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Misericordia
«Ya estar aquí la Pedra borracha.
–¡Ah! ¡qué cosas! Es esa que te ayuda a pagar el cuarto… Borrachona, sinvergüenzonaza… Pero no perdamos tiempo, hijo; dame el traje, que yo lo llevaré… y con la ayuda de Dios, sacaré siquiera dos ochenta. Ve pensando en buscarme lo que falta. La Virgen Santísima te lo dará, y yo he de rezarle para que te lo dé doblado, que a mí seguro es que no quiere darme cosa ninguna».
Haciéndose cargo de la impaciencia de su amiga, el ciego descolgó de un clavo el traje que él llamaba nuevo, por un convencionalismo muy corriente en las combinaciones mercantiles, y lo entregó a su amiga, que en cuatro zancajos se puso en el patio y en la Ronda, tirando luego hacia el llamado Campillo de Manuela. El mendigo, en tanto, pronunciando palabras coléricas, que no es fácil al narrador reproducir, por ser en lengua arábiga, palpaba el bulto de la mujer embriagada, que como cuerpo muerto en mitad del cuartucho yacía. A las expresiones airadas del ciego, sólo contestó con ásperos gruñidos, y dio media vuelta, espatarrándose y estirando los brazos para caer de nuevo en sopor más hondo y en más brutal inercia.
Almudena metía mano por entre las ropas negras, cuyos pliegues, revueltos con los del mantón, formaban un lío inextricable, y acompañando su registro de exclamaciones furibundas, exploró también el fláccido busto, como si amasara pellejos con trapos. Tan nervioso estaba el hombre, que descubría lo que debe estar cubierto, y tapaba lo que gusta de ver la luz del día. Allí sacó rosarios, escapularios, un fajo de papeletas de empeño envuelto en un pedazo de periódico, trozos de herradura recogidos en las calles, muelas de animales o de personas, y otras baratijas. Terminado el registro, entró la Benina, de vuelta ya de su diligencia, la cual había despachado con tanta presteza, como si la hubieran llevado y traído en volandas los angelitos del cielo. Venía la pobre mujer sofocadísima del veloz correr por las calles; apenas podía respirar, y su rostro sudoroso despedía fuego, sus ojos alegría.
«Me han dado tres—dijo mostrando las monedas—, una en cuartos. No he tenido poca suerte en que estuviera allí Valeriano; que a llegar a estar el ama, la Reimunda, trabajo que costara sacarle dos y pico».
Respondiendo al contento de la anciana, Almudena, con cara de regocijo y triunfo, le mostró entre los dedos una peseta.
«Encuentrarla aquí, en el piecho de esta… Cogerla tigo.
–¡Oh, qué suerte! ¿Y no tendrá más? Busca bien, hijo.
–No tenier más. Mi regolver cosas piecho».
Benina sacudía las ropas de la borracha esperando ver saltar una moneda. Pero no saltaron más que dos horquillas, y algunos pedacitos de carbón.
«No tenier más».
Siguió parloteando el ciego, y por las explicaciones que le dio del carácter y costumbres de la mujerona, pudo comprender que si se hubieran encontrado a esta en estado de normal despejo, les habría dado la peseta con sólo pedirla. Con una breve frase sintetizó Almudena a su compañera de hospedaje: «Ser güena, ser mala… Coger ella tudo, dar ella tudo».
Acto continuo levantó el colchón, y escarbando en la tierra, sacó una petaca vieja y sucia, que cuidadosamente escondía entre trapos y cartones, y metiendo los dedos en ella, como quien saca un cigarro, extrajo un papelejo, que desenvuelto mostró una monedita de dos reales, nueva y reluciente. La cogió Benina, mientras Almudena sacaba de su bolsillo, donde tenía multitud de herramientas, tijeras, canuto de agujas, navaja, etc., otro envoltorio con dos perras gordas. Añadió a ellas la que había recibido de D. Carlos, y lo dio todo a la pobre anciana, diciéndole: «Amri, arriglar así tigo.
–Sí, sí… Pongo lo mío de hoy, y ya falta tan poco, que no quiero molestarte más. ¡Gracias a Dios! Me parece mentira. ¡Ay, hijo, qué bueno eres! Mereces que te caiga la lotería, y si no te cae, es porque no hay justicia en la tierra ni en el cielo… Adiós, hijo, no puedo detenerme ni un momento más… Dios te lo pague… Estoy en ascuas. Me voy volando a casa… Quédate en la tuya… y a esta pobre desgraciada, cuando despierte, no la pegues, hijo, ¡pobrecita! Cada uno, por el aquel de no sufrir, se emborracha con lo que puede: esta con el aguardentazo, otros con otra cosa. Yo también las cojo; pero no así: las mías son de cosa de más adentro… Ya te contaré, ya te contaré».
Y salió disparada, las monedas metidas en el seno, temerosa de que alguien se las quitara por el camino, o de que se le escaparan volando, arrastradas de sus tumultuosos pensamientos. Al quedarse solo, Almudena fue a la cocina, donde, entre otros cachivaches, tenía una palanganita de estaño y un cántaro de agua. Se lavó las manos y los ojos; después cogió un cazuelo en que había cenizas y carbones apagados, y pasando a una de las casas vecinas, volvió al poco rato con lumbre, sobre la cual derramó un puñadito de cierta substancia que en un envoltorio de papel tenía junto a la cama. Levantose del fuego humareda muy densa y un olor penetrante. Era el sahumerio de benjuí, única remembranza material de la tierra nativa que Almudena se permitía en su destierro vagabundo. El aroma especial, característico de casa mora, era su consuelo, su placer más vivo, práctica juntamente casera y religiosa, pues envuelto en aquel humo se puso a rezar cosas que ningún cristiano podía entender.
Con el humazo, la borracha gruñía más, y carraspeaba, y tosía, como queriendo dar acuerdo de sí. El ciego no le hacía más caso que a un perro, atento sólo a sus rezos en lengua que no sabemos si era arábiga o hebrea, tapándose un ojo con cada mano, y bajándolas después sobre la boca para besárselas. Mediano rato empleó en sus meditaciones, y al terminarlas, vio sentada ante sí a la mujerzuela que con ojos esquivos y lloricones, a causa del picor producido por el espeso sahumerio, le miraba. Presentándole gravemente las palmas de las manos, Almudena le soltó estas palabras:
«Gran púa, no haber más que un Dios… b'rracha, b'rrachona, no haber más que un Dios… un Dios, un Dios solo, solo».
Soltó la otra sonora carcajada, y llevándose la mano al pecho, quería arreglar el desorden que la mano inquieta de su compañero de vivienda había causado en aquella parte interesantísima de su persona. Tan torpe salía del sueño alcohólico, que no acertaba a poner cada cosa en su sitio, ni a cubrir las que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubran. «Jai, tú me has arregistrao.
–Sí… No haber más que un Dios, un Dios solo.
–¿Y a mí, qué? Por mí que haigan dos o cuarenta, todos los que ellos mesmos quieran haberse… Pero di, gorrón, me has quitado la peseta. No me importa. Pa ti era.
–¡Un Dios solo!».
Y viéndole coger el palo, se puso la mujer en guardia, diciéndole: «Ea, no pegues, Jai. Basta ya de sahumerio, y ponte a hacer la cena. ¿Cuánto dinero tienes? ¿Qué quieres que te traiga?…
–¡B'rrachona! no haber diniero… Llevarlo los embaixos, tú dormida.
–¿Qué te traigo?—murmuró la mujer negra tambaleándose y cerrando los ojos—. Aguárdate un poquitín. Tengo sueño, Jai».
Cayó nuevamente en profundo sopor, y Almudena, que había requerido el palo con intenciones de usarlo como infalible remedio de la embriaguez, tuvo lástima y suspiró fuerte, mascullando estas o parecidas palabras: «Pegar ti otro día».
VI
Casi no es hipérbole decir que la señá Benina, al salir de Santa Casilda, poseyendo el incompleto duro que calmaba sus mortales angustias, iba por rondas, travesías y calles como una flecha. Con sesenta años a la espalda, conservaba su agilidad y viveza, unidas a una perseverancia inagotable. Se había pasado lo mejor de la vida en un ajetreo afanoso, que exigía tanta actividad como travesura, esfuerzos locos de la mente y de los músculos, y en tal enseñanza se había fortificado de cuerpo y espíritu, formándose en ella el temple extraordinario de mujer que irán conociendo los que lean esta puntual historia de su vida. Con increíble presteza entró en una botica de la calle de Toledo; recogió medicinas que había encargado muy de mañana; después hizo parada en la carnicería y en la tienda de ultramarinos, llevando su compra en distintos envoltorios de papel, y, por fin, entró en una casa de la calle Imperial, próxima a la rinconada en que está el Almotacén y Fiel Contraste. Deslizose a lo largo del portal angosto, obstruido y casi intransitable por los colgajos de un comercio de cordelería que en él existe; subió la escalera, con rápidos andares hasta el principal, con moderado paso hasta el segundo; llegó jadeante al tercero, que era el último, con honores de sotabanco. Dio vuelta a un patio grande, por galería de emplomados cristales, de suelo desigual, a causa de los hundimientos y desniveles de la vieja fábrica, y al fin llegó a una puerta de cuarterones, despintada; llamó… Era su casa, la casa de su señora, la cual, en persona, tentando las paredes, salió al ruido de la campanilla, o más bien afónico cencerreo, y abrió, no sin la precaución de preguntar por la mirilla, cuadrada, defendida por una cruz de hierro.
«Gracias a Dios, mujer…—le dijo en la misma puerta—. ¡Vaya unas horas! Creí que te había cogido un coche, o que te había dado un accidente».
Sin chistar siguió Benina a su señora hasta un gabinetillo próximo, y ambas se sentaron. Excusó la criada las explicaciones de su tardanza por el miedo que sentía de darlas, y se puso a la defensiva, esperando a ver por dónde salía doña Paca, y qué posiciones tomaba en su irascible genio. Algo la tranquilizó el tono de las primeras palabras con que fue recibida; esperaba una fuerte reprimenda, vocablos displicentes. Pero la señora parecía estar de buenas, domado, sin duda, el áspero carácter por la intensidad del sufrimiento. Benina se proponía, como siempre, acomodarse al son que le tocara la otra, y a poco de estar junto a ella, cambiadas las primeras frases, se tranquilizó. «¡Ay, señora, qué día! Yo estaba deshecha; pero no me dejaban, no me dejaban salir de aquella bendita casa.
–No me lo expliques—dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía, aunque muy atenuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid—. Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero, Señor, por qué tarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé…
–Justo.
–Me acordé… como tengo en mi cabeza todo el almanaque… de que hoy es San Romualdo, confesor y obispo de Farsalia…
–Cabal.
–Y son los días del señor sacerdote en cuya casa estás de asistenta.
–Si yo pensara que usted lo había de adivinar, habría estado más tranquila—afirmó la criada, que en su extraordinaria capacidad para forjar y exponer mentiras, supo aprovechar el sólido cable que su ama le arrojaba—. ¡Y que no ha sido floja la tarea!
–Habrás tenido que dar un gran almuerzo. Ya me lo figuro. ¡Y que no serán cortos de tragaderas los curánganos de San Sebastián, compañeros y amigos de tu D. Romualdo!
–Todo lo que le diga es poco.
–Cuéntame: ¿qué les has puesto?—preguntó ansiosa la señora, que gustaba de saber lo que se comía en las casas ajenas—. Ya estoy al tanto. Les harías una mayonesa.
–Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto lo alabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa… que si por vergüenza no se chupaban los dedos…
–¿Y después?
–Una pepitoria que ya la quisieran para sí los ángeles del cielo. Luego, calamares en su tinta… luego…
–Pues aunque te tengo dicho que no me traigas sobras de ninguna casa, pues prefiero la miseria que me ha enviado Dios, a chupar huesos de otras mesas… como te conozco, no dudo que habrás traído algo. ¿Dónde tienes la cesta?».
Viéndose cogida, Benina vacilé un instante; mas no era mujer que se arredraba ante ningún peligro, y su maestría para el embuste le sugirió pronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la cesta, con lo que traje, en casa de la señorita Obdulia, que lo necesita más que nosotras.
–Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina. Cuéntame más. ¿Y un buen solomillo, no pusiste?
–¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo superior.
–¿Y postres, bebidas?…
–Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantre los curas, y de nada se privan… Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora desfallecida.
–Lo estaba; pero… no sé: parece que me he comido todo eso de que has hablado… En fin, dame de almorzar.
–¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido que le aparté anoche?
–Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes con media onza de chocolate crudo.
–Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay que encender lumbre. Pero pronto despacho… ¡Ah! también le traigo las medicinas. Eso lo primero.
–¿Hiciste todo lo que te mandé?—preguntó la señora, en marcha las dos hacia la cocina—. ¿Empeñaste mis dos enaguas?
–¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D. Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo.
–¿Pagaste el aceite de ayer?
–¡Pues no!
–¿Y la tila y la sanguinaria?
–Todo, todo… Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.
–¿Querrá Dios traernos mañana un buen día?—dijo con honda tristeza la señora, sentándose en la cocina, mientras la criada, con nerviosa prontitud, reunía astillas y carbones.
–¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.
–¿Por qué me lo aseguras, Nina?
–Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañana tendremos un buen día, estoy por decir que un gran día.
–Cuando lo veamos te diré si aciertas… No me fío de tus corazonadas. Siempre estás con que mañana, que mañana…
–Dios es bueno.
–Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes: me apalea, no me deja respirar. Tras un día malo, viene otro peor. Pasan años aguardando el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan… siquiera regulares.
–Pues yo que la señora—dijo Benina dándole al fuelle—, tendría confianza en Dios, y estaría contenta… Ya ve que yo lo estoy… ¿no me ve? Yo siempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá el golpe de suerte, y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros, y desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar.
–Ya no aspiro a la buena vida, Nina—declaró casi llorando la señora—: sólo aspiro al descanso.
–¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse no.
–¿Te conformas con esta vida?
–Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra. Venga todo antes que la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de pan, y pueda uno comérselo con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza.
–¿Y soportas, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación, deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas y embustes, no encontrar quien te fíe valor de dos reales, vernos perseguidos de tenderos y vendedores?
–¡Vaya si lo soporto!… Cada cual, en esta vida, se defiende como puede. ¡Estaría bueno que nos dejáramos morir de hambre, estando las tiendas tan llenas de cosas de substancia! Eso no: Dios no quiere que a nadie se le enfríe el cielo de la boca por no comer, y cuando no nos da dinero, un suponer, nos da la sutileza del caletre para inventar modos de allegar lo que hace falta, sin robarlo… eso no. Porque yo prometo pagar, y pagaré cuando lo tengamos. Ya saben que somos pobres… que hay formalidad en casa, ya que no haigan otras cosas. ¡Estaría bueno que nos afligiéramos porque los tenderos no cobran estas miserias, sabiendo, como sabemos, que están ricos!…
–Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero decir, decoro; quiero decir, dignidad.
–Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y estómago natural, y sé también que Dios me ha puesto en el mundo para que viva, y no para que me deje morir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quia!… lo que tienen es pico… Y mirando las cosas como deben mirarse, yo digo que Dios, no tan sólo ha criado la tierra y el mar, sino que son obra suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las casas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura… Todo es de Dios.
–Y la moneda, la indecente moneda, ¿de quién es?—preguntó con lastimero acento la señora—. Contéstame.
–También es de Dios, porque Dios hizo el oro y la plata… Los billetes, no sé… Pero también, también.
–Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene… y las tiene todo el mundo menos nosotras… ¡Ea! date prisa, que siento debilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?… Ya: están sobre la cómoda. Tomaré una papeleta de salicilato antes de comer… ¡Ay, qué trabajo me dan estas piernas! En vez de llevarme ellas a mí, tengo yo que tirar de ellas. (Levantándose con gran esfuerzo.) Mejor andaría yo con muletas. ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfermado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de los riñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone que yo digiera como un buitre.
–Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima!».
VII
Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz Doña Francisca Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia lastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna, entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estas caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid, en que apenas existen hábitos de orden, pero a todos los ejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete del destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. Nacida en Ronda, su vista se acostumbró desde la niñez a las vertiginosas depresiones del terreno; y cuando tenía pesadillas, soñaba que se caía a la profundísima hondura de aquella grieta que llaman Tajo. Los nacidos en Ronda deben de tener la cabeza muy firme y no padecer de vértigos ni cosa tal, hechos a contemplar abismos espantosos. Pero doña Paca no sabía mantenerse firme en las alturas: instintivamente se despeñaba; su cabeza no era buena para esto ni para el gobierno de la vida, que es la seguridad de vista en el orden moral.
El vértigo de Paquita Juárez fue un estado crónico desde que la casaron, muy joven, con D. Antonio María Zapata, que le doblaba la edad, intendente de ejército, excelente persona, de holgada posición por su casa, como la novia, que también poseía bienes raíces de mucha cuenta. Sirvió Zapata en el ejército de África, división de Echagüe, y después de Wad-Ras pasó a la Dirección del ramo. Establecido el matrimonio en Madrid, le faltó tiempo a la señora para poner su casa en un pie de vida frívola y aparatosa que, si empezó ajustando las vanidades al marco de las rentas y sueldos, pronto se salió de todo límite de prudencia, y no tardaron en aparecer los atrasos, las irregularidades, las deudas. Hombre ordenadísimo era Zapata; pero de tal modo le dominaba su esposa, que hasta le hizo perder sus cualidades eminentes; y el que tan bien supo administrar los caudales del ejército, veía perderse los suyos, olvidado del arte para conservarlos. Paquita no se ponía tasa en el vestir elegante, ni en el lujo de mesa, ni en el continuo zarandeo de bailes y reuniones, ni en los dispendiosos caprichos. Tan notorio fue ya el desorden, que Zapata, aterrado, viendo venir el trueno gordo, hubo de vencer la modorra en que su cara mitad le tenía, y se puso a hacer números y a querer establecer método y razón en el gobierno de su hacienda; pero ¡oh triste sino de la familia! cuando más engolfado estaba el hombre en su aritmética, de la que esperaba su salvación, cogió una pulmonía, y pasó a mejor vida el Viernes Santo por la tarde, dejando dos hijos de corta edad: Antoñito y Obdulia.
Administradora y dueña del caudal activo y pasivo, Francisca no tardó en demostrar su ineptitud para el manejo de aquellas enredosas materias, y a su lado surgieron, como los gusanos en cuerpo corrupto, infinitas personas que se la comían por dentro y por fuera, devorándola sin compasión. En esta época desastrosa, entró a su servicio Benigna, que si desde el primer día se acreditó de cocinera excelente, a las pocas semanas hubo de revelarse como la más intrépida sisona de Madrid. Qué tal sería la moza en este terreno, que la misma doña Francisca, de una miopía radical para la inspección de sus intereses, pudo apreciar la rapacidad minuciosa de la sirviente, y aun se determinó a corregirla. En justicia, debo decir que Benigna (entre los suyos llamada Benina, y Nina simplemente por la señora) tenía cualidades muy buenas que, en cierto modo, compensaban, en los desequilibrios de su carácter, aquel defecto grave de la sisa. Era muy limpia, de una actividad pasmosa, que producía el milagro de agrandar las horas y los días. Además de esto, Doña Francisca estimaba en ella el amor intenso a los niños de la casa; amor sincero y, si se quiere, positivo, que se revelaba en la vigilancia constante, en los exquisitos cuidados con que sanos o enfermos les atendía. Pero las cualidades no fueron bastante eficaces para impedir que el defecto promoviera cuestiones agrias entre ama y sirviente, y en una de estas, Benina fue despedida. Los niños la echaron muy de menos, y lloraban por su Nina graciosa y soboncita.
A los tres meses se presentó de visita en la casa. No podía olvidar a la señora ni a los nenes. Estos eran su amor, y la casa, todo lo material de ella, la encariñaba y atraía. Paquita Juárez también tenía especial gusto en charlar con ella, pues algo (no sabían qué) existía entre las dos que secretamente las enlazaba, algo de común en la extraordinaria diversidad de sus caracteres. Menudearon las visitas. ¡Ay! la Benina no se encontraba a gusto en la casa donde a la sazón servía. En fin, que ya la tenemos otra vez en la domesticidad de Doña Francisca; y tan contenta ella, y satisfecha la señora, y los pequeñuelos locos de alegría. Sobrevino en aquel tiempo un aumento de las dificultades y ahogos de la familia en el orden administrativo: las deudas roían con diente voraz el patrimonio de la casa; se perdían fincas valiosas, pasando sin saber cómo, por artes de usura infame, a las manos de los prestamistas. Como carga preciosa que se arroja de la embarcación al mar en los apuros del naufragio, salían de la casa los mejores muebles, cuadros, alfombras riquísimas: las alhajas habían salido ya… Pero por más que se aligeraba el buque, la familia continuaba en peligro de zozobra y de sumergirse en los negros abismos sociales.
Para mayor desdicha, en aquel funesto periodo del 70 al 80, los dos niños padecieron gravísimas enfermedades: tifoidea el uno; eclampsia y epilepsia la otra. Benina les asistió con tal esmero y solicitud tan amorosa, que se pudo creer que les arrancaba de las uñas de la muerte. Ellos le pagaban, es verdad, estos cuidados con un afecto ardiente. Por amor de Benina, más que por el de su madre, se prestaban a tomar las medicinas, a callar y estarse quietecitos, a sudar sin ganas, y a no comer antes de tiempo: todo lo cual no impidió que entre ama y criada surgiesen cuestiones y desavenencias, que trajeron una segunda despedida. En un arrebato de ira o de amor propio, Benina salió disparada, jurando y perjurando que no volvería a poner los pies en aquella casa, y que al partir sacudía sus zapatos para no llevarse pegado en ellos el polvo de las esteras… pues lo que es alfombras, ya no las había.
En efecto: antes del año, apareciose Benina en la casa. Entró, anegado en lágrimas el rostro, diciendo: «Yo no sé qué tiene la señora; yo no sé qué tiene esta casa, y estos niños, y estas paredes, y todas las cosas que aquí hay: yo no sé más sino que no me hallo en ninguna parte. En casa rica estoy, con buenos amos que no reparan en dos reales más o menos; seis duros de salario… Pues no me hallo, señora, y paso la noche y el día acordándome de esta familia, y pensando si estarán bien o no estarán bien. Me ven suspirar, y creen que tengo hijos. Yo no tengo a nadie en el mundo más que a la señora, y sus hijos son mis hijos, pues como a tales les quiero…». Otra vez Benina al servicio de Doña Francisca Juárez, como criada única y para todo, pues la familia había dado un bajón tremendo en aquel año, siendo tan notorias las señales de ruina, que la criada no podía verlas sin sentir aflicción profunda. Llegó la ocasión ineludible de cambiar el cuarto en que vivían por otro más modesto y barato. Doña Francisca, apegada a las rutinas y sin determinación para nada, vacilaba. La criada, quitándole en momentos tan críticos las riendas del gobierno, decidió la mudanza, y desde la calle de Claudio Coello saltaron a la del Olmo. Por cierto que hubo no pocas dificultades para evitar un desahucio vergonzoso: todo se arregló con la generosa ayuda de Benina, que sacó del Monte sus economías, importantes tres mil y pico de reales, y las entregó a la señora, estableciéndose desde entonces comunidad de intereses en la adversa como en la próspera fortuna. Pero ni aun en aquel rasgo de caridad hermosa desmintió la pobre mujer sus hábitos de sisa, y descontó un pico para guardarlo cuidadosamente en su baúl, como base de un nuevo montepío, que era para ella necesidad de su temperamento y placer de su alma.