vocal.

El basco puede, en verdad, llamarse una lengua de vocales, porque el número de consonantes empleadas es relativamente corto; acaso de cada diez palabras, ocho empiezan y terminan por vocal, y a esto se debe que el basco sea una lengua extremadamente suave y melodiosa, muy superior en este respecto a cualquier otro idioma de Europa, sin excluir el italiano. Véanse a continuación algunos ejemplos de palabras bascas parangonadas con las raíces sánscritas.



En esta lengua publiqué el Evangelio de San Lucas, en Madrid. Adquirí la traducción hecha por un médico basco llamado Oteiza5. Antes de enviarla a la imprenta, guardé la traducción en mi poder cerca de dos años, y durante ese tiempo, y sobre todo en mis viajes, no perdí ocasión de someterla a examen de las personas que pasaban por entendidas en Euscarra. No me satisfacía por completo la traducción, pero inútilmente busqué otra mejor.

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