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El Criterio De Leibniz
El Criterio De Leibniz

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El Criterio De Leibniz

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Eran las diez de la noche cuando empezaron a variar los otros parámetros. Habían apagado todas las luces menos una lámpara que estaba sobre la mesa. La luz espectral de la luna entraba por la ventana cercana, iluminando la espalda de dos personas inclinadas sobre una mesa desgastada de un laboratorio de física normal y corriente. Su trabajo era silencioso, monacal. El estudiante seguía al maestro, y el maestro sacaba energía de la intuición del estudiante, joven pero perspicaz. Bastaban pocas palabras, a veces tan solo leves gestos, para que se comprendieran al vuelo y siguieran en perfecta sintonía el análisis de un fenómeno tan portentoso como misterioso.

—Debe ser un intercambio —observó Drew durante las pruebas.

Marlon lo miró con aire interrogativo.

—Si la materia fuera desplazada o se desintegrara, en su lugar quedaría un vacío, y el aire alrededor lo rellenaría inmediatamente, produciendo un ruido seco, como un chasquido. Como no oímos ningún ruido, creo que la materia que desaparece de aquí va a otro sitio, y es sustituida por un volumen de aire que aparece en su lugar. El intercambio debe ser instantáneo y ocurrir en el mismo instante.

«Quién sabe a dónde va a parar todo esto», se preguntó Marlon, «¿a dónde estará apuntando el instrumento?»

En un momento dado apagaron la única lámpara que seguía encendida y hasta la pantalla del ordenador, para observar eventuales efectos ópticos asociados al experimento.

El interior del laboratorio estaba oscuro, salvo por la luz de la luna, que iluminaba débilmente el ambiente.

Ningún ruido, excepto el del ventilador del ordenador que soplaba suavemente y el zumbido tranquilo del generador de alta tensión.

Marlon sintió el impulso de mirar por la ventana y notó algo extraño: la cara que nos parece ver cuando miramos la luna ahora parecía que los observase atónita, como si no se debiera hacer lo que estaban haciendo en el laboratorio.

O no se debiera hacer todavía.

Marlon tuvo un escalofrío, pero se recuperó y activó el intercambio.

El laboratorio cayó en la oscuridad más completa. El estudiante se congeló al instante; la frente se le llenó de gotas de sudor.

—Profesor... —murmuró.

En respuesta, oyó solamente un extraño crujido. No se atrevía a moverse. El sudor aumentaba.

Parecía que el tiempo se hubiera parado.

Siempre oscuro, una oscuridad opresora, como una mano enorme que lo aplastase cada vez más.

La tensión se había vuelto intolerable.

Pasó medio minuto más, después el viento apartó la nube que había tapado la luna, sin que los dos lo supieran, y esta volvió a iluminar con una luz fría la escena.

Marlon miró a Drew.

El anciano profesor tenía los ojos fuera de las órbitas, la cara pálida como un trapo, y se aferraba con las manos a la mesa, fuertemente, con los nudillos blancos por el esfuerzo. Eso era lo que produjo el crujido que había oído poco antes. La seguridad y el autocontrol de Drew habían desaparecido, y en aquel momento tan solo exprimía una cosa: miedo.

—Profesor... —insistió Marlon.

Drew consiguió salir de su pavor, lentamente.

—Enciende la luz, Marlon —susurró con dificultad.

El chico buscó el interruptor y encendió la lámpara. Una luz vívida iluminó la mesa. Sin decir nada, fue hacia la pared y encendió todas las luces del laboratorio.

Parecía que la vida estuviese volviendo, que aquellos instantes de terror estuvieran cancelados por toda esa luz. Drew se levantó de la silla y dio unos pasos. Se secó la frente con un pañuelo.

Marlon volvió a la mesa y observó la placa del experimento. La materia había desaparecido, como siempre. No había nada distinto. El estudiante miró al profesor, que estaba volviendo a su sitio. Sus miradas se cruzaron, y ambos supieron que en aquel momento dramático habían sentido lo mismo.

—Autosugestión. Solo autosugestión. Es tarde, estamos cansados y enfrentándonos a problemas difíciles. Puede suceder... —Drew hablaba, inseguro, intentado recuperar el control de sí mismo.

—Cierto. Será eso —Marlon aprobó, poco convencido, pero sentía que, como persona razonable que se consideraba, tenía que ser como decía su maestro, más anciano y más sabio.

Los dos volvieron al trabajo, pero con menos seguridad que antes.

Los parámetros en el ordenador eran veintiocho, y a las dos de la noche Marlon y Drew acabaron las pruebas. Habían escrito todo, habían salvado todos los datos que habían utilizado, y sus ojos, rodeados por unas sombras negras, desenfocados por la tensión e inyectados en sangre por el esfuerzo visual requerido, expresaban una fatiga indescriptible, pero también la luz de un triunfo que una persona puede sentir pocas veces en su vida.

El incidente ya estaba olvidado.

Capítulo III

Vista la hora que era, Drew pensó que habría sido descortés llevar a Marlon a las habitaciones para estudiantes, solo y agotado, con todo lo que el muchacho había colaborado.

—Marlon, ¿qué te parecería venir a dormir a mi casa? Mi hermana estará unos días con una amiga suya en Leeds y podrías usar su habitación.

—Gracias, profesor, acepto encantado —respondió agradecido el chico, que estaba completamente exhausto.

Para evitar que al día siguiente alguno alterara el experimento, aunque fuera involuntariamente, Drew pegó en la puerta del laboratorio una hoja donde había garabateado: «LABORATORIO INFESTADO POR ESCARABAJOS. ¡NO ENTRAR!», después fueron al coche de Drew y en poco tiempo estuvieron en su casa, situada apenas fuera del perímetro de la Universidad.

«Menos mal que vive cerca...», pensó Marlon, sea porque el profesor había podido llegar rápidamente al laboratorio, sea porque se sentía tan cansado que se le cerraban los ojos. Necesitaba dormir absolutamente.

Caminaron hacia el ingreso y después de que Drew se peleara un rato con las llaves pudieron, finalmente, entrar.

El padrón de casa condujo al estudiante a la habitación de la hermana y le dio las indicaciones esenciales con respecto al baño y a la cocina, y luego propuso:

—Escucha, Marlon, ahora nos ponemos el pijama y nos lavamos los dientes como niños buenos, pero ¿qué dirías de beber un trago para descargar la tensión, antes de dormir?

El estudiante no se tenía en pie del sueño, pero tuvo que reconocer que también él tenía la tensión nerviosa al máximo, lo cual habría podido mantenerlo despierto toda la noche. Además, no había cenado, pero a esa hora, ¿quién tenía ganas de comer y, sobre todo, de preparar algo? Saltarse una comida no era el fin del mundo para él, así que aceptó.

—Buena idea, también será una especie de celebración, ¿no?

En un cuarto de hora estaban acomodados en los sillones del salón con un güisqui excelente en las manos. El calor agradable de los primeros sorbos les había relajado bastante, y la conversación era tranquila.

—Este es un día especial, Marlon —estaba diciendo Drew—, muy especial. Tenemos un instrumento que produce un efecto totalmente nuevo, ni siquiera teorizado, por lo que sé. Será necesario tomar en consideración las teorías físicas corrientes y ver si es posible explicar este efecto con ellas, o si, por el contrario, hay que construir una teoría nueva que lo haga. Habrá mucho trabajo que hacer, para mí y mis compañeros dispersos por todo el mundo, una vez que les haya informado del experimento.

—Será un trabajo bonito, sin duda. Me gustaría participar en ese estudio...

—¿Tenías dudas sobre ello? Después de todo, es gracias a ti que el mundo conocerá este efecto, y puedes estar seguro de que de ahora en adelante te espera solo una cosa: un montón de trabajo. De hecho, tendrás que seguir con tu plan de estudios tal y como estaba programado, y además te implicarás en cuerpo y alma en este nuevo desafío. Felicidades, Marlon, vas a ser famoso y al mismo tiempo vas a tener que trabajar más que un grumete fregando la cubierta de un barco. ¿Qué más puedes pedir? —Drew se dirigía a Marlon en tono paternal, satisfecho del trabajo del chico.

—Bueno, en este momento, pediría una buena cama —respondió sonriente Marlon, al mismo tiempo que terminaba su licor.

—Totalmente de acuerdo —dijo Drew—. A propósito, ¿cómo te llamas?

—¡Marlon! ...Ah... ejem... Joshua Marlon. Josh.

Drew lo miró con simpatía.

Aquel chico de color chocolate había tenido la suerte y la agudeza de capturar un fenómeno que, si no, habría podido permanecer desconocido para la humanidad por quién sabe cuánto tiempo.

«Un punto más para los negros», meditó. «Hacía falta. Se lo merecían. Al demonio los que querían discriminarlos. El mundo empieza a girar en el sentido justo, gracias al cielo, y creo que...», Drew volvió al presente, dándose cuenta de que el güisqui empezaba a tomar el control.

—Buenas noches, Josh.

—Buenas noches, profesor Drew.

Poco después Drew estaba en su cama, solo como siempre en su vida de solterón.

Había conocido alguna mujer, hace mucho tiempo, pero habían sido amistades o poco más. Él no había profundizado en la relación, y ellas, después de un poco, lo habían dejado, con la impresión de que no se pudiese construir nada con ese tipo que parecía tener siempre la cabeza en las nubes.

Seguramente la física ocupaba toda la vida de Drew, pero él también era un hombre, independientemente de todo lo demás, y la verdadera razón por la que no había podido construir nada en el aspecto sentimental era su hermana.

Timorina Drew vivía con él desde siempre. A sus cincuenta años, diez menos que su hermano, ella tampoco estaba casada, y se ocupaba de ambos y de la casa de manera tan ejemplar que Drew se sentía muy agradecido por todo lo que ella hacía. La presteza de su hermana le permitía, de hecho, dedicarse totalmente a su trabajo, cosa que normalmente consumía toda su energía.

De hecho, Drew había evitado casarse, inconscientemente, porque temía que su mujer no pudiera estar a la altura de su hermana, limitando su disponibilidad para sus actividades, algo inconcebible para él. Además, la eventual esposa habría podido entrar en conflicto con Timorina, y esto también le habría resultado insoportable, porque él sentía que tenía una deuda enorme con su hermana, y con su mujer habría debido tener las atenciones de un marido. Se habría encontrado en un callejón sin salida del que no habría sabido cómo salir.

En resumidas cuentas, Drew tenía sus complejos y esto no hacía fácil su vida, aunque él no se daba cuenta de ello.

Timorina, por su parte, lo sometía a chantaje psicológico, como muchas mujeres saben hacer sin que el hombre se dé cuenta, y lo inducía a hacer algunas tareas que ella simplemente no tenía ganas de hacer, proponiéndolas a Drew como trabajos que «solo tú sabes hacer bien».

Uno de estos era cortar el césped delante de la casa.

Tenía una superficie de unos doscientos metros cuadrados y con el cortacésped que tenían hacía falta una hora. No era mucho, pero últimamente la hermana lo asaltaba los domingos por la mañana, un momento sagrado para él, durante el cual habría querido relajarse completamente y permanecer en el sillón escuchando música clásica. Hasta hace un par de meses él cortaba el césped los sábados por la tarde, pero entonces Timorina había empezado a invitar a sus amigas, que antes invitaba los domingos, justo el sábado, y sostenía que no podía tomar el té con el ruido del motor del cortacésped.

Drew se había adaptado, pero estas últimas semanas esto estaba empezando a resultarle insoportable, y había tenido una idea.

Pensó que, como profesor de física que era, habría podido construir un dispositivo que pudiera quemar instantáneamente la hierba por encina de una altura dada, obteniendo un resultado parecido al del cortacésped.

Drew sospechaba que, con un retículo de conductores en el jardín, y generando un campo eléctrico con un alto potencial a, digamos, cinco centímetros sobre la hierba, podría quemarla en una cierta longitud, obteniendo el mismo efecto que al cortarla.

No se le pasó por la cabeza, ingenuo él, que su hermana pudiera no aceptar las marcas de las quemaduras en la hierba, y que él habría tenido que volver al cortacésped como siempre.

En todo caso, de todo esto había salido el dispositivo que ahora reposaba en la mesa del laboratorio.

Si hubiese sabido que la «amiga de Leeds» que Timorina visitaba desde hace poco los domingos, y esta vez todo el fin de semana más el lunes, era un simpático señor de mediana edad que en aquel preciso momento estaba haciendo gimnasia con su hermana en una buena cama de matrimonio.

Capítulo IV

Marlon se despertó pronto, al amanecer. Normalmente no tenía ninguna dificultad para levantarse por las mañanas, y esta vez, a pesar del cansancio de la noche anterior, no fue diferente. Pero se quedó un poco en la cama, reflexionando sobre todo lo que había ocurrido, y volvió a preguntarse a dónde estarían mandando el material. ¿Quizá a una pagoda japonesa? ¿A un desierto australiano? ¿O quizá a algún pueblo africano remoto?

«Bah! Si hay una manera de descubrirlo, ¡lo descubriremos!» concluyó filosóficamente.

Bajó a la cocina y encontró a Drew, que estaba preparando un copioso desayuno para dos.

Se saludaron y atacaron con gusto los huevos con panceta acompañados de un buen té.

Hablaron poco mientras comían, porque no tenían mucho tiempo.

Acabado el desayuno Drew llamó a la secretaría de la Universidad para informar de que llegaría tarde.

Marlon, sin embargo, no tenía clases esa mañana, así que estaba libre.

Se prepararon y salieron.

Lo primero que hicieron fue ir a ver a un notario amigo de Drew. Después de unas explicaciones breves, el notario ordenó preparar un documento en el que se declaraba que en una cierta fecha los señores Lester Drew y Joshua Marlon habían descubierto un efecto físico, descrito sucintamente, y que este efecto era producido por un instrumento construido por Drew y oportunamente regulado por Marlon. Del gato no se hablaba.

Después de firmar, entraron en el coche y Drew condujo hasta el aparcamiento cercano al despacho del rector.

Se hicieron anunciar y pocos minutos después entraron.

El rector McKintock ocupaba ese despacho de manera espartana y sin florituras. Solo lo esencial y lo útil tenían cabida en ese local. El aspecto mismo del rector emanaba sobriedad y eficiencia.

—Drew, amigo mío, ¿qué puedo hacer por ti? —Tan solo una ojeada a Marlon, sin saludarlo.

—Hola, McKintock. Tengo un descubrimiento.

Lo escueto de la afirmación de Drew hizo que la frente del rector se arrugara, colocándose la fría máscara que presentaba en su puesto de trabajo. Esa máscara debía expresar autocontrol y también control total sobre todo y sobre todos, y eso era una ayuda valiosa para mantener la escala jerárquica como debía.

McKintock sabía que Drew era bueno, pero no esperaba que, con sesenta años, el físico produjese algo especial, después de una vida transcurrida a la sombra de la enseñanza, digna pero anónima.

—¿Un descubrimiento? ¿Cuál?

—Mi estudiante Marlon y yo hemos creado un aparato capaz de intercambiar volúmenes de espacio de manera instantánea y con poco gasto de energía.

El rector era profesor de filología, y la física era para él un mundo completamente etéreo e incomprensible. Conceptos como el espacio-tiempo, la relatividad o incluso la estructura del átomo le eran del todo extraños.

Creyó comprender lo que Drew había dicho, y lo miró con una sombra de sarcasmo. Después cogió simultáneamente un pisapapeles y el estuche de sus gafas, se cruzó de brazos y los cambió de sitio.

—No me parece un descubrimiento importante, Drew. Yo también lo puedo hacer con mis propias manos y sin la ayuda de instrumentos, como puedes ver.

—Estupendo, ¿pero tienes los brazos suficientemente largos para hacerlo entre Manchester y Pequín? —Drew conocía las lagunas científicas de McKintock, así como su propensión al sarcasmo, así que decidió responder con la misma actitud.

—¿Cómo? ¿Pequín? —El rector estaba confuso.

—Así es, Pequín —afirmó Drew—. Nuestro instrumento es capaz de efectuar el intercambio a una distancia que creemos que depende de cómo lo regulemos, pero seguramente hablamos de kilómetros, cientos, por no decir miles.

—¿Qué quieres decir con «creemos»? —McKintock ya había retomado el control de la situación.

—Que hemos trabajado esta noche y hemos conseguido obtener muchos datos fundamentales sobre el funcionamiento del dispositivo, pero todavía debemos establecer a dónde apunta el instrumento y cómo modificar esas coordenadas. Como el intercambio no ha ocurrido en el mismo laboratorio, obviamente, por el momento este es un dato que todavía tenemos que determinar.

Drew se había dado cuenta demasiado tarde de que ese «creemos» le había hecho perder la ventaja que tenía sobre el rector, y esto podría resultar problemático.

En ese momento se oyó un altercado en la secretaría. Un portazo, pasos rápidos y una voz femenina estridente que agredía a la secretaria, después otra vez pasos rápidos, con ruido de tacones, y la puerta del rector que se abría de par en par, de golpe, con la profesora Bryce entrando como una furia y llegando hasta la mesa, ignorando a los que estaban dentro.

A través de la puerta abierta, la secretaria, consternada, alargó los brazos y sacudió la cabeza, comunicando así al rector que no había podido pararla.

—¡Rector McKintock! —exclamó la mujer con voz alterada, casi gritando—, ¡esta vez es demasiado, realmente! ¡Mire lo que he encontrado esta mañana en la silla de mi despacho!

La profesora blandió una bolsa de plástico transparente, que contenía numerosos objetos de distintos colores.

—He llegado esta mañana a mi despacho, me he sentado..., pero encima de todas estas cosas. Mire qué asco: cristal, metal, plástico, y, oooh, ¡sobras de comida! Me han estropeado la falda y no sé si conseguiré arreglarla. Los estudiantes de segundo año se han pasado de la raya esta vez, y espero que usted tome las medidas necesarias. ¡En lo que me respecta, ya sé cómo ponerlos en su sitio!

Durante la diatriba, Marlon y Drew habían palidecido de golpe: habían reconocido en el contenido de la bolsa los materiales que habían intercambiado por la noche. El misterio del destino del instrumento estaba resuelto, pero ahora tenían un problema mucho más inmediato.

McKintock había permanecido impasible frente al enfado de Bryce, de hecho, bromas similares ocurrían con una cierta frecuencia y él consideraba que este caso fuese uno de tantos, sin poder relacionar el descubrimiento de Drew con los objetos del escándalo.

Drew comprendió la situación, y vio que la profesora estaba demasiado enfadada como para aceptar explicaciones: buscaba solo venganza. Así que dejó que el rector se apañase por sí mismo.

McKintock asumió una expresión severa de reprobación.

—Tiene toda la razón, profesora Bryce. Esos estudiantes no saben qué son la disciplina o el respeto hacia los profesores, y puede estar segura de que tomaré medidas inmediatamente para que se aplique un castigo ejemplar, tras el cual no tendrán ningunas ganas de hacer otra cosa que no sea estudiar.

Bryce aceptó la respuesta asintiendo con la cabeza secamente, después giró sobre sus tacones y salió a grandes pasos del despacho, dirigiéndose al aula de biología, su materia, para imponer su castigo personal a los estudiantes de segundo año con un examen escrito. Les daría una tarea imposible y la calificaría para que bajase la media de todos.

Esos chicos iban a ser las primeras víctimas del Intercambio.

En el despacho del rector, mientras tanto, el ambiente estaba volviendo a la normalidad después de ese paréntesis de furia, y Drew retomó la palabra.

—McKintock, olvídese de esos estudiantes. Esas cosas son nuestras. Ahora sabemos dónde apuntaba el instrumento: a unos trescientos metros al este del laboratorio de física.

El rector miró a Drew con aire interrogativo.

—¿Quieres decir que habéis sido vosotros, esta noche, los que habéis mandado todo eso a la silla de Bryce?

—Así es. He reconocido los objetos. Todos tenían la forma que esperábamos y los materiales eran los mismos. Los hemos mandado nosotros.

McKintock cambió radicalmente de expresión, intentó controlarse, pero en pocos segundos estalló en carcajadas, y tanto Drew como Marlon se asociaron sin retenerse.

—Con todos los sitios a donde podían ir a parar, y van justo al despacho de Bryce... ¡ja...ja...ja! —el rector reía como un loco.

—¿Has visto su cara? Parecía el apocalipsis en forma de mujer... ¡je... je...je! —dijo Drew, imitándolo.

Marlon reía de manera desenfrenada, sujetándose la tripa.

La hilaridad general duró unos cuantos segundos, y después, gradualmente, volvieron a la normalidad.

McKintock fue el primero en hablar.

—Bien, querido Drew, parece que tu descubrimiento es un descubrimiento de verdad, ya que yo no tengo unos brazos de trescientos metros de longitud y no habría podido hacerlo —miró al profesor de física con aire provocador—, así que ahora ¿qué intenciones tienes?

Drew no reaccionó a la provocación, limitándose a levantar la ceja con falso estupor.

—Quiero hacer público el descubrimiento, y quiero compartir los detalles del experimento con mis compañeros en el extranjero con cuyas universidades colabora la nuestra, para que lo puedan reproducir y estudiar. Necesitamos su ayuda para poner a punto la teoría que...

—Calma, calma, Drew. No tan rápido —lo interrumpió el rector—. Hacer público el descubrimiento está bien, pero comunicar todos los detalles no me parece oportuno. Sabes, nuestro ateneo necesita dinero, mucho dinero, y si este descubrimiento puede traérnoslo debemos guardar los detalles para nosotros mismos y aprovechar al máximo la ventaja que tenemos, es decir, ser los únicos en el mundo que poseen esta tecnología.

Drew se quedó paralizado durante unos instantes. No esperaba un comportamiento de ese tipo. Él siempre había visto la ciencia como algo que compartir con los otros, para que la humanidad pudiese progresar lo más rápidamente posible y de manera armoniosa, en el interés común. Tenía que luchar.

—McKintock, ¡maldito escocés! —exclamó con rabia apenas controlada—, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Por un puñado de monedas que no se notarían en una Universidad como la nuestra, que ya está más financiada que el resto de Gran Bretaña, ¿pretendes que el descubrimiento de Marlon permanezca confinado entre estas cuatro paredes? ¿Cómo puede progresar la ciencia? ¿Cómo puede progresar la humanidad? Imagínate si... —buscó un ejemplo que el rector pudiese comprender—, si Guillermo Marconi no hubiese compartido la invención de la radio. Si ahora quisieses comprar una radio tendrías que ir a ver a sus descendientes, suponiendo que todavía construyeran radios, o bien olvidarte de ello y buscar otra cosa que te tuviera compañía mientras conduces hasta Liverpool cuando vas a ver a tu amiguita. Por ejemplo, un carillón.

McKintock no perdió la compostura.

—¿Y cómo crees que podría conseguir dinero con tu descubrimiento de otro modo?

—Bueno, organizando seminarios, escribiendo artículos en revistas del sector...

—Drew, sin duda alguna eres un físico óptimo, pero no tienes ningún sentido práctico. ¿No has pensado que tu instrumento, convenientemente regulado, podría permitir transferir materiales con fines comerciales? Actualmente, si queremos mandar un paquete de Manchester a Pequín debemos utilizar un correo que necesita días, en el mejor de los casos, y cuesta muchísimo. Con tu dispositivo la transferencia sería instantánea y, haciendo pagar, no sé, la mitad de lo que cuesta por correo, sería realmente interesante para todos. ¿Tienes idea de cuántos paquetes se mandan desde Manchester en un día? Yo no, pero supongo que serán miles. Extiende el mercado a Inglaterra, a Europa, al mundo...

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