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Las Inmortalidades
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Con el paso del tiempo, el mundo se había olvidado de la existencia de los inmortales.

Habían sido las mismas autoridades las que habían ordenado ese olvido, eliminando de las memorias electrónicas cualquier noticia sobre ellos. Para la historia oficial, no habían existido nunca. Pero si durante un largo periodo ninguno había oído hablar nunca de esos 1003 eternos, el futuro sin embargo tenía guardado para ellos una reaparición clamorosa, la fama y… algo más. Pero hasta el nuevo advenimiento esencial, tendría que producirse un acontecimiento cuya causa desencadenante estaría en la Tierra, pero sus consecuencias tendrían origen muy lejos de nuestro planeta.

Capítulo 3

Otto Bauer, quincuagenario catedrático de Astrofísica Posteinsteiniana en la Universidad Libre de Berlín (Freie Universität Berlin antes del triunfo de la lengua anglomundial y la desaparición de las lenguas nacionales), además de director del Ente de Investigación de la Vida Extraterrestre estaba a punto de acabar su lección:

—… y como ya sabéis por mi colega de Teoría de la Investigación y es aceptado comúnmente desde hace más quinientos años, ya en el siglo XX el filósofo de la ciencia Karl Raimund Popper había establecido que toda teoría, para poder definirse como científica, debía poder ser falsada. Así, por ejemplo, el psicoanálisis era filosófico pero no científico, porque el concepto de inconsciente, por definición, no es experimental y por tanto no se puede falsar científicamente. Por el contrario, la hipótesis cosmológica geocéntrica era indudablemente científica, porque había podido falsarse con certeza por Isaac Newton. A su vez, la teoría newtoniana era científica porque se reducía a un simple caso particular de la más amplia teoría einsteiniana y también esta última era científica en cuanto, y esto es lo que nos interesa en definitiva, fue refutada parcialmente por el Grupo Post-einsteniano de la Universidad de Turín, que, gracias al descubrimiento de las ondas ultrafotónicas, demostró en 2515, hace exactamente dos años, la posibilidad de superar, en teoría infinitamente, la velocidad de la luz. Y es también sobre la base de este descubrimiento de que gracias a las ondas ultrafotónicas acortamos enormemente los tiempos de las comunicaciones interestelares como espero poder contactar finalmente con una civilización alienígena.

Sonó el timbre de fin de la clase.

—Nos vemos el próximo día —había dicho el prof a modo de despedida y levantándose se había dirigido a grandes pasos a su estudio.

Durante casi toda la hora había estado nervioso porque, poco después de empezar la lección, su ayudante principal le había advertido que había llegado un mensaje de la Comisión de Financiación: casi seguro que era la decisión que esperaba desde hacía meses.

—¡Maldita sea!

Se había oído al docente en toda la planta:

—¡Burros fanáticos! ¡Esas ratas de sacristía, esos psíquicos subdesarrollados creen que pueden mandar al diablo nuestra investigación! —Bauer, cuyo rostro hacía un momento estaba completamente encarnado por la excitación, había empalidecido después de acabar de leer el breve mensaje, luego se quedó sin palabras durante unos segundos, con la perilla leonada que le temblaba sobre el agudo mentón, y finalmente había explotado. Le resultaban inconcebibles tanto la repuesta como la motivación: ¡además con letras mayúsculas, como para ofenderle!

Se rechaza la solicitud de fondos porque

EL PROYECTO ES MANIFIESTAMENTE ILÓGICO.

Fdo. El Presidente de la Comisión

- Prof. Dra. Marisa Zanti -

—Yo la mato, a esa imbécil —había expresado entonces el desilusionado catedrático, desplomando su corpachón sobre la butaca de su mesa, siempre con la larga perilla temblando sobre su barbilla.

Su ayudante principal, dándose cuenta en ese momento, por su recuerdo de tantas otras crisis nerviosas de ese hombre irascible, de que la escasez de aire en los pulmones le habría impedido que la hiciera callar, había intervenido finalmente:

—Perdone, profesor, pero me parece que puede recurrir, ¿verdad?

—Hmmm… —había casi gruñido el otro, sin responder.

«Ya, este es el momento en que debe enfurruñarse», había razonado la doctora conteniendo la sonrisa y le había dejado tranquilo. Como esperaba, después de un rato el profesor había hablado:

—Usted entiende, querida Steiner, que esto nos impedirá encontrar vida extraterrestre, quién sabe durante cuánto tiempo. Y sin embargo, con la nueva posibilidad de lanzar al espacio ondas ultrafotónicas, en lugar de las lentísimas ondas de radio, estoy completamente seguro de que esta vez tendríamos éxito. Además, también estoy seguro de que la respuesta a nuestro recurso sería también negativa.

—No entiendo por qué nos han dicho que no.

—¡Yo sí lo entiendo! —Se había enfadado de nuevo—: Por razones ¡piense un poco! Re - li - gio - sas. ¿Se da cuenta de qué grupo de cretinos? ¡Por razones religiosas!

—Perdone la ignorancia: ¿qué tiene que ver la religión?

—La ignorancia no es de usted: ¡es de ellos! ¡Estoy convencido de que esa es una comisión de beatos, igual que es notorio que lo es la presidenta! ¡Seguro que también lo son todos los demás! Tienen miedo de que tengamos éxito, acabando así con su fe: piense en dónde iba a acabar su religión si descubriéramos seres inteligentes de otros planetas.

—¡Maldita sea! ¿Tiene Zanti de verdad tantas cosas que hacer? —El profesor Bauer esperaba desde hacía veinte minutos, en pie, en el pasillo del último piso del Ministerio Mundial de la Ciencia: como un centinela, estaba parado delante de la puerta de la oficina de la presidenta de la comisión.

Una hora antes había subido a un avión de línea suborbital en ruta hacia París: quería, o más bien exigía, obtener explicaciones inmediatas. Iban a oírle si no eran exhaustivas.

—Después de todo, usted no tiene cita —había comentado con voz indiferente el robot ujier de la entrada, desde su puesto—. Ya es mucho que la profesora haya aceptado recibirle.

En el rostro del científico había aparecido una expresión malvada. Se había dirigido de inmediato hacia la máquina plantándole los ojos en los objetivos. El autómata se había echado atrás acabando pegado a la pared. Sin embargo, si Bauer había tenido antes una mala intención, no la había expresado al llegar al ujier, sino que, mostrando en la boca una sonrisa forzada, le había dicho en tono dócil:

—Te ruego que se lo pidas. Hm… Te lo agradecería.

—¡Así está mejor! —había aprobado el otro y rápidamente fue a llamar a la puerta de la presidenta. Luego, entreabriendo la puerta sin esperar respuesta y metiendo la cabeza en la habitación, había poco más que susurrado—: Profesora, ese Bauer…

—Sí, ya he acabado —había respondido una voz femenina—. He oído los lamentos del profesor, pero estaba a punto de recibirlo: en un minuto, hazlo pasar.

—El señor está servido —había dicho a Bauer el robot, colocándose delante de él con la mano derecha abierta, sobre la cual el profesor había puesto un soft-dream, una especie de botoncillo eléctrico sintetizado por la industria precisamente para la relajación mental de los autómatas.

«Este ya lo he soñado», se había dicho mentalmente el robot con decepción, después de haberse introducido el botón eléctrico en la ranura pectoral apropiada y haber examinado la propina.

La presidenta era una mujer de unos setenta años, flaca, de ojos cerúleos, pelo blanco muy corto, nariz larga y estrecha, boca pequeña y sin maquillaje: la única coquetería era la eliminación total de las arrugas con el método ambulatorio Darendhörf.

Bauer, aunque sabía que no le iba a ser fácil, se había prometido mantenerse tranquilo. Al saludar a Zanti había conseguido además sonreír:

—No entiendo por qué no se ha aceptado nuestra solicitud: ¡no me han explicado nada! Francamente, no veo por qué…

—… ¿Por qué se trata de un proyecto ilógico? —La presidenta había sonreído a su vez desde el otro lado de la mesa, haciéndole una señal para que se sentara.

—Justamente. Después del descubrimiento de las ondas ultrafotónicas…

— No se trata de eso, profesor. Se trata de filosofía. De hecho…

—¿Qué diantres tiene que ver la filosofía? Um… perdóneme, no quiero ser maleducado, solo entender…

A Bauer se le encendió la cara:

—¡Vaya, tal y como yo pensaba!

—Espere, profesor, porque no lo ha entendido. Sepa que casi todos los miembros de la comisión, salvo otro y yo, son ateos como usted. Y se trata precisamente de esto: de que el ateísmo no se concilia en absoluto con la probabilidad de que en nuestro cosmos haya otras criaturas inteligentes.

—¿Qué está diciendo? ¡En todo caso es lo contrario! Hablemos claro: sois los creyentes los creyentes los que tenéis miedo de que se encuentren extraterrestres y de esa manera se acabe vuestra trola religiosa —Toda su cara estaba enrojecida.

—Ni soñarlo, profesor Bauer. ¿Cómo podríamos habernos impuesto el otro miembro y yo contra diez ateos? Pero si no se tranquiliza, haré que le echen.

—… Está bien, siempre que me lo explique, pero si no me convence…

—… ¿Me dará un puñetazo? —Y se había reído.

—N… no, naturalmente, pero en el recurso que presentaría, indudablemente me iban a oír.

—Está en su derecho y ahora escuche, si quiere. En cuanto a los principios religiosos que usted se teme, sepa, aunque esto se lo digo a puro título informativo, que creemos que la Revelación se refiere exclusivamente al género humano y nunca a los innumerables proyectos posibles de Dios para el universo, incluida la creación de extraterrestres. ¡Sería maravilloso encontrar otras posibles inteligencias! Fíjese en que se fuera atea, en lugar de posibles habría dicho inverosímiles.

Bauer había sacudido la cabeza con desaprobación.

—Sí, de verdad. Fíjese bien: ¿por qué la comisión nunca ha considerado, con una mayoría de diez contra dos que sigue su propia visión atea, profesor, que creer en criaturas extraterrestres en nuestro cosmos sería ilógico y que probablemente sería un despilfarro acabar financiando la investigación?

—¿Un despilfarro?

—Espere. Suponemos que su hipótesis como ateos es que la vida apareció por puro azar, ¿verdad?

—Se entiende que sí.

—Así que no parece muy probable en ese caso que exista un único universo, el nuestro.

—Pero…

—Espere. Usted sabe que en los últimos siglos se han encontrado millones de planetas que orbitan en torno a millones de estrellas y que ni siquiera uno ha sido capaz de alojar vida inteligente. Vidas inferiores sí, pero superiores no. Además a todos estos mundos les falta algo y, en primer lugar, en torno a ninguno de ellos orbita un satélite como nuestra Luna, sin la cual tampoco existiríamos. Seguramente sabe que desde hace muchísimo tiempo hay una relación inseparable entre nuestros dos mundos: cuando la Tierra era todavía muy joven e informe, otro plantea, más o menos de la masa de Marte, en lugar de asentarse en torno al Sol impactó con enorme violencia contra el nuestro, su materia se mezcló, parte de ella se incorporó a nuestro mundo y otra parte de dicha combinación de elementos acabó en órbita, primero formando un anillo en torno a la Tierra, compactándose luego en un único cuerpo y convirtiéndose en la Luna. ¿Algo casual? Bueno, yo no diría tanto. Sin embargo, es cierto que la Tierra sin la Luna no sería como es y, como he dicho, que nosotros tampoco lo seríamos. En primer lugar, no habría mareas, debidas a la atracción lunar, esas mareas que influyeron enormemente en el nacimiento de la vida sobre la Tierra, ya que las formas biológicas se desarrollan velozmente y de la mejor manera donde las condiciones ambientales son críticas y, por tanto, se adaptan al perfeccionamiento genético y al desarrollo cerebral: son por el contrario las situaciones estáticas las que representan negatividad para la vida, porque hacen que las formas biológicas elementales no evolucionen y acaben extinguiéndose. Sin embargo, los océanos, sometidos a las imponentes mareas provocadas por la Luna, que en el pasado estaba bastante más cercana a nosotros y ejercitaba una atracción mucho mayor, fueron en un pasado muy lejano los laboratorios más eficaces para el crecimiento de formas biológicas cada vez más complejas. En segundo lugar, es a la Luna a la que se debe esa relativa estabilidad del clima terrestre en el curso de las estaciones, que ha permitido florecer la vida. Y también el alternarse de las estaciones se debe al choque entre planetas del que derivó la Luna, ya que debido a él la inclinación del plano de rotación dejó de ser perpendicular a su plano orbital y obtuvo un ángulo óptimo de 23º. Así se produce la variación, a lo largo del año, de la inclinación de los rayos del Sol y, por tanto, la sucesión de las diversas estaciones. Eso no es todo: la Luna mantiene firme esa magnífica inclinación, con un efecto estabilizante sobre nuestra órbita, mientras que los cambios orbitales serían gravemente dañinos para la vida.

—Este bien, presidenta, estoy de acuerdo con estas cosas, que evidentemente ya sabía y he escuchado solo por mi natural amabilidad.

La presidenta había contenido la risa con dificultad, conociendo bien la rudeza del hombre que tenía delante.

El cual había proseguido:

—Estará sin embargo de acuerdo en que solo porque no se haya encontrado hasta ahora no tiene por qué no existir al menos un mundo como la Tierra que posea un satélite como la Luna y que orbite en torno a una estrella gemela de nuestro Sol. En todo el universo y ¿quién sabe? tal vez incluso en nuestra galaxia.

—Es verdad profesor, pero de hecho le he hablado de probabilidades, no de certezas: también creo que su hipótesis basada en el mero azar, tiene una posibilidad muy baja y, entiéndalo bien… los fondos se dispensan mientras la posibilidad de éxito no se considere ínfima.

—Um…

—En el caso de la existencia de un Ser trascendente creador y ordenador del universo se podría suponer la existencia de otras especies inteligentes en nuestro mismo universo. Indudablemente la cosa sería diferente si se demostrara la existencia de diversos universos paralelos al nuestro, esos universos que, ya a finales del milenio pasado, los científicos habían conjeturado sin poder demostrarlos experimentalmente en la realidad, ni siquiera hoy. Solo si existieran realmente esos cosmos se podría considerar como no demasiado improbable la existencia, no por intervención divina, sino por azar, de otra vida inteligente en alguno de ellos. Si por tanto es necesario imaginar billones y billones de universos paralelos para hacer suficientemente creíble la aparición de otras vidas inteligentes por mero azar es obvio que, para un científico ateo como usted, deberían excluirse lógicamente otras criaturas inteligentes en nuestro universo, el único en que usted podría investigar con las ondas ultrafotónicas.

—Um…

—Solo la hipótesis de los científicos creyentes, como yo, de que haya un Ente personal, un Dios creador y ordenador, no hace improbable la idea de extraterrestres en nuestro universo y le vuelvo a asegurar que yo sería la primera en querer que se descubrieran, porque sería maravilloso encontrar otras criaturas de Dios. Por eso se ha equivocado completamente al pensar que fui yo la que denegó su solicitud.

—… ¿Y si yo hubiera sido creyente?

—Los miembros de la comisión son personas respetuosas con las teorías coherentes de los demás. Como hombres con dudas, al ser científicos, saben que, según la epistemología popperiana, no son científicas ni las hipótesis de los infinitos universos ni la del Ente creador, ya que ni Dios ni, al menos por ahora, otros universos son experimentables. Sencillamente se trata de teorías aceptadas en ausencia de otras más verosímiles, hipótesis que tienen el 50% de probabilidad cada una: Es como en los tiempos del matemático Blaise Pascal y su apuesta por Dios al 50%. Si usted fuera creyente, profesor, indudablemente, en nombre de la duda científica y de la lógica, también la mayoría atea de la comisión, considerando además su enorme fama, le habría respondido que sí, no pudiendo oponer más que el propio 50% asimismo no científico. Pero así, cuando usted se declara desde el inicio como ateo…

—… Una hipótesis al 50%, ¿ verdad? Ya, ya, después de todo es una idea que también se podría considerar, ¿no es cierto? De hecho, escúcheme: inmediatamente, valiéndome del derecho de apelación, presentaré una nueva teoría según una hipótesis deísta. Pero usted está segura de que luego me darán los fondos, ¿verdad?

Capítulo 4

—La Espiral de Oro, señor Juez, era sin duda la meta académica más ardua de la Tierra, tan difícil de alcanzar que, antes de mí, en cincuenta años desde su institución, apenas un centenar de personas habían llegado a la meta. Era un objetivo espléndido: el superlicenciado tenía derecho a una enorme renta a lo largo de toda su vida natural, con la que podía proseguir sus investigaciones tranquilamente, sin necesidad de trabajos lucrativos. Desde niño había soñado con ella, desde que era un joven de dieciséis años que trabajaba en la tienda de mis padres en Módena: armas laser artesanales. No es que me desagradara ese trabajo, es que no me limitaba a seguir los diseños: muchas veces aportaba mejoras de mi invención a muchos modelos de fusiles y pistolas. Sin embargo mi sueño era dedicarme a la investigación pura, a tiempo completo. Por eso dedicaba al estudio horas nocturnas robadas al sueño. Pagaba, dedicando casi todo mi salario, las matrículas de las primeras universidades del mundo, en América y Asia. Podía asistir al menos en parte a las lecciones a lo largo de la noche, aprovechando los diversos husos horarios de los continentes y gracias al aparato que me había regalado mi padre, el Teletransporte Instantáneo de Seres Vivientes Green-Berusci. Así, con el paso del tiempo, examen a examen, una vez aprobada la selectividad general en Bolonia, obtuve primero la licenciatura en matemáticas y física en Princeton y luego el doctorado superior en filosofía universal en Tokio. Tenía entonces treinta años. En todo ese tiempo no me había concedido ninguna distracción. Había estado tan dedicado al estudio que ni siquiera había me había relacionado con mujeres y permanecía soltero. Se podría decir que era un monje del saber. Entretanto, al haber muerto ya mi padre y mi madre y haber heredado su tienda, para mantenerme había seguido con la profesión, obteniendo bastante dinero y manteniendo la libertad de mi tiempo ante horarios inflexibles: sin duda no habría tenido tal libertad si hubiera escogido una profesión dependiente, como habría sido la investigador en alguna institución. Por oro lado, esta habría sido una actividad de mayor prestigio que la de armero. Pero esto no me importaba. Durante otros veinte interminables años estudié y estudié para prepararme para las pruebas casi insuperables de la Espiral de Oro: estudiaba y fabricaba armas, fabricaba armas y estudiaba. Cuando por fin estuve listo, al inicio del año pasado realicé y aprobé los tres niveles previstos de examen en Moscú, Roma y París y expuse la tesis general en Oslo. ¡Conseguí por fin mi superdiploma! Ya había cumplido cincuenta años. En cuanto empezó a llegarme la magnífica renta de la Espiral, vendí la tienda y con lo obtenido compre material científico, alquilé un laboratorio eficiente y amplio en Cambridge y finalmente me dediqué a la investigación pura, apuntando esta vez al Premio Unificado Nobel-Green-Berusci, pero el sueño no duró. Apenas dos meses después, señor juez, a causa del desgraciado lanzamiento al espacio de informaciones sobre la Tierra por parte del señor Bauer, usando las ondas ultrafotónicas, estalló la guerra y fuimos invadidos. Y una de las primeras disposiciones del gobernador militar fue, como por otro lado consiente la nueva ley, desviar para su persona todos los rendimientos de la Espiral de Oro. Para vivir busqué entonces, en vano, un empleo apropiado para mi preparación: tanto en los institutos de investigación y las universidades como en las empresas, ¡había muchos jóvenes ansiosos en las colas en ese periodo de crisis económica! Usted ya sabe cómo son todos los jóvenes: ¡basta con que les disputes algo para que te esperen con un sublimador y te hagan desaparecer! Para comer, al no tener dinero, me vi obligado a vender mi material usado por cuatro perras. Por otro lado, al no poder pagar más el alquiler del laboratorio, tampoco habría sabido dónde guardarlo. Finalmente, al ser uno de los poquísimos expertos en armas artesanales, encontré trabajo junto a un joven armero de Londres que acababa de adquirir su taller a otros y todavía no conocía el oficio correctamente, reanudando así, aunque como empleado, el trabajo anterior. ¡En resumen, algo muy distinto de mis amadas investigaciones! Toda una vida gastada para nada. Peor aún, además para descender de jefe a dependiente y a las órdenes de un inútil. Me reconocomía la rabia cada vez más. Finalmente, hace cuatro días, esta se desató. Sabía que el día siguiente, aniversario de la conquista, el gobernador iba a desfilar con otros dignatarios por Regent Street, así que tomé uno de los fusiles de la tienda y me aposté en una ventana del tejado de la Biblioteca Cívica en la que me había escondido. Cuando pasó con un trineo aéreo, le atravesé con un rayo abrasador, tratando de dejarle una buena marca en el centro de la cabeza. Créame: solo quería que sufriera un poco, no matarle. De hecho, a pesar de lo que diga el señor del ministerio público, el rayo abrasante no mata. Para el gobernador habría sido un castigo mínimo en comparación con mi sufrimiento espiritual. Y además, señor juez, ¡en realidad fallé! ¡En realidad, ahora que ha desaparecido mi ira, estoy encantado de que haya salido indemne! Mis padres tenían razón: ¡la venganza, nunca! Es la enemiga de la justicia. Espero que usted, señor juez, quiera comprender la sinceridad de mi arrepentimiento. Sin embargo hay algo muy cierto y le ruego vivamente que me crea: la rebelión política no tuvo nada que ver en absoluto con mi acción.

Después de muchas horas, el magistrado había vuelto a la sala con la sentencia.

—¡Que se levante el acusado! —había ordenado el secretario de la sala.

Como prescribía la ley, el juez leyó con voz cortante:

—Imputado Roberto Ferrari, le declaramos… ¡culpable! y le condenamos a treinta años de trabajos forzados en las minas de metano sólido de Titán. Se levanta la sesión.

El condenado se desplomó sobre la silla, con la cabeza entre las manos, abatido.

El magistrado, sin embargo, en lugar de irse le había mirado largo rato. Luego con voz suave le había querido decir, a título personal:

—Tengo una hija que, como usted, ama la sabiduría y está a punto de terminar su tercera licenciatura. Por tanto comprendo sus sentimientos, doctor Ferrari, pero para un atentado contra uno de nosotros no están previstas atenuantes. La ley es la ley y un juez no puede desatenderla. Algún día… —aquí se había contenido, pero le habría gustado añadir: «… tal vez los magistrado nos dedicaremos a limpiar legalmente a los planetas de esos políticos ladrones, pretenciosos y militaristas que hacen leyes en su provecho y para su protección y roban a la gente honrada induciéndola a la anarquía. Pero por ahora estamos demasiado desunidos».

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