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Una escuela como ésta
Como fui comprendiendo con el paso del tiempo, esta utilización diferencial de categorías en uno y otro ámbito respondía a características diferenciales de involucramiento político entre las actividades territoriales y las actividades educativas. Esa distancia provocaría no pocos conflictos al interior de las experiencias educativas que analicé (conflictos que llevaron al cierre del Bachillerato Popular en el año 2011) y también al interior de la vida y el activismo de algunos de los sujetos cuyas prácticas analicé. Era una distancia que marcaba además las transformaciones que, en virtud de ciertos procesos estructurales, estaban acaeciendo al interior de los movimientos sociales que habían surgido emparentados con el movimiento piquetero, transformaciones cuyo análisis resultó primordial para entender diversos procesos que se desencadenaban en la cotidianeidad de estas experiencias.
En el segundo año de mi investigación, una nueva experiencia educativa fue abierta por iniciativa de los integrantes del Movimiento: un espacio de educación primaria para adultos que se enmarcó en el Plan Nacional FinEs Primaria, lanzado por el Ministerio de Educación de la Nación. Ese espacio funcionó durante dos años en uno de los locales del Movimiento, y contó con educadores que eran militantes de la organización y con educadores externos a ella. También entre sus estudiantes se contaban algunas personas que participaban asiduamente de las actividades territoriales del Movimiento y otras que se acercaban por primera vez a él a partir de su inclusión en esta experiencia educativa.
Paralelamente al trabajo de campo en el Bachillerato Popular y en el espacio FinEs Primaria fui realizando el registro de otras actividades que tenían lugar en el Movimiento: las rutinas de la militancia territorial. Si bien estas no eran nominadas como actividades educativas por ninguno de los sujetos de mi investigación decidí indagar en ellas en términos de experiencias en las que ciertos saberes cotidianos –vinculados a la militancia territorial– eran apropiados por los sujetos. En ese sentido, las concebí como experiencias educativas o formativas que –aunque de modo implícito y asistemático– tenían lugar al interior del Movimiento.
A propósito del análisis de esta tercera experiencia, y en virtud de la perspectiva analítica que fui construyendo, también aquí tomé distancia de algunos trabajos que indagan en la dimensión educativa de la militancia en los movimientos sociales. A mi entender, estas investigaciones homologan esas experiencias formativas o educativas con los postulados político-ideológicos de las organizaciones, soslayando el modo en que determinados contexto políticos y diversos determinantes estructurales configuran el horizonte de límites y posibilidades de lo que los y las militantes aprenden a propósito de su práctica política.
El objetivo central de la investigación que presentan estas páginas fue analizar la relación entre procesos educativos y políticos a propósito de una serie de experiencias educativas desarrolladas en el contexto de un movimiento social. En ese intento, los interrogantes se multiplicaron, desplazando el interés por diversas problemáticas tales como: ¿Por qué determinadas organizaciones sociales se volcaron en la última década a desarrollar experiencias educativas con jóvenes y adultos? ¿Quiénes son los sujetos que forman parte de estas experiencias en tanto educadores/profesores y en tanto estudiantes? ¿Qué relación se establece entre las prácticas educativas y los sentidos políticos de los sujetos que forman parte de ellas? ¿De qué saberes cotidianos se apropian los sujetos en función de su activismo político? ¿De qué manera se inscriben estas experiencias político-educativas en los procesos sociales más generales que se están desarrollando? Buscando formular posibles respuestas a estos interrogantes puse en diálogo la información que construí a partir de la realización del trabajo de campo con los aportes conceptuales de diversos autores. Presento a continuación los principales aportes con los que dialogué, aunque los iré recuperando en su totalidad a lo largo de los siguientes capítulos de este libro.
II. Los principales aportes conceptuales que retoma esta investigación
Esta investigación se desarrolló desde una perspectiva que concibe a la etnografía no como un conjunto de técnicas sino como una perspectiva de abordaje caracterizada por: 1) un/a investigador/a que se constituyen como cronistas de lo no documentado de la realidad social (lo no familiar, lo cotidiano, lo oculto, lo inconsciente) para dejar testimonio escrito y público de realidades tanto cercanas como lejanas; 2) un producto final que es ante todo un texto descriptivo en el que se conserva la riqueza y complejidad del fenómeno estudiado y cuyo análisis se sustenta en categorías teóricas; 3) una investigación en la que el investigador/la investigadora y su experiencia directa tienen un papel central, generando vínculos personales, cotidianos y prolongados con los sujetos de estudio y realizando al mismo tiempo tanto las tareas de construcción de datos como el análisis de los mismos; 4) una indagación que da relevancia a los significados, saberes y explicaciones locales/nativos sobre los acontecimientos sociales que poseen los sujetos estudiados, colaborando con ellos, manteniendo apertura frente a sus maneras de comprender el mundo y respetando el valor de sus conocimientos; 5) una construcción de conocimiento que parte de la descripción y análisis de realidades particulares pero para responder a inquietudes teóricas y prácticas más generales (Rockwell, 2009, p. 20 y ss.).
La influencia de la etnografía educativa latinoamericana (y fundamentalmente de la obra de Elsie Rockwell) fue decisiva a lo largo del proceso de investigación4. De este campo retomé conceptualizaciones que me permitieron explicar los procesos analizados y que sintetizan extensos debates teórico-metodológicos acerca de los procesos educativos y de su abordaje antropológico. Me refiero fundamentalmente a conceptualizaciones específicas en torno a la naturaleza de las instituciones educativas (Rockwell, 1987, 1995) y a los procesos de apropiación que se desarrollan al interior de las mismas (Ezpeleta y Rockwell, 1983; Rockwell, 1996, 2000).
En relación a la naturaleza de las instituciones educativas la conceptualización propuesta por la etnografía educativa latinoamericana surge fundamentalmente del debate sostenido con la teoría reproductivista en educación. Ésta, representada en términos generales por las obras de Althusser (1970), Baudelot y Establet (1975), Gintis y Bowles (1976) y Bourdieu y Passeron (1977), fue sumamente significativa para contrarrestar el mito liberal que suponía un funcionamiento equitativo de los sistemas educativos capaz de revertir los efectos de la desigualdad social de los educandos. No obstante, al proveer una caracterización unívoca de la escuela como aparato de reproducción de la ideología dominante y de las desigualdades de clase, su propuesta terminó por volverse obstáculo epistemológico al posponer la investigación empírica sobre los procesos contradictorios, reales, de construcción social de la educación básica en América Latina y sus relaciones con las clases populares (Cragnolino, 2001; Rockwell, 2009).
Lejos de desconocer las relaciones de poder o la dimensión analítica de clase social al interior de las instituciones educativas lo que se propone es que, en ellas, si bien predominan los intereses de las clases dominantes, esto no cancela ni la presencia de los sectores oprimidos ni la posibilidad de la articulación de sus diversas acciones en los procesos de oposición a los grupos dominantes (Rockwell, 1987). Esta concepción transforma a las instituciones educativas en objetos solo definibles en términos de su concreción social, histórica y política y entendiendo que
(…) lejos de constituir simples instrumentos usados por el Estado para moldear corazones y mentes (…) se convierten en lugares en los que diversas representaciones de la persona educada entran en juego, son impulsadas, retiradas o elaboradas. (Rockwell, 1996, p. 21).
Esas diversas representaciones que entran en juego –y, más de una vez, en disputa– responden no solo a la diversidad de proyectos educativos que se impulsan desde el Estado a través de políticas, lineamientos curriculares y programas educativos. Responden también a sentidos, prácticas y expectativas educativas que provienen de distintos representantes civiles5: de padres y madres, de asociaciones cooperadoras, de organizaciones políticas, sindicales, comunitarias o religiosas e inclusive de empresas cuyos intereses suelen presentarse de manera más o menos camuflada. Esa heterogeneidad de intereses, sentidos y expectativas en torno a la educación entran en contacto y en un diálogo más o menos tenso en la cotidianeidad de la institución escolar. Rockwell (1987) remite a estas cuestiones al señalar, por ejemplo,
(…) la imposibilidad de establecer una demarcación nítida entre “escuela” y “comunidad” en escuelas públicas sostenidas en cierta medida por los padres de familia y en localidades donde la escuela es el espacio tanto de organización civil como de gestión hacia las autoridades políticas. (p. 29).
Otra noción que forma parte de esta perspectiva conceptual acerca de las instituciones educativas es la de apropiación. Con esta noción se alude a la relación dialéctica entre las condiciones estructurales que ponen a disposición determinados bienes culturales (lenguajes, políticas, recursos, sentidos) y la capacidad individual y colectiva de los sujetos para hacer uso (para apropiarse) de esos bienes (Heller, 1977; Rockwell, 1996). Desde este lugar se complejiza el proceso de aprendizaje humano más allá del modelo de simple “interiorización” o “inculcación” para centrarse en la relación activa entre el sujeto particular y la multiplicidad de recursos y usos culturales disponibles objetivados en los ámbitos heterogéneos que caracterizan a la vida cotidiana (Padawer, 2010).
Al visibilizar la existencia de procesos de apropiación al interior de las instituciones educativas se intenta poner de relieve los modos a través de los cuales los sujetos dan concreción real a la vida escolar y más allá de los mecanismos estatales de control (Ezpeleta y Rockwell, 1983; Rockwell, 1996, 2000). No obstante, y si bien se trata de una categoría que sitúa sin ambigüedad la acción en la persona –en tanto él/ella toman posesión sobre y hacen uso de los recursos culturales disponibles– es necesario localizarla dentro del conflicto social: se debe reconocer que esa apropiación se produce en el marco de relaciones de poder existentes entre los sujetos, algunos de los cuales poseen más poder que otros para apropiarse de aquello que está disponible y tanto en términos materiales como simbólicos (Rockwell, 1996).
En el marco de mi investigación, este concepto me fue útil precisamente para entender que la presencia de programas estatales, el uso de lineamientos curriculares oficiales o la existencia de sentidos educativos hegemónicos en la cotidianeidad de las experiencias educativas del Movimiento no representaban elementos que “contaminaban” un universo educativo “alternativo” o “contra-hegemónico” (suposición que, como veremos en el siguiente apartado, suele ser recurrente en los estudios sobre la temática). Por el contrario, estos elementos eran utilizados de manera heterogénea, eran reformulados de diversos modos y podían ser apropiados por los sujetos –de manera individual o colectiva– con sentidos políticos y educativos inesperados y sumamente potentes. Del mismo modo, la noción me resultó útil para explorar los procesos por medio de los cuales los sujetos que participaban de estas experiencias se apropiaban de las mismas en un sentido político: construyendo motivaciones para su participación que podían inclusive escapar a los sentidos previamente definidos para la misma.
Precisamente en torno a la dimensión de la participación o involucramiento político recuperé aportes teóricos y metodológicos de diversos estudios socio-antropológicos sobre política colectiva, tales como Borges (2009); Manzano (2004a, 2004b, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011); Quirós (2006, 2009, 2011); Sigaud (2004); Vázquez (2011), entre otros. Estos trabajos me resultaron importantes porque me invitaron a cuestionar las visiones dicotómicas entre el Estado (como aparatos político-administrativos racionalizados) y la sociedad civil (expresada en movimientos sociales y formas de acción colectiva). Contrariamente a estas visiones, reconstruyen la interpenetración mutua existente entre lo estatal y lo civil y las vinculaciones cotidianas de los activistas políticos con ámbitos, agentes y políticas estatales. Al mismo tiempo, privilegian el análisis de los contextos amplios de vida de quienes participan en colectivos políticos, de las especificidades locales y regionales que configuran las tramas de participaciones y del modo en que históricamente se construyen como legítimas ciertas demandas y formas de lucha6.
Al poner el énfasis en los aspectos contextuales, relacionales e históricos, los aportes de estas investigaciones me ayudaron en el intento por abordar de un modo más complejo los procesos de política colectiva en el marco de los cuales se desplegaban las experiencias educativas analizadas. Además, a través de algunos/as de estos/as autores/as, me acerqué a textos de la teoría política vinculados al pensamiento marxista y/o gramsciano –y en línea, por tanto, con la obra de Elsie Rockwell–. Me refiero a las producciones de Roseberry (2007), Corrigan y Sayer (2007), Crehan (2004, 2019) y Williams (1980). Estos me resultaron útiles para entender que más allá de los posicionamientos ideológicos y discursivos en torno a la “autonomía” de las organizaciones sociales respecto de los sectores dominantes, la política y la cultura de los sectores subalternos y de sus organizaciones existen dentro del campo de fuerza del Estado, y sus posibilidades de acción son moldeadas por él (Roseberry, 2007).
Desde los aportes conceptuales de estos trabajos así como también de lo que retomé del campo de la etnografía educativa latinoamericana pude sostener un debate fructífero con el campo específico de antecedentes sobre educación y movimientos sociales. Veamos a continuación parte de este debate.
III. Los estudios sobre educación en movimientos sociales en Argentina
En los últimos años se ha vuelto notable en Argentina la cantidad de trabajos que abordan experiencias educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales. Estas producciones provienen de diferentes tradiciones disciplinares, por lo que es posible encontrar trabajos realizados tanto desde la pedagogía, la comunicación social o la sociología de la educación como también –aunque en menor medida– desde la antropología social. En primer lugar, presentaré en este apartado las investigaciones7 que, a mi entender, comparten ciertos supuestos comunes respecto de estas experiencias educativas. Luego me detendré en el análisis de otras producciones que se realizan tomando una distancia crítica de esos supuestos.
Primer supuesto: las experiencias educativas de los movimientos sociales surgen en respuesta a la ausencia estatal
Un primer punto de partida habitual en la bibliografía sobre la temática reside en explicar la emergencia de estos proyectos educativos en función del escenario político y social configurado a partir de la implementación de políticas neoliberales en nuestro país durante la década de 1990. Para ello, diferentes autores (como Elisalde, 2008; Meneyián, 2007; Sverdlick y Costas, 2008; Gluz et al., 2008, entre otros) se abocan a la reconstrucción de las circunstancias políticas, sociales y económicas de este momento histórico tales como la reestructuración y “achicamiento” del Estado, reducción del gasto público, descentralización administrativa y transferencia de responsabilidades estatales de áreas como salud y educación hacia la sociedad civil o hacia el sector privado. Desde aquí, plantean que como reacción y “resistencia” frente a estas políticas neoliberales que tendieron a la des-responsabilización estatal surgieron los colectivos políticos y sociales que más tarde –iniciada la década de 2000– impulsarían experiencias educativas.
Se vuelve notorio que en la mayoría de estos trabajos el análisis de las condiciones históricas que han contribuido a la conformación de estos movimientos y organizaciones sociales y al surgimiento de sus experiencias educativas se detiene en lo sucedido durante la década de 1990 y se extiende, en última instancia, hasta los hechos ocurridos en nuestro país a principios de la década de 2000 –y fundamentalmente en torno a la crisis de diciembre de 2001–. Esto es llamativo considerando que los sucesos de la última década debieran pensarse como relevantes si se considera que una de las experiencias educativas más estudiada (la de los Bachilleratos Populares) tuvo su mayor crecimiento cuantitativo luego de 2005 y fundamentalmente hacia el final de la década de 2000.
Esta operatoria analítica puede percibirse también en la exploración que realizan los antecedentes en relación al análisis del campo de la educación de jóvenes y adultos (ya que es a este sector de la población al que están dirigidas una gran parte de las iniciativas educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales). Respecto del mismo, se señala que la reforma neoliberal en el ámbito educativo resultó un momento de crisis aguda a partir de procesos como el cierre de la Dirección Nacional de Educación del Adulto, la transferencia de los servicios educativos nacionales a las jurisdicciones provinciales y la pérdida de especificidad de la modalidad a partir de su inclusión dentro de la categoría “Regímenes Especiales”, junto con la Educación Especial y la Educación Artística.
El análisis contextual pareciera detenerse en aquel momento histórico, proyectando las características atribuidas al mismo (“ausencia”-“corrimiento”-“achicamiento” estatal) sobre el contexto actual, soslayando el análisis de las políticas y actuaciones estatales contemporáneas orientadas a la educación de jóvenes y adultos (EDJA) o bien abordándolas de manera superficial y desechando su análisis como parte constitutiva del universo de las prácticas analizadas:
[los Bachilleratos Populares] han optado –como tantas otras organizaciones de la sociedad civil– por “auto-gestionar” aquellas cuestiones o aspectos en los que el Estado se encuentra ausente (…) la continuidad de las políticas neoliberales y los procesos de exclusión son los que justifican su existencia (…) “lo público” puede ser gestionado en el terreno de las organizaciones y movimientos sociales, cuando el Estado se corre de su responsabilidad. (Sverdlick y Costas, 2008, p. 34, el destacado es propio)8.
El Estado, en las últimas décadas, ha desatendido la especificidad del área [de EDJA] y a la vez se permite la implementación, en algunos casos, de costosos programas que no solo no han logrado resolver los problemas educativos de la población en situación de riesgo, sino que son concebidos desde ópticas tecnicistas y de difícil adaptación para esta población. (Elisalde, 2008, p. 95).
De esta forma, se excluye del análisis las condiciones políticas, sociales y educativas actuales en las cuales se inscriben este tipo de organizaciones sociales y las experiencias educativas que impulsan que, como señalé, surgieron fundamentalmente en la segunda mitad de la década de 2000 y se extendieron fundamentalmente hacia finales de dicha década. Desde mi interpretación, este supuesto se ha consolidado y extendido en tanto permite obviar el análisis de ciertas condiciones estructurales que condicionaron el accionar de algunas organizaciones sociales, así como la vinculación con ciertos programas y actuaciones estatales en materia educativa lo cual impediría sostener una visión dicotómica de los movimientos y organizaciones sociales como entidades autónomas y contrapuestas al ámbito estatal.
Segundo supuesto: la vinculación entre los movimientos que sostienen experiencias educativas y el Estado es a partir de la confrontación o bajo el riesgo de la cooptación
Como acabamos de ver, estos trabajos aluden al Estado en función de su achicamiento, su corrimiento o su ausencia respecto de sus responsabilidades educativas. Se propone que a partir de esa situación se constituyó una demanda educativa insatisfecha a partir de la cual, como respuesta, “emergieron” las propuestas educativas de las organizaciones y movimientos sociales. No obstante, el Estado sigue estando presente en estos estudios cuando se analiza, por ejemplo, los procesos de demanda iniciados por los movimientos y organizaciones sociales para que los distintos ministerios de educación provinciales otorguen “legalización” u “oficialización” a sus propuestas educativas de manera que puedan expedir certificaciones educativas a sus estudiantes (entre otras cuestiones reclamadas, como el pago de salarios docentes o presupuesto para infraestructura).
No obstante, la operatoria analítica compartida en torno a esos procesos de demanda es la de presentarla o bien bajo la imagen de abierta confrontación entre Estado y movimientos o bien portando un peligro de “contaminación” de las experiencias educativas. Esta última preocupación conduce inclusive a diversos autores a establecer “tipologías” de vinculación entre el Estado y las organizaciones sociales que impulsan experiencias educativas (por ejemplo, en Gluz et al., 2008 o Dorado et al., 2010). Desde aquí pareciera que son las organizaciones sociales y sus acciones las que colocan o no al Estado –o las que lo hacen con mayor o menor riesgo– en un lugar de centralidad al exigir el reconocimiento (la “oficialización”) de sus experiencias educativas.
Una de las autoras que más profundiza a nivel teórico en su concepción del Estado es Michi (2008) quien reconoce que los movimientos sociales –que llevan adelante las prácticas educativas como las que ella estudia– se encuentran en permanente tensión con aquel:
[los movimientos] se constituyen en actores políticos en relación con el Estado en el marco de la lucha de clases (…) interpelan [al Estado] en términos de derechos y denuncian el incumplimiento de las obligaciones estatales. Reclaman además la participación en la formulación de políticas, en el control de la gestión y en el reconocimiento y financiación de sus proyectos. (Michi, 2008, p. 322).
Sin embargo, pareciera que la autora también adscribe a la idea de Touraine según la cual
los movimientos sociales más importantes (…) no son los que se niegan a intervenir en los niveles [estatales] institucionales y organizativos, sino por el contrario, los que se vinculan a las fuerzas sociales formadas en estos niveles y logran imponerse a ellas, dirigirlas. Aunque su papel sea siempre como agente de impugnación, no de gestión. (Touraine, 1995 citado en Michi, 2008, p. 9, el destacado es propio).
Lo que me interesa señalar aquí es que desde esta discursiva oscilante (que va de identificar a los movimientos sociales como interpeladores del Estado que reclaman participación en la formulación y gestión de la política a valorar como los movimientos más importantes a aquellos que impugnan a las instituciones y se niegan a gestionar9) lo que se cuela es una perspectiva normativista o prescriptiva acerca del accionar de los movimientos y organizaciones sociales respecto del Estado: es decir, que señala qué posicionamiento se debe o no tomar.
Este señalamiento que realizo no cancela la posibilidad de que los movimientos sociales y sus experiencias educativas respondan a los intereses de los sectores populares y se constituyan en proyectos “independientes” o “autónomos” de los sectores dominantes. Pero lo que intento señalar es que esa independencia siempre es una autonomía relativa (Williams, 1980) ya que los sectores dominantes en tanto tales poseen la capacidad de incidir material o simbólicamente sobre esas experiencias, esos movimientos o al menos sobre el lenguaje en el cual se formulan esas demandas (Corrigan y Sayer, 2007; Roseberry, 2007). Considero entonces que la autonomía no puede ser supuesta a priori, como una esencia que portan los movimientos sociales y sus experiencias educativas sino que debe ser examinada en su concreción histórica y social, con sus múltiples contradicciones, avances y retrocesos, y no desde una mirada prescriptiva o normativa en relación a lo que los sujetos colectivos deberían hacer o dejar de hacer.