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Justicia educacional
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1 Centro Justicia Educacional. Pontificia Universidad Católica de Chile.
2 Con “actuales” me refiero al bien de la educación en sí misma para la infancia y adolescencia, no para el proyecto de futuro adulto.
3 Principio de diferencia de Rawls (1971): La distribución de bienes básicos debe hacerse de forma igualitaria, excepto cuando fuese ventajoso para los menos favorecidos hacerlo de forma desigual.
4 Esto no significa que no se reconozcan desventajas del pasado o una cierta proyección de futuro; la clasificación que se propone toma en consideración principalmente el foco analítico de cada teoría.
5 *El signo * indica que son traducciones realizadas por la autora.
6 La autora se refiere con causas naturales a aquellas desventajas que se desarrollan neutralizando el efecto de la clase social. Por eiemplo, una enfermedad o una condición neurológica o genética al nacimiento.
7 El principio de prioridad refiere a la focalización de la distribución de bienes educacionales en aquellos/as estudiantes más desaventajados/as, ya sea por causas sociales y naturales, en el caso de Schouten.
8 Schouten llama a su teoría “teoría no ideal” pues postula que la educación dependería de un sistema de recompensas externos a esta y que en general, es imperfecto. Adicionalmente, agrega, lo no ideal tiene justamente que ver con el estrecho vínculo de la educación con ese sistema. Brighouse lo plantea como las condiciones siempre no ideales bajo las cuales se tienen que teorizar los principios de la justicia.
9 Además de la temporalidad desde donde se posicionan las teorías de justicia, existe una pretensión de posicionamiento espacial de estas. Así, las discusiones sobre la justicia educacional van a posicionarse implícitamente en alguna esfera o niveles, ya sea en las bases institucionales del sistema educativo, en el acceso a la escuela, en las prácticas pedagógicas dentro de la escuela (schooling), o en la preocupación por el futuro de las/os estudiantes.
10 La noción de “desde abajo” de Power, se puede asemejar con la noción de pasado que toma este artículo. Es decir, tomar en cuenta lo que hay “abajo” podría pensarse como la consideración de aquellas posiciones heredadas del pasado.
PRIMERA PARTE
NORMALIDAD Y DIFERENCIA
NORMALIDAD, DIVERSIDAD, JUSTICIA Y DEMOCRACIA: UNA PROPUESTA DESDE LA EDUCACIÓN INCLUSIVA
ALFREDO GAETE, LAURA LUNA Y MANUELA ÁLAMOS1
INTRODUCCIÓN
Desde sus orígenes modernos, la escuela puede entenderse como un instrumento diseñado para inculcar normatividad en la población (Dubet, 2003; Luna y Gaete, 2019; Peña, 2015; Tiramonti, 2005). De hecho, el concepto mismo de lo normal en tanto lo socialmente esperable se instala en el imaginario de Occidente justo después de que el proyecto escolar se consolidara en Europa y Estados Unidos, durante los siglos XIX y XX (Ernst, 2006; véase también Hacking, 1990). A través de mecanismos como el reclutamiento y el mantenimiento (Spindler, 1987), los establecimientos escolares se dieron a la tarea de normalizar a los ciudadanos a la luz de los valores y las capacidades requeridos por las nuevas democracias, en particular los Estados-nación emergentes (para el caso chileno, véase Serrano, de León y Rengifo, 2012)2.
Pero además de este proyecto normalizador orientado al logro de un determinado perfil de egreso, la escolaridad moderna se lleva a cabo sobre la base de una “normalidad de entrada”, esto es, un perfil de ingreso, sostenido sobre la idea –bien difundida hasta hace muy poco– de que solo algunos miembros de la sociedad son educables. Se trata, naturalmente, de una agenda intrínsecamente inequitativa, incluso eugenésica (véase Baker, 2002), que entra en conflicto con la función democrática de la escuela y que, por lo mismo, desde la segunda mitad del siglo XX le ha valido a esta una serie de críticas, sobre todo porque después de tres siglos el proyecto escolar ha revelado ser un dispositivo que perpetúa la desigualdad social (Bourdieu y Passeron, 1981; Giroux, 1985; para el caso chileno, véase, por ejemplo, Rosas y Santa Cruz, 2013). Otra serie de críticas se ha levantado directamente hacia el perfil de egreso y la función homogeneizante de la escuela, sobre todo en lo que respecta a la “nacionalización” de la población (Chomsky, 2000; Díaz Arce y Druker, 2007; Gaete y Luna, 2019; Grignon, 1990; Hopenhayn, 2006; Tiramonti, 2005).
Es frente a esta serie de críticas y, también, frente al fracaso de las democracias modernas (Fraser 2000, 2008; Santos, 2002; Touraine, 1997, 2000; Taylor, 1997; 2002), que a fines del siglo pasado empieza a fraguarse un nuevo proyecto escolar orientado a transformar radicalmente el horizonte normativo de la escuela moderna: la educación inclusiva (Gaete y Luna, 2019). Este nuevo proyecto, que aspira a revertir los procesos de inequidad y homogeneización favorecidos por la escolaridad moderna y, en definitiva, a levantar una nueva forma de democracia, rechaza de plano la existencia de cualquier perfil de ingreso (cualquier distinción entre personas educables y no educables) y, al mismo tiempo y con igual fuerza, la hegemonía de un perfil de egreso único en virtud del cual todo estudiante deba ser moldeado. Muy por el contrario, a través de la institución del acceso universal a la educación y la promoción de una variedad indeterminada de formas de ser, todas igualmente válidas, el proyecto inclusivo intenta pavimentar el camino para la construcción de una sociedad en la que los valores democráticos puedan florecer genuinamente y ningún ciudadano quede excluido de la participación política equitativa.
El propósito de este capítulo es desarrollar en detalle la normatividad de esta nueva propuesta escolar, en particular las concepciones de normalidad, diversidad y democracia supuestas en ella. Esperamos mostrar además que la educación inclusiva es la vía regia para el desarrollo de un proyecto escolar orientado a la justicia educacional. Comenzaremos describiendo la normatividad que inspiró el proyecto escolar de la modernidad desde sus inicios, las dos formas de normalidad propugnados por este y un uso bastante particular del término “diversidad” asociado a ambas. Luego presentaremos el horizonte normativo de la democracia participativa, así como su conexión con otra forma bien distinta de entender la diversidad. Posteriormente, expondremos brevemente en qué consiste el proyecto inclusivo en educación tal como lo concebimos nosotros, a la luz de una propuesta que hemos defendido en otro lugar (Gaete y Luna, 2019), mostrando su profunda conexión con la democracia participativa. Finalmente, nos referiremos a la relación entre educación inclusiva y justicia educacional.
“NORMALIDAD” Y “DIVERSIDAD” EN EL PROYECTO ESCOLAR MODERNO
La idea de un perfil de ingreso, esto es, de una normalidad de entrada al sistema escolar, aparece desde los inicios mismos de la escuela moderna. El supuesto de base es que no todas las personas son “educables”, porque no todas tienen las capacidades o disposiciones requeridas para beneficiarse de la educación. Tal como apunta Baker (2002), “lo que distingue históricamente y en la actualidad a la educación escolar pública es que no es y jamás ha sido un lugar para todos los niños” (p. 680). Baker está pensando sobre todo en la discriminación por características cognitivas, pero está claro que esa no es la única fuente de exclusión. En Chile, por ejemplo, apenas unas décadas después del inicio del proyecto escolar, se generó un intenso debate respecto de si tenía sentido extender la instrucción primaria a los sectores más pobres, considerando, entre otras cosas, “la incuria de que está dominado el proletariado” (Serrano, de León y Rengifo, 2012, p. 90). Durante la primera mitad del siglo XX, Hazlitt (1934) diagnosticaba públicamente la supuesta ineducabilidad de las mujeres, y en Australia había serias dudas sobre la educabilidad de los indígenas (Grace y Platow, 2017).
Gracias al giro antisegregacionista iniciado por los movimientos integracionistas y consolidado posteriormente por el proyecto inclusivo en educación (Parrilla, 2002), en la actualidad existe amplio consenso de que prácticamente cualquier persona puede aprender en la escuela y es, por tanto, educable. Esto se ha traducido en la eliminación o cuasi eliminación del perfil de ingreso en los sistemas de educación pública de buena parte del mundo. Sin embargo, sigue presente la idea de que algunos niños, usualmente identificados por medio de alguna etiqueta, no son “normales”, en el sentido de que tienen “necesidades educativas especiales” y, por tanto, requieren de ayudas especiales para poder beneficiarse de la escolaridad. Es en este sentido del término “normal” que un profesor comentó, en el contexto de una investigación sobre formación inicial docente, que a él no lo habían preparado para educar a todos los niños sino solo a los “normales” (Gaete, Gómez y Bascopé, 2016); y en este mismo sentido un estudiante de pedagogía preguntó en un curso: “OK, OK, hemos hablado suficiente sobre los niños diversos; ¿cuándo empezaremos a hablar de los niños ‘normales’?” (Darling-Hammond, 2011, p. ix).
Así concebida, la normalidad apunta a un conjunto de características, habitualmente asociadas a ciertas capacidades físicas y mentales, que se espera que los estudiantes hayan desarrollado en cierto grado fuera de la escuela (por “maduración biológica” o porque “las traen de la casa” o por una combinación de ambas situaciones). Sin este desarrollo previo, la instrucción escolar tradicional es sencillamente inefectiva. Por eso se crearon las escuelas “especiales” y, más tarde, los proyectos de integración escolar en el aula regular: para proveer de apoyo especial a niños y niñas que no pasaban la “prueba de normalidad de entrada”; y por eso, también, el éxito y el fracaso escolar son a menudo los indicadores de normalidad más relevantes durante la niñez y la juventud temprana. De hecho, el mal rendimiento y la mala conducta en la escuela forman parte de los criterios diagnósticos de varias condiciones psicopatológicas en la infancia (véase American Psychiatric Association, 2013). Adaptarse a la escuela y aprender en ella sin ayudas especiales es considerado lo normal.
La educación inclusiva consiste, en parte, en un cuestionamiento radical de esta normalidad. Pero antes de ahondar en eso, pongamos también sobre la mesa la otra normalidad presente en el programa escolar de la modernidad: la normalidad de salida, expresada en los perfiles de egreso (explícitos y “ocultos”) de los proyectos educativos. Se trata de un conjunto de características asociadas a capacidades y otras disposiciones (valores, creencias, actitudes, etc.) cuyo desarrollo no es ya requisito –como en el perfil de ingreso– sino meta u objetivo de la instrucción escolar. Esta normalidad, que actúa como el horizonte normativo que guía, en última instancia, la labor educativa de la escuela, ha sido construida, en buena medida, a la luz del ideal de ciudadano que nos heredó la democracia moderna (para un desarrollo de esta idea véase Gaete y Luna, 2019). Se espera, en virtud de ella, que la escuela discipline la mente (y por tanto el cuerpo) en una cierta dirección: que instruya en ciertos modos de pensamiento y lenguaje, que genere y fortalezca identidades (especialmente de nación, de género y de clase), que inculque valores democráticos, que desarrolle la capacidad de autorregulación, etc.; de modo que, como resultado del proceso de escolarización, todos los ciudadanos sean, en esencia, más o menos parecidos al ciudadano ideal o “normal”3. Y quienes no logran alcanzar los niveles mínimos aceptables en este proceso de homogeneización alrededor del ideal hegemónico, son etiquetados como “raros”, “excéntricos”, “desviados” o, sencillamente, “anormales”: las personas que no hablan “bien”, las que no se emocionan con las victorias políticas, económicas y deportivas de la nación, las que no valoran la democracia representativa y otros ideales políticos y epistémicos de la modernidad (la ciencia moderna, por ejemplo, o más bien la imagen de ella que se populariza en las escuelas), el hombre que no es “bien hombre” y la mujer que no es “señorita”, y un largo etcétera.
Hay, pues, dos clases de normalidad que operan en la escuela; o, dicho de otro modo, dos condiciones que una persona debe satisfacer para ser catalogada como “normal”, ambas relacionadas con el proceso de escolarización. Una es no tener “necesidades educativas especiales” (en esos casos no solo se postula al título de “anormal” sino incluso al de “subnormal”4); la otra, tener las disposiciones subjetivas y de acción acordes a la forma de vida prescrita en el horizonte normativo del programa escolar de la modernidad e inculcada en la población en buena medida a través de dicho programa.
Paralelamente a esta normalidad bipartita (de entrada y de salida), durante las últimas décadas se ha ido forjando en educación un uso semi-técnico del término “diversidad” para designar a todas aquellas personas y grupos que no califican como “normales” por alguna de las dos vías recién descritas. Se supone que así como hay dos normalidades, hay también dos diversidades, una de entrada y otra de salida. En la primera se ubican las personas con “necesidades educativas especiales”; en la segunda encontramos a quienes no tienen las disposiciones subjetivas y de acción que se esperaba que hubiesen desarrollado durante los años escolares. De ahí que el término “diversidad” se haya hecho prácticamente sinónimo de “alteridad” y “otredad” (véase Skliar y Téllez, 2008): el diverso es el otro, el que no se ajusta los parámetros de “nosotros, los normales”, sea en un plano cultural, psicológico, corporal, religioso, de género o, para decirlo de manera más general, en cualquier plano que sea relevante para el grupo que se identifica con ese “nosotros”. El estudiante de pedagogía (referido más arriba) que habla de los “niños diversos” en contraposición a los niños “normales” es un claro ejemplo de esta forma semi-técnica de usar el concepto de diversidad, asociada al perfil de ingreso; en lo que respecta al uso asociado al perfil de egreso, considérese, por ejemplo, cuando se habla de la “diversidad sexual” para referirse a las personas que no tienen una orientación sexual considerada “normal”5, o cuando la gente usa la expresión “diversidad cultural” pensando en uno o más grupos culturales específicos, distintos del grupo cultural dominante o “normal”. En estos y otros casos, la noción de diversidad se emplea para identificar a un segmento de la población que se aparta de la normalidad que el proyecto escolar moderno intenta producir y mantener en la sociedad. No es un mero marcador de diferencia, sino un identificador de alteridad con respecto al grupo de ciudadanos que detenta la normalidad; y, en esa medida, un dispositivo de exclusión.
Este uso semi-técnico del concepto contrasta fuertemente con el uso más propiamente técnico que tiene en ciencias naturales, cuando se habla de “diversidad biológica” o “biodiversidad”6. En este contexto, la diversidad es una característica que se predica de la totalidad del ecosistema. Apela a una concepción de la vida en general como fenómeno diverso y, en consecuencia, no se contrapone a ninguna normalidad: no es un grupo que se desvía de una norma, sino una característica del conjunto total de seres vivos. Es precisamente en esta línea que se entiende el concepto de diversidad desde el paradigma de la educación inclusiva: no como lo opuesto a la normalidad, sino como un rasgo de las sociedades humanas en general; y, al igual que la biodiversidad, un rasgo en un sentido no meramente descriptivo sino también normativo o valorativo, tal como mostraremos en breve. También nos referiremos a la importancia de hacer esta consideración conceptual.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA, IGUALDAD Y DIVERSIDAD
En contraste con una sociedad en la que hay una normalidad establecida de la cual ciertas personas y grupos se desvían en mayor o menor grado, podemos pensar en una sociedad en la cual la heterogeneidad es la norma. Esto no significa que la normalidad no exista, por cierto, pero sí que no tendría sentido predicarla de personas o grupos específicos: una propiedad de la sociedad en su conjunto. Se trata de una normalidad de la que nadie puede “desviarse”, toda vez que prescribe un espacio de libertad para que cada persona y cada cultura desplieguen plenamente su originalidad. Lo normal, en este escenario, no es pertenecer o parecerse a un determinado segmento privilegiado de la ciudadanía, sino ser el que uno es.
Para hacer realidad este ideal social se requiere, por cierto, que haya una estructura política que permita y fomente la diversidad de formas de vida y la libertad que ello implica. Pero al mismo tiempo y con la misma intensidad es necesaria la existencia de una igualdad fundamental que resguarde, entre otras cosas, que las múltiples posibilidades de autorrealización no se vuelvan exclusivas de un grupo privilegiado de ciudadanos7. Si la diversidad va a ser genuinamente la norma, la institucionalidad debe garantizar el acceso equitativo a la posibilidad de vivir la propia identidad. Sin esta igualdad fundamental entre todos los ciudadanos, la valoración de la diversidad es falsa y puede conducir, por ejemplo, al circo del multiculturalismo neoliberal (Kymlicka, 2013) o a una inclusión falaz que no va más allá de meras declaraciones de intención política (para un estudio etnográfico de cómo se manifiesta esto en la práctica escolar en Chile, véase Luna y Gaete, 2019).
Esta sociedad que estamos imaginando, en la que igualdad y diversidad conviven en su justa medida para permitir la participación política equitativa universal en un contexto institucional en el que cada ciudadano tiene derecho a ser quien es, es exactamente el negativo de las sociedades que se desarrollaron durante los últimos tres o cuatro siglos al alero del horizonte normativo de la democracia representativa moderna. En efecto, mientras la primera promulga la existencia de ciudadanos diferentes en un marco de igualdad social y política, las segundas acabaron produciendo, para usar las palabras de Touraine (2000), “individuos similares pero no iguales” (p. 10). Se trata de democracias “de baja intensidad”, basadas “en la privatización del bien público por élites más o menos limitadas, en la distancia creciente entre representantes y representados y en una inclusión política abstracta hecha de exclusión social” (Santos, 2002, p. 25), cuyo máximo fracaso consiste en no haber podido articular los ideales democráticos de igualdad y libertad, y en la consecuencia inevitable de ello: la proliferación de la exclusión en las sociedades (Gaete y Luna, 2019). Por eso, a fines del siglo pasado comienza a levantarse un proyecto democrático que intenta revertir la homogeneización inequitativa propia de las democracias modernas, en la búsqueda de una estructura social que no fomente la exclusión y que, en cambio, permita el florecimiento armónico de la libertad y la igualdad entre los ciudadanos (véase, entre muchos otros, Fraser 2000, 2008; Santos, 2002; Touraine, 1997, 2000; Taylor, 1997; 2002).
Esta “nueva democracia”, que a principios del presente siglo comienza a ser descrita como “democracia participativa”, se presenta como un esfuerzo por generar formas de participación política más directa que puedan “transformar los arreglos institucionales hegemónicos de la democracia representativa” (Pedraza, 2015, p. 75). Se trata, por tanto, de instituir una nueva normatividad, “una normatividad poscolonial imaginaria en la cual la democracia, como proyecto de inclusión social y de innovación cultural, es el intento de institución de una nueva soberanía democrática” (Santos, 2002, p. 48; véase también Canto Saenz, 2016; Cortina, 1993; Subirats, 2005). Es esta nueva normatividad la que, en abierta contraposición a la normalidad de entrada y de salida que heredamos de las democracias modernas, instituye la diversidad como parámetro de lo normal. Pero –por lo mismo– no la diversidad entendida como otredad respecto de un “nosotros” hegemónico (esa diversidad no es parámetro sino desviación de la normalidad). La diversidad sobre la cual se construye una democracia participativa es aquella que se predica de la humanidad en su conjunto cuando se dice que cada persona es única e irrepetible.