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Las Inmortalidades
Las Inmortalidades

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El condenado había levantado finalmente la cabeza y había mirado al juez Virih Tril: tal vez se trataba de un efecto óptico y, sin embargo, le había parecido que en uno de los cuatro ojos de ese probo magistrado extraterrestre brillaba una lágrima y que sus dos bocas temblaban un poco.

Capítulo 5

La Tierra se había convertido en colonia del pueblo imperialista del planeta Larku, situado en la galaxia de Andrómeda, a 2,538 millones de años luz de la Tierra: alienígenas con cuatro ojos, de los cuales normalmente dos estaban abiertos solo en la oscuridad, al ser sensibles al infrarrojo, un par de bocas, aunque la superior solo era aparente, con función exclusiva como nariz. En el resto eran similares a los seres humanos.

¡Que toda la culpa y la vergüenza recaigan sobre el profesor Otto Bauer de la Universidad de Berlín! Ese inconsciente, tras el descubrimiento de los rayos ultrafotónicos por parte del grupo post-einsteiniano de la Universidad de Turín, había lanzado haces de rayos al espacio a velocidad por encima de la de la luz, para contactar con otras posibles especies inteligentes. Y los belicosos larkuanos, al recoger esos mensajes, no podían creer haber encontrado, sin esforzarse, un nuevo mundo habitable al que someter: después de un par de años terrestres, habían aparecido en el Sistema Solar pertrechados con sus astronaves superfotónicas.

Se contaba que, entretanto, el científico había esperado en vano respuestas de civilizaciones alienígenas y que finalmente se había lamentado continuamente ante su ayudante, lanzando cada vez más a menudo su invectiva habitual: «¡Maldición!» Hasta que un día la había llegado la respuesta, pero en forma de un rayo enemigo que le había desintegrado junto con todo su laboratorio, por lo que no había tenido tiempo de conocer su éxito. Para los derrotados terrestre era una mísera compensación que fuera castigado por esas mismas criaturas que él mismo había atraído a la Tierra.

Contra el planeta Larku no podía hacerse nada más que rendirse: ese pueblo no solo había atacado por sorpresa, sino disponiendo de una tecnología muy superior. Solo había un punto en el que los larkuanos eran un poco inferiores: los terrestres tenían desde hacía tiempo cyborgs humanoides, los alienígenas solo robots, feos y torpes. Sin embargo también sus autómatas eran eficientes. Se rumoreaba que se habían abstenido de construir cyborgs por razones religiosas. Por otro lado, poseían la ventaja de un armamento y una informática bastante más sofisticados y, sobre todo, mientras que los larkuanos viajaban por las galaxias, los terrestres apenas se habían expandido por el Sistema Solar con naves lentísimas a fotones, con una velocidad máxima en torno a tres cuartos de la velocidad de la luz: solo había habido un caso, con un equipo de cyborgs, en dirección al única planeta de la estrella Próxima Centauri, expedición inútil porque ese mundo era una estrella perdida, similar a nuestro Júpiter, pero sin cuerpos celestes en órbita y se había revelado no solo como inhabitable sino, a diferencia de Marte y de algunos satélites del propio Júpiter y de Saturno, completamente intransformable en un planeta habitable: había sido un viaje inútil a velocidad por debajo de la de la luz que había durado una veintena de años entre ida, exploración y retorno.

Tras el descubrimiento de la fuerza ultrafotónica, no había habido tiempo de diseñar medios superlumínicos: solo de lanzar las dañinas señales. Por tanto había sido imposible que las astronaves-tortuga terrestres se opusieran a los fulminantes vehículos alienígenas. Esos bandidos de Larku habían atacado por todas partes; sobre la Tierra, sobre Marte y sus satélites, hasta la victoria. El ataque había durado solo unas pocas horas. Los enemigos habían combatido en persona, usando los robots solo para funciones secundarias, mientras que las fuerzas armadas terrestres habían lanzado en su defensa cyborgs militares sin que el ejército humano se expusiera en la línea de fuego: los robots habían sido inmediatamente desintegrados por el enemigo junto con las aeronaves militares que los transportaban y la humanidad se preguntaría por siempre: ¿Habríamos perdido igual si hubiésemos combatido nosotros mismos, en vez de delegar en esos humanoides electrónicos de escasa flexibilidad mental? Indudablemente sí, había sido siempre la conclusión, pero al menos no habríamos sufrido ni la vergüenza ni el arrepentimiento.

La rendición había sido incondicional. Los larkuanos habían nombrado inmediatamente sus gobernadores tiránicos sobre la Tierra y sobre los demás planetas y satélites del hombre.

Pueblo muy misterioso, no se había conseguido saber casi nada de su historia. Los ocupantes vigilaban todos los medios de comunicación terrestre, vetando la transmisión en directo y controlando y eventualmente censurando las noticias antes de hacerlas pública, así que se conocía solo lo que los larkuanos no trataban de ocultar o querían difundir, noticias estas últimas que las centrales operativas alienígenas transmitían holográficamente a las redes de distribución de las televisiones, de las computadoras y de los miniteléfonos proyectores de los terrestres, por ejemplo, la reaparición de pintadas antilarkuanas en las paredes, pero con la advertencia de que los culpables serían localizados y castigados con severidad. Se había sabido de los invasores, entre pocas otras cosas más, que tenían una única religión, a la que llamaban el Credo Misteriosófico. Y se sabía, porque a menudo los extraterrestres la invocaban incluso en público, que adoraban a una entidad llamada Supremo del Cosmos. Se rumoreaba además que el pueblo del planeta Larku se consideraba como el pueblo elegido y que, en lo que respectaba a los sometidos, consideraban inteligentes a algunos de ellos, no elegidos pero elegibles por mérito y se valían de ellos para ciertas tareas secundarias. El extravagante criterio de selección se basaba no tanto en las facultades intelectivas de la persona examinada, sino en primer lugar en la inmediata sumisión a los colonizadores. A la mayoría de los terrestres se le había considerado como un grupo entero de individuos sin alma. Se trataba, en suma, de una filosofía espiritual iniciática similar al antiguo gnosticismo de los terrestres. Más en concreto, se parecía a esa importante variante alejandrina expresada por el teósofo Valentino, según la cual los seres humanos no estaban todos incluidos en dos únicas clases, como pensaban otros gnósticos, las de los mortales materiales, sin espíritu y por tanto sin resurrección a la vida eterna, y la de los espirituales, admitidos en la alegría plena de la eternidad en el Reino trascendente que rodea a Dios y que emanaba de Él, llamado el Pleroma: para los valentinianos existía también la categoría de los psíquicos, individuos inteligentes que, si se elevaban en vida con la meditación y otras prácticas, podían por los menos ascender después de la muerte a una vida eterna en una serena zona celeste apropiada en los confines del Pleroma. Los larkuanos no habían construido ningún lugar de culto sobre los planetas que habían sido del hombre. Se rumoreaba, pero sin ninguna prueba, que tenían sus templos en las astronaves en órbita. Por turnos, una vez cada treinta rotaciones de la Tierra, equivalente a aproximadamente treinta y tres días larkuanos, subían con sus teletransportes, mucho más potentes y sofisticados que los terrestres porque podían transportar a muchos larkuanos a la vez, reorganizándolos perfectamente a la llegada sin ninguna mezcla de átomos de los diversos individuos. En esas ocasiones, llevaban vistosas vestiduras sacras. Los invadidos habían constatado también, en primer lugar en su propia piel antes de rendirse, que, igual que entre los seres humanos, también entre los invasores se encontraban los «malos», como los definían los terrestres, egoístas y prepotentes, y los «buenos», normalmente altruistas y bastante piadosos, incluso con el género humano. Después de una semana, todos habían comprendido que los dirigentes políticos y militares larkuanos estaban sin duda todos entre los malos, más bien entre los despiadados: esta noticia había sido difundida muchas veces por todos los medios, seguramente por encargo directo de los propios jefes larkuanos, a fin de que la conciencia de su maldad sirviera para mantener mejor el orden. También se había anunciado oficialmente que los ocupantes, sin duda por razones interesadas de orden público, habían concedido a los ocupados una autonomía limitada, tanto religiosa como institucional: un poco como hacía el antiguo pueblo romano en las regiones de su imperio, por ejemplo en Judea. Naturalmente, esta autorización se había publicitado como un gesto de infinita magnanimidad. Las iglesias terrestres, por tanto, no se habían disuelto, sino solo se habían visto sometidas a un tributo en dinero, con la más absoluta prohibición para los jefes religiosos, bajo pena de muerte, de expresar opiniones políticas. En lo que se refería a los centros urbanos, los administradores hasta el nivel de alcalde, cargo este último sometido a un prefecto larkuano, seguían siendo terrestres, pero elegidos de entre quienes los jefes larkuanos consideraban inteligentes de acuerdo con el criterio excéntrico de la sumisión inmediata. Por el contrario, se habían aplicado a los ocupados las leyes de los invasores y los jueces humanos habían sido relevados y sustituidos por magistrado del planeta Larku.

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