bannerbannerbanner
El Criterio De Leibniz
El Criterio De Leibniz

Полная версия

El Criterio De Leibniz

Настройки чтения
Размер шрифта
Высота строк
Поля
На страницу:
3 из 15

Drew estaba confundido. No había pensado en esa posibilidad y ahora empezaba a comprender el punto de vista del rector, pero esto no lo distrajo de su cruzada por la ciencia.

—Escuche, McKintock, las aplicaciones comerciales siempre podremos estudiarlas a su debido tiempo, pero ahora es indispensable construir una teoría que explique el funcionamiento del aparato y permita regularlo correctamente. Sin esta teoría el dispositivo es inutilizable, a menos que quiera limitarse a mandar caramelos a la silla de Bryce. El efecto del intercambio está completamente fuera de toda teoría conocida, y es muy difícil que Marlon y yo solos, incluso con la ayuda eventual de nuestros compañeros de aquí, podamos llegar a un resultado satisfactorio en un tiempo razonable. Cuando tengamos la teoría tendremos que construir más aparatos y estudiar cómo mejorarlos y hacerlos más eficaces. O sea, necesitamos la ayuda de las mejores mentes del circuito, y esto no es negociable —concluyó Drew con firmeza.

El rector sopesó atentamente los argumentos de Drew, y finalmente convino que para ganar dinero con el dispositivo era necesario saber cómo funcionaba y por qué funcionaba.

—De acuerdo, Drew, me has convencido. Hagamos lo siguiente: seleccionemos un grupo reducido de científicos de quien podamos fiarnos, acordamos con ellos una compensación adecuada, compartimos la información e intentamos llegar lo más rápidamente posible a la definición de la teoría de la que hablas. Cuando tengamos la teoría y los aparatos funcionando como queremos, solo entonces, haremos público el descubrimiento. Hasta ese momento no podréis hablar de ello con nadie sin mi autorización.

Drew no estaba satisfecho. Era un idealista y no podía concebir que todo se redujese a una cuestión de vil dinero.

—Pero el progreso, la ciencia... —inició con tono amargo, pero McKintock lo interrumpió.

—El mundo progresará y la ciencia se enriquecerá con vuestro descubrimiento, pero no veo nada malo en que contribuya también a aumentar los ingresos de esta universidad. Necesitamos dinero de verdad, Drew, y créeme cuando te digo que tengo que atrapar al vuelo todo lo que sea para conseguir unos céntimos más. Bueno, estamos de acuerdo —estableció por su cuenta—, prepara la lista de los científicos con los que quieres hablar y tráemela. Empezaremos inmediatamente.

Drew capituló, desmoralizado.

—Bien —replicó con tono apagado—, nos vemos esta tarde.

Se levantó y, seguido por Marlon, que no había dicho ni una palabra durante todo el encuentro, salió del despacho.

El aire fresco de marzo entró en sus pulmones, vivificante, y eliminó la sensación de opresión que sentían. El cielo azul presentaba algunas estrías de cirros blancos. El sol brillaba con fuerza.

Marlon intervino:

—Ha sido difícil, ¿eh?

Drew no respondió.

El Nobel tendría que esperar.

Capítulo V

—¡Oooah!

Era de noche y Marlon estaba haciendo el amor salvajemente con Charlene Bonneville, su novia. Llevaban más de una hora con el asunto, y durante todo ese tiempo habían hecho tanto ruido que el gran final no pasó desapercibido. Desde las habitaciones adyacentes llegaron reacciones de distintos tipos.

—¡Basta! ¡No lo soportamos más! ¡Queremos dormir!

—¡Vamos, Charl! ¡Que vean de qué estamos hechos nosotros, los psicólogos!

—Esa mulatita te pone a cien, ¿eh?

—¡Si te atrapo mañana te rompo las piernas!

Pero Marlon ya no sentía nada. Después de su actuación se había derrumbado al lado de Charlene, boca arriba, y se había dormido inmediatamente, empapado en sudor, y en estado cataléptico. Ciertamente, esa era la condición a la que estaba abonado esos días. Todavía llevaba el preservativo, y la chica se rio al ver lo ridículo que resultaba Marlon en esa situación. Su participación en el acto sexual había sido portentosa, como siempre, de hecho, a ella también le gustaba hacer el amor intensamente, usando todo su cuerpo y realizando una actividad física notable, pero, como muchas otras mujeres, mantenía el control de la situación. Su mente estaba siempre despierta y atenta a cómo se desarrollaban las cosas. Valoraba y juzgaba, y memorizaba para el futuro.

Marlon, por el contrario, se dejaba llevar completamente por los instintos primarios, se volvía un animal gobernado por las hormonas y se comportaba como tal. El final de sus coitos era a menudo pirotécnico, pero aquella noche había llegado a un paroxismo superior a todas las otras veces.

Charlene fue al baño para darse una ducha, pensativa.

El tan vituperado instinto femenino es una realidad; de hecho, ella sentía que había algo nuevo en su novio. A lo mejor se sentía más atraído por ella, pero no le parecía probable, porque Marlon estaba tan enamorado de ella que una atracción mayor no habría sido posible.

El agua caliente se deslizaba agradablemente por su cuerpo, la masajeaba generosamente y la relajaba, después de tanta actividad.

«No, es otra cosa», pensó Charlene, «más de una vez parecía que estuviese a punto de decirme algo, esta noche, pero siempre se ha retenido. Quién sabe por qué».

Cerró el grifo de la ducha y se envolvió en un albornoz amarillo, suave y esponjoso.

Se secó vigorosamente, frotando con energía todo el cuerpo, y dejando que el tejido absorbiera el agua del pelo, y luego encendió el secador.

«No debería ser difícil de descubrir», concluyó con una sonrisa maliciosa.

Capítulo VI

Esa misma tarde, el rector McKintock había acabado la enésima jornada de trabajo en la Universidad. Había sido un día duro, como siempre. Gobernar una estructura mastodóntica como aquella era una tarea extremadamente compleja y también ingrata, ya que las decisiones que tomaba en beneficio de alguien descontentaban a otro, y, con un orgánico de más de diez mil docentes, la estadística funcionaba de modo preciso e inexorable: cualquier cosa que hiciese estaba destinada a proporcionarle cada día un nuevo enemigo. Un enemigo que él intentaría reconquistar más tarde, aceptando quizá alguna moción sin cavilar demasiado; algo que le habría procurado nuevos enemigos en algún otro departamento.

Y bien, ese era su trabajo, y su destino. Amado, respetado, y al mismo tiempo odiado y despreciado. E incluso por las mismas personas con algunas semanas de diferencia.

Si al menos hubiera podido tener un enemigo bien identificado, sabría de quién protegerse. Al contrario, mientras andaba por los caminos que ya verdeaban y que comunicaban los distintos edificios del complejo universitario, o mientras atravesaba un despacho lleno de empleados, o incluso pasando por los pasillos entre las aulas, le parecía caminar por un sendero controlado por francotiradores, dispuestos a dispararle al primer falso movimiento. El profesor que hoy le saludaba sonriente podía ser el mismo que en un mes o dos le faltaría al respeto y lo ridiculizaría con sus compañeros.

Era una vida difícil, pero es la que él había escogido, y para la cual había sido elegido, hace ocho años. La recompensa era, además, grande. Gobernaba la Universidad más importante del país y esto le daba un prestigio inmenso, una afirmación personal que pocos podían sentir, y que muchos le envidiaban.

Y por eso estaba solo.

Solo como un perro callejero. Desde lo alto de su gran poder, la distancia con las personas que lo rodeaban era tal que las relaciones humanas eran imposibles.

Su mujer se había ido hacía ya muchos años, desechándolo como a un organismo defectuoso que solo funcionaba en el ámbito profesional, alimentado por la presunción y la satisfacción de sí mismo, mientras en casa, como marido, era totalmente inútil e incapaz. No sabía comprenderla, no sabía ni siquiera cómo razonaba una mujer, siempre concentrado en su promoción a puestos más importantes y prestigiosos, pero al mismo tiempo áridos y disociados de los sentimientos. No tenían hijos, así que cuando ella se cansó de vivir como una mera conocida con privilegios cambió su dirección e hizo llevar la causa del divorcio por una amiga suya que era abogado. No habían vuelto a hablar.

Al principio McKintock no se dio cuenta realmente de lo que había ocurrido. No pasaba mucho tiempo en casa, y, cuando estaba, no era lo que se dice propenso a las relaciones familiares. El estrés del trabajo lo descargaba en esos momentos, y tener a su mujer a su alrededor le fastidiaba bastante. Prefería estar aislado, en el jardín o en la biblioteca.

Sin embargo, una semana después de que ella se hubiera ido, McKintock encontró a la chica de la limpieza poniendo unas maletas al lado de la puerta. Preguntada sobre ello, ella había adoptado un aire avergonzado y le había informado de que su esposa había dispuesto el envío de sus objetos personales a su nueva dirección.

Como despertándose de un sueño que se tiene con los ojos abiertos, él miró a su alrededor, buscando instintivamente a su mujer, y solo entonces asumió la situación real.

Se cerró en sí mismo, dominado por el sentimiento de culpa, pero al mismo tiempo incapaz de superar la barrera que él mismo había creado durante tantos años de vida conyugal estéril.

Y comenzó su vida de hombre solitario. Solamente un poco más solo de lo que lo había estado antes.

Hasta que conoció a Cynthia.

Alrededor de un año antes había decidido pasar una semana de vacaciones atendiendo una conferencia en Birmingham, de tres días, por lo que tuvo que ir a un hotel.

Una noche estaba en el bar, después de un día escuchando a unos iluminados de la mitología griega que debatían animadamente sobre las distintas traducciones posibles de las inscripciones en la tapa de una urna desenterrada recientemente en Corinto.

Eso le había dado de comer, eso, la materia en la que él era un experto y de la que él había hecho su propia especialidad, enseñándola durante años y años, anteponiéndola a importantes programas de investigación y colaborando como consultor con las mayores instituciones mundiales dedicadas a la conservación de la cultura clásica.

Todo esto hasta que la carga de ser rector lo proyectó en una nueva dirección, muy organizativa y muy poco cultural, aunque con la halagüeña contrapartida del poder. Desde entonces se contentaba con seguir los proyectos de los demás, consultar las publicaciones nuevas sobre el tema y participar en seminarios cuando podía.

Aquella noche no tenía sueño, y, sentado en la barra del bar del hotel, disfrutaba meditabundo un güisqui añejo de pura malta. Era el único cliente allí, a pesar de que no era demasiado tarde. El dependiente estaba dando brillo por tercera vez a los vasos de cristal. Las luces débiles y el tinte de madera gastada que caracterizaba la decoración le transmitían tranquilidad, y hacían que se sintiera muy a gusto.

Iba a tomar otro sorbo de licor cuando, inesperada e invencible, la fragancia de un perfume increíblemente femenino lo envolvió, cogiéndole completamente al desprovisto y dejándolo aturdido por un instante. Se quedó paralizado, como si se hubiera vuelto de piedra, y el perfume lo sumergió del todo. A su izquierda había aparecido una mujer muy bien vestida, de maneras elegantes y seguras, que, de pie, algo alejada de la barra, hizo su pedido:

—Un jerez, por favor.

Su voz era cálida, de contralto, perfectamente controlada, como de una persona acostumbrada a hablar en público, a un público culto y atento.

McKintock la miró por el rabillo del ojo, intentando no mostrar ningún interés.

La mujer lo ignoraba completamente. Era de mediana estatura, de piel clara, y pelirroja, con el pelo recogido con una pinza de color de marfil. Su silueta tenía proporciones muy femeninas.

Llevaba un traje escocés de exquisita factura, con la falda adherente hasta las rodillas, perfecta, los zapatos de charol marrón oscuro, con tacón alto y sutil, las medias negras. La chaqueta cubría una camiseta blanca con un escote evidente pero comedido. En la solapa un broche dorado en forma de «C» destacaba con sutileza. Llevaba un collar de oro finamente trabajado, y unos pendientes con un generoso brillante iluminaban con mil luces los lóbulos de sus orejas.

Su expresión era amable, y su cara era de rasgos delicados, pero bien definidos. Sus ojos, de color verde claro, acompañaban la nariz bien proporcionada y levemente aguileña. Los labios sutiles, pero no demasiado, estaban a tono con el mentón, apenas marcado.

Maquillaje ligero de color pastel. Solo alguna sombra sutilísima de arrugas en la frente y en las mejillas de la mujer, seguramente cercana a los cincuenta años.

El dependiente le sirvió el jerez, posando la copa en la barra del bar sin hacer el mínimo ruido, y desapareció en el local de servicio detrás de la vitrina del bar.

La mujer alargó la mano derecha, con dedos largos y finos y con una manicura exquisita, las uñas esmaltadas de madreperla, y cogió delicadamente el vaso. Mientras lo levantaba, McKintock no pudo retenerse, quizá embriagado por ese perfume y esa visión, y levantó también su vaso, diciendo con voz mesurada:

—¡Salud!

Ella giró levemente la cabeza en su dirección, y al mismo tiempo inclinándola hacia delante. Esbozó una leve sonrisa y respondió sin inflexiones de la voz:

—Salud.

Después volvió a mirar delante de ella y bebió un pequeño sorbo de su licor, mientras McKintock se tragaba de una sola vez todo lo que le quedaba del suyo.

Y se quedó así, con el vaso vacío en la mano, dándose cuenta solamente entonces de que se había bebido tres cuartos de su contenido de un solo trago. El güisqui lo estaba inundando de un calor agradable, y el perfume de la mujer lo embriagaba y despertaba en él sensaciones olvidadas mucho tiempo atrás. Y, sobre todo, ella estaba allí, a un metro de distancia, increíblemente atractiva y perfecta, aquella que podría haber sido su mujer ideal, si alguna vez él hubiera pensado que había un tal prototipo.

Sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía, dejó el vaso, bajó del taburete y dio un paso hacia la mujer, la sonrió y tendió amigablemente su mano, diciendo tímidamente:

—¿Me permite? Soy Lachlan McKintock.

Ella posó su copa, se giró hacia él y le dio la mano con elegancia.

—Cynthia Farnham, es un placer.

—Cynthia... —McKintock se quedó atónito. Después siguió, con voz baja y tranquila—: Es uno de los apodos de la diosa Artemisa, hija de Zeus y de Leto, hermana gemela de Apolo. Nació en la isla de Delos, en la cima del monte Kynthos, del que deriva el nombre Cynthia. Diosa de la luna, era extremadamente bella y fue una de las divinidades más amadas de la Antigua Grecia. Y... —dejó de hablar, incierto.

Mientras él hablaba, Cynthia había empezado a sonreír, complacida.

—¿Y...? —le urgió inclinando la cabeza ligeramente hacia la izquierda.

Ahora ya McKintock no podía echarse atrás. La suerte estaba echada.

—... espero no tener el mismo final que Acteón. Era un príncipe de Tebas que, cuando fue a cazar, descubrió a Artemisa mientras ella se daba un baño, desnuda. Se escondió y se quedó observándola, pero estaba tan fascinado que, sin darse cuenta, pisó una rama. El ruido lo descubrió, y Artemisa se sintió tan ultrajada por la mirada fija de Acteón que le lanzó agua mágica y lo transformó en un ciervo. Sus perros creyeron que era una presa y lo hicieron pedazos, matándolo. —Hizo una pausa, vacilante, y luego repitió—: Espero no tener el mismo final que Acteón...

Ella rio, divertida.

—No veo perros por aquí.

McKintock respiró, aliviado, y rio a su vez, después, retomó la palabra en un tono confidencial:

—Uf, por esta vez estoy a salvo. Discúlpeme si la he molestado —dijo, y volvió a su taburete.

—No hay de qué excusarse. A mí también me gusta charlar relajadamente, después del día que he tenido. ¿Lachlan, ha dicho? ¿Cuál es su origen?

McKintock se relajó.

—Es un nombre gaélico, y parece que significa «proveniente del lago», o, a lo mejor, «guerrero belicoso».

—Prefiero la primera acepción. ¿Qué opina usted?

—Ciertamente. Estoy de acuerdo. —McKintock se sentía realmente a gusto hablando con Cynthia. Era agradable conversar con ella, y tanto o más encontrar inmediatamente puntos en común. ¡Hacía mucho tiempo que sus relaciones con los demás consistían únicamente en silencios estresantes, decisiones amargas y pomposos discursos públicos!

McKintock propuso a la mujer:

—¿Qué le parece si nos sentamos? —Sugirió, señalando un agradable espacio anexionado al bar, con mesas bajas y cómodos sillones.

Ella miró el reloj y estimó la propuesta durante un momento, cosa que angustió a McKintock, hasta que dijo:

—Claro, todavía es pronto.

Cogió su copa y se dirigió, junto con él, hacia el salón. Se instalaron uno enfrente del otro, con una mesa baja entre los dos.

Ella bebió un sorbo de jerez; McKintock, que no tenía ya nada que beber, se giró hacia la barra del bar e hizo un gesto al dependiente, que acababa de volver. El camarero llegó rápidamente y McKintock se dirigió de nuevo a Cynthia:

—¿Puedo permitirme invitarle a algo? ¿Le apetece picar algo, salado o dulce? ¿Un helado?

Ella reflexionó y luego se decidió:

—¿Por qué no? Algo salado, gracias.

McKintock pidió una tónica, y el camarero se fue a preparar todo.

Cynthia cruzó las piernas y asumió una pose poco espontánea.

—¿A qué se debe su presencia en Birmingham? —le preguntó.

—He venido por la conferencia sobre la mitología griega. Soy profesor de Letras Clásicas y quiero mantenerme al día.

—Ah, entiendo. Por eso sabía todo de Artemisa. Pero... —añadió con algo de malicia— ¿y si le hubiese mandado un cerdo salvaje?

Eso fulminó a McKintock. Se puso rojo hasta la punta del pelo, sintiéndose un perfecto imbécil. Cynthia sabía todo de Artemisa, ¡todo! Había estado jugando con él hasta ese momento, y él no se había dado cuenta.

—Habría acabado como Adonis, muerto por el cerdo salvaje que le envió Artemisa —constató, avergonzado. Después tuvo una idea.

—Pero era lógico: ¿quién mejor que la diosa en persona podría conocer sus propias leyendas?

Cynthia sonrió, halagada.

—Esta vez seré magnánima Sobre todo porque esta diosa se ocupa de inversiones, más que de culebrones del Olimpo.

McKintock sonrió ahora, y se sintió feliz de haberla conocido. Era una mujer culta e inteligente, increíblemente fascinante.

El camarero trajo las cosas. Como Cynthia había acabado su jerez entre tanto, McKintock la miró interrogativo, y ella pidió:

—Una tónica para mí también, por favor.

Comenzaron a picotear los aperitivos, que eran muy diversos y sabrosos. Por algún momento estuvieron en silencio, hasta que McKintock le preguntó:

—¿Así que inversiones? Interesante. Debe ser un trabajo de gran responsabilidad.

—Efectivamente —confirmó ella—. Hay que considerar que quien decide investir espera tener beneficios, o al menos conservar el capital investido, en el peor de los casos. Eso depende del perfil de riesgo del inversor. Cuanto más alto es el riesgo, y entonces hablamos de invertir mayoritariamente en acciones, mayores pueden ser los beneficios, con la condición de que la inversión sea a un plazo de, por lo menos, cinco años. Este período es suficientemente largo para permitir que las acciones aumenten de valor en el tiempo, aunque estén sometidas a fuertes variaciones a corto plazo ligadas a los altibajos del mercado. Lo que cuenta es la tendencia, en este caso, porque si las acciones son de las llamadas sanas, su valor aumentará irremediablemente, excepto en caso de guerras, revoluciones, o perturbaciones a nivel nacional o mundial. Si el inversor está razonablemente seguro de no necesitar el dinero invertido, al menos por la duración mínima necesaria para este tipo de operaciones, es muy probable que después de algunos años se encuentre con unos beneficios significativos. Cierto, nadie conoce el futuro, por lo que el riesgo de perder dinero existe, es real, pero la economía presenta ciertos movimientos cíclicos que permiten hacer previsiones razonables e invertir en consecuencia.

Mientras tanto el camarero había llevado la tónica para Cynthia, que bebió un sorbo y continuó:

—El extremo opuesto es el riesgo bajo, es decir, la inversión en valores de renta fija. En ese caso, el horizonte temporal es mucho más breve; puede ser incluso menor de un año. Estos valores, de hecho, dan un rendimiento bajo pero seguro, por lo que son aconsejables para quienes no quieren arriesgar nada, se contentan con pocos beneficios y saben que tendrán el capital disponible cuando lo necesiten.

Entre los dos extremos están las inversiones mixtas, en las que se elige invertir una parte del capital en acciones y una parte en valores fijos, en proporciones variables según la disposición al riesgo. De este modo es razonable esperar que, si una parte de la inversión no va bien durante un cierto periodo, la otra sí lo haga, lo cual deja al inversor más tranquilo. Mi trabajo es guiar al inversor para que elija la forma más apropiada para él. Como es el dinero del cliente lo que se arriesga en la operación hay mucha competencia, y hacen falta mucha conciencia y mucho sentido de la responsabilidad al aconsejar un tipo de inversión u otro. El error no está permitido. O mejor, no se pueden cometer dos errores, porque después del primero debemos cambiar de trabajo.

Tomó otro sorbo de tónica y le miró:

—Le estoy aburriendo, ¿verdad?

McKintock la escuchaba fascinado durante todo este tiempo. Esa voz cálida que exponía con tanto dominio conceptos áridos como los de las finanzas, esos ojos verdes que miraban lejos mientras hablaba, lo habían hechizado completamente.

—No, para nada —respondió convencido—. Es un tema muy interesante. He hecho algunas inversiones, como muchos, pero debo reconocer que no he conocido a nadie que me hablara de ello como usted lo acaba de hacer.

Ella cogió una galleta salada y le preguntó alegremente:

—¿Y cómo van sus inversiones? —comenzando a mordisquear la galleta; con pimiento y anchoas, muy rica.

McKintock bebió algo de tónica mientras reflexionaba y respondió:

—A decir verdad, no lo sé. Ahora que lo pienso, hace mucho que no me ocupo de ello. Quién sabe cómo va mi dinero. Intentaré controlarlo un día de estos.

Ya..., un día de estos. Como para muchas otras cosas, ese día no llegaría nunca, ocupado como estaba con su trabajo y distanciado, inconscientemente, de todo lo que no tenía nada que ver con la universidad. De repente se dio cuenta de que había dejado demasiadas cosas por su cuenta, sin su control. Las amistades, las inversiones, su soledad.

La soledad.

Sintió, hasta lo más profundo de su alma, lo solo que estaba. Y desde cuánto tiempo lo estaba.

En ese momento McKintock se vio a sí mismo. Vio en lo que se había convertido. Un personaje potente y prestigioso de cara al mundo.

Y un miserable en el ámbito personal.

La miró fijamente a los ojos.

—Me preguntaba... —empezó dubitativo— me preguntaba si... —se interrumpió de nuevo—, me preguntaba si podría ser tan amable de ocuparse de mis inversiones —concluyó casi susurrando.

Cynthia lo miró, asimismo, y mientras él hablaba, leyó en sus ojos lo que llevaba dentro. Leyó la soledad, y la estatura de la persona.

No lo dudó ni un segundo.

—No me apetece dormir sola esta noche.

Lo dijo con tal naturalidad que McKintock no se dio cuenta del significado real de sus palabras.

Solo tras algunos instantes lo comprendió, y una fortísima emoción se apoderó de él. Se le humedecieron los ojos, y con los labios temblando alargó una mano para tomar delicadamente la de ella, que le sonrió con naturalidad.

Cogieron sus vasos y se dirigieron al ascensor, cogidos de la mano.

El camarero los vio marcharse.

«Guau, qué velocidad», pensó.

Miró con perplejidad el plato que estaba sobre la mesa.

На страницу:
3 из 15