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El Criterio De Leibniz
El Criterio De Leibniz

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El Criterio De Leibniz

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«¿Habrán sido los aperitivos?».

La habitación de Cynthia era muy similar a la suya, amplia, con cama de matrimonio, un armario grande, un escritorio cómodo y sillones para relajarse. La televisión vía satélite y el bar eran accesorios suficientes para el ocupante. La decoración era cuidada, como correspondía a un hotel de máxima categoría como aquel. Los cuadros en las paredes representaban paisajes de Yorkshire, con páramos verdes poblados de brezo continuamente agitados por el viento.

El baño era muy acogedor, con los sanitarios novísimos y perfectamente higienizados. La ducha lujosa con cabina de cristal invitaba a usarla, y Cynthia empezó a prepararse enseguida. Se quitó la pinza del pelo para liberarlo, moviendo la cabeza a izquierda y derecha para desenredarlo. Le llegaba a los hombros, y revelaba un sofisticado corte escalonado. Se quitó la chaqueta y la colocó cuidadosamente en la percha. No se quitó los elegantes zapatos. Aún no. Cuando bajó la cremallera de la falda McKintock se sintió desvanecer, y para esconder su reacción le preguntó si podía ir a su habitación a coger sus efectos personales.

En cuanto salió de la puerta, con la frente empapada en sudor y el corazón batiendo salvajemente, se preguntó si no estaba cometiendo una locura. Mientras avanzaba por el pasillo con paso mecánico y cogía el ascensor para bajar al primer piso, donde estaba su habitación, se acordó de que ya no estaba casado. Estaba divorciado desde hacía años, y debía considerarse un hombre libre para poder buscar otras oportunidades. Metió rápidamente en la maleta una muda, un traje planchado y los accesorios para la higiene personal, luego cerró la puerta y se dirigió tranquilo hacia el segundo piso, habitación 216.

Llamó, pero no hubo respuesta. Movió la manija y vio que Cynthia había dejado la puerta abierta para él. No era un sueño, entonces, lo que estaba viviendo.

Entró y sintió el sonido del agua de la ducha. Dejó la maleta al lado del armario y vio que la puerta del baño estaba abierta.

Y a través de ella vio a Cynthia.

Dentro de la cabina de cristal, bajo el masaje tranquilo del agua calentísima, se pasaba una esponja llena de espuma por el pecho, bajo los senos generosos, por el estómago y por el abdomen. Estaba girada tres cuartos respecto a la puerta, con la pierna izquierda ligeramente desviada de la rodilla para abajo. Ella lo vio y no se movió ni un milímetro. Le sonrió y empezó a enjabonarse los brazos, las axilas, los lados.

McKintock habría querido encontrar la fuerza para separarse de aquella visión, al menos por una cuestión de respeto, pero no fue así.

Era bellísima. Maravillosa.

Permaneció como encantado, observando ese cuerpo magnífico, lleno e increíblemente sensual.

Ella empezó a pasar la esponja por las ingles, lentamente, metódicamente, y a echar para atrás la cabeza rítmicamente.

La mirada de McKintock siguió los movimientos irresistibles de la esponja, con los ojos fuera de las órbitas, incapaz de moverse.

Hasta que se dio cuenta de que ella lo estaba mirando, sonriente y burlona.

Cynthia llenó de agua el tapón del gel de ducha y se lo lanzó por del techo abierto de la ducha.

McKintock se despertó de golpe, como tocado por una descarga eléctrica, y enrojeció completamente de la vergüenza. Comprendió cómo debió sentirse el pobre Acteón de la leyenda. ¡Oh, Artemisa! ¿Cuántos hombres has destruido con tu belleza? Ahora yo también me he mojado con el agua mágica: ¿me transformaré en ciervo?

Cynthia echó una carcajada y se pasó la esponja rápidamente por la espalda, los glúteos y las piernas, luego se enjuagó abundantemente girando bajo la ducha y pasándose los dedos entre los cabellos para eliminar todo el champú. Cerró el grifo y dejó que el agua resbalase por su cuerpo, se cepilló el pelo y finalmente abrió lentamente la cabina, salió y se puso de espaldas para ponerse el albornoz que McKintock sujetaba para ella.

Se lo puso y se dio la vuelta. La sintió cálida, perfumada de gel de ducha de lavanda, con el pelo mojado y la piel congestionada por el agua calentísima. Terriblemente deseable.

Se movió para salir del bajo; McKintock no consiguió resistir y le apoyó las manos en los hombros, plantándose de frente a ella sin saber bien qué hacer. Cynthia lo miró con cara de reproche:

—¡La ducha!

Él soltó su presa y la dejó pasar, descorazonado.

Cynthia salió del baño, se ató el cinturón del albornoz y cogió el secador de su maleta, después volvió a entrar y empezó a secarse el pelo delante del espejo parcialmente empañado.

McKintock salió entonces y se desnudó, dejando su ropa en un espacio libre del armario, y las gafas en el escritorio. Preparó un pijama en el lado izquierdo de la cama.

Con cincuenta y ocho años cumplidos estaba bastante en forma. Como buen escocés comía poco, además le gustaba caminar rápidamente durante largos periodos, sobre todo dentro de la estructura universitaria. Usaba el coche solo cuando era indispensable, y esto le había ayudado a mantener un buen tipo. Solo un ligero esbozo de grasa en aquel hombre magro de mediana estatura, con el pelo gris y la mirada penetrante, de ojos castaños.

Entró en la ducha con una toalla alrededor de la cintura, y cuando la quitó y abrió el agua permaneció girando hacia la pared.

Cynthia no se dignó a mirarlo durante todo el tiempo. Siguió usando el secador con mano segura, con un resultado final envidiable. A pesar de la edad, su pelo era voluminoso y brillante. El tinte reproducía fielmente el que había sido su color original, solo parcialmente manchado de blanco si el rojo oscuro artificial no lo hubiese cubierto perfectamente, y sin dejar ver ni un milímetro de raíces.

Volvió a llevar el secador a la habitación. McKintock todavía se estaba duchando.

Se quitó el albornoz, cogió el perfume del neceser y disparó el aerosol repetidamente a su alrededor, creando una nube. Se introdujo en la nube y dio vueltas durante unos segundos, dejando que su cuerpo desnudo absorbiese aquella fragancia, después se puso un camisón de seda brillante de un ligero verde azulado que le llegaba hasta el muslo, sin ropa interior. Se sentó en un sillón, medio tumbada en una pose lánguida.

Tenía los brazos apoyados relajadamente sobre los reposabrazos, la cabeza apoyada en el respaldo e inclinada a la izquierda, la pierna derecha en ángulo recto y con el pie desnudo sobre la moqueta, con la pierna izquierda estirada hacia delante.

Las suaves temperaturas templaban agradablemente el ambiente de aquella noche de primavera.

Cynthia cerró los ojos, dejándose llevar por esa sensación dulce.

Después de un minuto McKintock salió del baño con el albornoz puesto y se dirigió hacia donde había dejado su pijama, pero durante el recorrido pasó por delante de Cynthia. La vio en el sillón, etérea como una ninfa, rosa como una flor maravillosamente nueva, y sintió su perfume mágico. Una descarga de adrenalina recorrió su cuerpo de los pies a la cabeza, y cayó de rodillas delante de ella. Posó sus dedos sobre su muslo derecho, delicadamente, apenas rozándola. La piel era extremadamente suave, cálida e hidratada. Recorrió unos centímetros con sus dedos, en dirección al tobillo, y después besó dulcemente la rodilla redondeada. Con la otra mano acarició el exterior del muslo derecho, y después movió la mano hacia el interior, besando primero un muslo y luego el otro. La seda del camisón resbalaba hacia arriba a medida que él avanzaba, hasta que la ingle quedó al descubierto. McKintock se encontró delante del pubis, cuyo pelo estaba cortado en forma de rectángulo formado con precisión geométrica, con el borde superior un centímetro por encima de la vulva y los lados verticales a dos centímetros de los labios mayores. Besó la cavidad de la ingle izquierda, y fue avanzando a lo largo de la semicircunferencia por encima del monte de Venus, besando cada tres centímetros hasta llegar a la ingle derecha. Apoyó ardientemente los labios sobre el clítoris, dudó, luego se limitó a besarlo, con sus labios ahora secos. La besó sobre el vientre, liso y tónico, y alrededor del ombligo, y después besó también este. Colocó sus manos sobre las costillas, le besó el estómago, luego el seno izquierdo, cálido y pleno, y pasó al derecho, frotando voluptuosamente la boca y la nariz.

En ese momento Cynthia abrió los ojos de golpe y con la mano derecha le aferró el pene, y sujetándolo como se sujeta una linterna, le hizo ponerse de pie, se levantó del sillón y maniobrando el pene como una palanca de mando hizo que McKintock se tumbara en la cama de través, con las piernas hacia abajo. Se quitó el camisón y se sentó a horcajadas encima de él, con el busto erecto, y con la mano izquierda manipuló sus labios grandes para facilitar la entrada del pene en su vagina, luego rodeó su cuello con sus dedos y empezó a moverse rítmicamente arriba y abajo. Cuando llegaba abajo del todo giraba el vientre hacia delante para frotar con el clítoris la piel de él. El ritmo era perfecto y regular, con el descenso más lento e intenso que el ascenso.

McKintock estaba como en un trance, y con las manos apoyadas en las rodillas de Cynthia la miraba con adoración extasiada. Ella se movía con una gracia y un dominio de sí misma tales que parecía una criatura divina. Mientras la acariciaba toda entera con la mirada, notó bajo las axilas dos cicatrices sutiles en forma semicircular, de forma idéntica. Al principio no comprendió, luego se acordó de que un cirujano amigo suyo le había contado que uno de los sistemas usados para implantar prótesis de silicona en el pecho era practicar un corte justo por debajo de la axila, para esconder la cicatriz. Así que ese era el secreto de esos senos tan llenos y sensuales. McKintock no se sintió decepcionado. Al contrario.

«¡Qué más da!», pensó. Si ese era el resultado, era feliz de estar disfrutándolo.

Esos senos danzaban delante de sus ojos, mientras Cynthia se movía arriba y abajo con la mirada ausente y la boca abierta. Un gemido nasal bajo acompañaba el final de cada bajada, hasta que empezó a acelerar el ritmo, más rápido y más rápido, más rápido y más rápido, dando cada vez más fuertes golpes contra él, con el gemido que se había convertido en un «¡oooh!» gutural con cada golpe. Cuando los golpes alcanzaron una furia salvaje, con el cuerpo de Cynthia tenso hasta el espasmo y cubierto de sudor, ella separó sus manos del cuello de él y lanzó un grito agudísimo, estridente y prolongado, mientras su cuerpo se estiraba y se contraía rítmicamente por el orgasmo, e iba perdiendo la coordinación

McKintock había asistido incrédulo a aquella exhibición. Nunca en su vida había visto algo así. Ni siquiera sabía que una mujer pudiese ser capaz de todo eso.

Cynthia se calmó, el orgasmo terminó y su respiración volvió a ser regular. Lo miró a la cara, con los ojos que lanzaban rayos y dejó caer un golpe violentísimo en la mejilla izquierda.

—¡Imbécil! —exclamó, luego se separó de él y se dejó caer de espaldas en la cama, durmiéndose inmediatamente.

McKintock no movió un músculo y se quedó mirando el techo, humillado, con la mejilla que ardía como un carbón ardiente.

Había eyaculado en cuanto Cynthia había comenzado a moverse más rápido.

En medio de la noche.

Cynthia tenía el sueño ligero y se despertó inmediatamente, cuando su cerebro percibió un cambio en el ruido de fondo. Hasta ahora la habitación había permanecido prácticamente silenciosa, pero ahora una voz estaba murmurando algo.

Girando levemente la cabeza, Cynthia buscó el origen de aquella voz y, en la luz que habían dejado encendida, vio a McKintock hablando dormido. Todavía estaba tumbado como ella lo había dejado, con solo el albornoz abierto, y su timbre de voz se volvía más claro con cada palabra que pronunciaba:

Canto a Artemisa, la del arco de oro,

tumultuosa, virgen veneranda,

que hiere a los ciervos, que se huelga con las flechas,

hermana de Apolo, el de la espada de oro;

la cual, deleitándose en la caza

por los umbríos montes y las ventosas cumbres,

tiende su arco, todo él de oro, y arroja dolorosas flechas.

Cynthia reconoció enseguida el Himno de Omero número XXVII, titulado «A Artemisa», dedicado a esta diosa.

Lo conocía muy bien porque, de todos los himnos que se habían escrito en honor de Artemisa, ese era su preferido.

McKintock seguía impertérrito, como si estuviese repitiendo una lección:

Tiemblan las cumbres de las altas montañas,

resuena horriblemente la umbría selva

con el bramido de las fieras

y se agitan la tierra y el mar abundante en peces;

y ella, con corazón esforzado,

va y viene por todas partes

destruyendo la progenie de las fieras.

De hecho, la actuación era intensa y expresiva, participativa. En la mente de McKintock aquel canto debía estar impreso con toda la carga interpretativa que se le presuponía, y que salía durante su declamación inconsciente.

Mas cuando la que acecha las fieras se ha deleitado,

regocijando su mente,

desarma su arco

y se va a la gran casa

de su querido hermano Febo Apolo,

al rico pueblo de Delfos,

para disponer la bella danza

de las Musas y de las Gracias.

Aquí Cynthia empezó a recitar en voz baja, siguiendo a McKintock.

Allí, después de colgar el flexible arco y las flechas,

se pone al frente de los coros y los guía,

llevando el cuerpo graciosamente adornado;

y aquellas, emitiendo su voz divina,

cantan a Leto, la de hermosos tobillos,

como infante que vino al mundo

superior a los demás inmortales

por su inteligencia y por sus obras.

Salud,

hija de Zeus y de Leto, de hermosa cabellera;

mas ya me acordaré de ti

con otro canto4

El himno se acababa, glorioso y magnífico, dejándole una profunda satisfacción.

Muchos años antes había buscado el origen de su nombre y se había imbuido en el mito de Artemisa; se había apasionado de tal forma que había aprendido todo sobre ella de memoria, y ahora se sentía complacida de que McKintock la alabase incluso en el sueño

Se irguió para sentarse en la cama, desnuda como estaba, y sonrió con ternura maternal al hombre que dormía. Cogió la manta que estaba apoyada cerca de la almohada, la desdobló y la extendió delicadamente sobre el tronco y las piernas de McKintock, tapándolo; después se metió debajo de la manta, apagó la luz y se giró sobre el costado, durmiéndose inmediatamente.

McKintock iba pensando en su primer encuentro mientras cerraba la puerta de su despacho esa noche.

Cynthia había cambiado su vida, y desde hacía un año él había empezado a sentirse un hombre más completo, más feliz. En promedio, iba una vez por semana a pasar la noche en su casa, en Liverpool, y cuando llegaba el día establecido, las tareas del día le eran menos pesadas, y conseguía incluso tomar algunas cosas con filosofía. De hecho, normalmente todos los problemas, pequeños y grandes, eran para él obstáculos igual de importantes que había que eliminar absolutamente lo más pronto posible, esforzándose de tal manera que a veces resultaba obsesivo. Pero cuando sabía que por la noche iría a casa de Cynthia su visión cambiaba, estaba más relajado, y los obstáculos menos difíciles pasaban a un segundo plano, a veces incluso pasaban al día siguiente.

Salió del despacho y montó en su coche. Llegó a Oxford Road, que atravesaba el complejo universitario a lo largo, y se dirigió hacia el norte. Torció a la derecha en Booth Street East y un poco después giró a la izquierda en Upper Brook Street. Un poco más adelante giró otra vez a la izquierda para subir por la rampa de acceso a la calle elevada Mancunian Way. El tráfico era moderado a aquella hora, y un calabobos ligero y persistente bañaba el parabrisas del coche; el limpiaparabrisas aseguraba una visibilidad perfecta.

Desde la Mancunian podía ver algo de su Manchester, la ciudad en la que había nacido y que amaba más que ninguna otra. No podría distraerse demasiado, sin embargo, porque aquella carretera era conocida por la alta incidencia de accidentes.

El motor ya estaba suficientemente caliente y el climatizador empezó a soplar aire caliente en el habitáculo.

La Mancunian pasó a ser Dawson Street y desde allí McKintock giró a la izquierda en Regent Road. En la rotonda siguió derecho por la M604, que comenzaba en ese punto, y empezó a relajarse.

Encendió la radio y puso el canal que daba las noticias a aquella hora.

«... manifestaciones de los estudiantes en la plaza Tien An Men no dejan de disminuir. Este tercer día de protestas ha registrado numerosos enfrentamientos y cargas policiales. Varios estudiantes han sido arrestados, y los periodistas deben permanecer a una cierta distancia. Por ahora está prohibido hacer fotografías o imágenes de televisión. La insistente demanda de democracia parece no poder hacer mella en el firme muro que opone el gobierno, y la represión es por ahora la única respuesta a los desfiles pacíficos en la plaza...».

«Pobres», pensó McKintock, «lo están pasando realmente mal, ellos. Querían un poco de libertad y en su lugar les llueven palos. Y los soldados tienen que golpearlos, porque si no, no comen, y son ellos los que se llevan los palos, o peor aún. China está lejos de nosotros, en todos los sentidos...».

En ese momento se acordó del encuentro con Drew.

Ya, Drew, que, de punta en blanco había sacado de su sombrero aquel descubrimiento, junto con ese estudiante de color. ¿Cómo se llamaba? No se acordaba. Las implicaciones, sin embargo, las recordaba, y bien. Si de verdad había una aplicación comercial para aquel fenómeno, sería muy útil en el ateneo. Desde que el gobierno de Howard había decidido recortar los fondos a la Universidad de Manchester para destinar una cantidad mayor a otros centros él luchaba para mantener el ateneo al mismo nivel, pero era prácticamente imposible. Cualquier actividad tenía un coste, y si el coste no estaba cubierto la actividad no se podía desarrollar. Sin discusiones. Sin peticiones. Había que renunciar. Y el orgullo del sistema universitario británico estaba deslizándose hacia un segundo plano. Era algo inaudito, absurdo, y, sin embargo, estaba pasando.

«Equidad e igualdad», había sido el lema de Howard, y lo estaba poniendo en práctica demasiado bien, ese bastardo.

Las luces de Salford volaban a los lados de la carretera, mientras la lluvia fina se había reducido a un goteo esporádico sobre el cristal.

Un tráfico discreto circulaba en dirección opuesta. Eran los que volvían a la ciudad después de haber estado fuera por el trabajo.

A medida que él avanzaba el número de coches iba disminuyendo progresivamente, y cuando llegó a la altura de Alder Forest, y la M602 se convirtió en la M62, se encontró en campo abierto.

La idea de transportar paquetes con el sistema de Drew le había venido improvisadamente, quizá estimulada por un documental sobre el comercio mundial que había visto hacía unos días, en el que habían mostrado líneas de transporte para paquetes de varios tamaños, siempre llenas y siempre en movimiento. Era impresionante ver cuánta mercancía era enviada por correo o por compañías de mensajería. Sin duda, el transporte de mercancías era un enorme negocio, y poseer un método totalmente innovador, inmediato, seguro y de bajo coste sería ciertamente un golpe ganador. Sin concurrencia. La tecnología sería únicamente suya, y podrían ganar todo lo que quisieran. Vistas las dimensiones del asunto, tenía la sensación de que la universidad podría permanecer en el nivel en el que siempre había estado.

Cierto, cómo conciliar una gestión puramente administrativa, como la de un ateneo, con una gestión netamente comercial, como era la del transporte internacional, era una cuestión que había que estudiar a fondo. También sería necesario comprobar si la ley permitía una combinación tal, incluso siendo por el bien de la universidad. Habría que consultar con expertos en el tema lo más pronto posible.

Sintonizó la radio en un canal de música clásica y durante unos minutos estuvo escuchando a Bach. La «Passacaglia en Do menor» era una obra excelsa, muy superior a la mucho más famosa «Tocata y Fuga en re menor», y la escuchó con gran placer.

Mientras tanto las pequeñas ciudades que atravesaba iluminaban brevemente el oscuro paisaje del Noroeste. McKintock solo identificó alguna, absorto como estaba en escuchar la música: Risley, Westbrook, Rainhill.

Al acabarse la Passacaglia apagó la radio, para mantener dentro de sí la sensación de elevación que le transmitía la obra. El placer sublime que experimentaba lo colocaba en un estado de gracia, y se sentía pletórico. El cansancio del día era un recuerdo, y cuando, pasado Broadgreen, terminó la autopista y empezó a acercarse a Liverpool tras tomar la Edge Lane Drive, se sintió electrizado con la idea de ver a Cynthia, de pasar la velada y la noche con ella. Era una mujer excepcional. Le daba todo lo que un hombre puede desear. La necesitaba. La amaba con locura.

La quería.

Capítulo VII

Drew no podía dormir.

La discusión con McKintock lo había turbado más de lo que habría creído. Pensaba ser suficientemente sólido como para no dejarse influenciar por las escaramuzas verbales, y ahora había que verlo ahí tumbado en la cama mirando el techo, escuchando estoicamente el tictac estentóreo del reloj, ese viejo despertador mecánico al que estaba tan apegado. Él, que se ocupaba fundamentalmente de física teórica mediante excursiones sorprendentes con los métodos matemáticos más abstractos y abstrusos con el fin de demostrar las leyes que gobiernan el universo ante sus estudiantes, tenía encima de su mesilla un despertador de agujas y al que había que dar cuerda. El despertador constituía un anclaje a las cosas simples, que funcionaban sin dificultad, y que funcionarían siempre, gracias a una tecnología anticuada, quizá, pero fácilmente comprensible y reproducible, cosa que en su campo de estudio era totalmente impensable. Necesitaba un lugar seguro en el que refugiarse tras las jornadas vividas en medio de teorías intangibles, y ese puerto era el despertador. Esa noche, sin embargo, su tictac no lo relajaba, sino que agitaba todavía más el curso de sus pensamientos.

Durante el día, entre dos lecciones, había empezado a crear un elenco de posibles compañeros que podría involucrar en la investigación del fenómeno. Había incluido, sin dudarlo, a Nobu Kobayashi, quien, por sus investigaciones sobre las altas energías, dispondría seguramente de los instrumentos necesarios para trabajar de manera eficaz sobre el problema; después había añadido a Radni Kamaranda, un matemático brillante que había podido construir el modelo matemático de un proceso físico complejo en un periodo de tiempo irrisorio respecto a lo que habrían necesitado los especialistas. Como el fenómeno que debían estudiar estaba ligado, muy probablemente, a la manipulación del tejido espaciotemporal, un físico relativista de gran valor como Dieter Schultz podría encontrar materia prima para sus fabricaciones. También necesitaba el elemento clave del grupo, alguien dotado de una intuición tal que pudiera ver la solución escondida dentro del revoltijo enorme de información y conjeturas. Alguien que, en el momento justo, pudiera comprender la verdadera esencia del fenómeno, y sintetizar instantáneamente los elementos desordenados que tuviera a su disposición, abriendo así el camino a sus compañeros.

Solo conocía una persona con esta cualidad innata, que, por otro lado, le había generado grandes complicaciones. Jasmine Novak había publicado algunos artículos sobre la teoría de las cuerdas, en los que su capacidad para intuir lo que otros no conseguían ni siquiera entrever emergía con una claridad tan cristalina que la hacían parecer como un ser sobrehumano. Drew sabía que nunca habría sido capaz de igualarla, y sabía, por lo tanto, que Novak era la persona que podría llevarlos directamente hasta la solución. Pero Novak también era una mujer.

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