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Sangre y arena
Sangre y arena

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Sangre y arena

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Год издания: 2017
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Apenas saciaba su hambre huía de la casa, valiéndose de la libertad en que le dejaba la señora Angustias ausentándose para sus faenas.

En La Campana, ágora venerable del toreo, donde circulan las grandes noticias de la afición, recibía avisos de sus compañeros que le producían escalofríos de entusiasmo.

– Zapaterín, mañana corrida.

Los pueblos de la provincia celebraban las fiestas del santo patrón con capeas de toros corridos, y allá marchaban los pequeños toreros, con la esperanza de poder decir a la vuelta que habían tendido el capote en las plazas gloriosas de Aznalcollar, Bullullos o Mairena. Emprendían la marcha de noche, con la capa al hombro si era verano y envueltos en ella en el invierno, el estómago vacío y hablando continuamente de toros.

Si la marcha era de varias jornadas, acampaban al raso o eran admitidos por caridad en el pajar de una venta. ¡Ay de las uvas, de los melones y los higos que encontraban al paso en la buena época!.. Su única inquietud era que otro grupo, otra «cuadrilla», hubiese tenido igual pensamiento y se presentase en el pueblo, entablando ruda competencia.

Cuando llegaban al término de su viaje, con las cejas y la boca llenas de polvo, flojos y despeados por la marcha, se presentaban al alcalde, y el más desvergonzado, que llenaba las funciones de director, hablaba de los méritos de su gente, dándose todos por felices si la generosidad municipal los aposentaba en la cuadra del mesón, regalándolos encima con una olla, que quedaba limpia a los pocos instantes. En la plaza del lugar, cerrada con carros y tablados, soltábanse toros viejos, verdaderos castillos de carne, llenos de costras y cicatrices, con cuernos astillosos y enormes; reses que llevaban muchos años de ser toreadas en todas las fiestas de la provincia; animales venerables que «sabían latín», tanta era su malicia, y habituados a un continuo toreo, estaban en el secreto de las habilidades de la lidia.

Los mozos del pueblo pinchaban a las fieras desde lugar seguro, y la gente buscaba motivo de diversión, más aún que en el toro, en los «toreros» venidos de Sevilla. Tendían éstos sus capas con las piernas temblorosas y el ánimo reconfortado por el peso del estómago. Revolcón, y grande algazara en el público. Cuando alguno, con repentino terror, refugiábase en las empalizadas, la barbarie campesina le acogía con insultos, golpeándole las manos agarradas a la madera, dándole varazos en las piernas para que saltase a la plaza. «¡Arre, sinvergüenza! ¡A darle la cara al toro, embustero!..»

Alguna vez sacaban de la plaza a uno de los «diestros» entre cuatro compañeros, pálido con una blancura de papel, los ojos vidriosos, la cabeza caída, el pecho como un fuelle roto. Acudía el albéitar, tranquilizando a todos al no ver sangre. Era una conmoción sufrida por el muchacho al ser despedido a algunos metros de distancia, cayendo al suelo como un talego de ropa. Otras veces era la angustia de haber sido pisado por una bestia de enorme pesadumbre. Le echaban un cubo de agua por la cabeza, y luego, al recobrar los sentidos, obsequiábanle con un gran trago de aguardiente de Cazalla de la Sierra. Ni un príncipe podría verse mejor cuidado.

A la plaza otra vez. Y cuando no le quedaban al pastor toros que soltar y se aproximaba la noche, dos de la cuadrilla cogían el mejor capote de la sociedad, y sosteniéndole por las puntas, iban de tablado en tablado solicitando una gratificación. Llovían sobre la tela roja las monedas de cobre según el gusto que habían dado a los vecinos las proezas de los forasteros, y terminada la corrida emprendían la vuelta a la ciudad, sabiendo que en la posada se había agotado su crédito. Muchas veces reñían en el camino por la distribución de la calderilla guardada en un pañuelo anudado.

Luego, en el resto de la semana, recordaban sus hazañas ante los ojos absortos de los compinches que no habían sido de la expedición. Hablaban de sus verónicas en El Garrobo, de sus navarras de Lora, o de una terrible cogida en El Pedroso, imitando los aires y actitudes de los verdaderos profesionales que a pocos pasos de ellos consolaban su falta de contratas con toda clase de petulancias y mentiras.

Cierta vez, la señora Angustias estuvo más de una semana sin saber de su hijo. Al fin tuvo vagas noticias de que había sido herido en una capea en el pueblo de Tocina. ¡Dios mío! ¿Dónde estaría aquel pueblo? ¿Cómo ir a él?.. Dio por muerto a su hijo, le lloró, quiso, sin embargo, ir allá, y cuando disponía el viaje vio llegar a Juanillo, pálido, débil, pero hablando con alegría varonil de su accidente.

No era nada: un puntazo en una nalga; una herida de varios centímetros de profundidad. Y con el impudor del triunfo, quería mostrarla a los vecinos, afirmando que metía en ella un dedo sin llegar al fin. Sentíase orgulloso del hedor de yodoformo que iba esparciendo a su paso, y hablaba de las atenciones con que le habían tratado en aquel pueblo, que era para él lo mejor de España. Los vecinos más ricos, como quien dice la aristocracia, se interesaban por su suerte; el alcalde había ido a verle, pagándole después el viaje de vuelta. Aún guardaba en su bolsillo tres duros, que entregó a su madre con una generosidad de grande hombre. ¡Y tanta gloria a los catorce años! Su satisfacción fue todavía mayor cuando en La Campana, algunos toreros – pero toreros de verdad – fijaron su atención en el muchacho, preguntándole cómo marchaba de su herida.

Después de este accidente ya no volvió a la tienda de su maestro. Sabía lo que eran los toros; su herida había servido para acrecentar su audacia. ¡Torero, nada más que torero! La señora Angustias abandonó todo propósito de corrección, juzgándolo inútil. Se hizo la cuenta de que no existía su hijo. Cuando se presentaba en casa por la noche, a la hora en que la madre y la hermana comían juntas, hacíanle plato silenciosas, intentando abrumarle con su desprecio. Pero esto en nada alteraba su masticación. Si llegaba tarde, no le guardaban ni un mendrugo, y tenía que volverse a la calle lo mismo que había venido.

Era paseante nocturno en la Alameda de Hércules con otros muchachos de ojos viciosos, mezcla confusa de aprendices de criminal y de torero. Las vecinas le encontraban algunas veces en las calles hablando con señoritos cuya presencia hacía reír a las mujeres, o con graves caballeros a los que la maledicencia daba motes femeniles. Unas temporadas vendía periódicos, y en las grandes fiestas de Semana Santa ofrecía a las señoras sentadas en la plaza de San Francisco bandejas de caramelos. En época de feria vagaba por las inmediaciones de los hoteles esperando a un «inglés», pues para él todos los viajeros eran ingleses, con la esperanza de servirle de guía.

– ¡Milord!.. ¡Yo torero! – decía al ver una figura exótica, como si su calidad profesional fuese una recomendación indiscutible para los extranjeros.

Y para certificar su identidad se quitaba la gorra, echando atrás la coleta: un mechón de a cuarta que llevaba tendido en lo alto de la cabeza.

Su compañero de miseria era Chiripa, muchacho de su misma edad, pequeño de cuerpo y de ojos maliciosos, sin padre ni madre, que vagaba por Sevilla desde que tenía uso de razón y ejercía sobre Juanillo el dominio de la experiencia. Tenía un carrillo cortado por la cicatriz de una cornada, y esta señal considerábala el Zapaterín como algo muy superior a su herida invisible.

Cuando, a la puerta de un hotel, alguna viajera ávida de «color local» hablaba con los pequeños toreros, admirando sus coletas y el relato de sus heridas, para acabar dándoles dinero, Chiripa decía con tono sentimental:

– No le dé usté a ese, que tié mare, y yo estoy solito en er mundo. ¡El que tié mare no sabe lo que tiene!

Y el Zapaterín, con una tristeza de remordimiento, permitía que el otro se apoderase de todo el dinero, murmurando:

– Es verdá… es verdá.

Este enternecimiento no impedía a Juanillo continuar su existencia anormal, apareciendo en casa de la señora Angustias muy de tarde en tarde y emprendiendo viajes lejos de Sevilla.

Chiripa era un maestro de la vida errante. Los días de corrida afirmábase en su voluntad el propósito de entrar en la Plaza de Toros con su camarada, apelando para esto a las estratagemas de escalar los muros, deslizarse entre el gentío o enternecer a los empleados con humildes súplicas. ¡Una fiesta taurina sin que la viesen ellos, que eran de la profesión!.. Cuando no había capea en los pueblos de la provincia, iban a echar su trapo a los novillos de la dehesa de Tablada; pero todos estos alicientes de la vida de Sevilla no bastaban a satisfacer su ambición.

Chiripa había corrido mundo, y hablaba a su compañero de las grandes cosas vistas por él en lejanas provincias. Era hábil en el arte de viajar gratuitamente, colándose con disimulo en los trenes. El Zapaterín escuchaba con embeleso sus descripciones de Madrid, una ciudad de ensueño con su Plaza de Toros que era a modo de una catedral del toreo.

Un señorito, por reírse de ellos, les dijo a la puerta de un café de la calle de las Sierpes que en Bilbao ganarían mucho dinero, pues allí no abundaban los toreros como en Sevilla, y los dos muchachos emprendieron el viaje, limpio el bolsillo y sin otro equipo que sus capas, unas capas «de verdad», que habían sido de toreros de cartel, míseros desechos adquiridos por unos cuantos reales en una ropavejería.

Introducíanse cautelosamente en los trenes y se ocultaban bajo los asientos; pero el hambre y otras necesidades les obligaban a denunciar su presencia a los viajeros, que acababan por compadecerse de estas andanzas, riendo de sus raras figuras, de sus coletas y capotes, socorriéndolos con los restos de sus meriendas. Cuando algún empleado les daba caza en las estaciones, corrían de vagón en vagón o intentaban escalar los techos para esperar agazapados a que el tren se pusiera en marcha. Muchas veces les sorprendieron, y agarrándolos de las orejas, con acompañamiento de bofetadas y puntapiés, quedaban en el andén de una estación solitaria, mientras el tren se alejaba como una esperanza perdida.

Aguardaban el paso de otro, vivaqueando al aire libre, y si se veían vigilados de cerca, emprendían la marcha hacia la inmediata estación por los desiertos campos, con la certeza de ser más afortunados. Así llegaron a Madrid, después de varios días de accidentado viaje y largas paradas con acompañamiento de golpes. En la calle de Sevilla y en la Puerta del Sol admiraron los grupos de toreros sin contrata, entes superiores, a los que osaron pedir, sin éxito, una limosna para continuar el viaje. Un mozo de la Plaza de Toros, que era de Sevilla, se apiadó de ellos y les dejó dormir en las cuadras, proporcionándoles además el deleite de presenciar una corrida de novillos en el famoso circo, que les pareció menos importante que el de su tierra.

Asustados de su audacia y viendo cada vez más lejano el término de la excursión, emprendieron el regreso a Sevilla lo mismo que habían venido; pero desde entonces tomaron gusto a los viajes a escondidas en el ferrocarril. Dirigíanse a pueblos de poca importancia en las diversas provincias andaluzas cuando oían vagas noticias de fiestas con sus correspondientes capeas. Así llegaban hasta la Mancha o Extremadura; y si los azares de la mala suerte les imponían el marchar a pie, buscaban refugio en las viviendas de los campesinos, gente crédula y risueña, que se extrañaba de sus pocos años, de su atrevimiento y su charla embustera, tomándolos por verdaderos lidiadores.

Esta existencia errante les hacía emplear astucias de hombre primitivo para satisfacer sus necesidades. En las inmediaciones de las casas de campo arrastrábanse sobre el vientre, robando las hortalizas sin ser vistos. Aguardaban horas enteras a que una gallina solitaria se aproximase a ellos, y retorciéndola el cuello continuaban la marcha, para encender una hoguera de leña seca en mitad de la jornada y engullirse el pobre animal chamuscado y medio crudo con una voracidad de pequeños salvajes. Temían a los mastines del campo más que a los toros. Eran bestias difíciles para la lidia, que corrían hacia ellos enseñando los colmillos, como si los enfureciese su aspecto exótico y husmeasen en sus personas a enemigos de la propiedad.

Muchas veces, cuando dormían al aire libre cerca de una estación, esperando el paso de un tren, llegábase a ellos una pareja de guardias civiles. Al ver los rojos envoltorios que servían de almohadas a estos vagabundos, tranquilizábanse los soldados del orden. Suavemente les quitaban las gorras, y al encontrarse con el peludo apéndice de la coleta, se alejaban riendo sin más averiguaciones. No eran ladronzuelos: eran aficionados que iban a las capeas. Y en esta tolerancia había una mezcla de simpatía por la fiesta nacional y de respeto ante la obscuridad de lo futuro. ¡Quién podía saber si alguno de estos mozos desarrapados, con costras de miseria, sería en el porvenir una «estrella del arte», un gran hombre que brindase toros a los reyes, viviera como un príncipe, y cuyas hazañas y dichos reprodujeran los periódicos!..

Una tarde, el Zapaterín quedó solo en un pueblo de Extremadura. Para mayor asombro del público rústico que aplaudía a los famosos toreros «venidos adrede de Sevilla», los dos muchachos quisieron clavar banderillas a un toro bravucón y viejo. Juanillo puso sus palos a la fiera y quedó junto a un tablado, gozándose en recibir la ovación popular en forma de tremendos manotazos y ofrecimientos de tragos de vino. Una exclamación de horror le sacó de esta embriaguez de gloria. Chiripa no estaba ya en el suelo de la plaza. Sólo quedaban en él las banderillas rodando por el polvo, una zapatilla y la gorra. Movíase el toro como irritado ante un obstáculo, llevando enganchado de uno de sus cuernos un envoltorio de ropas semejante a un monigote. Con los violentos cabezazos el informe paquete se soltó del cuerno, expeliendo un chorro rojo, pero antes de llegar al suelo fue alcanzado por el asta opuesta, que a su vez lo zarandeó largo rato. Por fin el triste bulto cayó en el polvo, y allí quedó, flácido e inerte, soltando líquido, como un pellejo agujereado que expele el vino a chorros.

El pastor, con sus cabestros, se llevó el toro al corral, pues nadie osaba aproximarse a él, y el pobre Chiripa fue conducido sobre un jergón a cierto cuartucho del Ayuntamiento que servía de cárcel. Su compañero le vio con la cara blanca como si fuese de yeso, los ojos mates y el cuerpo rojo de sangre, sin que pudieran contener ésta los paños de agua con vinagre que le aplicaban, a falta de algo mejor.

– ¡Adió, Zapaterín! – suspiró – . ¡Adió, Juaniyo!

Y no dijo más. El compañero del muerto emprendió aterrado la vuelta a Sevilla, viendo sus ojos vidriosos, oyendo sus gimientes adioses. Tenía miedo. Una vaca mansa saliéndole al paso le hubiese hecho correr. Pensaba en su madre y en la prudencia de sus consejos. ¿No era mejor dedicarse a zapatero y vivir tranquilamente?.. Pero estos propósitos sólo duraron mientras se vio solo.

Al llegar a Sevilla sintió la influencia del ambiente. Los amigos corrieron hacia él para saber con todos sus detalles la muerte del pobre Chiripa. Los toreros profesionales le preguntaban en La Campana, recordando con lástima a aquel pilluelo de cara cortada que muchas veces les hacía recados. Juan, enardecido por tales muestras de consideración, daba suelta a su potencia imaginativa, describiendo cómo se había él arrojado sobre el toro al ver cogido a su pobre compañero; cómo había agarrado al bicho de la cola, y demás hazañas portentosas, a pesar de las cuales el otro había salido del mundo.

La medrosa impresión se desvaneció. ¡Torero, nada más que torero! Ya que otros lo eran, ¿por qué no serlo él? Pensaba en las judías averiadas y el pan duro de su madre; en las vilezas que le costaba cada pantalón nuevo; en el hambre, inseparable compañera de muchas de sus expediciones. Además, sentía un ansia vehemente por todos los goces y ostentaciones de la existencia: miraba con envidia los coches y los caballos; deteníase absorto en las puertas de las grandes casas, al través de cuyas cancelas veía patios de oriental suntuosidad, con arcadas de azulejos, enlosados de mármol y fuentes parleras que desgranaban día y noche sobre el tazón rodeado de verdes hojas un surtidor de perlas. Su suerte estaba echada. Matar toros o morir. Ser rico, y que los periódicos hablasen de él y le saludase la gente, aunque fuera a costa de la vida. Despreciaba los grados inferiores del toreo. Veía a los banderilleros exponer la vida lo mismo que los maestros a cambio de treinta duros por corrida, y luego de una existencia de fatigas y cornadas llegar a viejos, sin más porvenir que una mísera industria montada con los ahorros o un empleo en el Matadero. Algunos morían en el hospital; los más pedían limosna a los compañeros jóvenes. Nada de banderillas ni de pasar años en una cuadrilla sometido al despotismo de un maestro. Matar toros desde el principio; pisar la arena de las plazas como espada.

La desgracia del pobre Chiripa dábale cierto ascendiente sobre sus compañeros y formó cuadrilla, una cuadrilla de desarrapados que marcharon tras él a las capeas de los pueblos. Le respetaban porque era el más valiente y el mejor vestido. Algunas mozas de vida airada, atraídas por la varonil belleza del Zapaterín, que ya iba en los diez y ocho años, y por el prestigio de su coleta, disputábanse en ruidosa competencia el honor de cuidar de su garbosa persona. Además contaba con un «padrino», un viejo protector, antiguo magistrado, que sentía debilidad por la guapeza de los toreros jóvenes, y cuyo trato indignaba a la señora Angustias, haciéndole soltar las más obscenas expresiones aprendidas en sus tiempos de la Fábrica de Tabacos.

El Zapaterín lucía ternos de lana inglesa bien ajustados a la esbeltez de su cuerpo, y su sombrero era siempre flamante. Las «socias» cuidaban escrupulosamente de la blancura de sus cuellos y pecheras, y en ciertos días ostentaba sobre el chaleco una cadena de oro, doble, igual a la de las señoras, préstamo de su respetable amigo, que había ya figurado en el cuello de «otros muchachos que empezaban».

Alternaba con los verdaderos toreros; podía pagar copas a los viejos peones que hacían memoria de las hazañas de los maestros famosos. Dábase por seguro que ciertos protectores trabajaban en favor de este «niño», esperando ocasión propicia para hacerle debutar en una novillada en la plaza de Sevilla.

El Zapaterín era ya matador. Un día, en Lebrija, al salir a la plaza un torito vivaracho, sus compañeros le habían empujado a la suerte suprema. «¿Te atreves a meterle la mano?..» Y él le metió la mano. Después, enardecido por la facilidad con que había salido del trance, acudió a todas las capeas en las que se anunciaba novillo de muerte y a todos los cortijos donde se lidiaban y mataban reses.

El propietario de La Rinconada, rico cortijo con pequeña plaza de toros, era un entusiasta que tenía la mesa dispuesta y abierto el pajar para todos los aficionados famélicos que quisieran divertirle lidiando sus reses. Juanillo fue allá en días de miseria con otros compañeros, para comer a la salud del hidalgo campestre aunque fuese a costa de algunos revolcones. Llegaron a pie tras dos jornadas de marcha, y el propietario, al ver a la tropa polvorienta, con sus líos de capotes, dijo solemnemente:

– Al que quee mejó le pago er billete pa que güerva a Seviya en ferrocarrí.

Dos días pasó el señor del cortijo fumando en el balconcillo de su plaza mientras los chicos de Sevilla lidiaban toretes, siendo muchas veces alcanzados y pateados.

– Eso no vale na, ¡embustero! – decía reprobando un capeo mal dado.

– ¡Arza der suelo, cobardón!.. A ve, que le den vino pa que se le pase er susto – gritaba cuando un muchacho persistía en seguir tendido luego de pasarle el toro sobre el cuerpo.

El Zapaterín mató un novillo tan a gusto del dueño, que éste lo sentó a su mesa, mientras los camaradas quedaban en la cocina con los pastores y mozos de labranza, metiendo la cuchara de cuerno en la humeante caldereta.

– Te ganaste la güerta en ferrocarrí, gachó. Tú irás lejos si no te farta er corazón. Tiés facurtaes.

El Zapaterín, al emprender su regreso a Sevilla en segunda clase, mientras la cuadrilla marchaba a pie, pensó que comenzaba para él una nueva vida, y tuvo una mirada de avidez para el enorme cortijo, con sus extensos olivares, sus campos de granos, sus molinos, sus prados que se perdían de vista, en los que pastaban miles de cabras y rumiaban, inmóviles, con las piernas encogidas, toros y vacas. ¡Qué riqueza! ¡Si él llegase un día a poseer algo semejante!..

La fama de sus proezas en las novilladas de los pueblos llegó a Sevilla, haciendo fijarse en su persona a los aficionados inquietos e insaciables, que siempre esperan un nuevo astro que eclipse a los existentes.

– Paece que es un niño que promete – decían al verle pasar por la calle de las Sierpes con paso menudo, moviendo arrogante los brazos – . Habrá que verlo en el terreno de la verdá.

Este terreno era para ellos y para el Zapaterín el redondel de la plaza de Sevilla. Pronto estaba el muchacho a verse cara a cara con la verdad. Su protector había adquirido para él un traje de «luces» algo usado, desecho de un matador sin nombre. Se organizó una corrida de novillos con un fin benéfico, y aficionados influyentes, ganosos de novedades, consiguieron incluirlo en el cartel, gratuitamente, como matador.

El hijo de la señora Angustias se opuso a que figurase en los anuncios su apodo de Zapaterín, que deseaba hacer olvidar. Nada de motes, y menos de oficios bajos. Deseaba ser conocido con los nombres de su padre; quería ser Juan Gallardo y que ningún apodo recordase su origen a las grandes personas que indudablemente serían sus amigos en el porvenir.

Todo el barrio de la Feria acudió en masa a la corrida con un fervor bullicioso y patriótico. Los de la Macarena también llevaban su parte de interés, y los demás barrios populares se dejaron arrastrar por el mismo entusiasmo. ¡Un nuevo matador de Sevilla!.. No hubo entradas para todos, y fuera de la plaza quedaron miles de personas esperando ansiosas las noticias de la corrida.

Gallardo toreó, mató, fue volteado por un toro, sin sufrir heridas, y tuvo al público en continua angustia con sus audacias, que las más de las veces resultaron afortunadas, provocando colosales berridos de entusiasmo. Ciertos aficionados respetables en sus decisiones sonreían complacidos. Aún le faltaba mucho que aprender, pero tenía corazón y buen deseo, que es lo importante.

– Sobre todo, entra a matar de veras y no se sale del terreno de la verdad.

Las buenas mozas amigas del diestro agitábanse borrachas de entusiasmo, con histéricas contorsiones, los ojos lacrimosos, la boca chorreante, agotando en plena tarde el léxico de palabras amorosas que sólo usaban por la noche. Una arrojaba su mantón al redondel; otra, por ser más, añadía la blusa y el corsé; otra llegaba a despojarse de la falda, y los espectadores agarrábanlas riendo para que no se arrojasen a la arena o no quedaran en camisa.

En otro lado de la plaza, el viejo magistrado sonreía enternecido al través de su barba blanca, admirando la valentía del muchacho y lo bien que le sentaba el traje de «luces». Al verle volteado por el toro se echó atrás en su asiento, como si fuese a desmayarse. Aquello era demasiado fuerte para él.

En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.

Gallardo, ofendido por el mal gesto del cuñado, no se había atrevido a pisar su tienda, situada en las afueras de la Macarena, ni a apearle el ceremonioso usted cuando de tarde en tarde le encontraba en casa de la señora Angustias.

– Voy a ver cómo corren a naranjazos al sinvergüenza de tu hermano – había dicho a su mujer al ir a la plaza.

Y ahora, desde su asiento, saludaba al diestro, llamándole Juaniyo, tratándole de tú, pavoneándose satisfecho cuando el novillero, atraído por tantos gritos, acabó por fijarse en él, contestándole con un movimiento de su estoque.

– Es mi cuñao – decía el talabartero, para que le admirasen los que estaban junto a él – . Siempre he creío que este chico sería argo en er toreo. Mi señora y yo le hemos ayudao mucho…

La salida fue triunfal. La muchedumbre se abalanzó sobre Juanillo, como si fuese a devorarlo con sus expansiones de entusiasmo. Gracias que estaba allí el cuñado para imponer orden, cubrirle con su cuerpo y conducirlo hasta el coche de alquiler, en el cual se sentó al lado del novillero.

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