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Inmediato á la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía á esta sazón, en una pequeña ermita dedicada á San Bartolomé[1] un santo hombre, de costumbres piadosas y ejemplares, á quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced á sus saludables consejos y acertadas predicciones.

[Footnote 1: San Bartolome. See p. 29, note 2.]

Este venerable ermitaño, á cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca, y en más de una ocasión le ha atado bien corto,[1] les aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca, en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que San Bartolome habia hecho al diablo su prisionero.'

[Footnote 1: le ha atado bien corto… su prisionero. See p. 29, note 2.]

Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedió á cuantas esperanzas se habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor,[1] se contaban unos á otros con aire de misterio, cómo aquella noche fuertemente atado de pies y manos y á lomos de una poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre.

[Footnote 1: la plaza Mayor. The name of the principal square of the town.]

De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla á término, ni nadie se lo acertaba á explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que, gracias á la oración del santo ó al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como se refería.

Apenas la novedad comenzó á extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud se lanzo á las calles con ruidosa algazara, y corrió á reunirse á las puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamó á concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en capitulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus improvisados jueces.

Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel[1] para administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente á fin de notificarle su sentencia.

[Footnote 1: condes de Urgel. See p. 118, note 1.]

Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones, y ya los animados diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban á poner en cuidado á sus guardas, cuando afortunadamente llego la orden de sacar al reo.

Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro con la visera, un sordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso.

Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre; aquella armadura, objeto de las más sombrias tradiciones mientras se la veía suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita.

Las armas eran aquellas, no cabía duda alguna; todos habían visto flotar el negro penacho de su cimera en los combates, que en un tiempo[1] trabaran[2] contra su señor; todos le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, á par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas á la muerte de su dueño. Más ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba á saberse: al menos así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quede frustrada, á la manera de otras muchas, y porqué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento de la verdad, resultaran nuevas y más inexplicables confusiones.

[Footnote 1: en un tiempo = 'once upon a time.']

[Footnote 2: See p. 16, note 3.]

El misterioso bandido penetró al fín en la sala del concejo, y un silencio profundo sucedió á los rumores que se elevaran[1] de entre los circunstantes, al oir resonar bajo las altas bóvedas de aquel recinto el metálico son de sus acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal con voz lenta é insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó á encoger sus hombros ligeramente con un aire de desprecio e insulto, que no pudo menos de irritar á sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.

[Footnote 1: elevaran, dirigiera. See p. 16, note 3.]

Tres veces volvió á repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante ó parecida contestación.

–¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! comenzaron á gritar los vecinos de la villa presentes al acto. ¡Que se descubra! ¡Veremos si se atreve entonces á insultarnos con su desden, como ahora lo hace protegido por el incógnito!

–Descubríos, repitió el mismo que anteriormente le dirigiera[1] la palabra.

[Footnote 1: elevaran, dirigiera. See p. 16, note 3.]

El guerrero permaneció impasible.

–Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.

La misma contestación.

–En el de los condes soberanos.'[1]

[Footnote 1: condes soberanos. See p. 121, note i, and p. 123, 1.22.]

Ni por ésas.[1]

[Footnote 1: Ni por ésas = 'Nor did these (threats) avail.']

La indignación llegó á su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia á un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.

La cosa no era para menos.

El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída sobre la brillante gola de acero, estaba vacío…completamente vacío.

Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció ligeramente, y descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido sordo y extraño.

La mayor parte de los espectadores, á la vista del nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente Ia habitación y salieron despavoridos á la plaza.

La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba impaciente el resultado-del juicio; y fué tal la alarma, la revuelta y la vocería, que ya á nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, á la muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.

Al fin se apaciguó el tumulto, y decidióse volver á un calabozo la maravillosa armadura.

Ya en él[1] despacháronse cuatro emisarios, que en representacion de la atribulada villa hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse, era breve y compendiosa.

[Footnote 1: Ya en él. A bold ellipsis which would be inconsistent with common usage in English.]

—Cuélguese, les dijeron, la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa, fuerza le serà el abandonarla ó ahorcarse con ella.

Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron á reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron á la cárcel por la armadura, en corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso requería.

Cuando la respetable comitiva llego al macizo arco que daba entrada al edificio, un hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos circunstantes, exclamando con las lágrimas en los ojos:

–Perdón, señores, perdón!

–Perdón!; ¿Para quién? dijeron algunos; ¿para, el diablo, que habita dentro de la armadura del señor del Segre?

–Para mí, prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las prisiones; para mí… porque las armas… han desaparecido.

Al oir estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que, mudos é inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se encontraban, Dios sabe hasta cuando, si la siguiente relación del aterrado guardián no les hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez:

Perdonadme, señores, decía el pobre alcaide; y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en contra mia.

Todos guardaron silencio, y él prosiguio así:

–Yo no acertaré nunca á dar la razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, á quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitían ni descubrir ni castigar.

En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron á la cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si misterio en ellas había, me levantaba poco á poco y aplicaba el oido á los intersticios de la ferrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.

En vano procuré observarlas á través de un pequeño agujero producido en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más obscuros rincones, permanecian un día y otro descompuestas é inmóviles.

Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí mismo de que aquel objeto de terror nada tenia de misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y no cuidando siquiera—tanta era mi fe en que todo no pasaba de un cuento—de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos, la luz de mi linterna se apagó por sí sola, y mis dientes comenzaron á chocar, y mis cabellos á erizarse. Turbando el profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros, que se removían y chocaban al unirse entre las sombras.

Mi primer movimiento fué arrojarme á la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta-con un guantelete, que después de sacudirme con violencia me derribó sobre el dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando sólo que despues de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco á poco se fué alejando hasta perderse.

Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.

Trabajo costó á los más pacificos el contener al pueblo que, furioso con la novedad, pedía á grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.

Al cabo logróse apaciguar el tumulto, y comenzaron á disponerse á una nueva persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.

Al cabo de algunos días, la armadura volvió á encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé,[1] la cosa no era ya muy difícil.

[Footnote 1: San Bartolomé. See p. 29, note 2.]

Pero aún quedaba algo por hacer: pues en vano, á fin de sujetarlo, lo colgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían á tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.

Aquello era el cuento de nunca acabar.[1]

[Footnote 1: Aquello era el cuento de nunca acabar = 'It was a never-ending story.' One of the sort that seems to reach a climax only to begin over again.]

En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogando[1] al piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.

[Footnote 1: y rogando. A careless and incorrect construction which leaves the sentence incomplete. Better y rogaron. Notice the omission of the conjunction que before the subjunctive decidiera. This is a frequent Spanish usage.]

El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el fondo de una caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase una cruz.

La operación se llevo á término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen de pavor el animo de los consternados habitantes de Bellver.

En tanto que las piezas arrojadas á las llamas comenzaban á enrojecerse, largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos saltaban[1] como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnasen por libertar á su señor de aquel tormento.

[Footnote 1: saltaban. The antecedent must be piezas, although it is too remote to be obvious. Such loose constructions are not to be recommended. ]

Extraña, horrible fué la operación, en tanto que la candente armadura perdía su forma para tomar la de una cruz.

Los martillos, caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los golpes.

Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba á formarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados, que pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra, ó se contraía en zigzag como un relámpago.

El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer el espíritu infernal y la armadura se convirtió en cruz.

Esa cruz es la que hoy habéis visto, y á la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su nombre; ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo[1] ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.

[Footnote 1: en el mes de Mayo. To celebrate the festival of May-day.]

Dios ha cerrado sus oídos á cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el invierno los lobos se reunen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan á su sombra á los caminantes, que entierran á su pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

CREED EN DIOS

CÁNTIGA PROVENZAL

Yo fuí el verdadero Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell.[1] Noble ó villano, señor ó pechero, tú, cualquiera que seas, que te detienes un instante al borde de mi sepultura, cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.

[Footnote 1: Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell. The name of Teobaldo, does not figure in mediaeval Catalonia, nor the barony of Fortcastell. This inscription is probably a literary fiction.]

I

Nobles aventureros, que puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas; si al atravesar el quebrado valle de Montagut [Foonote: 1] os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oidme.

[Footnote 1: Montagut. The mountains of Montagut, which rise to a height of 3125 teet, are situated in the province of Tarragona, Spain.]

II

Pastores, que seguís con lento paso vuestras ovejas que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut en el rigor del verano, y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruídas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oidme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lírios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad; si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut á coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, á cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oidme.

IV

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes á lágrimas, todas habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido, y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut,[1] del cual voy á referiros la peregrina historia.

[Footnote 1: Teobaldo de Montagut. See p, 140, note I.]

I

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía, que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.

–¡Allí está! ¡allí está! gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando á sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.

Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó á las nubes.

La serpiente había desaparecido.

II

Teobaldo vino al mundo, su madre murió al darlo á luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.[1]

[Footnote 1: los enemigos de Dios. The Moors are meant here.]

Desde este punto la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse á un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba á sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía á las doncellas, daba de palos á los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba Santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.

III

Un día en que salió de caza, y que, como era su costumbre, hizo entrar á guarecerse de la lluvia á toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuro en nombre del cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, á que abandonase aquel lugar y fuese á pie y con un bordón de romero á pedir al Papa la absolución de sus culpas.

–¡Déjame en paz, viejo loco! exclamó Teobaldo al oirle; déjame en paz; ó ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como á un jabalí para distraerme.

IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó á contestarle:—Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero á tus manos borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.

–¡Un Dios que castiga y perdona! prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada. Vo no creo en Dios, y para darte una prueba voy á cumplirte lo que te he prometido; porque aunque poco rezador, soy amigo de no faltar á mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alali en vuestras trompas, que vamos á darle caza á este imbécil, aunque se suba á los retablos de sus altares.

V

Ya después de dudar un instante y á una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes á desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote, murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería horrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de ¡Al jabali!—¡Por Zas breñas!—¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió á las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.

VI

—¡Por dónde va el jabalí? preguntó el barón subiendo á su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta.—Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas, le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.

Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza á los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.

VII

Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero ó más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca á la res, que dos ó tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos, y echádose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba á intervalos entre los espesos matorrales, tomaba á desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su armas.

Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, é internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.

VIII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló la saeta, que fué á clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dió un salto y un espantoso bufido.—¡Muerto está! exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo á hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo; ¡muerto está! en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo, comenzó á hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, cayó al suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.

Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba á acortarse; cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.

IX

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