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Justicia educacional
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Es esta diversidad, concebida no como anormalidad sino como ideal político, como norma social, la que la democracia participativa aspira a instituir y mantener a partir de la creación de una estructura política que no deje a ningún ciudadano excluido de la posibilidad de realizar su propia identidad. De ahí que en el marco de este proyecto político la diversidad sea, al mismo tiempo, un hecho y un valor: existe y es buena. En consecuencia, debemos promoverla, no solo aceptarla o “tolerarla”, en un marco político de equidad fundamental entre los ciudadanos8. Debemos organizar nuestras instituciones a la luz de este ideario; y eso implica, entre varias otras cosas, educar a la ciudadanía para ello. La educación inclusiva apunta precisamente a esto. Por eso hemos afirmado que el proyecto escolar moderno es a la democracia moderna lo que la escuela inclusiva a la democracia participativa (Gaete y Luna, 2019).

LA EDUCACIÓN INCLUSIVA

El proyecto inclusivo en educación surge como reacción al proceso de homogeneización inequitativa favorecido por la escolaridad moderna; en particular, busca reemplazar la normalidad (de entrada y de salida) de dicha escolaridad por un nuevo horizonte normativo, en el cual la diversidad se valora en un marco de equidad social (véase, entre muchos otros, Aguerrondo, 2008; Ainscow, 2004; Casanova, 2011; de la Puente, 2009; Escribano y Martínez, 2013; Escudero y Martínez, 2011; Florian, 2008; Gerschel 2003; Lipsky y Gartner, 1996; León, 2012; Parrilla, 2002; Thomas, 1997; Thomas y Loxley, 2007; Thomazet, 2009; Unesco, 2004). Veamos esto con mayor detalle.

En lo que respecta a la normalidad de entrada, la inclusión se opone categóricamente a la existencia de perfiles de ingreso, en el entendido de que todos los ciudadanos deben tener acceso a la escolaridad. Eso quiere decir, en primer lugar, que una escuela inclusiva no puede tener mecanismos de selección de estudiantes: la educación inclusiva es educación para todos (Ainscow y Miles, 2008; Florian, 2008; Parilla, 2002). Después de todo, la selección de estudiantes favorece la inequidad social y conduce a la homogeneización del aula. Tampoco puede una escuela inclusiva suponer que algunos estudiantes necesitan ayudas “especiales” para poder aprender. Desde la óptica inclusiva, “una enseñanza eficaz es una enseñanza eficaz para todos los alumnos” (Ainscow y Miles, 2008, p. 25; véase también Florian, 2008). Esto significa ir mucho más allá de una mera extensión del acceso a la escuela, hacia el desarrollo de una pedagogía que asegure que ningún ciudadano quede imposibilitado de aprender y participar en la sociedad.

Por lo mismo, la inclusión impone a la educación un marco epistemológico desde el cual el así llamado “fracaso escolar” debe ser explicado no en virtud de las características personales de los estudiantes sino a partir del análisis de las barreras para el aprendizaje y la participación con que los sistemas educativos producen y mantienen la exclusión (Ainscow y Miles, 2008; Booth y Ainscow, 2002; Echeita, 2007; Florian, 2008). Este marco favorece una pedagogía centrada en la facilitación de oportunidades de aprendizaje para todos los estudiantes a través de actividades en las que nadie queda excluido de la participación. De ahí que, desde la óptica inclusiva, es la enseñanza la que debe adaptarse a las características de los niños (más que los niños a la enseñanza, como ocurre en la escolaridad tradicional). Independientemente de las diferencias físicas, psicológicas, culturales o de cualquier otra índole que pueda haber al interior del estudiantado, todos tienen derecho a participar de manera equitativa en los procesos de aprendizaje. Más aún: desde una perspectiva inclusiva, esas diferencias son recursos para el aprendizaje. La diversidad se valora, pues, no solo a nivel ético-político, sino también a nivel pedagógico propiamente tal9. (Más adelante explicitaremos cómo esto se conecta con la búsqueda de justicia educacional.)

En cuanto a la normalidad de salida, la educación inclusiva, también en línea con el marco político que la motiva, promueve la existencia de una variedad de formas de vida en un marco de igualdad socio-política, de modo que ninguna de esas formas pueda arrogarse mayor validez que otra ni, mucho menos, la representación exclusiva de lo normal. Lejos de la normatividad promulgada por la escolaridad moderna, la inclusión propone un horizonte normativo orientado hacia la construcción de una sociedad en la que lo normal esté dado por la valoración de la diversidad y el rechazo de la inequidad. En tanto instrumento al servicio de estos ideales de la democracia participativa, una escuela inclusiva debiese ofrecer a sus estudiantes una multiplicidad indefinida de alternativas para “ser normal”. Porque solo un contexto normativo con esas características ofrece a cada estudiante la posibilidad de autorrealizarse, de desarrollar su unicidad, su diferencia, su propia identidad.

Este aspecto de la normatividad inclusiva también tiene una consecuencia epistemológica, a saber, que ninguna forma de conocimiento puede reclamar supremacía sobre las demás. En concordancia con los desarrollos epistemológicos de finales del siglo pasado y principios de este, una escuela inclusiva debe reconocer y validar equitativamente los distintos saberes que los estudiantes, al igual que sus familias, traen al espacio escolar. Desde esta perspectiva, el profesor, lejos de ser portador de la verdad o del único conocimiento legítimo, es también aprendiz, y permite que la comunidad educativa se enriquezca de los saberes que trae cada uno de sus miembros desde el contexto familiar o local del que es originario. Por esto, y también por su concepción de la educación como un dispositivo emancipatorio, vemos en la pedagogía de Paulo Freire (1973) un movimiento precursor de la educación inclusiva. Asimismo, nos parece que muchas propuestas educacionales contemporáneas organizadas sobre el principio de equidad epistémica, que no suelen presentarse explícitamente como parte del proyecto inclusivo, podrían perfectamente ser consideradas de ese modo; por ejemplo, el excelente trabajo iniciado por González, Moll y Amanti (2006) sobre los “fondos de conocimiento”, o la propuesta de Díaz y Druker (2007) sobre democratización de la escuela, entre otras10.

A la inversa, hay en la actualidad una variedad de propuestas educacionales que, para usar la expresión de Slee (2018), han colonizado el concepto de educación inclusiva para perseguir fines políticos, epistémicos y pedagógicos bien distintos a los aquí descritos. Pese a que se describen abiertamente como “inclusivos”, algunos de estos intentos no solo se alejan de la normatividad propia de la democracia participativa sino que avanzan directamente en su contra, generando espacios escolares que en definitiva perpetúan la agenda inequitativa y homogeneizadora de la escolaridad moderna. Es precisamente en este contexto supuestamente inclusivo que ha proliferado el uso semi-técnico del concepto de diversidad como alteridad o anormalidad. En virtud de esta lamentable confusión conceptual, se han levantado dudas respecto de la pertinencia o deseabilidad del proyecto inclusivo en educación. Se ha dicho, por ejemplo, que “la inclusión educativa tiene sus orígenes en una tradición ligada a la educación especial y que proviene de una visión positivista de la realidad”, y que esto “tiene una serie de efectos al abordar el concepto de diversidad en el aprendizaje y la enseñanza de los sujetos, legitimando el concepto de normalidad como centro y paso a seguir” (Infante, 2010, p. 295; véase también Skliar y Téllez, 2008). En otro lugar hemos explicado que la inclusión no comulga necesariamente, y de hecho puede entrar en conflicto, con el paradigma integracionista que subyace a la educación especial (Gaete y Luna, 2019). Tampoco es correcto ligarla al positivismo, aunque no tenemos aquí el espacio para desarrollar esta idea11. Lo que queremos enfatizar es que la noción inclusiva de diversidad no tiene nada que ver con la legitimación de la normalidad (ni de entrada ni de salida) que las sociedades modernas construyeron y perpetuaron a través de la escuela (entre otros dispositivos). Todo lo contrario: la educación inclusiva, correctamente concebida, nos lleva a cuestionar esa normalidad y a pensar la vida humana como un fenómeno intrínseca y deseablemente heterogéneo, y la democracia como un intento de dar respuesta a ello a través de la generación de espacios de participación ciudadana equitativa. En consecuencia, es un error de proporciones (un error lógico, conceptual) intentar desacreditar el proyecto inclusivo con argumentos que lo emparenten con agendas normalizadoras en un sentido hegemónico-asimilacionista.

En suma, la educación inclusiva puede describirse como un proyecto político, epistemológico y pedagógico que contiene esencialmente, pero al mismo tiempo trasciende largamente, la idea de que toda persona es educable y debe tener acceso a la escolaridad. Esa idea es solo el punto de partida (fundamental, sin duda) de un proyecto mucho más ambicioso que comprende también el reemplazo de nociones explicativas estigmatizadoras y/o esencialistas (tales como, por ejemplo, el concepto de necesidades educativas especiales) por la detección y el desmantelamiento de barreras para el aprendizaje y la participación. Además, este trabajo epistémico-pedagógico orientado a transformar radicalmente la normalidad de entrada del proyecto escolar moderno se extiende hacia la transformación de su normalidad de salida y, con ello, se inscribe como dispositivo social para la producción de condiciones tanto estructurales (institucionales) como agenciales (individuales) para el florecimiento de una nueva democracia, en la que la igualdad no degenere en homogeneización y la diversidad no degenere en desigualdad.

Por último, cabe señalar que de ningún modo el proyecto inclusivo debe pensarse como reducido únicamente a la escuela: también la educación de párvulos y la educación superior o posescolar pueden y deben abordarse desde una mirada inclusiva (atendiendo a las particularidades de cada caso, por supuesto). Pensando en lo primero es que, por ejemplo, desde hace algunos años se ha intentado posicionar el concepto de barreras para el aprendizaje, la participación y el juego (Booth, Ainscow y Kingston, 2006). Respecto de lo segundo, cabe señalar que en el debate internacional se ha venido instalando con fuerza la idea de que la educación superior o, de modo más general, la educación durante toda la vida es un derecho universal (véase, por ejemplo, McCowan, 2012; Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2015). Recientemente, un estudio realizado por el Centro Universitario de Desarrollo CINDA, que agrupa diversas universidades chilenas, introduce el concepto de “barreras para el aprendizaje y la participación” también en el contexto de la educación superior, abogando por la necesidad de un enfoque de derecho que busque en este nivel educativo la “transformación de la cultura institucional para posicionar los temas de valoración de la diversidad, equidad y justicia social” (Lapierre et al., 2019, p. 55).

EDUCACIÓN INCLUSIVA Y JUSTICIA EDUCACIONAL

La expresión “justicia educacional” suele usarse de dos maneras. Por una parte, se dice que se hace justicia educacional cuando a un conjunto de ciudadanos que no ha tenido la posibilidad de acceder a una educación de calidad se le permite dicho acceso. Por otra parte, y de manera más amplia, se puede decir que se hace justicia educacional cada vez que se revierten injusticias sociales por medio de la educación; por ejemplo, cuando gracias a la implementación de una política educacional se logra que un grupo de ciudadanos tenga acceso a condiciones socioeconómicas o niveles de participación política que se consideran más justos, o cuando el curriculum escolar incorpora dentro de sus objetivos el desarrollo de una conciencia crítica capaz de detectar la injusticia social.12 Este uso es más amplio en el sentido de que, en cierta forma, el otro uso está contenido en él, toda vez que el acceso universal a la educación es en sí mismo un asunto de justicia social (y, por tanto, cualquier paso hacia esa universalidad es un avance en materia de justicia social). Como sea, el argumento que queremos desarrollar a continuación es que la educación inclusiva es, en principio, el proyecto educativo más idóneo para hacer justicia educacional en los dos usos que tiene esa expresión.

Partamos por el uso más reducido: la justicia educacional en tanto extensión del acceso a la educación de calidad a toda la población. Desde luego, esto es un acto de justicia solo si se considera que la educación de calidad es un derecho universal. Pues bien: en ninguna otra concepción de la educación está esta idea plasmada de manera tan profunda como lo está en la educación inclusiva. En efecto, y teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, podemos afirmar que la educación inclusiva consiste, en parte, en un rechazo categórico de cualquier restricción al acceso equitativo de todos los ciudadanos a la mejor educación posible. El derecho universal a la educación de calidad está en el ADN del proyecto inclusivo. De ahí que en muchos países ese acceso universal comenzó a buscarse en forma genuina solo después de que la inclusión penetrara la política educativa (véase Parrilla, 2002). En Chile, en particular, el primer gran paso en esta dirección –hacia la erradicación definitiva de los perfiles de ingreso de los establecimientos escolares– se ha dado justamente con la promulgación de la Ley de Inclusión, que intenta terminar con un sistema educacional selectivo cuyos orígenes pueden rastrearse hasta la fundación misma del Estado (véase Serrano, Ponce de León y Rengifo, 2012).

En lo que respecta a la justicia educacional en tanto justicia social a través de la educación, la educación inclusiva aparece, de nuevo, como una alternativa educacional diseñada especialmente para eso. Esto se debe a que el proyecto político desde el cual se nutre la normatividad de la educación inclusiva –la democracia participativa, tal como la caracterizamos más arriba– aspira a la construcción de una sociedad en la que el logro de la plena ciudadanía pasa por un conjunto de derechos cuyo ejercicio depende, en cierta medida, de la educación. En esta línea, en su discusión sobre el concepto de educación inclusiva Ainscow y Miles (2008) nos recuerdan, citando a Osler y Starkey, que la lucha por el derecho a la educación puede ser considerada como parte de la lucha por la ciudadanía. La plena ciudadanía depende no solo de haber alcanzado el derecho a la educación, sino un cierto número de derechos que se ejercen en y a través la educación. Por esto el derecho a la educación resulta crucial en la lucha por la ciudadanía. Solo cuando la escolaridad se hace accesible, aceptable y adaptable a las necesidades de los educandos puede ejercerse el derecho a la educación (p. 49).

Este punto expresa no solo “la fuerte relación conceptual y moral existente entre la inclusión y la educación para la ciudadanía democrática” (p. 49), sino también una concepción de la educación como factor clave en la constitución de una sociedad justa. Naturalmente, queda por aclarar qué quiere decir que una sociedad sea justa, toda vez que esto es un tema sobre el cual no hay pleno consenso (véase, por ejemplo, Clark, 2006; Heybach, 2009). A nuestro juicio, dos condiciones necesarias para la justicia social son la equidad y el respeto por la diferencia y, en consecuencia, las políticas de redistribución y reconocimiento (en el sentido de Fraser, 2000, 2008) son cruciales para avanzar en materia de justicia. Pero estos dos ejes de acción para la justicia (equidad/redistribución y reconocimiento/diversidad) son asimismo dos elementos fundamentales dentro de una democracia participativa y, por tanto, parte constituyente de la normatividad inclusiva. Alrededor de estos dos ejes se articula, pues, la propuesta educacional de la inclusión.

En suma, la educación inclusiva es, por diseño, un movimiento hacia la justicia educacional en cualquiera de los dos usos frecuentes de esa expresión. Tal como apunta López (2013), “en el mundo de la educación hablar de inclusión es hablar de justicia” (p. 262). Desde luego, es perfectamente posible que escuelas y otros establecimientos educacionales que se describen a sí mismos como “inclusivos” no logren, en la práctica, realizar el ideal de justicia que supuestamente los motiva. Tal vez las acciones realizadas no fueron las más apropiadas para producir los resultados esperados; tal vez no había un compromiso genuino con la inclusión (véase, por ejemplo, Luna y Gaete, 2019). En cualquier caso, sigue siendo el caso que la educación inclusiva, prescribe el diseño de procesos educativos tendientes a la democracia participativa y la justicia social. En este sentido, es en principio la vía regia para ambas cosas y, en definitiva, para una polis en la que todos los ciudadanos tengan la oportunidad de florecer13. Queda aún el desafío de mostrar cómo es posible llevar esta conceptualidad a la práctica.



Referencias

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