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Sangre y arena
Sangre y arena

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Sangre y arena

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Год издания: 2017
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Permanecieron detenidos mucho tiempo para dejar pasar al largo cortejo.

– ¡Mala pata! – murmuró Gallardo con voz temblona de cólera – . ¿A quién se le ocurre traer un entierro por el camino de la plaza?.. ¡Mardita sea! ¡Cuando digo que hoy pasa argo!

El Nacional sonrió, encogiéndose de hombros.

– Superstisiones y fanatismos… Dios u la Naturaleza no se ocupan de esas cosas.

Estas palabras, que irritaron aún más a Gallardo, desvanecieron la grave preocupación de los otros toreros, los cuales comenzaron a burlarse del compañero, como en todas las ocasiones en que sacaba a colación su frase favorita «Dios u la Naturaleza».

Al quedar libre el paso, el carruaje emprendió una marcha veloz a todo correr de sus mulas, pasando entre los otros vehículos que afluían a la plaza. Al llegar a ésta, torció a la izquierda, dirigiéndose a la puerta llamada de Caballerizas, que daba a los corrales y a las cuadras, teniendo que marchar a paso lento entre el compacto gentío. Otra ovación a Gallardo cuando descendió del coche, seguido de sus banderilleros. Manotazos y empellones para salvar su traje de sucios contactos; sonrisas de saludo; ocultaciones de la diestra, que todos querían estrechar.

– ¡Paso, cabayeros! ¡Muchas grasias!

El amplio corral entre el cuerpo de la plaza y el muro de las dependencias estaba lleno de público que antes de ocupar sus asientos quería ver de cerca a los toreros. Sobre las cabezas del gentío emergían a caballo los picadores y los alguaciles con sus trajes del siglo XVII. A un lado del corral alzábanse edificios de ladrillo de un solo piso, con parras sobre las puertas y tiestos de flores en las ventanas: un pequeño pueblo de oficinas, talleres, caballerizas y casas en las que vivían los mozos de cuadra, los carpinteros y demás servidores del circo.

El diestro avanzó trabajosamente entre los grupos. Su nombre pasaba de boca en boca con exclamaciones de entusiasmo.

– ¡Gallardo!.. ¡Ya está ahí el Gallardo! ¡Olé! ¡Viva España!

Y él, entregado por completo al culto del público, avanzaba contoneándose, sereno cual un dios, alegre y satisfecho, como si asistiese a una fiesta en su honor.

Dos brazos se arrollaron a su cuello, al mismo tiempo que asaltaba su olfato un fuerte hedor de vino.

– ¡Cachondo!.. ¡Gracioso! ¡Vivan los mozos valientes!

Era un señor de buen aspecto, un burgués que había almorzado con sus amigos y huía de la risueña vigilancia de éstos, que le observaban a pocos pasos de distancia. Reclinó su cabeza en el hombro del espada, y así permaneció, como si en tal posición fuese a dormirse de entusiasmo. Los empujones de Gallardo y los tirones de los amigos libraron al espada de este abrazo interminable. El borracho, al verse separado de su ídolo, rompió en gritos de entusiasmo. ¡Olé los hombres! Que vinieran allí todas las naciones del mundo a admirar a toreros como aquél y a morirse de envidia.

– Tendrán barcos… tendrán dinero… pero ¡todo mentira! Ni tienen toros ni mozos como éste, que le arrastran de valiente que es… ¡Olé mi niño! ¡Viva mi tierra!

Gallardo atravesó una gran sala pintada de cal, sin mueble alguno, donde estaban sus compañeros de profesión rodeados de grupos entusiastas. Luego se abrió paso entre el gentío que obstruía una puerta, y entró en una pieza estrecha y obscura, en cuyo fondo brillaban luces. Era la capilla. Un viejo cuadro representando la llamada Virgen de la Paloma ocupaba el frente del altar. Sobre la mesa ardían cuatro velas. Unos ramos de flores de trapo apolillábanse polvorientos en búcaros de loza ordinaria.

La capilla estaba llena de gente. Los aficionados de clase humilde amontonábanse dentro de ella para ver de cerca los grandes hombres. Manteníanse en la obscuridad con la cabeza descubierta, unos acurrucados en las primeras filas, otros subidos en sillas y bancos, vueltos en su mayoría de espaldas a la Virgen y mirando ávidamente a la puerta para lanzar un nombre apenas columbraban el brillo de un traje de luces.

Los banderilleros y picadores, pobres diablos que iban a exponer su vida lo mismo que los maestros, apenas levantaban con su presencia un leve murmullo. Sólo los aficionados fervorosos conocían sus apodos.

De pronto, un prolongado zumbido, un nombre repitiéndose de boca en boca:

– ¡Fuentes!.. ¡Ese es el Fuentes!

Y el elegante torero, con su esbelta gentileza, suelta la capa sobre el hombro, avanzó hasta el altar, doblando una rodilla con elegancia teatral, reflejándose las luces en el blanco de sus ojos gitanescos, echando atrás la figura recogida, graciosa y ágil. Luego de hecha su oración y de persignarse se levantó, marchando de espaldas hasta la puerta, sin perder de vista la imagen, como un tenor que se retira saludando al público.

Gallardo era más simple en sus emociones. Entró montera en mano, la capa recogida, contoneándose con no menos arrogancia; pero al verse ante la imagen puso las dos rodillas en tierra, entregándose a su oración, sin acordarse de los centenares de ojos fijos en él. Su alma de cristiano simple estremecíase con el miedo y los remordimientos. Pidió protección con el fervor de los hombres sencillos que viven en continuo peligro y creen en toda clase de influencias adversas y protecciones sobrenaturales. Por primera vez en todo el día, pensó en su mujer y en su madre. ¡La pobre Carmen, allá en Sevilla, esperando el telegrama! ¡La señora Angustias, tranquila con sus gallinas, en el cortijo de La Rinconada, sin saber ciertamente dónde toreaba su hijo!.. ¡Y él con el terrible presentimiento de que aquella tarde iba a ocurrirle algo!.. ¡Virgen de la Paloma! Un poco de protección. El sería bueno, olvidaría «lo otro», viviría como Dios manda.

Y fortalecido su espíritu supersticioso con este arrepentimiento inútil, salió de la capilla, emocionado aún, con los ojos turbios, sin ver a la gente que le obstruía el paso.

Fuera, en la pieza donde esperaban los toreros, le saludó un señor afeitado, vestido con un traje negro que parecía llevar con cierta torpeza.

– ¡Mala pata! – murmuró el torero, siguiendo adelante – . ¡Cuando digo que hoy pasa argo!..

Era el capellán de la plaza, un entusiasta de la tauromaquia, que llegaba con los Santos Oleos bajo la chaqueta. Venía del barrio de la Prosperidad, escoltado por un vecino que le servía de sacristán a cambio de un asiento para ver la corrida. Años enteros llevaba discutiendo con una parroquia del interior de Madrid que alegaba mejor derecho para monopolizar el servicio religioso de la plaza. Los días de corrida tomaba un coche de punto, que pagaba la empresa, metíase bajo la americana el vaso sagrado, escogía por turno entre sus amigos y protegidos uno a quien agraciar con el asiento destinado al sacristán, y emprendía la marcha a la plaza, donde le guardaban dos sitios de delantera junto a las puertas del toril.

El sacerdote entró en la capilla con aire de propietario, escandalizándose de la actitud del público: todos con la cabeza descubierta, pero hablando en voz alta, y algunos hasta fumando.

– Caballeros, que esto no es un café. Hagan el favor de salir. La corrida va a empezar.

Este aviso fue lo que generalizó la dispersión, mientras el sacerdote sacaba los Oleos ocultos, guardándolos en una caja de madera pintada. El también, apenas hubo ocultado el sacro depósito, salió corriendo, para ocupar su sitio en la plaza antes de la salida de la cuadrilla.

La muchedumbre había desaparecido. En el corral sólo se veían hombres vestidos de seda y bordados, jinetes amarillos con grandes castoreños, alguaciles a caballo, y los mozos de servicio con sus trajes de oro y azul.

En la puerta llamada de Caballos, bajo un arco que daba salida a la plaza, formábanse los toreros con la prontitud de la costumbre: los maestros al frente; luego los banderilleros, guardando anchos espacios; y tras ellos, en pleno corral, pateaba la retaguardia, el escuadrón férreo y montaraz de los picadores, oliendo a cuero recalentado y a boñiga, sobre caballos esqueléticos que llevaban vendado un ojo. Como impedimenta de este ejército, agitábanse en último término las trincas de mulillas destinadas al arrastre, inquietos y vigorosos animales de limpio pelaje, cubiertos con armaduras de borlas y cascabeles, y llevando en sus colleras la ondeante bandera nacional.

En el fondo del arco, sobre las vallas de madera que lo obstruían a medias, abríase un medio punto azul y luminoso, dejando visible un pedazo de cielo, el tejado de la plaza y una sección de graderío con la multitud compacta y hormigueante, en la que parecían palpitar, cual mosquitos de colores, los abanicos y los papeles.

Un soplo formidable, la respiración de un pulmón inmenso, entraba por esta galería. Un zumbido armónico llegaba hasta allí con las ondulaciones del aire, haciendo presentir cierta música lejana, más bien adivinada que oída.

En los bordes del arco asomaban cabezas, muchas cabezas: las de los espectadores de los bancos inmediatos, avanzando curiosas para ver cuanto antes a los héroes.

Gallardo se colocó en fila con los otros dos espadas, cambiándose entre ellos una grave inclinación de cabeza. No hablaban; no sonreían. Cada cual pensaba en sí mismo, dejando volar la imaginación lejos de allí, o no pensaba en nada, con ese vacío intelectual producto de la emoción. Exteriorizaban sus preocupaciones en el arreglo del capote, que no daban nunca por terminado, dejándolo suelto sobre un hombro, arrollando los extremos en torno de la cintura y procurando que por debajo de este embudo de vivos colores surgiesen, ágiles y gallardas, las piernas enfundadas en seda y oro. Todas las caras estaban pálidas, pero no con palidez mate, sino brillante y lívida, con el sudoroso barniz de la emoción. Pensaban en la arena, invisible en aquellos momentos, sintiendo el irresistible pavor de las cosas que ocurren al otro lado de un muro, el temor de lo que no se ve, el peligro confuso que se anuncia sin presentarse. ¿Cómo acabaría la tarde?

A espaldas de las cuadrillas sonó el trotar de dos caballos que venían por debajo de las arcadas exteriores de la plaza. Eran los alguaciles, con sus ferreruelos negros y sombreros de teja rematados por plumajes rojos y amarillos. Acababan de hacer el despejo del redondel, dejándolo limpio de curiosos, y venían a ponerse al frente de las cuadrillas, sirviéndolas de batidores.

Las puertas del arco se abrieron completamente, así como las de la barrera situada frente a ellas. Apareció el extenso redondel, la verdadera plaza, el espacio circular de arena donde iba a realizarse la tragedia de la tarde para emoción y regocijo de catorce mil personas. El zumbido armónico y confuso se agrandó ahora, convirtiéndose en música alegre y bizarra, marcha triunfal de ruidosos cobres, que hacía mover los brazos marcialmente y contonearse las caderas… ¡Adelante los buenos mozos!

Y los lidiadores, parpadeando bajo la violenta transición, pasaron de la sombra a la luz, del silencio de la tranquila galería al bramar del circo, en cuyo graderío agitábase la muchedumbre con oleajes de curiosidad, poniéndose todos en pie para ver mejor.

Avanzaban los toreros súbitamente empequeñecidos al pisar la arena por la grandeza de la perspectiva. Eran como muñequillos brillantes, de cuyos bordados sacaba el sol reflejos de iris. Sus graciosos movimientos enardecían a la gente con un entusiasmo igual al del niño ante un juguete maravilloso. La loca ráfaga que agita a las muchedumbres, estremeciendo sus nervios dorsales y erizando su piel sin saber ciertamente por qué, conmovió la plaza entera. Aplaudía la gente, gritaban los más entusiastas y nerviosos, rugía la música, y en medio de este estruendo, que iba esparciéndose por ambos lados, desde la puerta de salida hasta la presidencia, avanzaban las cuadrillas con una lentitud solemne, compensando lo corto del paso con el gentil braceo y el movimiento de los cuerpos. En el redondel de éter azul suspendido sobre la plaza aleteaban palomas blancas, como asustadas por el bramido que se escapaba de este cráter de ladrillo.

Los lidiadores sentíanse otros al avanzar sobre la arena. Exponían la vida por algo más que el dinero. Sus incertidumbres y terrores ante lo desconocido los habían dejado más allá de las vallas. Ya pisaban el redondel; ya estaban frente al público: llegaba la realidad. Y las ansias de gloria de sus almas bárbaras y sencillas, el deseo de sobreponerse a los camaradas, el orgullo de su fuerza y su destreza, les cegaba, haciéndoles olvidar temores e infundiéndoles una audacia brutal.

Gallardo se había transfigurado. Erguíase al andar, queriendo ser más alto; movíase con una arrogancia de conquistador; miraba a todos lados con aire triunfal, como si sus dos compañeros no existiesen. Todo era suyo: la plaza y el público. Sentíase capaz de matar cuantos toros existiesen a aquellas horas en las dehesas de Andalucía y de Castilla. Todos los aplausos eran para él, estaba seguro de ello. Los miles de ojos femeniles sombreados por mantillas blancas en palcos y barreras sólo se fijaban en su persona, no le cabía duda. El público le adoraba; y al avanzar, sonriendo con petulancia, como si toda la ovación fuese dirigida a su persona, pasaba revista a los tendidos del graderío, sabiendo dónde se agolpaban los mayores núcleos de sus partidarios y queriendo ignorar dónde se congregaban los amigos de los otros.

Saludaron al presidente montera en mano, y el brillante desfile se deshizo, esparciéndose peones y jinetes. Después, mientras un alguacil recogía en su sombrero la llave arrojada por el presidente, Gallardo se dirigió hacia el tendido donde estaban sus mayores entusiastas, dándoles el capote de lujo para que lo guardasen. La hermosa capa, agarrada por varias manos, fue extendida en el borde de la valla como si fuese un pendón, símbolo sagrado de bandería.

Los partidarios más entusiastas, puestos de pie y agitando manos y bastones, saludaban al matador, manifestando sus esperanzas. ¡A ver cómo se portaba el niño de Sevilla!..

Y él, apoyado en la barrera, sonreía satisfecho de su fuerza, repitiendo a todos:

– Muchas grasias. Se hará lo que se puea.

No sólo los entusiastas mostrábanse esperanzados al verle. Toda la gente fijábase en él, aguardando hondas emociones. Era un torero que prometía «hule», según expresión de los aficionados; y el tal hule era el de las camas de la enfermería.

Todos creían que estaba destinado a morir en la plaza de una cornada, y esto mismo hacía que le aplaudiesen con entusiasmo homicida, con un interés bárbaro, semejante al del misántropo que seguía a un domador a todas partes esperando el momento de verle devorado por sus fieras.

Gallardo reíase de los antiguos aficionados, graves doctores de la tauromaquia que juzgan imposible un percance mientras el torero se ajuste a las reglas del arte. ¡Las reglas!.. El las ignoraba, y no tenía empeño en conocerlas. Valor y audacia eran lo necesario para vencer. Y casi a ciegas, sin más guía que la temeridad ni otro apoyo que el de sus facultades corporales, había hecho una carrera rápida, asombrando al público hasta el paroxismo, aturdiéndolo con su valentía de loco.

No había ido, como otros matadores, por sus pasos contados, sirviendo largos años de peón y banderillero al lado de los maestros. Los cuernos de los toros no le daban miedo. «Peores cornás da el hambre.» Lo importante era subir de prisa, y el público le había visto comenzar como espada, logrando en pocos años una inmensa popularidad.

Le admiraban por lo mismo que tenían su desgracia como cierta. Enardecíase el público con infame entusiasmo ante la ceguera con que desafiaba a la muerte. Tenía para él las mismas atenciones y cuidados que obtiene un reo en capilla. Este torero no era de los que se reservan: lo daba todo, incluso la vida. Valía el dinero que costaba. Y la muchedumbre, con la bestialidad de los que presencian el peligro en lugar seguro, admiraba y azuzaba al héroe. Los prudentes torcían el gesto ante sus proezas; le creían un suicida con suerte, y murmuraban: «¡Mientras dure!..»

Sonaron timbales y clarines, y salió el primer toro. Gallardo, sosteniendo en un brazo su capote de faena sin adorno alguno, permanecía cerca de la barrera, junto al tendido de sus partidarios, en una inmovilidad desdeñosa, creyendo que toda la plaza tenía los ojos puestos en su persona. Aquel toro era para otro. Ya daría señales de existencia cuando llegasen los suyos. Pero los aplausos a los lances de capa de los compañeros le sacaron de esta inmovilidad, y a pesar de sus propósitos, se fue al toro, realizando varias suertes en las que era más la audacia que la maestría. La plaza entera le aplaudió, a impulsos de la predilección que sentía por su atrevimiento.

Cuando Fuentes mató el primer toro y fue hacia la presidencia saludando a la multitud, Gallardo palideció aún más, como si toda muestra de agrado que no fuese para él equivaliera a un olvido injurioso. Ahora llegaba su turno: iban a verse grandes cosas. No sabía ciertamente qué podrían ser, pero estaba dispuesto a asustar al público.

Apenas salió el segundo toro, Gallardo, con su movilidad y su deseo de lucirse, pareció llenar toda la plaza. Su capote estaba siempre cerca de los hocicos de la bestia. Un picador de su cuadrilla, el llamado Potaje, fue derribado del caballo, quedando al descubierto junto a los cuernos, y el maestro, agarrado a la cola de la fiera, tiró con hercúlea fuerza, obligándola a girar hasta que el jinete quedó a salvo. El público aplaudió entusiasmado.

Al llegar la suerte de banderillas, Gallardo quedó entre barreras esperando el toque para matar. El Nacional, con los palos en la mano, citaba al toro en el centro de la plaza. Nada de graciosos movimientos ni de arrogantes audacias. «Cuestión de ganarse el pan.» Allá en Sevilla había cuatro pequeños que si moría él no encontrarían otro padre. Cumplir con el deber y nada más: clavar sus banderillas como un jornalero de la tauromaquia, sin desear ovaciones y evitando silbidos.

Cuando dejó puesto el par, unos aplaudieron en el vasto graderío y otros increparon al banderillero con tono zumbón, aludiendo a sus ideas.

– ¡Menos política y «arrimarse» más!

Y el Nacional, engañado por la distancia, al oír estos gritos contestaba sonriendo, como su maestro:

– Muchas grasias, muchas grasias.

Cuando Gallardo saltó de nuevo a la arena al sonar las trompetas y timbales que anunciaban la última suerte, la muchedumbre se agitó con zumbido de emoción. Este matador era el suyo. Iba a verse lo bueno.

Tomó la muleta de manos de Garabato, que se la ofrecía plegada desde dentro de la barrera, tiró del estoque que igualmente le presentaba su criado, y con menudos pasos fue a plantarse frente a la presidencia, llevando la montera en una mano. Todos tendían el pescuezo, devorando con los ojos al ídolo, pero nadie oyó el brindis. La arrogante figura de esbelto talle, con el tronco echado atrás para dar mayor fuerza a sus palabras, produjo en la muchedumbre el mismo efecto que la arenga más elocuente. Al terminar su peroración con una media vuelta, arrojando la montera al suelo, el entusiasmo estalló ruidoso. ¡Olé el niño de Sevilla! ¡Ahora iba a verse la verdad!.. Y los espectadores se miraban unos a otros, prometiéndose mudamente sucesos estupendos. Un estremecimiento corrió por las filas del graderío, como en presencia de algo sublime.

El silencio profundo de las grandes emociones cayó de pronto sobre la muchedumbre, cual si la plaza hubiese quedado vacía. La vida de tantos miles de personas estaba condensada en los ojos. Nadie parecía respirar.

Gallardo avanzó hacia el toro lentamente, llevando la muleta apoyada en el vientre como una bandera y agitando en la otra mano la espada con un movimiento de péndulo que acompañaba su paso.

Al volver un instante la cabeza, vio que le seguían el Nacional y otro de su cuadrilla con el capote al brazo para ayudarle.

– ¡Fuera too er mundo!

Sonó su voz en el silencio de la plaza, llegando hasta los últimos bancos, y un estallido de admiración lo contestó… «¡Fuera too er mundo!..» ¡Había dicho fuera todo el mundo!.. ¡Qué hombre!

Llegó completamente solo junto a la fiera, e instantáneamente se hizo otra vez el silencio. Calmosamente deshizo su muleta, la extendió, avanzando así algunos pasos, hasta pegarse casi al hocico del toro, aturdido y asombrado por la audacia del hombre.

El público no se atrevía a hablar ni a respirar siquiera, pero en sus ojos brillaba la admiración. ¡Qué mozo! ¡Se iba a los mismísimos cuernos!.. Golpeó impacientemente la arena con un pie, incitando a la fiera para que acometiese, y la masa enorme de carne, con sus agudas defensas, cayó mugiente sobre él. La muleta pasó sobre los cuernos, y éstos rozaron las borlas y caireles del traje del matador, que siguió firme en su sitio, sin otro movimiento que echar atrás el busto. Un rugido de la muchedumbre contestó a este pase de muleta. ¡Olé!..

Se revolvió la fiera, acometiendo otra vez al hombre y a su trapo, y volvió a repetirse el pase, con igual rugido del público. El toro, cada vez más furioso por el engaño, acometía al lidiador, y éste repetía los pases de muleta, moviéndose en un limitado espacio de terreno, enardecido por la proximidad del peligro y las exclamaciones admirativas de la muchedumbre, que parecían embriagarle.

Gallardo sentía junto a él los bufidos de la fiera; llegaban a su diestra y a su rostro los hálitos húmedos de su baba. Familiarizado por el contacto, miraba al bruto como a un buen amigo que iba a dejarse matar para contribuir a su gloria.

Quedose inmóvil el toro algunos instantes, como cansado de este juego, mirando con ojos de sombría reflexión al hombre y al trapo rojo, sospechando en su obscuro pensamiento la existencia de un engaño que, de acometida en acometida, le empujaba hacia la muerte.

Gallardo sintió la corazonada de sus mejores éxitos. ¡Ahora!.. Lió la muleta con un movimiento circular de su mano izquierda, dejándola arrollada en torno del palo, y elevó la diestra a la altura de sus ojos, quedando con la espada inclinada hacia la cerviz de la fiera. La muchedumbre se agitó con movimiento de protesta y escándalo.

– ¡No te tires!.. – gritaron miles de voces – . ¡No… no!

Era demasiado pronto. El toro no estaba bien colocado: iba a arrancarse y a cogerlo. Movíase fuera de todas las reglas del arte. Pero ¿qué le importaban las reglas ni la vida a aquel desesperado?..

De pronto se echó con la espada por delante, al mismo tiempo que la fiera caía sobre él. Fue un encontronazo brutal, salvaje. Por un instante, hombre y bestia formaron una sola masa, y así marcharon juntos algunos pasos, sin poder distinguirse quién era el vencedor: el hombre con un brazo y parte del cuerpo metido entre los dos cuernos; la bestia bajando la cabeza y pugnando por atrapar con sus defensas el monigote de oro y colores, que parecía escurrirse.

Por fin se deshizo el grupo, la muleta quedó en el suelo como un harapo, y el lidiador, libres las manos, salió tambaleándose por el impulso del choque, hasta que algunos pasos más allá recobró el equilibrio. Su traje estaba en desorden; la corbata flotaba fuera del chaleco, enganchada y rota por uno de los cuernos.

El toro siguió su carrera con la velocidad del primer impulso. Sobre su ancho cuello apenas se destacaba la roja empuñadura del estoque, hundido hasta la cruz. De pronto, el animal se detuvo en su carrera, agitándose con doloroso movimiento de cortesía; dobló las patas delanteras, inclinó la cabeza hasta tocar la arena con su hocico mugiente, y acabó por acostarse con estremecimientos agónicos…

Pareció que se derrumbaba la plaza, que los ladrillos chocaban unos con otros, que la multitud iba a huir presa de pánico, según se ponía en pie, pálida, trémula, gesticulando y braceando. ¡Muerto!.. ¡Qué estocada! Todos habían creído, durante un segundo, enganchado en los cuernos al matador; todos daban por seguro verle caer ensangrentado sobre la arena; y al contemplarle de pie, aturdido aún por el choque, pero sonriente, la sorpresa y el asombro aumentaban el entusiasmo.

– ¡Qué bruto! – gritaban en los tendidos, no encontrando nada más justo para expresar su admiración – .¡Qué bárbaro!

Y los sombreros volaban a la arena, y un redoble gigantesco de aplausos, semejante a una lluvia de granizo, corría de tendido en tendido conforme avanzaba el matador por el redondel, siguiendo el contorno de la barrera, hasta llegar frente a la presidencia.

La ovación estalló estruendosa cuando Gallardo, abriendo los brazos, saludó al presidente. Todos gritaban, reclamando para el diestro los honores de la maestría. Debían darle la oreja. Nunca tan justa esta distinción. Estocadas como aquella se veían pocas. Y el entusiasmo aún fue mayor cuando un mozo de la plaza le entregó un triángulo obscuro, peludo y sangriento: la punta de una de las orejas de la fiera.

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