Полная версия
Una escuela como ésta
Edición: Primera. Diciembre 2021
ISBN: 978-84-18929-13-7
Depósito legal: M-32384-2021
Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina / Barcelona, España
Thema: JHMC (Social & cultural anthropology)
Bisac: SOC002010 (Anthropology / Cultural & Social)
WGS: 860 (School and learning/Adult education/adult education centre)
Diseño: Gerardo Miño
Composición: Laura Bono
Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de los editores.
© 2021, Miño y Dávila srl / © 2021, Miño y Dávila sl
Dirección postal: Tacuarí 540
(C1071AAL) Buenos Aires, Argentina
Tel: (54 011) 4331-1565
e-mail producción: produccion@minoydavila.com
e-mail administración: info@minoydavila.com
web: www.minoydavila.com
Índice
Prólogo, por Elena Achilli
Introducción
Capítulo I. Los orígenes del Movimiento. Las actividades territoriales y el inicio de las actividades educativas
Capítulo II. El Bachillerato Popular. Educación popular, educación tradicional: tensiones en torno a lo político y lo educativo
Capítulo III. El espacio FinEs Primaria. Apropiaciones de un programa educativo oficial y construcción de sentidos políticos diversos
Capítulo IV. “No teníamos idea cómo era ir a un ministerio a abrir gestiones”. Los saberes cotidianos de la militancia territorial
Reflexiones finales
Referencias bibliográficas
Agradecimientos
A Marcela Expósito, cuya memoria vivirá por siempre junto a la de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki.
A todos los que apuestan cotidianamente a la potencia transformadora de las experiencias educativas.
“[En la cárcel] los libros y revistas solo proporcionan ideas generales, bosquejos más o menos logrados de las corrientes generales de la vida del mundo, pero que no pueden proporcionar la impresión inmediata, directa y vívida de la vida de Pedro, Pablo o Juan, de cada personaje real que al no ser comprendida, tampoco nos permite comprender aquello que está universalizado y generalizado”
Antonio Gramsci
“El camino es siempre inconcluso, la comprensión de las realidades tanto propias como ajenas casi siempre será provisional e incompleta. Por eso, es necesario escribir”
Elsie Rockwell
Prólogo
De lo educativo político o de lo político educativo
“(…) los lectores se apropian de los textos, los hacen significar otras cosas. Cambian el sentido, interpretan a su manera deslizando su deseo entre líneas: se pone en juego toda la alquimia de la recepción”
Michèle Petit, 1999
Este texto focaliza en el análisis de experiencias educativas configuradas en la trama sociopolítica y organizativa de un movimiento social. Sin embargo, también podría decir que el foco de interés remite al análisis de procesos sociopolíticos que emergen de esas experiencias educativas. Con ello no pretendo enmarañar la clara y excelente problemática que Lucía Caisso explora en este libro, bellamente escrito. Solo deseo mostrar algo de lo generado al incursionar en su lectura, porque me permitió ingresar a un conjunto de vivencias y conocimientos movilizadores en tanto dialogué, interrogué, me sorprendí y se activó mi imaginación. En palabras de M. Petit podría decir que ingresé al proceso de “lectora trabajada” por el texto en tanto éste movilizó en mí un conjunto de sentidos sobre su contenido (Petit, 1999). Una situación que habla, indudablemente, del valor y la relevancia de lo que se encuentra condensado en estas páginas.
Si bien los aportes del texto son múltiples dedicaré este prólogo a enfocarme en el aspecto que considero como la contribución más importante del libro y que se destaca por la fuerza que va adquiriendo a lo largo de las páginas. Me refiero a las reflexiones que la autora habilita a propósito de la imbricación de lo educativo con lo político en las experiencias educativas estudiadas. Una imbricación que se explora tanto a propósito de los espacios escolares en los que se involucra el movimiento social analizado (un Bachillerato Popular y un “aula” del programa FinEs Primaria) como a propósito del proceso formativo que suponen para los integrantes de la organización las prácticas de la militancia territorial.
En el marco de esa exploración lo que se evidencia a lo largo de todo el libro es el proceso de configuración mutua entre los campos de lo educativo y de lo político, entendiendo tanto a uno como al otro polo de esta relación en su sentido más amplio: lo educativo como lo escolar, como lo pedagógico, como los programas y políticas públicas de Educación de Jóvenes y Adultos pero también como los procesos formativos más informales, más inconscientes, más naturalizados; lo político como la participación en colectivos políticos organizados y como los sentidos de transformación que movilizan cotidianamente a los sujetos pero también como los procesos políticos más generales que limitan, configuran y atraviesan a esas expresiones políticas de las clases subalternas. Campos que, aunque suelen presentarse como diferenciados, se instituyen entre sí tal y como se evidencia a lo largo de esta obra: lo educativo se constituye en una experiencia política y, simultáneamente, lo político se instituye en una experiencia educativa. Campos que implican relaciones pedagógicas en los que, explícita o implícitamente, se transmiten, se apropian, se intercambian, circulan saberes, bienes materiales y culturales, políticas públicas, conocimientos y prácticas que se configuran relacionalmente.
Es en este sentido que Antonio Gramsci ha planteado que las relaciones pedagógicas se despliegan en toda la sociedad:
Cada relación de “hegemonía” es, necesariamente, una relación pedagógica y se verifica, no solo al interior de una nación, entre las diversas fuerzas que la componen, sino en todo el campo internacional, entre complejos de civilizaciones nacionales y continentales. (Gramsci, 1983, p. 8).
Un posicionamiento que el autor ha ampliado en torno a lo que entiende como “Estado educador” no solo por ser responsable de constituir las políticas educativas sino también como constructor de hegemonía en tanto conformador de consensos y de sentido común y también, retomando una idea desplegada en este libro, de “saberes cotidianos”. Una perspectiva que nos posibilita abrir un conjunto de interrogantes acerca de nuestras experiencias contemporáneas e históricas. Interrogantes que devienen tanto de las relaciones de hegemonía/subalternidad propias de nuestras sociedades capitalistas así como de las diversas modalidades en que esas relaciones penetran la vida cotidiana y son apropiadas en las prácticas y relaciones entre los sujetos. Interrogantes que implican un ir y venir entre lo que podríamos denominar pedagogías sociales (en tanto circulan y se estructuran en la vida en sociedad) hasta las pedagogías áulicas/escolares propiamente dichas1. En fin, lo educativo y lo político en sus mutuas e inseparables configuraciones.
Lo anterior muestra algunos de los sentidos que me ha despertado la lectura de este libro, del que destaco también la claridad con la que se expone la concepción teórica metodológica y el enfoque etnográfico desde el cual fue realizada la investigación que le da sustento. Desde esa concepción y ese enfoque Lucía mira, escucha y escribe acerca de prácticas y procesos relacionales para dilucidar diversos procesos puestos en juego en las experiencias analizadas. Así incursiona y recorre distintos caminos: se detiene en la historización de la militancia del movimiento social, en la emergencia de un Bachillerato Popular para jóvenes y adultos, en el espacio FinEs Primaria, en las actividades territoriales y en la heterogeneidad, la conflictividad, los aciertos, los procesos formativos y políticos y hasta las dimensiones emotivas que se generan en todos esos espacios. Un recorrido desde el que se aporta claridad contextual a debates extendidos en el campo académico y social respecto de los movimientos y organizaciones sociales y sus iniciativas educativas, constituyendo aportes que trascienden el campo de los estudios de la antropología de la educación.
Invito a las lectoras y los lectores a que ingresen a la experiencia de ser “trabajadas/os” por este texto. En él se encontrarán con la imbricación –sin dicotomía alguna– de experiencias que al ser educativas son siempre políticas y al ser políticas suponen, también, un proceso formativo para quienes se entregan a ellas.
Elena L. Achilli
Rosario, 5 de noviembre de 2021
1 He ampliado estas ideas en Achilli (2016).
Introducción
I. Presentación
Es probable que cualquier persona familiarizada con el campo de la educación latinoamericana se haya topado alguna vez con el término educación popular. En el caso de nuestro país, se trata de una noción que se puede encontrar asociada a contextos históricos y proyectos políticos sumamente diferenciados: está presente tanto en el proyecto educativo sarmientino, en las prácticas político-pedagógicas del peronismo de base (a partir de la fuerte influencia de la obra de Paulo Freire en nuestro país en la década de 1970) así como también en múltiples iniciativas educativas desarrolladas en la década de 1990. En la actualidad, la encontramos vinculada a numerosas experiencias emprendidas por organizaciones políticas y movimientos sociales diversos y, particularmente, por aquellos que se auto-definen como movimientos u organizaciones territoriales. Tal vez sea esta gran diversidad de experiencias la que llevó a que, hace más de tres décadas atrás, Pablo Pineau planteara que el concepto de educación popular es un concepto tan recurrente como escurridizo… Tanto “que se vuelve vacío por lo cargado que se presenta” (Pineau, 1988, p. 1).
En este libro se condensa una investigación antropológica que, lejos de querer clarificar el contenido del término educación popular se preocupó más bien por todo lo contrario: una etnografía de la educación orientada a suspender los múltiples contenidos teóricos que se le han asignado al término para intentar dar cuenta de realidades concretas que se producen asociadas a él. En ese camino, documenté y analicé procesos heterogéneos, polisémicos y contradictorios que me invitaron a ir tomando cada vez mayor distancia de los sentidos que se condensan en torno a la categoría teórica de educación popular y que asignan ciertas nociones arquetípicas a lo que ocurre en su nombre.
Fue en la distancia recorrida entre esos supuestos –ajenos pero también propios– y la realidad que logré reconstruir a partir del trabajo de campo y en diálogo con otros autores y autoras que se escribió esta investigación. Espero que el lector/la lectora encuentren en ella que me he acercado con cierto éxito a la tarea de analizar procesos que evidencian que las experiencias de educación popular impulsadas por movimientos sociales no poseen una esencia distinta a otras experiencias educativas: tienen tanto de particular y de universal como cualquier otro proceso educativo (inclusive los que se desarrollan al interior del sistema educativo oficial) si se analizan con la profundidad y el detenimiento con el que una mirada antropológica aborda –o debiera abordar– cualquier fenómeno cultural.
Recorrer ese camino no resultó un ejercicio sencillo, fundamentalmente porque mi trabajo desentonó con gran parte de los estudios sobre educación y movimientos sociales que existen actualmente en nuestro país: estudios que han realizado un inestimable aporte de visibilización y difusión de la existencia de estas experiencias educativas pero que, desde mi perspectiva, han tendido a opacar la complejidad de los procesos que se despliegan en ellas en tanto las presentan como contrapuestas, alternativas y superadoras del sistema educativo oficial. Éste es, al mismo tiempo, presentado también de manera homogénea como mero aparato reproductor de la ideología dominante, como terreno de pedagogía “tradicional”, como espacio de exclusión y de perpetuación de las desigualdades sociales.
En debate con estos trabajos opté por desenfocarme de la categoría de educación popular en tanto categoría teórica para volverla, más bien, una categoría nativa y respecto de la cual debían relevarse su usos concretos en el universo estudiado (Caisso, 2013). En esa exploración se evidenció no solo que el término era utilizado de manera diferencial y hasta disputada por los múltiples actores sociales involucrados en estas experiencias sino que algunos de ellos, inclusive, ni siquiera se sentían familiarizados con él.
A lo largo de los cuatro años de trabajo de campo que realicé, esa exploración se articuló con el registro y análisis de procesos diversos que daban cuenta de una trama educativa y política compleja, socialmente situada e históricamente configurada. Siguiendo los diversos hilos de esa trama reconstruí problemáticas que probablemente le resulten familiares no solo a quienes forman parte, conocen o estudian la cotidianeidad de los movimientos y organizaciones sociales en nuestro país, si no a cualquier lector o lectora que conozca los conflictos que se suscitan cotidianamente en cualquier institución educativa –sea pública, privada, formal o informal–. Conflictos, tensiones y heterogeneidades que pocas veces se analizan o se ponen en evidencia en los estudios del campo de la educación y los movimientos sociales.
El portal de esta investigación se abrió a mediados del año 2009 en la ciudad de Córdoba (Argentina) cuando conocí a Eugenia1, una mujer que formaba parte de una organización política que se definía como de izquierda independiente –es decir, sin vinculación con partidos políticos ni sindicatos ni gobiernos–. Esta organización –a la que aludiré de aquí en más como “el Movimiento”– se había identificado en sus orígenes con el movimiento piquetero argentino, esa serie de organizaciones surgidas hacia finales de la década de 1990, orientadas a la construcción política con sectores populares –identificados fundamentalmente como desocupados2– y cuya metodología de acción directa fueron los piquetes o bloqueos de rutas provinciales y/o accesos a grandes ciudades.
Mi encuentro con Eugenia se produjo en un multitudinario seminario sobre “Teoría e historia de la Educación Popular”. En él, escuché a la mujer contar que el Movimiento estaba llevando adelante la primera experiencia de “Bachillerato Popular” en la provincia de Córdoba. Los Bachilleratos Populares venían, en aquel entonces, tomando popularidad y creciendo en términos cuantitativos mes a mes. Nacían como escuelas secundarias impulsadas por movimientos sociales diversos y estaban destinadas a jóvenes y adultos con escolaridad secundaria incompleta. En términos técnicos generales, demandaban –y aún demandan– a los ministerios de educación de las jurisdicciones a las que pertenecen su oficialización: ser reconocidos como instituciones con capacidad de otorgar certificaciones educativas a los jóvenes y adultos que allí cursan sus estudios3. Como yo me encontraba interesada en comenzar a investigar experiencias educativas en movimientos sociales me acerqué a la mujer, quien no dudó en invitarme a conocer el Bachillerato Popular. Poco tiempo después decidí seleccionar esta experiencia educativa en concreto como referente empírico de mi investigación de Doctorado.
Las hipótesis que formulé en los inicios de mi investigación dan cuenta de mi interés por distanciarme de esos abordajes que, a mi entender, proyectaban una “imagen encantada” (Quirós, 2006) sobre estas experiencias educativas. En esas hipótesis yo sugería que donde los autores solían ver horizontalidad, pedagogía crítica y “respuesta” de los movimientos sociales a una necesidad educativa insatisfecha yo encontraría, más bien, un mundo de intereses políticos bien calculados por parte de las organizaciones de desocupados (así las definía en ese entonces). Esos intereses seguramente eran los que justificaban su inversión de energía en este tipo de proyectos pedagógicos, los cuales asociaba, además, a la intención por formar políticamente a las personas que asistían como estudiantes.
Sin embargo, ya desde el inicio de mis primeras incursiones al campo –a inicios del año 2010– comenzó a volverse evidente que la selección de categorías que había realizado para definir y delimitar el problema de estudio de mi investigación –tanto en el título como en el proyecto todo– no era precisa. El Movimiento, por ejemplo, no resultó ser cabalmente una organización “de desocupados”: aunque gestionaba algunos planes de desempleo que tenían como beneficiarios a vecinos de barrios y villas marginales de la zona sud-este de la ciudad y formaba parte de un Frente nacional que recuperaba la lucha, figuras e ideales de las organizaciones “piqueteras” de desocupados surgidas a finales de la década de 1990, sus integrantes optaban por denominar al colectivo como una organización territorial en algunas oportunidades o como un movimiento político y social en otras. El proceso de investigación me permitiría determinar que en la discordancia entre estas categorías nativas y las categorías que yo había seleccionado se expresaba mi desconocimiento acerca de las transformaciones socio-históricas que se estaban operando en organizaciones como el Movimiento y que redundaban –entre otras cosas– en el cambio de términos con que nombrarse a sí mismas.
Pero si estas categorías resultaban desacertadas para pensar al Movimiento, perdían aun más sentido al buscar referirse a las actividades educativas emprendidas por sus integrantes. En las clases y actividades del Bachillerato Popular (experiencia que comencé a investigar en primer término) no se escuchaba hablar de “desocupados”, ni tampoco eran tan frecuentes –o tanto como yo esperaba– las alusiones al Movimiento, a sus reivindicaciones o a su proyecto político. De hecho, la mayoría de las personas que formaba parte del Bachillerato no pertenecía a la organización. Al inicio de mi trabajo de campo, solo nueve individuos (entre estudiantes y educadores) se reconocían como integrantes del mismo, mientras que la mayoría del plantel docente (que contaba en ese momento con una veintena de integrantes) o bien adscribía a otras organizaciones políticas (fundamentalmente estudiantiles universitarias) o bien no se reconocía como militante de ninguna organización. En el caso de los estudiantes (que contabilizaban alrededor de 30 personas) eran muy pocos –casi excepcionales– los que participaban de las actividades que el Movimiento había desarrollado durante años en la zona.
Una tarde en que realizaba una de mis primeras observaciones de campo, emprendí un diálogo que evidenció esta heterogeneidad de actores y sentidos en la que comenzaba lentamente a sumergirme. Yo me había dirigido al Bachillerato a observar una clase de Cs. Sociales que era dictada por Eugenia. Pensé que en una asignatura como ésa, dictada por una militante fundadora del Movimiento, podría seguramente registrar los modos en que la organización hace jugar sus intereses políticos en relación a esta actividad educativa.
Al llegar al Bachillerato y como la clase aún no había comenzado, Eugenia –con quien había coordinado mi presencia en el lugar– me pidió que explicara a los estudiantes el motivo por el que yo estaba ahí. Para eso, me paré frente a ellos y comencé a contarles sobre qué trataba la investigación. Al intentar enunciar por qué me interesaba en esta experiencia educativa en particular, aludí a lo que consideraba su característica principal: dije que estaba ahí para estudiar “escuelas como éstas, hechas a pulmón por la gente de los movimientos sociales”. Los estudiantes no parecían demasiado interesados en escuchar las explicaciones que justificaban mi presencia en el aula: por el contrario, se mostraban deseosos de que terminara de hablar para que la clase comenzara de una vez.
Cuando mi breve discurso terminó miré a Eugenia para cederle la palabra y que pudiera comenzar con su labor. Sin embargo, antes de que esto sucediera, una estudiante que yo no había advertido como particularmente interesada en la charla quiso volver sobre mi alocución. Preguntó: “Pará (…) cuando decís ‘escuelas como éstas’ (…) decís de adultos, ¿no?”. Miré a Eugenia. No acotó nada, sino que sonrió y me hizo un gesto que entendí como “te toca a vos responder”. Luego se dio vuelta y comenzó a escribir en el pizarrón algunas consignas para la clase del día. La pregunta de la estudiante me confundió. Comencé a ensayar mentalmente otras maneras de decir lo ya dicho, pero no sabía cuál de ellas sería la más adecuada… ¿qué esperaba la militante que yo dijera a los estudiantes? ¿Y qué sentirían estos frente a mi definición sobre algo en lo que ellos participaban? ¿Aprobación, indiferencia, curiosidad?… “Sí, de adultos”, respondí a la estudiante y la clase comenzó.
Si recupero esta pequeña escena para presentar este trabajo es porque expone cómo al intentar definir de manera espontánea la naturaleza de esta experiencia educativa eché mano de mis propias atribuciones sobre lo que allí sucedía. La posibilidad de objetivar estas atribuciones había sido dada por su contraste con la opinión de la estudiante y el silencio de la militante/educadora. Para la primera, mi definición de esta escuela (de este espacio, de esta experiencia que ella estaba viviendo) era tan lejana a su propio entendimiento que ni siquiera buscó indagar en los significados de la misma. No me preguntó, por ejemplo, a qué movimiento social estaba haciendo referencia, sino que retomó el pronombre “ésta” y lo vinculó a su propia interpretación de lo que allí estaba sucediendo (una clase de una escuela de adultos). Para la militante, mientras tanto, tampoco fue menester dar una definición propia de lo que yo estaba intentando definir.
De esta manera se fueron tensando los supuestos que yo poseía y que giraban en torno a la creencia de que en una experiencia educativa “como ésta”, la organización social que la había impulsado tendría una presencia central, politizando el contenido, acercando a los estudiantes de manera explícita a sus reivindicaciones o identificando a estas escuelas con las luchas piqueteras. En otras palabras, llegué al campo esperando encontrar el mensaje del Movimiento como elemento protagónico de esas experiencias educativas. Me encontré, más bien, con experiencias educativas atravesadas por una multiplicidad de sujetos sociales: militantes del Movimiento (con mayor trayectoria asociada a la militancia territorial), profesores no pertenecientes al Movimiento (en general estudiantes universitarios y muchos de ellos militantes de agrupaciones estudiantiles), algunos pocos estudiantes que eran parte de la organización (en el sentido de que participaban de muchas de las actividades aunque no se reconocían como “militantes”) y también una gran mayoría de estudiantes que no habían tenido contacto previo con ella, funcionarios estatales, pobladores de la zona, entre otros. Todos ellos, a partir de diversos saberes, sentidos y expectativas buscaban (no pocas veces de manera conflictiva) dar vida a esta experiencia educativa.
Más adelante, además, comencé a percibir que quienes formaban parte del Movimiento y se involucraban como profesores en las actividades educativas se reconocían como militantes cuando interactuaban con el resto de los profesores o con los estudiantes. Sin embargo, Eugenia y su pareja, Gastón, aparte de ser nombrados como militantes, también se reconocían y eran reconocidos como referentes cuando se encontraban realizando actividades territoriales, en vinculación con los vecinos y pobladores de las villas y barrios que se movilizaban con el Movimiento.