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El intruso
–Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—de los que defendían la villa.
Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:
–¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio vizcaíno y llevaba la contabilidad… Cosas de muchachos, don Luis: calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado los ocho hijos que ahora me devoran.
Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus creencias, siguió hablando:
–Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!… Ahora ya no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la pelleja.
–¿Pues qué son ustedes?…
–¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?… Nacionalistas; bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo que fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlos no es más que un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo digo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con B alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.
Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constase una vez más su protesta ortográfica.
El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio de una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar una parte no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna cuantiosa, y los legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias aquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecía extenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida que exhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre de los negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en las torrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: se entreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil, blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciado por este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandes católica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y sus beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposas de nieve.
Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesia de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la República de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.
Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad de la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por más que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su astucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre aquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.
–¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!… ¡Virgen de Begoñaaa!
El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro, con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas las leyes de la existencia.
Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.
–Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempo de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde que le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yo pediré un poco por el desgraciado don Tomás.
Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de abajo había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante las guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país hostiles á la nacionalidad española y á sus progresos.
Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario, amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la misa. Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de anteiglesias, en época de fueros.
Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención. Eran piezas de esa ebanistería parisién del barrio de San Sulpicio, puesta al servicio de los fieles, que arregla oratorios para las señoras elegantes con el mismo refinamiento con que sus compañeros de oficio adornan un dormitorio ó un budoir. El gusto artístico del jesuitismo contrastaba con la arquitectura del templo, de un gótico sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De las pilastras pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las diversas peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de la Virgen.
Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera, representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco desmantelado, un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa como obras de arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos el recuerdo de un drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran votos de la gente de mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones vizcaínas, por haberlas salvado la imagen de Begoña de espantosas tempestades. Los cuadros más antiguos y borrosos representaban bergantines y fragatas con las velas rotas, encabritándose sobre las olas, flotando entre estas algún mástil roto: los más modernos eran vapores espantosamente ladeados por el empuje del mar, con la cubierta barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza humana que resurge siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en la fe que siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su existencia.
Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.
–Mírela usted—decía señalando á la imagen.—¡Qué hermosa es! ¡Y qué bien le sienta la corona!…
Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.
–Cuántas joyas ¿eh?—murmuraba con entusiasmo Goicochea.—Esto sólo se ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.
El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos, sobre un madero tallado.
–¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!—continuó la voz de Goicochea con sordina.—Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo. Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí: peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir, peregrinación de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al frente, y sermones al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y de padres jesuítas: pero sermones buenos de veras, en vascuence: diciendo lo que significaba la coronación de la Virgen como Señora de Vizcaya. Fíjese usted bien.... ¡Señora! Vizcaya sólo ha tenido Señores. Hasta Dios es para nosotros Jaungoicoa ó sea «Señor de arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa de los maketos. Desde el día de la coronación de la Señora, que moralmente hemos arreglado nuestras cuentas con los que viven del Ebro para allá, separándonos para siempre. La cosa fué conmovedora: como organizada por los principales del partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos hablando.
Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.
En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.
–¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?…
–Sí—dijo Aresti con gravedad.—A mí me conmueve la piedad de los hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado. Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días á marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á contarlo.
El secretario hizo un movimiento de extrañeza, mirando escandalizado al médico.
–Don Luis—dijo con acento dulzón.—No empiece usted á soltar de las suyas. Mire que no estamos en las minas, sino en la puerta de la casa de la Virgen, y que ésta le castigará.
–No; yo no me burlo de la fe—dijo Aresti.—El hombre es naturalmente cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta que se considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso. Me acuerdo de mister Peterson, un ingeniero inglés empleado en las minas, un protestante muy ilustrado y fervoroso que no perdía ocasión de burlarse de la idolatría de los católicos y de su culto á las imágenes. Un día, un peón despedido por él del trabajo, le dió una puñalada de muerte. Cuando se convenció de que no podíamos salvarle, rompió en lloros y aclamaciones á la Virgen, lo mismo que don Tomás. Se agarró á la misma fe de las mujeres más ignorantes del pueblo. Llamaba á la Virgen de Begoña con un vozarrón que se oía desde la calle.
–¿Y llegó á salvarse?—dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de un milagro.
–No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á nadie.
Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la conversación.
–¡Qué hermosa vista!—dijo señalando la parte de la villa que se alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.—Esto es el más hermoso balcón de Vizcaya. ¡Cuánto trabajo se abarca desde aquí! ¡Cuánta riqueza!…
Luego, añadió en tono confidencial.
–Cuando veo lo mucho que ha prosperado nuestra tierra, comprendo que es imposible volver á nuevas aventuras. Hoy, una tercera guerra civil, otro sitio como el último, mataría á Vizcaya. ¿Qué sería de los altos hornos, de tanta fábrica y tanta vía férrea?… Por esto hemos abandonado, quien más quien menos, nuestra antigua bandera. Para servir á Dios no se necesita de política. Nosotros somos cada vez más intransigentes en lo tocante á la sacrosanta religión; ¿pero pelearse por reyes? Aquí no hay más que Vizcaya y su Señora santísima. Pregunte usted si quieren volver á las andadas, á muchos de los contratistas de Gallarta. Yo los he conocido de aduaneros carlistas, descalzos y muertos de hambre, y ahora van camino de millonarios. Vea usted á muchos dueños de las minas que en su juventud cogieron el fusil. Necuacuam, ninguno sueña remotamente con una nueva guerra. Si en tiempos del sitio hubiera existido tanto negocio como hoy, y tanta riqueza, no habrían llegado las cosas á mayores. Los que comulgamos en los sanos principios, ya sabemos el buen camino. Lo mismo nos da que reine Juan que Pedro: lo que nos importa es Vizcaya y Dios… Y Dios, ya sabe usted, que está por encima de la Patria y del Rey.
Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse ante su gesto.
–A ver: siga usted, señor Goicochea,—dijo el doctor.—Me interesa eso, pues, al fin, vizcaíno soy, aunque no tenga el honor de ser nacionalista. ¿Y cómo vamos á conseguir que Bizkaya (con B alta) se emancipe de la odiosa Maketania? Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.
Y Aresti, al decir estos motes, remedaba el tono de desprecio con que había oído á algunos como Goicochea, designar á los soldados españoles, llamados ches en Bilbao, por ser valencianos muchos de los que componían la guarnición durante el sitio.
–Se hará sin guerra. Es asunto de tiempo don Luis: de tiempo y de buena dirección. Poco á poco se hace camino. O nosotros impondremos á España las sanas costumbres y creencias de los antepasados, ó nos aislaremos como ciertos pueblos de América, que viven felices, gobernados por el Sagrado Corazón de Jesús. Allí están los que dirigen y son gente que lo entiende: allí se prepara el porvenir.
Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para él, de la sabiduría humana.
–Pues hay para rato, señor Goicochea—dijo el médico saliendo del porche en busca del carruaje.
–No diré que no, don Luis. Nuestra redención es algo difícil por la continua inmigración de gentes que traen con ellas las malas costumbres de España. Lo peorcito de cada casa, que viene aquí á trabajar y á hacer fortuna. Son intrusos que toman por asalto el noble solar de Vizcaya. Cada vez son más: en Bilbao, hay que buscar casi con candil los apellidos vascongados. Todos son Martínez ó García, y se habla menos el vascuence que en Madrid. Esto es uno de los grandes males que nos ha traído la prosperidad. Pero todo se andará. Yo pienso lo que García Moreno, aquel gobernante del Ecuador, que, según cuentan los padres de Deusto, fué el estadista más grande del siglo. ¿Sabe usted lo que dijo al recibir la puñalada que lo mató? «Dios no muere nunca».... Pues eso digo yo. Dios no muere y no morirá Vizcaya que, por el amor que siente hacia su santísima madre, es su hija predilecta.
Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta; pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír una misa. Él conocía los hondos disgustos que esta conducta proporcionaba á la buena doña Cristina, la cual, sólo valiéndose de la influencia que ejercía su hija sobre el padre, podía conseguir que éste las acompañase alguna vez á la iglesia. ¡Que hombres los dos! ¡Imposible parecía que fuesen de la tierra vasca, patria de tantos santos!…
A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á la comida de familia, había salido antes en el tranvía.
–Tú no descansas—decía el médico á su primo,—¡todos los días Las Arenas á Bilbao!
–Todos los días. Cuando edifiqué el hotel, creí que me quedaría meses enteros mirando el mar sin ocuparme de los negocios. Pero por las mañanas voy de un lado á otro, sin saber qué hacer y acabo por mandar que enganchen. Por las tardes es diferente. Paso tranquilo las horas en el jardín, oyendo á Pepita que toca el piano.
–¡La vida de familia!… ¡Tú eres feliz—exclamó el médico.
Su primo le miró con ojos interrogantes, como si encontrase en sus palabras cierta ironía.
–Sí: la vida de familia—dijo.—Es la que más me gusta. Lástima que en este Bilbao no pueda uno gozarla á sus anchas, libre de influencias extrañas. Tú bien lo sabes, Luis.
Y calló, mientras el médico quedaba también silencioso y cabizbajo, como sumido en penosas reflexiones. Pasaban ante la ventanilla del carruaje los hoteles vistosos del Campo del Volantín, donde se albergaba la aristocracia de la villa; después las verjas y escalinatas de la Universidad de Deusto; mientras por el lado opuesto desarrollaba la ría sus revueltas entre los descargaderos y los barcos anclados. Aresti veía ahora en sentido inverso y desde la orilla opuesta el paisaje que había admirado por la mañana en el tren.
Al pasar el carruaje por Olaveaga, los tres hombres rompieron su mutismo, animándose con repentina alegría. Aquella era su patria: allí habían nacido los tres.
Y Aresti, evocando de un golpe todo el pasado, hacía preguntas á sus compañeros, recordándoles los incidentes de la juventud.
Aún veía, como si lo tuviera ante sus ojos, al señor Juan Sánchez, el padre de Sánchez Morueta, el patriarca de la familia, el iniciador obscuro de la presente prosperidad, el que de un tirón los despegó á todos del bajo fondo social en que habían nacido. No era del país: había llegado de un pueblecillo de la costa de Santander, estableciéndose en Olaveaga como gabarrero, y casándose con una joven del pueblo, que tenía varios campos en aquella vega de Deusto, que surte de hortalizas y flores á Bilbao. Fué una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la ría, que era entonces tan peligrosa como el mar, con sus aguaduchos ó avenidas que la convertían en torrente y sus revueltas y bajos que hacían zozobrar las embarcaciones. Los buques se quedaban en el abra y las gabarras subían hasta la villa los cargamentos de bacalao y de maderas, necesitando, para esta conducción, de hombres expertos. Ir de Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que sólo osaban emprender los atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se llamaban carrozas. La góndola del Consulado, del famoso tribunal de comercio, era la única embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los gabarreros, intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban rápidamente, y Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión. El señor Juan servía á las casas más importantes, por la confianza que inspiraba su pericia. Jamás había averiado los géneros con un mal tropiezo en los innumerables bajos de la ría ó en la vuelta de la Salve; conocía las aguas palmo á palmo, y siempre que había que hacer el salvamento de alguna gabarra perdida, le llamaban á él. Así fué reuniendo una fortuna para su hijo único, que andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta. En aquella época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los de altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los mares, como él lo hacía en la ría. El honrado gabarrero, satisfecho de su suerte, dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión, seguro ya del porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño entre su hijo Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti, hijo de una hermana de su mujer. Las dos hembras de aquella familia de hortelanos, se habían unido con hombres de mar; pero la casada con el gabarrero, tuvo más suerte que su hermana menor, que se enamoró de Chomín Aresti, un mocetón de la matrícula de Bermeo, que navegaba por el Cantábrico como patrón de balandros de cabotaje, siempre expuesto á perecer en un día de galerna. A los ocho años de casados, ocurrió la catástrofe. Chomín se ahogó en un naufragio, y la viuda, llevando en brazos al futuro doctor Aresti, que entonces tenía seis años y se miraba con asombro el negro trajecito, lloró desesperadamente por todos los rincones de la casa de su hermana.
–No te apures, mujer—decía el señor Juan.—Otras están peor que tú, que tienes á tu hermana y me tienes á mí. No morirás de hambre, ya que según parece, voy para rico. Si el rapaz no tiene padre, aquí estoy yo, que rabio, porque la mía sólo me ha dado un chico.
Y así era. El gabarrero hubiera deseado que su mujer fuese dándole hijos, conforme prosperaba la casa. Sentíase cohibido al no poder llevar en sus brazos á aquel mocetón que estudiaba en Bilbao y era tan alto como él y mucho más serio. Por esto agarró con un entusiasmo paternal á su sobrino Luis, y los vecinos de Olaveaga le vieron á todas horas en la gabarra ó por las orillas de la ría, con el pequeño cogido de la mano, acariciándolo como si fuese un nuevo hijo.
Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué para él un hermano. El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia.
Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta de sus viajes. Por las noches lo dormía sobre sus rodillas, cantándole los viejos zortzicos de los barqueros del Nervión ó relatándole patrañas que el pobre hombre apreciaba como lo más indiscutible de la sabiduría histórica. Gustábale especialmente relatar el origen de Bilbao. Lo habían fundado unos pescadores á orillas de la ría, entre las repúblicas de Begoña y Abando, y andaban tristes y preocupados no sabiendo qué nombre dar á su aglomeración de chozas. Un día, por divertirse, arrojaron al Nervión un botijo vacío. Bil, bil, bil cantaba el agua al penetrar en él y cuando casi lleno se fué á fondo, lanza un sonoro bao. Los pescadores gritaron «Bilbao será su nombre». Y el gabarrero miraba al pequeño y á las dos mujeres que le escuchaban atónitas, admirando su sabiduría del pasado.
El tiempo trajo grandes modificaciones en la familia. Pepe, que había terminado su carrera en compañía de Matías Iriondo, hijo de un vecino, se embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.
Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo, morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la ría ofrecía cada vez menos alicientes para él.
Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus progresos.
–¡Diablo de rapaz!—decía hablando de él con los viejos camaradas de la ría.—¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!…
Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los señores del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce años, escogiera una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué quería ser? ¡con franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta para costearle la carrera que más le gustase… aunque quisiera ser Sumo Pontífice. Marino no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico? ¿quería ser médico? Algo más grande y de mayor brillo había soñado el gabarrero, sin saber ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por la medicina! Y como puesto á hacer las cosas había que hacerlas bien, le enviaría á estudiar á Madrid. No reparaba en gasto más ó menos. Para eso había trabajado él, y algo le cosquilleaba la vanidad, la idea de que, con el tiempo, toda Olaveaga, los descendientes de los que le habían conocido descalzo y despechugado, remando en la ría, entregarían las vidas á su sobrino, viéndolo llegar como una esperanza y llamándolo á todas horas «señor doctor».