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Sangre y arena
Sangre y arena

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Sangre y arena

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Год издания: 2017
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Estaba ya en el redondel el tercer toro y duraba aún la ovación a Gallardo, como si el público no hubiese salido de su asombro, como si todo lo que pudiera ocurrir en el resto de la corrida careciese de valor.

Los otros toreros, pálidos de envidia profesional, se esforzaban por atraerse la atención del público. Sonaban los aplausos, pero eran flojos y desmayados después de las anteriores ovaciones. El público estaba quebrantado por el delirio de su entusiasmo, y atendía distraídamente a los lances que se desarrollaban en el redondel. Se entablaban vehementes discusiones de grada a grada. Los devotos de otros matadores, serenos ya y libres del arrebato que los había arrastrado a todos, rectificaban su espontáneo movimiento, discutiendo a Gallardo. Muy valiente, muy atrevido, un suicida; pero aquello no era arte. Y los entusiastas del ídolo, los más vehementes y brutales, que admiraban su audacia a impulsos del propio carácter, indignábanse, con la cólera del creyente que ve puestos en duda los milagros de su santo.

Cortábase la atención del público con incidentes obscuros que agitaban las gradas. De pronto movíase la gente en una sección del tendido: poníanse los espectadores en pie, volviendo la espalda al redondel; arremolinábanse sobre las cabezas brazos y bastones. El resto de la muchedumbre dejaba de mirar a la arena, fijándose en el sitio de la agitación y en los grandes números pintados en la valla de la contrabarrera que marcaban las diferentes secciones del graderío.

– ¡Bronca en el 3! – gritaban alegremente – .¡Ahora riñen en el 5!

Siguiendo el impulso contagioso de las muchedumbres, todos se agitaban y se ponían en pie, queriendo ver por encima de las cabezas de los vecinos, sin poder distinguir otra cosa que la lenta ascensión de los policías, los cuales, abriéndose paso de grada en grada, llegaban al grupo en cuyo seno se desarrollaba la reyerta.

– ¡Sentarse! – gritaban los más prudentes, privados de la vista del redondel, donde seguían trabajando los toreros.

Poco a poco se calmaban las oleadas de la muchedumbre; las filas de cabezas tomaban su anterior regularidad, siguiendo las líneas circulares de los bancos, y continuaba la corrida. Pero el público parecía con los nervios excitados, y su estado de ánimo manifestábase con una injusta animosidad contra ciertos lidiadores o un silencio desdeñoso.

El público, estragado por la gran emoción de poco antes, encontraba insípidos todos los lances. Entretenía su fastidio comiendo y bebiendo. Los vendedores de la plaza iban entre barreras, arrojando con pasmosa habilidad los artículos que les pedían. Las naranjas volaban como rojas pelotas hasta lo más alto del tendido, yendo de la mano del vendedor a las del público en línea recta, como si un hilo tirase de ellas. Destapábanse botellas de bebidas gaseosas. El oro líquido de los vinos andaluces brillaba en los vasos.

Circuló por el graderío un movimiento de curiosidad. Fuentes iba a banderillear su toro, y todos esperaban algo extraordinario de habilidad y de gracia. Avanzó solo a los medios de la plaza con las banderillas en una mano, sereno, tranquilo, marchando lentamente, como si fuese a comenzar un juego. El toro seguía sus movimientos con ojos curiosos, asombrado de ver ante él un hombre solo, después de la anterior baraúnda de capotes extendidos, picas crueles clavadas en su morrillo y jacos que venían a colocarse cerca de los cuernos, como ofreciéndose a su empuje.

El hombre hipnotizaba a la bestia. Se aproximaba hasta tocar su testuz con la punta de las banderillas; corría después con menudo paso, y el toro iba tras él, como si lo hubiera convencido, llevándoselo al extremo opuesto de la plaza. El animal parecía amaestrado por el lidiador, le obedecía en todos sus movimientos, hasta que éste, dando por terminado el juego, abría sus brazos con una banderilla en cada mano, erguía sobre las puntas de los pies su cuerpo esbelto y menudo, y marchaba hacia el toro con majestuosa tranquilidad, clavando los palos de colores en el cuello de la sorprendida fiera.

Por tres veces realizó la suerte, entre las aclamaciones del público. Los que se tenían por inteligentes desquitábanse ahora de la explosión de entusiasmo provocada por Gallardo. ¡Esto era ser torero! ¡Esto era arte puro!..

Gallardo, de pie junto a la barrera, limpiábase el sudor del rostro con una toalla que le ofrecía Garabato. Después bebió agua, volviendo la espalda al redondel para no ver las proezas de su compañero. Fuera de la plaza estimaba a sus rivales, con la fraternidad que establece el peligro; pero así que pisaba la arena todos eran enemigos, y sus triunfos le dolían como ofensas. Ahora, el entusiasmo del público parecíale un robo que disminuía su gran triunfo.

Cuando salió el quinto toro, que era para él, se lanzó a la arena ansioso de asombrar al público con sus proezas.

Así que caía un picador, tendía él la capa y se llevaba el toro al otro extremo del redondel, aturdiéndolo con una serie de capotazos, hasta que, turbada la fiera, quedábase inmóvil. Entonces Gallardo la tocaba el hocico con un pie, o quitándose la montera la depositaba entre sus cuernos. Otras veces abusaba de la estupefacción del animal, presentándole el vientre con audaz reto, o se arrodillaba a corta distancia, faltándole poco para acostarse bajo sus hocicos.

Los viejos aficionados protestaban sordamente. ¡Monerías! ¡payasadas que no se hubieran tolerado en otros tiempos!.. Pero tenían que callarse, abrumados por el griterío del público.

Cuando sonó el toque de banderillas, la gente quedó en suspenso al ver que Gallardo quitaba sus palos al Nacional y con ellos se dirigía hacia la fiera. Hubo una exclamación de protesta. ¡Banderillear él!.. Todos conocían su flojedad en tal suerte. Esta quedaba para los que habían hecho su carrera paso a paso, para los que habían sido banderilleros muchos años al lado de sus maestros antes de llegar a matadores; y Gallardo había comenzado por el final, matando toros desde que salió a la plaza.

– ¡No! ¡no! – clamaba la muchedumbre.

El doctor Ruiz gritó y manoteó desde la contrabarrera:

– ¡Deja eso, niño! Tú sólo sabes la verdad… ¡Matar!

Pero Gallardo despreciaba al público y era sordo a sus protestas cuando sentía el impulso de la audacia. En medio del griterío se fue rectamente al toro, y sin que éste se moviese, ¡zas! le clavó las banderillas. El par quedó fuera de sitio, torpemente prendido, y uno de los palos se cayó con el movimiento de sorpresa de la bestia. Pero esto no importaba. Con la debilidad que las muchedumbres sienten siempre por sus ídolos, excusando y justificando sus defectos, todo el público celebraba risueño esta audacia. El, cada vez más atrevido, tomó otras banderillas y las clavó, desoyendo las protestas de la gente, que temía por su vida. Luego repitió la suerte por tercera vez, siempre con torpeza, pero con tal arrojo, que lo que en otro hubiese provocado silbidos fue acogido con grandes explosiones admirativas. ¡Qué hombre! ¡Cómo ayudaba la suerte a aquel atrevido!..

Quedó el toro con sólo cuatro banderillas de las seis, y éstas tan flojas, que la bestia parecía no sentir el castigo.

– Está muy entero – gritaban los aficionados en los tendidos aludiendo al toro, mientras Gallardo, empuñando estoque y muleta, con la montera puesta, marchaba hacia él, arrogante y tranquilo, confiando en su buena estrella.

– ¡Fuera toos! – gritó otra vez.

Al adivinar que alguien se mantenía cerca de él, no atendiendo sus órdenes, volvió la cabeza. El Fuentes estaba a pocos pasos. Le había seguido con el capote al brazo, fingiendo distracción, pero pronto a acudir en su auxilio, como si presintiese una desgracia.

– Déjeme usté, Antonio – dijo Gallardo con una expresión colérica y respetuosa a la vez, como si hablase a un hermano mayor.

Y era tal su gesto, que Fuentes levantó los hombros cual si repeliese toda responsabilidad, y le volvió la espalda, aloyándose poco a poco, con la certeza de ser necesario de un momento a otro.

Gallardo extendió su trapo en la misma cabeza de la fiera, y ésta le acometió. Un pase. «¡Olé!», rugieron los entusiastas. Pero el animal se revolvió prontamente, cayendo de nuevo sobre el matador con un violento golpe de cabeza que arrancó la muleta de sus manos. Al verse desarmado y acosado, tuvo que correr hacia la barrera; pero en el mismo instante el capote de Fuentes distrajo al animal. Gallardo, que adivinó en su fuga la súbita inmovilidad del toro, no saltó la barrera: se sentó en el estribo y así permaneció algunos instantes, contemplando a su enemigo a pocos pasos. La derrota acabó en aplausos por este alarde de serenidad.

Recogió Gallardo muleta y estoque, arregló cuidadosamente el trapo rojo, y otra vez fue a colocarse ante la cabeza de la fiera, pero con menos serenidad, dominado por una cólera homicida, por el deseo de matar cuanto antes a aquel animal que le había hecho huir a la vista de miles de admiradores.

Apenas dio un pase creyó llegado el momento decisivo, y se cuadró, con la muleta baja, llevándose la empuñadura del estoque junto a los ojos.

El público protestaba otra vez, temiendo por su vida.

– ¡No te tires! ¡No!.. ¡Aaay!

Fue una exclamación de horror que conmovió a toda la plaza; un espasmo que hizo poner de pie a la muchedumbre, con los ojos agrandados, mientras las mujeres se tapaban la cara o se agarraban convulsas al brazo más cercano.

Al tirarse el matador, su espada dio en hueso, y retardado en el movimiento de salida por este obstáculo, había sido alcanzado por uno de los cuernos. Gallardo quedó enganchado por la mitad del cuerpo; y aquel buen mozo, fuerte y membrudo, con toda su pesadumbre, viose zarandeado al extremo de un asta cual mísero maniquí, hasta que la poderosa bestia, con un cabezazo, lo expulsó a algunos metros de distancia, cayendo el torero pesadamente en la arena, abiertos los remos, como una rana vestida de seda y oro.

– ¡Lo ha matado! ¡Una cornada en el vientre! – gritaban en los tendidos.

Pero Gallardo se levantó entre las capas y los hombres que acudieron a cubrirle y salvarle. Sonreía; se tentaba el cuerpo; levantaba después los hombros para indicar al público que no tenía nada. El porrazo nada más y la faja hecha trizas. El cuerno sólo había penetrado en esta envoltura de seda fuerte.

Volvió a coger los «trastos de matar», pero ya nadie quiso sentarse, adivinando que el lance iba a ser breve y terrible. Gallardo marchó hacia la fiera con su ceguedad de impulsivo, como si no creyese en el poder de sus cuernos luego de salir ileso: dispuesto a matar o a morir, pero inmediatamente, sin retrasos ni precauciones. ¡O el toro o él! Veía rojo, cual si sus ojos estuviesen inyectados de sangre. Escuchaba, como algo lejano que venía de otro mundo, el vocerío de la muchedumbre aconsejándole serenidad.

Dio sólo dos pases, ayudado por un capote que se mantenía a su lado, y de pronto, con celeridad de ensueño, como un muelle que se suelta del afianzador, lanzose sobre el toro, dándole una estocada que sus admiradores llamaban de relámpago. Metió tanto el brazo, que al salirse de entre los cuernos todavía le alcanzó el roce de uno de éstos, enviándolo tambaleante a algunos pasos; pero quedó en pie, y la bestia, tras loca carrera, fue a caer en el extremo opuesto de la plaza, quedando con las piernas dobladas y el testuz junto a la arena, hasta que llegó el puntillero para rematarla.

El público pareció delirar de entusiasmo. ¡Hermosa corrida! Estaba ahíto de emociones. Aquel Gallardo no robaba el dinero: correspondía con exceso al precio de la entrada. Los aficionados iban a tener materia para hablar tres días en sus tertulias de café. ¡Qué valiente! ¡Qué bárbaro!.. Y los más entusiastas, con una fiebre belicosa, miraban a todos lados como si buscasen enemigos.

– ¡El primer matador del mundo!.. Y aquí estoy yo, para el que diga lo contrario.

El resto de la corrida apenas llamó la atención. Todo parecía desabrido y gris tras las audacias de Gallardo.

Cuando cayó en la arena el último toro, una oleada de muchachos, de aficionados populares, de aprendices de torero, invadió el redondel. Rodearon a Gallardo, siguiéndole en su marcha desde la presidencia a la puerta de salida. Le empujaban, queriendo todos estrechar su mano, tocar su traje, y al fin, los más vehementes, sin hacer caso de las manotadas del Nacional y los otros banderilleros, agarraron al maestro por las piernas y lo subieron en hombros, llevándolo así por el redondel y las galerías hasta las afueras de la plaza.

Gallardo, quitándose la montera, saludaba a los grupos que aplaudían su paso. Envuelto en su capote de lujo, se dejaba llevar como una divinidad, inmóvil y erguido sobre la corriente de sombreros cordobeses y gorras madrileñas, de la que salían aclamaciones de entusiasmo.

Cuando se vio en el carruaje, calle de Alcalá abajo, saludado por la muchedumbre que no había presenciado la corrida, pero estaba ya enterada de sus triunfos, una sonrisa de orgullo, de satisfacción en las propias fuerzas, iluminó su rostro sudoroso, en el que perduraba la palidez de la emoción.

El Nacional, conmovido aún por la cogida del maestro y su tremendo batacazo, quería saber si sentía dolores y si era asunto de llamar al doctor Ruiz.

– Na: una caricia na más… A mí no hay toro que me mate.

Pero como si en medio de su orgullo surgiese el recuerdo de las pasadas debilidades y creyera ver en los ojos del Nacional una expresión irónica, añadió:

– Son cosas que me dan antes de ir a la plaza… Argo así como los vapores de las mujeres. Pero tú llevas razón, Sebastián. ¿Cómo dices?.. Dios u la Naturaleza, eso es: Dios u la Naturaleza no tieen por qué meterse en estas cosas del toreo. Ca uno sale como puede, con su habilidad o su coraje, sin que le valgan recomendaciones de la tierra ni del cielo… Tú tiees talento, Sebastián: tú debías de haber estudiao una carrera.

Y en el optimismo de su alegría, miraba al banderillero como un sabio, sin acordarse de las burlas con que había acogido siempre sus enrevesadas razones.

Al llegar al alojamiento encontró en el vestíbulo a muchos admiradores deseosos de abrazarle. Hablaban de sus hazañas con tales hipérboles, que parecían distintas, exageradas y desfiguradas por los comentarios en el corto trayecto de la plaza al hotel.

Arriba encontró su habitación llena de amigos, señores que le tuteaban, e imitando el habla rústica de la gente del campo, pastores y ganaderos, le decían golpeándole los hombros:

– Has estao mu güeno… ¡Pero mu güeno!

Gallardo se libró de esta acogida entusiasta saliéndose al corredor con Garabato.

– Ve a poner el telegrama a casa. Ya lo sabes: «Sin noveá.»

Garabato se excusó. Tenía que ayudar al maestro a desnudarse. Los del hotel se encargarían de enviar el despacho.

– No; quiero que seas tú. Yo esperaré… Debes poné otro telegrama. Ya sabes pa quién es: pa aquella señora, pa doña Zol. También «Sin noveá».

II

Cuando a la señora Angustias se le murió su esposo, el señor Juan Gallardo, acreditado remendón establecido en un portal del barrio de la Feria, lloró con el desconsuelo propio del caso; pero al mismo tiempo, en el fondo de su ánimo latía la satisfacción del que reposa tras larga marcha, librándose de un peso abrumador.

– ¡Probesito de mi arma! Dios lo tenga en su gloria. ¡Tan güeno!.. ¡Tan trabajaor!

En veinte años de vida común no la había dado otros disgustos que los que sufrían las demás mujeres del barrio. De las tres pesetas que unos días con otros venía a sacar de su trabajo, entregaba una a la señora Angustias para el sostén de la casa y la familia, destinando las otras dos al entretenimiento de su persona y gastos de representación. Había que corresponder a las «finezas» de los amigos cuando convidan a unas cañas; y el vino andaluz, por lo mismo que es la gloria de Dios, cuesta caro. También debía ir a los toros inevitablemente, porque un hombre que no bebe ni asiste a las corridas… ¿para qué está en el mundo?

La señora Angustias, con sus dos hijos, Encarnación y Juanillo, tenía que aguzar el ingenio y desplegar múltiples habilidades para llevar la familia adelante. Trabajaba como asistenta en las casas más acomodadas del barrio, cosía para las vecinas, correteaba ropas y alhajas en representación de cierta prendera amiga suya y hacía pitillos para los señores, recordando sus habilidades de la juventud, cuando el señor Juan, novio entusiasta y zalamero, venía a esperarla a la salida de la Fábrica de Tabacos.

Nunca pudo quejarse de infidelidades o malos tratos de su difunto. Los sábados, cuando el remendón volvía borracho a casa a altas horas de la noche, sostenido por los amigos, la alegría y la ternura llegaban con él. La señora Angustias tenía que entrarlo a empellones, pues se obstinaba en permanecer a la puerta batiendo palmas y entonando con voz babosa lentas canciones de amor dedicadas a su voluminosa compañera. Y cuando al fin se cerraba la puerta tras él, privando a los vecinos de un motivo de regocijo, el señó Juan, en plena borrachera sentimental, se empeñaba en ver a los pequeños, que ya estaban acostados, los besaba, mojándolos con gruesos lagrimones, y repetía sus trovas en honor de la señora Angustias – ¡olé! ¡la primera hembra del mundo! – , acabando la buena mujer por desarrugar el ceño y reírse, mientras lo desnudaba y manejaba como si fuese un niño enfermo.

Este era su único vicio. ¡Pobrecillo!.. De mujeres y de juego, ni señal. Su egoísmo, que le hacía ir bien vestido, mientras la familia andaba harapienta, y su desigualdad en el reparto de los productos del trabajo, compensábalos con iniciativas generosas. La señora Angustias recordaba con orgullo los días de gran fiesta, cuando Juan la hacía ponerse el pañolón de Manila, la mantilla de casamiento, y llevando los niños por delante marchaba a su lado, con blanco sombrero cordobés y bastón de puño de plata, dando un paseo por las Delicias, con el mismo aire de una familia de comerciantes de la calle de las Sierpes. Los días de toros baratos la obsequiaba rumbosamente antes de ir a la plaza, ofreciéndola unas cañas de manzanilla en La Campana o un café en la plaza Nueva. Este tiempo feliz no era ya mas que un pálido y grato recuerdo en la memoria de la pobre mujer.

El señor Juan enfermó de tisis, y durante dos años la esposa tuvo que atender a su cuidado, extremando aún más sus industrias para compensar la falta de la peseta que le entregaba antes el marido. Finalmente murió en el hospital, resignado con su suerte, convencido de que la existencia nada vale sin manzanilla y sin toros, y su última mirada de amor y de agradecimiento fue para su mujer, como si le gritase con los ojos: «¡Olé! ¡la primera hembra del mundo!..»

Al quedar sola la señora Angustias no empeoraba su situación; antes bien, considerábase con mayor desembarazo en los movimientos, libre de aquel hombre que en los dos últimos años pesaba más sobre ella que el resto de la familia. Mujer enérgica y de prontas resoluciones, marcó inmediatamente un camino a sus hijos. Encarnación, que tenía ya diez y siete años, fue a la Fábrica de Tabacos, donde pudo introducirla su madre gracias a sus relaciones con ciertas amigas de la juventud llegadas a maestras. Juanillo, que de pequeño había pasado los días en el portal del barrio de la Feria viendo trabajar a su padre, iba a ser zapatero por voluntad de la señora Angustias. Le sacó de la escuela, donde había aprendido a mal leer, y a los doce años entró como aprendiz de uno de los mejores zapateros de Sevilla.

Aquí comenzó el martirio de la pobre mujer.

¡Ay, aquel muchacho! ¡Hijo de unos padres tan honrados!.. Casi todos los días, en vez de entrar en la tienda del maestro, se iba al Matadero con ciertos pillos que tenían su punto de reunión en un banco de la Alameda de Hércules, y para regocijo de pastores y matarifes, osaban echar un capote a los bueyes, siendo volteados y pateados las más de las veces. La señora Angustias, que velaba aguja en mano muchas noches para que el niño fuese decentito al taller, con las ropas limpias, le encontraba en la puerta de su casa, temeroso de entrar y sin valor al mismo tiempo para huir, por la servidumbre del hambre, con los pantalones rotos, la chaqueta sucia y chichones y rasguños en la cara.

A los magullamientos del buey traidor uníanse las bofetadas y escobazos de la madre; pero el héroe del Matadero pasaba por todo con tal que no le faltase la pitanza. «Pega, pero dame que comer.» Y con el apetito excitado por el ejercicio violento, engullía el pan duro, las judías averiadas, el bacalao putrefacto, todos los víveres de desecho que la hacendosa mujer buscaba en las tiendas para mantener a la familia con poco dinero.

Atareada todo el día en fregar pisos de casas ajenas, sólo de tarde en tarde podía ocuparse de su hijo, yendo a la tienda del maestro para enterarse de los progresos del aprendiz. Cuando volvía de la zapatería bufaba de coraje, proponiéndose los más estupendos castigos que corrigiesen al pillete.

La mayor parte de los días no se presentaba en la tienda. Pasaba la mañana en el Matadero, y por las tardes formaba grupo a la entrada de la calle de las Sierpes con otros vagabundos, admirando de cerca a los toreros sin contrata que se juntaban en La Campana, vestidos de nuevo, con flamantes sombreros, pero sin más de una peseta en el bolsillo y hablando cada cual de sus propias hazañas.

Juanillo los contemplaba como seres de asombrosa superioridad, envidiando su buen porte y la frescura con que piropeaban a las mujeres. La idea de que todos ellos tenían en su casa un traje de seda bordado de oro, y metidos en él marchaban ante la muchedumbre al son de la música, producíale un escalofrío de respeto.

El hijo de la señora Angustias era conocido por el Zapaterín entre sus desarrapados amigos, y mostrábase satisfecho de tener un apodo, como casi todos los grandes hombres que salen al redondel. Por algo se empieza. Llevaba al cuello un pañuelo rojo que había sustraído a su hermana, y por debajo de la gorra salíale el pelo amontonado sobre las orejas en gruesos mechones, que se alisaba con saliva. Las blusas de dril queríalas hasta la cintura, con numerosos pliegues. Los pantalones, viejos restos del vestuario de su padre acomodados por la señora Angustias, exigíalos altos de talle, con las piernas anchas y las caderas bien recogidas, llorando de humillación cuando la madre no quería ceñirse a estas exigencias.

¡Una capa! ¡Poseer una capa de brega, no teniendo que implorar a otros más felices el préstamo del ansiado trapo por unos minutos!.. En un cuartucho de la casa yacía olvidado un viejo colchón con las tripas flácidas. La lana habíala vendido la señora Angustias en días de apuro. El Zapaterín pasó una mañana encerrado en el cuarto, aprovechando la ausencia de su madre, que trabajaba aquel día como asistenta en casa de un canónigo. Con la ingeniosidad del náufrago que, entregado a sus iniciativas, tiene que fabricárselo todo en una isla desierta, cortó un capote de lidia en la tela húmeda y deshilachada. Después hirvió en un puchero un puñado de anilina roja comprada en una droguería, y sumió en este tinte el viejo lienzo. Juanillo admiró su obra. ¡Un capote del más vivo escarlata, que iba a despertar muchas envidias en las capeas de los pueblos!.. Sólo faltaba que se secase, y lo puso al sol entre las ropas blancas de las vecinas. El viento, al mecer el trapo chorreante, fue manchando las piezas inmediatas, y un concierto de maldiciones y amenazas, de puños crispados y bocas que proferían las más feas palabras contra él y su madre, obligó al Zapaterín a recoger su manto de gloria y salir por pies, cubiertas de rojo cara y manos, como si acabase de cometer un homicidio.

La señora Angustias, hembra fuerte, obesa y bigotuda, que no temía a los hombres e inspiraba respeto a las mujeres por sus resoluciones enérgicas, mostrábase descorazonada y floja ante su hijo. ¡Qué hacer!.. Sus manos habíanse ensayado en todas las partes del cuerpo del muchacho; las escobas se rompían sin resultado positivo. Aquel maldito tenía, según ella, carne de perro. Habituado fuera de casa a los tremendos cabezazos de los becerros, al cruel pateo de las vacas, a los palos de pastores y matarifes, que trataban sin compasión a la pillería tauromáquica, los golpes de la madre parecíanle un hecho natural, una continuación de la vida exterior, que se prolongaba dentro de su casa, y los aceptaba sin propósito de enmienda, como un escote que había de pagar a cambio del sustento, rumiando el pan duro con famélico regodeo, mientras las maldiciones maternales y los puñetazos llovían en sus espaldas.

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