Полная версия
El intruso
Y Tocino se indignaba, olvidando los dolores. Él vendía sus artículos al fiado ¿estamos?… se exponía á perderlos, ¿y qué cosa más natural que no dormirse para cobrar lo que era suyo cuando llegaba el día del pago en las minas?… Había que conocer á los obreros: cada uno de un país; lo mejorcito de cada casa. Se pasaban todo el mes comiendo al fiado, y el día de cobranza, si les era posible hacían lo que ellos llaman la curva; cobraban y se iban á la taberna, rehuyendo el pasar por la tienda de comestibles. A bien que esto no les valía con Tocino y con otros que eran capataces al mismo tiempo que cantineros. Él les pagaba allí mismo su trabajo y allí mismo les descontaba lo que llevaban comido. Aun así había sus quiebras, pues los que sólo trabajaban una semana, desaparecían después de haber tomado al fiado más de lo que importaban sus jornales.
Aresti escuchaba al capataz, y aprovechando sus pausas seguía recriminándolo.
–Tocino, tú eres un ladrón que vendes á los obreros los artículos averiados que no quieren en Bilbao, y los haces pagar más caros que en la villa.
–Esas son mentiras que sueltan los socialistas en sus metinges—gritó el capataz enrojeciendo de indignación con el recuerdo de lo que decían los obreros en sus reuniones.
–Tocino, tú abusas de la miseria. Los pobres peones no tienen libertad para comprar el pan que comen. Al que no viene á tu tienda le quitas el trabajo en la cantera.
–Los amigos son para ayudarse unos á otros. ¿Qué tiene de particular que yo sólo dé trabajo á los que se surten de mi establecimiento?
–Tú robas al trabajador en lo que come y en lo que trabaja, descontándole siempre algo del jornal. Tu amo y protector te ayuda á mantener esta esclavitud, no pagando al obrero semanalmente, como se hace en todas partes, sino por meses, para que así tenga que vivir á crédito y se vea obligado á comer lo que queréis darle y al precio que mejor os parece.
–Vaya; ahora me toca á mí—dijo riendo el Milord.—Pero este don Luis es peor que los predicadores de blusa que vienen á echar soflamas en el frontón de Gallarta. Suerte que no le da á usted por hablar en público.
–Milord: á todos vosotros no os parece bastante el enriqueceros rápidamente con el hierro y aun arañáis algunos céntimos en el jornal y el estómago del bracero. Las cantinas obligatorias son vuestras y de los capataces. Vais á medias. De día explotáis los brazos y de noche los estómagos. Hacéis mal, muy mal. Hasta ahora os salva la gran masa de peones forasteros que vienen á rabiar y á ahorrar durante algunos meses, pasando por todo, pues su deseo es irse. Pero cada vez se quedan más en el país y ya veréis la que se arma cuando esta gente, viviendo siempre aquí, acabe por conoceros.
El doctor cortó la conversación recordando su viaje á Bilbao, y salió de la cantina después de hacer varias recomendaciones para la curación de Tocino. La mujer y el hijo sonreían servilmente, pero con una expresión hostil en la mirada, gravemente ofendidos por la franqueza del doctor.
El contratista siguió adelante, hacia su mina, y Aresti descendió á Labarga pensando en la miseria del rebaño humano esparcido por la montaña. Varias veces había intentado rebelarse, y los resultados de su protesta, de las huelgas ruidosas, terminadas, en más de una ocasión, con sangre, no le habían hecho mejorar gran cosa. Únicamente el respeto á la vida humana era mayor que en los primeros años de explotación. Aresti recordaba su llegada á las minas, cuando se vivía en ellas casi con las armas en la mano, como en Alaska ó en los primitivos placeres de California. Ya no quedaban forajidos en las canteras que, con el vergajo en la mano, apaleasen en nombre del amo á los trabajadores rebeldes; ya no existía la tarifa de la carne humana, cotizándose las desgracias «veinte duros por un brazo, cuarenta por las dos piernas». Se asociaban los trabajadores establecidos en el país, creaban núcleos de resistencia, inspiraban cierto temor á los explotadores, logrando con esto que sus penalidades fuesen menos duras: pero aún faltaba la cohesión entre ellos, á causa del vaivén de la población minera, de aquel oleaje de hombres que se presentaba engrosado al comenzar el invierno y el hambre en las míseras comarcas del interior y se retiraba al llegar el buen tiempo con sus cosechas. Los gallegos huían á su tierra así que se iniciaba una huelga y aparecía en las minas la guardia civil. Habían venido á ganar dinero y evitaban los conflictos pasando por toda clase de explotaciones y abusos. Los castellanos y leoneses miraban con los brazos cruzados los esfuerzos de los compañeros establecidos en el país, pensando con el duro egoísmo de la gente rural, que en nada les importaba cambiar la suerte del trabajador, ya que ellos al fin habían de volver á sus tierras. Los labriegos convertidos en mineros eran el contrapeso inerte, incapaz de voluntad, que imposibilitaba la ascensión de los que vivían en el país.
La cantera era el peor enemigo del obrero rebelde. En las minas de galerías subterráneas, con sus peligros que exigen cierta maestría, el personal no era fácil de sustituir; necesitaba cierto aprendizaje. Pero en las pródigas Encartaciones el hierro forma montañas enteras: la explotación es á cielo abierto; sólo se necesita hacer saltar la piedra, recogerla y trasladarla, cavar, romper como en la tierra del campo, y el bracero, empujado por el hambre, llegaba continuamente en grandes bandas á sustituir sin esfuerzo alguno á todo el que abandonaba su puesto protestando contra el abuso. Mientras no cesase la inmigración, cortándose la corriente continua de hombres, mientras no se estancara la población obrera de las Encartaciones, era difícil que el trabajo conquistase todos sus derechos.
Aresti, con el deseo de no sufrir nuevos retrasos, redobló el paso al entrar en Labarga, caminando con la cabeza baja para no oír los llamamientos de las mujeres. Un hombre se le puso delante.
–Don Luis, un momento…
Era el Barbas, que había abandonado su inmovilidad de fakir para detener al doctor.
–¿Qué hay, compañero?
–Usted, que es bueno, quiero que se entere, ya que sube por aquí, de lo que hacen esos ladrones.
Y le mostraba con gesto trágico su casucha. Como Aresti no parecía comprenderse, el Barbas le mostró la parte superior de su barraca falta de techumbre.
–Me han quitado la planchas, don Luis. Quieren que me vaya. Los ricos de Gallarta, todas esas gentes que he conocido pobres como yo, me odian y me tienen miedo. El amo de la barraca no sabe cómo echarme. Hace una semana me han quitado la techumbre, la lluvia cae en mi casa como en la calle, pero el Barbas firme en su puesto con la compañera. La pobre vieja llora y quiere irse, pero soy capaz de darla una paliza si se menea de ahí. Me han de tener á la vista siempre. Hay para rato si piensan librarse de mí… Ahora, don Luis, han discurrido algo mejor. Quieren quitarme el suelo así como me han robado el techo. Piensan excavar la roca hasta que la casa se quede en el aire, sobre sus estacas, para ver si así me voy… ¡Pues no me iré! El Barbas, en su sitio, para que todos le oigan, para echarles en cara sus robos. Ni trabajo, ni me voy… Espero, ¿sabe usted?, espero que llegue la gorda; espero el día en que toda la montaña baje al llano y yo pueda quitarles el techo y el piso á todos los chalets que se han hecho esos pintureros, esos piojos resucitados que la echan de señores á costa de los pobres.
Y el Barbas acompañó un buen trecho al doctor, mugiendo sus maldiciones y amenazas contra los contratistas que eran sus enemigos más inmediatos y contra los ricos de Bilbao siempre invisibles, divinidades maléficas que hacían sentir la fuerza de su poder en la montaña, sin mostrarse más que por la mediación de administradores y capataces, si explotaban la mina directamente, ó de contratistas si creían más ventajoso para ellos ajustar el arranque del mineral.
Cerca ya de Gallarta, al quedar solo el doctor, vió venir hacia él un hombre montado en una burra blanca, tan grande y tan fuerte que casi parecía una mulilla. Por la cabalgadura conoció Aresti desde muy lejos á don Facundo, el cura párroco de Gallarta. Hacía diez años que había sido trasladado al distrito minero desde un pueblecillo de Álava, y afirmaba que la mejor tierra del mundo era la de las Encartaciones. «Paz, mucha paz; para todos hay vida en el mundo.» Y en santa paz vivía, siendo gran amigo de Aresti, y tomando á broma las doctrinas revolucionarias que el doctor, por aburrimiento, exponía á los ricos de Gallarta después de sus famosas cenas. Cierta vez que el médico, cansado de la monotonía de su existencia, se divirtió en propagar el budhismo entre los rudos contratistas y hasta intentó algunas ceremonias del culto indostánico, á estilo de las que había presenciado en el museo Guimet de París, el cura no manifestó indignación, «Bah; cosas de don Luis; chifladuras de los sabios: ya se cansará.» Para él, la religión verdadera no decrecía ni experimentaba quebranto alguno mientras se celebrasen bautizos, casamientos, y, sobre todo, entierros, muchos entierros.
A misa sólo iban algunas viejas del pueblo: la iglesia estaba siempre vacía, pero el país era muy religioso y la prueba estaba en que él no tenía libre un momento, y continuamente veían todos trotar su burra blanca por los caminos y atajos de la montaña. Aquel curato valía más que algunos obispados. La gente pobre que no se acordaba de la casa de Dios, encontraba en su miseria el dinero necesario para que el pariente marchase á la fosa escoltado por la burra de don Facundo y mecido en su ataúd por el vozarrón del cura. Había días en que acompañaba cinco entierros en los lugares más lejanos de la parroquia; asunto de leguas. Pero él no se asustaba de nada mientras contase con su cabalgadura infatigable, y montado en ella acudía á todas partes. Delante, marchaba el ataúd en hombros de los mineros, escoltado por mujeres que daban alaridos y se mesaban el pelo con desesperación de gitanas, y detrás don Facundo, montado en su burra, con sobrepelliz y bonete, seguido á pie por el sacristán, al que llamaba su «corneta de órdenes», siempre cantando, pues los parientes ponían reparos á la hora de pagar si cantaba poco, repitiendo automáticamente los versículos del oficio de difuntos, al mismo tiempo que se daba el compás esgrimiendo sobre su cabeza la vara de fresno con que arreaba á la cabalgadura.
Un alto en la marcha era lo único que le hacía perder la calma.
–Aprisa, hijos míos—decía á los conductores del cadáver—que hoy aún me quedan tres. Tengo trabajo en Galdames y en la Arboleda.
Muchas veces llegaba la obscuridad antes de que terminase su tarea de acompañar muertos por veredas y desmontes. Aresti recordaba una noche de luna clarísima, al retirarse á casa después de una cena con los contratistas, en las afueras de Gallarta. Oyó un canto lúgubre que rasgaba como un lamento la calma de la noche, y vió pasar á un hombre, vacilante sobre sus piernas, que parecía ebrio, llevando á cuestas á otro, envuelto en una sábana, con un brazo colgante que le golpeaba á cada paso. Después, una especie de centauro agrandado por el misterio de la noche, que movía algo negro como una espada, sin cesar de mugir:
Qui dormiunt in terræ pulvere, evigilabunt…—Buenas noches, don Luis—dijo el cura al reconocer al doctor.—Con este van hoy ocho. Es un pobrecito que ha muerto de la viruela y lo he dejado para lo último… ¡Después dirá usted que la Iglesia no trabaja!
Y en el silencio de la noche, volvió á reanudar su lúgubre cantinela, á la luz de la luna, camino del cementerio.
Lo único que le indignaba era que le hablasen de la extensión de la parroquia y lo difícil de servirla un hombre solo. ¡No, carape!: él tenía fuerzas para servir á Dios hasta que reventase; sobre todo, tratándose de entierros. Cada vez que recelaba alguna modificación parroquial tomaba el camino de Vitoria para ver á los señores del obispado después de dar un tiento doloroso á los ahorros y cuando al fin habían acabado por colocar á sus órdenes á dos vicarios, dedicó á éstos á las faenas menudas del templo, reservándose él los entierros.
Las asombrosas fortunas creadas en las minas habían tentado su codicia. Él también tenía sus contratas; también pactaba arranque de mineral con los señores de Bilbao é iba sobre la burra de los entierros á echar un vistazo al trabajo de los peones. Pero á pesar de que sus negocios marchaban bien y á la hora del champagne, en las cenas de los contratistas, le hacía confesar el médico que llevaba reunidos más de cuarenta mil duros, recordaba los pasados tiempos, aquella primera época de las minas, cuando él y don Luis eran recién llegados y cada cual vivía á su gusto sin obispos ni autoridades de ninguna clase. Aborrecía los tranvías aéreos, los planos inclinados, todos los recientes medios de conducción. Los buenos tiempos eran cuando el mineral iba arrastrado por bueyes hasta la ría, y había guardas en los caminos para ordenar el paso de las carretas que alegraban la montaña con sus chirridos. Sólo en Gallarta existían más de mil. Se exportaba menos mineral, pero se pagaba más caro y el dinero se repartía entre más gente. Entonces fué cuando el cura inauguró su iglesia y al buscar un santo patrón eligió á San Antonio. Aún reía el doctor recordando la candidez con que explicaba el cura esta preferencia.
–No puede ser otro. San Antonio es el patrón de las bestias y aquí en Gallarta hay tanto buey....
Al reconocer don Facundo al médico, refrenó el paso de su cabalgadura.
–A la mina, ¿eh?—preguntó Aresti.
–Sí señor: acabo de largar mi misita y ahora un rato á ver lo que hacen aquellos, hasta la hora de comer. Hay que cuidarse de lo divino y lo humano. Hay que trabajar, don Luis.
–¿Pero hoy no es día de fiesta?…
–¡Ah, grandísimo zumbón! Ya adivino lo que quiere decirme con su sonrisa. Sí, día de fiesta es, según nuestra Madre la Iglesia, y deben guardarla los que son ricos. Pero mire usted, cómo los pobres trabajan en todas las canteras. Yo no voy á privar de un jornal á mis peones, después de tantos días de lluvia, en los que no han podido hacer nada. Además, tengo mis contratos con el dueño de la mina… Vaya, adiós: le dejo para que se burle de mí á sus anchas.
Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta.
–¿Dicen que han matado al Maestrico?… Vaya un caso. Era un buen muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo… ¡A la tarde entierro! ¡Arre burra!
Y se alejó con alegre cantoneo, gozoso por la seguridad de que había caído trabajo.
Cuando el doctor fué á entrar en su casa todavía se vió detenido por un hombre que le esperaba sentado junto á la puerta. La vieja Catalina le llamaba furiosa desde adentro.
–¡Qué está frío el desayuno!… ¡Qué no cogerá usted el tren! Ya le he dicho á ese condenao que su primo le espera y no está usted para canciones…
Pero Aresti no la hizo caso y se dejó abordar por aquel hombre, diciéndose mentalmente: «¡Qué magnífico animal!» Tembló por su mano, cuando se la agarró el gigantón con una de sus garras de dedos callosos y gruesos. Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que había admirado en su niñez.
–Vengo á lo del otro día—dijo con alguna torpeza, pero mirando al médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo sus pretensiones.
–¿A lo del otro día?… Pues hijo, no me acuerdo. ¡Me buscan tantos!…
Pero de pronto, el doctor pareció recordar, y una sonrisa maliciosa animó su rostro.
–¡Ah, sí! Ya me acuerdo: vienes á lo del practicante. Tú eres el marido de esa… Bien ¿y qué?
–Quiero que usted arregle eso, don Luis—continuó el gigantón con energía;—ó lo arregla usted que es tan bueno ó doy el gran escándalo. Ya le dije cómo los pillé en mi casa el domingo pasado: tengo testigos. Los llevaré al juzgado, y si él no se pone en razón y hace lo que le corresponde, irá á un presidio y ella á la galera.
–Sí, hombre, sí—dijo Aresti.—Recuerdo tu asunto. Me gusta verte más tranquilo que el otro día. ¿Pero qué voy a hacer yo?
–Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él.
–Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en el hospital!… ¡Si es más pobre que tú!…
–Bueno—dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por debajo de la boina.—Pus que sean quince… ó que sean doce, ya que usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver con una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué he de hacer? ¿Ir á presidio y que se mueran de hambre mis pequeños? ¡Que paguen, que paguen, ya que quieren hacer el guapo!
Y se alejó, después de recomendar varias veces al médico, con tono suplicante, que no olvidase su asunto.
Aresti, mientras despachaba el desayuno y vestía sus ropas de fiesta, colocadas sobre la cama por Catalina, pensaba en la extraña psicología de una gran parte de las gentes de las minas.
De jóvenes se mataban por la mujer soltera; bailaban con el cuchillo oculto en la faja, dispuestos á disputarse la hembra á puñaladas. Asesinaban al rival como al infeliz Maestrico; y después, de casados, satisfecho el primer ímpetu de su apetito exacerbado por la escasez de mujeres, se entregaban al trabajo que gastaba su voluntad y sus fuerzas; olvidaban el amor hasta despreciarlo, para no pensar más que en el dinero, como si los envenenase el viento de fortunas rápidas y milagrosos encumbramientos que parecía soplar sobre las minas. Se exterminaban por una cuestión de jornales ó de comestibles, y al encontrarse frente á frente con el adulterio, torcían el gesto como ante una contrariedad vulgar y hasta algunos procuraban extraer de su desgracia cierto provecho.
II
Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la ría la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban sus caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto importante los llamaba á la villa.
El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de fundición—«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,—y después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el nivel de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con los taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos, y las pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático, de escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes, revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más leve adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las grúas que funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco invisible tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los mástiles. Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados de hulla inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el negro mineral en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las vías de los descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar al punto más avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua, soltando en los vientres de los buques su rojo contenido. Las dos riberas de la ría estaban en continua función, vomitando y absorviendo; entregando el mineral de sus montañas y apoderándose del carbón extranjero. Banderas de todas las nacionalidades ondeaban en las popas de los buques; los nombres más exóticos é impronunciables lucían en sus costados, y entre las chimeneas apagadas y negruzcas, erguían los veleros las esbeltas cruces de sus arboladuras, en el espacio azul.
Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría con sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz de los campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos, removiendo la tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las piernas desnudas, sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el baboso hocico, sin ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo á rumiar con la cabeza baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres lavaban sus guiñapos casi tendidas al borde de arroyos de líquido rojo, como si fuese sangre. Era el eterno color del agua en los alrededores de Bilbao: los lavados del mineral enrojecían hasta la corriente del Nervión. La industria, al enriquecer al país, corrompía las aguas puras y cristalinas de la época pastoril. El doctor recordaba la miseria de los peones de las minas, que les hacía huir de las fuentes de la montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la digestión. Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque, ensuciando su estómago, hacía menos frecuente el hambre.
Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la orilla izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban su caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban pequeños remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de cabotaje de las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á las revueltas; vapores que rompían las aguas con imperceptible movimiento hasta pegarse al descargadero. Y flotando por encima del bosque de chimeneas de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la moderna Bilbao, los velos en que se envuelve como si quisiera ocultar púdicamente su grandeza, los humos multicolores de sus fábricas, negros, de espesos vellones, como rebaños de la noche; blancos, ligeramente dorados por la luz del sol; azules y tenues como la respiración de un hogar campesino; amarillos rabiosos con un chisporroteo de escorias minerales. La blanca vedija, signo de actividad, repetíase por todo el paisaje, como una nota característica del panorama bilbaíno, avanzando por las quebraduras de la montaña donde están las vías férreas del mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras las chimeneas de los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el casco de los remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.
Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera vez.
–Bilbao es grande—se decía con cierto orgullo.—Hay que confesar que esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan de sus negocios!…
Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al aire la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de nuevo. Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico de Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que irritaba al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo, señor de la villa. Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones triangulares, y á sus espaldas un parque grandioso, extendiendo su arboleda montaña arriba, hasta la cumbre coronada por una granja vaquería. En mitad del parque, sobre una eminencia del terreno, habían levantado los jesuítas una imagen de San José, con un arco de focos eléctricos. Mientras dormían los buenos padres, el semicírculo luminoso recordaba á los pueblos de la ría y á la misma Bilbao que allí estaba la orden poderosa y dominadora, pronta siempre á ponerse de pie, no queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la obscuridad de la noche. El doctor hallaba natural que fuese San José el escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores para formar la sociedad del porvenir.
Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas que eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados y grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de muelle libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las enormes anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y fangosa marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el incesante ir y venir de las cargueras, míseras mujeres de ropas sucias y cara negra, pasando y repasando como filas de hormigas por los tablones que servían de puente entre los buques y el muelle. Unas llevaban sobre la cabeza la cesta llena de carbón; otras descargaban los fardos del bacalao, apilando en gigantescas masas el alimento del pobre que había de ser consumido en el interior de la península.