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Misericordia
–Ayer—dijo Demetria quitándole la teta a la niña—, bien lo vide. Le trajeron…
–¿Qué?
–Pues un arroz con almejas, que lo menos había para siete personas.
–¡A ver!… ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, golía bien?
–¡Vaya si golía!… Los cazolones los tiene en ca el sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala con todo para Cuatro Caminos.
–El marido…—añadió la Burlada echando lumbre por los ojos—, es uno que vende teas y perejil… Ha sido melitar, y tiene siete cruces sencillas y una con cinco riales… Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la Ricarda en el cajón de Chamberí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué dices, Almudena?
El ciego murmuraba. Preguntado segunda vez, dijo con áspera y dificultosa lengua:
–¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz, quirido.
–¿Conócesle tú?
–Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él… de mi tierra dos rosarios, y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero… Ser capatazo de la sopa en el Sagriado Corazón de allá… y en toda la probieza de allá, mandando él, con garrota él… barrio Salmanca… capatazo… Malo, mu malo, y no dejar comer… Ser un criado del Goberno, del Goberno malo de Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas soterranas. Guardar él, matarnos de hambre él…
–Es lo que faltaba—dijo la Burlada con aspavientos de oficiosa ira—; que también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigonazos.
–¡Tanto como eso!… Vaya usted a saber—indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar—. ¡Calla, tragona!
–¡A ver!… Con tanto chupío, no sé cómo vives, hija… Y usted, señá Benina, ¿qué cree?
–¿Yo?… ¿De qué?
–De si tien o no tien dinero en el Banco.
–¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman.
–Con el nuestro, ¡ja, ja!… y encima codillo de jamón.
–¡A callar se ha dicho!—gritó el cojo, vendedor de La Semana—. Aquí se viene a lo que se viene, y a guardar la circuspición.
–Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!… ¡Ni que fuas Vítor Manuel, el que puso preso al Papa!
–Callar, digo, y tengan más religión.
–Religión tengo, aunque no como con la Iglesia como tú, pues yo vivo en compañía del hambre, y mi negocio es miraros tragar y ver los papelaos de cosas ricas que vos traen de las casas. Pero no tenemos envidia, ¿sabes, Eliseo? y nos alegramos de ser pobres y de morirnos de flato, para irnos en globo al cielo, mientras que tú…
–Yo ¿qué?
–¡A ver!… Pues que estás rico, Eliseo; no niegues que estás rico… Con la Semana, y lo que te dan D. Senén y el señor cura… Ya sabemos: el que parte y reparte… No es por murmurar: Dios me libre. Bendita sea nuestra santa miseria… El Señor te lo aumente. Dígolo porque te estoy agradecida, Eliseo. Cuando me cogió el coche en la calle de la Luna… fue el día que llevaron a ese Sr. de Zorrilla… pues, como digo, mes y medio estuve en el espital, y cuando salí, tú, viéndome sola y desamparada, me dijiste: «Señá Flora, ¿por qué no se pone a pedir en un templo, quitándose de la santimperie, y arrimándose al cisco de la religión? Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario, sin rodar por las calles, y tratando con pobres decentes». Eso me dijiste, Eliseo, y yo me eché a llorar, y me vine acá contigo. De lo cual vino el estar yo aquí, y muy agradecida a tu conduta fina y de caballero. Sabes que rezo un Padrenuestro por ti todos los días, y le pido al Señor que te haga más rico de lo que eres; que vendas sinfinidá de Semanas, y que te traigan buen bodrio del café y de la casa de los señores condes, para que te hartes tú y la carreterona de tu mujer. ¿Qué importa que Crescencia y yo, y este pobre Almudena, nos desayunemos a las doce del mediodía con un mendrugo, que serviría para empedrar las santas calles? Yo le pido al Señor que no te falte para el aguardentazo. Tú lo necesitas para vivir; yo me moriría si lo catara… ¡Y ojalá que tus dos hijos lleguen a duques! Al uno le tienes de aprendiz de tornero, y te mete en casa seis reales cada semana; al otro le tienes en una taberna de las Maldonadas, y saca buenas propinillas de las golfas, con perdón… El Señor te los conserve, y te los aumente cada año, y véate yo vestido de terciopelo y con una pata nueva de palo santo, y a tu tarasca véala yo con sombrero de plumas. Soy agradecida: se me ha olvidado el comer, de las hambres que paso; pero no tengo malos quereres, Eliseo de mi alma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come y bebe, y emborráchate; y ten casa de balcón con mesas de de noche, y camas de hierro con sus colchas rameadas, tan limpias como las del Rey; y ten hijos que lleven boina nueva y alpargata de suela, y niña que gaste toquilla rosa y zapatito de charol los domingos, y ten un buen anafre, y buenos felpudos para delante de las camas, y cocina de co, con papeles nuevos, y una batería que da gloria con tantismas cazoletas; y buenas láminas del Cristo de la Caña y Santa Bárbara bendita, y una cómoda llena de ropa blanca; y pantallas con flores, y hasta máquina de coser que no sirve, pero encima de ella pones la pila de Semanas; ten también muchos amigos y vecinos buenos, y las grandes casas de acá, con señores que por verte inválido te dan barreduras del almacén de azúcar, y papelaos del café de la moca, y de arroz de tres pasadas; ten también metimiento con las señoras de la Conferencia, para que te paguen la casa o la cédula, y den plancha de fino a tu mujer… ten eso y más, y más, Eliseo…
Cortó los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de la señá Casiana por la puerta de la iglesia.
–Ya salen de misa mayor—dijo; y encarándose después con la habladora, echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas palabras: «Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar el pico, que estamos en la casa de Dios».
Empezaba a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las manos diligentes de Eliseo o de la caporala, y algo le tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado. Mientras Casiana hablaba en voz baja con Demetria, la Burlada pegó la hebra con Crescencia en el rincón próximo a la puerta del patio.
–¡Qué le estará diciendo a la Demetria!
–A saber… Cosas de ellas.
–Me ha golido a bonos por el funeral de presencia que tenemos mañana. A Demetria le dan más, por ser arrecomendada de ese que celebra la primera misa, el D. Rodriguito de las medias moradas, que dicen es secretario del Papa.
–Le darán toda la carne, y a nosotras los huesos.
–¡A ver!… Siempre lo mismo. No hay como andar con dos o tres criaturas a cuestas para sacar tajada. Y no miran a la decencia, porque estas holgazanotas, como Demetria, sobre ser unas grandísimas pendonazas, hacen luego del vicio su comercio. Ya ves: cada año se trae una lechigada, y criando a uno, ya tiene en el buche los huesos del año que viene.
–¿Y es casada?
–Como tú y como yo. De mí nada dirán, pues en San Andrés bendito me casé con mi Roque, que está en gloria, de la consecuencia de una caída del andamio. Esta dice que tiene el marido en Celiplinas, y será que desde allá le hace los chiquillos… por carta… ¡Ay, qué mundo! Te digo que sin criaturas no se saca nada: los señores no miran a la dinidá de una, sino a si da el pecho o no da el pecho. Les da lástima de las criaturas, sin reparar en que más honrás somos las que no las tenemos, las que estamos en la senetú, hartas de trabajos y sin poder valernos. Pero vete tú ahora a golver del revés el mundo, y a gobernar la compasión de los señores. Por eso se dice que todo anda trastornado y al revés, hasta los cielos benditos, y lleva razón Pulido cuando habla de la rigolución mu gorda, mu gorda, que ha de venir para meter en cintura a ricos miserables y a pobres ensalzaos».
Concluía la charlatana vieja su perorata, cuando ocurrió un suceso tan extraño, fenomenal e inaudito, que no podría ser comparado sino a la súbita caída de un rayo en medio de la comunidad mendicante, o a la explosión de una bomba: tales fueron el estupor y azoramiento que en toda la caterva mísera produjo. Los más antiguos no recordaban nada semejante; los nuevos no sabían lo que les pasaba. Quedáronse todos mudos, perplejos, espantados. ¿Y qué fue, en suma? Pues nada: que Don Carlos Moreno Trujillo, que toda la vida, desde que el mundo era mundo, salía infaliblemente por la puerta de la calle de Atocha… no alteró aquel día su inveterada costumbre; pero a los pocos pasos volvió adentro, para salir por la calle de las Huertas, hecho singularísimo, absurdo, equivalente a un retroceso del sol en su carrera.
Pero no fue principal causa de la sorpresa y confusión la desusada salida por aquella parte, sino que D. Carlos se paró en medio de los pobres (que se agruparon en torno a él, creyendo que les iba a repartir otra perra por barba), les miró como pasándoles revista, y dijo: «Eh, señoras ancianas, ¿quién de vosotras es la que llaman la señá Benina?».
–Yo, señor, yo soy—dijo la que así se llamaba, adelantándose temerosa de que alguna de sus compañeras le quitase el nombre y el estado civil.
–Esa es—añadió la Casiana con sequedad oficiosa, como si creyese que hacía falta su exequatur de caporala para conocimiento o certificación de la personalidad de sus inferiores.
–Pues, señá Benina—agregó D. Carlos embozándose hasta los ojos para afrontar el frío de la calle—, mañana, a las ocho y media, se pasa usted por casa; tenemos que hablar. ¿Sabe usted dónde vivo?
–Yo la acompañaré—dijo Eliseo echándosela de servicial y diligente en obsequio del señor y de la mendiga.
–Bueno. La espero a usted, señá Benina.
–Descuide el señor.
–A las ocho y media en punto. Fíjese bien—añadió D. Carlos a gritos, que resultaron apagados porque le tapaban la boca las felpas húmedas del embozo raído—. Si va usted antes, tendrá que esperarse, y si va después, no me encuentra… Ea, con Dios. Mañana es 25: me toca en Montserrat, y después, al cementerio. Con que…
IV
¡María Santísima, San José bendito, qué comentarios, qué febril curiosidad, qué ansia de investigar y sorprender los propósitos del buen D. Carlos! En los primeros momentos, la misma intensidad de la sorpresa privó a todos de la palabra. Por los rincones del cerebro de cada cual andaba la procesión… dudas, temores, envidia, curiosidad ardiente. La señá Benina, queriendo sin duda librarse de un fastidioso hurgoneo, se despidió afectuosamente, como siempre lo hacía, y se fue. Siguiola, con minutos de diferencia, el ciego Almudena. Entre los restantes empezaron a saltar, como chispas, las frasecillas primeras de su sorpresa y confusión: «Ya lo sabremos mañana… Será por desempeñarla… Tiene más de cuarenta papeletas.
–Aquí todas nacen de pie—dijo la Burlada a Crescencia—, menos nosotras, que hemos caído en el mundo como talegos».
Y la Casiana, afilando más su cara caballuna, hasta darle proporciones monstruosas, dijo con acento de compasión lúgubre: «¡Pobre Don Carlos! Está más loco que una cabra».
A la mañana siguiente, aprovechando la comunidad el hecho feliz de no haber ido a la parroquia ni la señá Benina ni el ciego Almudena, menudearon los comentarios del extraño suceso. La Demetria expuso tímidamente la opinión de que D. Carlos quería llevar a la Benina a su servicio, pues gozaba ésta fama de gran cocinera, a lo que agregó Eliseo que, en efecto, la tal había sido maestra de cocina; pero no la querían en ninguna parte por vieja.
«Y por sisona—afirmó la Casiana, recalcando con saña el término—. Habéis de saber que ha sido una sisona tremenda, y por ese vicio se ve ahora como se ve, teniendo que pedir para una rosca. De todas las casas en que estuvo la echaron por ser tan larga de uñas, y si ella hubiá tenido conduta, no le faltarían casas buenas en que acabar tranquila…
–Pues yo—declaró la Burlada con negro escepticismo—, vos digo que si ha venido a pedir es porque fue honrada; que las muy sisonas juntan dinero para su vejez y se hacen ricas… que las hay, vaya si las hay. Hasta con coche las he conocido yo.
–Aquí no se habla mal de naide.
–No es hablar mal. ¡A ver!… La que habla pestes es bueycencia, señora presidenta de ministros.
–¿Yo?
–Sí… Vuestra Eminencia Ilustrísima es la que ha dicho que la Benina sisaba; lo cual que no es verdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera no vendría a pedir. Tómate esa.
–Por bocona te has de condenar tú.
–No se condena una por bocona, sino por rica, mayormente cuando quita la limosna a los pobres de buena ley, a los que tienen hambre y duermen al raso.
–Ea, que estamos en la casa de Dios, señoras—dijo Eliseo dando golpes en el suelo con su pata de palo—. Guarden respeto y decencia unas para otras, como manda la santísima dotrina».
Con esto se produjo el recogimiento y tranquilidad que la vehemencia de algunos alteraba tan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezar bostezando se les pasaban las tristes horas.
Ahora conviene decir que la ausencia de la señá Benina y del ciego Almudena no era casual aquel día, por lo cual allá van las explicaciones de un suceso que merece mención en esta verídica historia. Salieron ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos minutos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando con Pulido, el ciego marroquí se le juntó, y ambos emprendieron juntos el camino por las calles de San Sebastián y Atocha.
«Me detuve a charlar con Pulido por esperarte, amigo Almudena. Tengo que hablar contigo».
Y agarrándole por el brazo con solicitud cariñosa, le pasó de una acera a otra. Pronto ganaron la calle de las Urosas, y parados en la esquina, a resguardo de coches y transeúntes, volvió a decirle: «Tengo que hablar contigo, porque tú solo puedes sacarme de un gran compromiso; tú solo, porque los demás conocimientos de la parroquia para nada me sirven. ¿Te enteras tú? Son unos egoístas, corazones de pedernal… El que tiene, porque tiene; el que no tiene, porque no tiene. Total, que la dejarán a una morirse de vergüenza, y si a mano viene, se gozarán en ver a una pobre mendicante por los suelos».
Almudena volvió hacia ella su rostro, y hasta podría decirse que la miró, si mirar es dirigir los ojos hacia un objeto, poniendo en ellos, ya que no la vista, la intención, y en cierto modo la atención, tan sostenida como ineficaz. Apretándole la mano, le dijo: «Amri, saber tú que servirte Almudena él, Almudena mí, como pierro. Amri, dicermi cosas tú… de cosas tigo.
–Sigamos para abajo, y hablaremos por el camino. ¿Vas a tu casa?
–Voy a do quierer tú.
–Paréceme que te cansas. Vamos muy a prisa. ¿Te parece bien que nos sentemos un rato en la Plazuela del Progreso para poder hablar con tranquilidad?».
Sin duda respondió el ciego afirmativamente, porque cinco minutos después se les veía sentados, uno junto a otro, en el zócalo de la verja que rodea la estatua de Mendizábal. El rostro de Almudena, de una fealdad expresiva, moreno cetrino, con barba rala, negra como el ala del cuervo, se caracterizaba principalmente por el desmedido grandor de la boca, que, cuando sonreía, afectaba una curva cuyos extremos, replegando la floja piel de los carrillos, se ponían muy cerca de las orejas. Los ojos eran como llagas ya secas e insensibles, rodeados de manchas sanguinosas; la talla mediana, torcidas las piernas. Su cuerpo había perdido la conformación airosa por la costumbre de andar a ciegas, y de pasar largas horas sentado en el suelo con las piernas dobladas a la morisca. Vestía con relativa decencia, pues su ropa, aunque vieja y llena de mugre, no tenía desgarrón ni avería que no estuvieran enmendados por un zurcido inteligente, o por aplicaciones de parches y retazos. Calzaba zapatones negros, muy rozados, pero perfectamente defendidos con costurones y remiendos habilísimos. El sombrero hongo revelaba servicios dilatados en diferentes cabezas, hasta venir a prestarlos en aquella, que quizás no sería la última, pues las abolladuras del fieltro no eran tales que impidieran la defensa material del cráneo que cubría. El palo era duro y lustroso; la mano con que lo empuñaba, nerviosa, por fuera de color morenísimo, tirando a etiópico, la palma blanquecina, con tono y blanduras que la asemejaban a una rueda de merluza cruda; las uñas bien cortadas; el cuello de la camisa lo menos sucio que es posible imaginar en la mísera condición y vida vagabunda del desgraciado hijo de Sus.
«Pues a lo que íbamos, Almudena—dijo la señá Benina, quitándose el pañuelo para volver a ponérselo, como persona desasosegada y nerviosa que quiere ventilarse la cabeza—. Tengo un grave compromiso, y tú, nada más que tú, puedes sacarme de él.
–Dicermi ella, tú…
–¿Qué pensabas hacer esta tarde?
–En casa mí, mocha que jacer mí: lavar ropa mí, coser mocha, remendar mocha.
–Eres el hombre más apañado que hay en el mundo. No he visto otro como tú. Ciego y pobre, te arreglas tú mismo tu ropita; enhebras una aguja con la lengua más pronto que yo con mis dedos; coses a la perfección; eres tu sastre, tu zapatero, tu lavandera… Y después de pedir en la parroquia por la mañana, y por las tardes en la calle, te sobra tiempo para ir un ratito al café… Eres de lo que no hay; y si en el mundo hubiera justicia y las cosas estuvieran dispuestas con razón, debieran darte un premio… Bueno, hijo: pues lo que es esta tarde no te dejo trabajar, porque tienes que hacerme un servicio… Para las ocasiones son los amigos.
–¿Qué sucieder ti?
–Una cosa tremenda. Estoy que no vivo. Soy tan desgraciada, que si tú no me amparas me tiro por el viaducto… Como lo oyes.
–Amri… tirar no.
–Es que hay compromisos tan grandes, tan grandes, que parece imposible que se pueda salir de ellos. Te lo diré de una vez para que te hagas cargo: necesito un duro…
–¡Un durro!—exclamó Almudena, expresando con la súbita gravedad del rostro y la energía del acento el espanto que le causaba la magnitud de la cantidad.
–Sí, hijo, sí… un duro, y no puedo ir a casa si antes no lo consigo. Es preciso que yo tenga ese duro: discurre tú, pues hay que sacarlo de debajo de las piedras, buscarlo como quiera que sea.
–Es mocha… mocha…—murmuraba el ciego volviendo su rostro hacia el suelo.
–No es tanto—observó la otra, queriendo engañar su pena con ideas optimistas—. ¿Quién no tiene un duro? Un duro, amigo Almudena, lo tiene cualquiera… Con que ¿puedes buscármelo tú, sí o no?».
Algo dijo el ciego en su extraña lengua que Benina tradujo por la palabra «imposible», y lanzando un suspiro profundo, al cual contestó Almudena con otro no menos hondo y lastimero, quedose un rato en meditación dolorosa, mirando al suelo y después al cielo y a la estatua de Mendizábal, aquel verdinegro señor de bronce que ella no sabía quién era ni por qué le habían puesto allí. Con ese mirar vago y distraído que es, en los momentos de intensa amargura, como un giro angustioso del alma sobre sí misma, veía pasar por una y otra banda del jardín gentes presurosas o indolentes. Unos llevaban un duro, otros iban a buscarlo. Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos haraposos importunaban a los señores. Con rápida visión, Benina pasó revista a los cajones de tanta tienda, a los distintos cuartos de todas las casas, a los bolsillos de todos los transeúntes bien vestidos, adquiriendo la certidumbre de que en ninguno de aquellos repliegues de la vida faltaba un duro. Después pensé que sería un paso muy salado que se presentase ella en la cercana casa de Céspedes diciendo que hicieran el favor de darle un duro, siquiera se lo diesen a préstamo. Seguramente, se reirían de tan absurda pretensión, y la pondrían bonitamente en la calle. Y no obstante, natural y justo parecía que en cualquier parte donde un duro no representaba más que un valor insignificante, se lo diesen a ella, para quien la tal suma era… como un átomo inmenso. Y si la ansiada moneda pasara de las manos que con otras muchas la poseían, a las suyas, no se notaría ninguna alteración sensible en la distribución de la riqueza, y todo seguiría lo mismo: los ricos, ricos; pobre ella, y pobres los demás de su condición. Pues siendo esto así, ¿por qué no venía a sus manos el duro? ¿Qué razón había para que veinte personas de las que pasaban no se privasen de un real, y para que estos veinte reales no pasaran por natural trasiego a sus manos? ¡Vaya con las cosas de este desarreglado mundo! La pobre Benina se contentaba con una gota de agua, y delante del estanque del Retiro no podía tenerla. Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perdería algo el estanque del Retiro porque se sacara de él una gota de agua?
V
Esto pensaba, cuando Almudena, volviendo de una meditación calculista, que debía de ser muy triste por la cara que ponía, te dijo:
«¿No tenier tú cosa que peinar?
–No, hijo: todo empeñado ya, hasta las papeletas.
–¿No haber persona que priestar ti?
–No hay nadie que me fíe ya. No doy un paso sin encontrar una mala cara.
–Señor Carlos llamar ti mañana.
–Mañana está muy lejos, y yo necesito el duro hoy, y pronto, Almudena, pronto. Cada minuto que pasa es una mano que me aprieta más el dogal que tengo en la garganta.
–No llorar, amri. Tú ser buena migo; yo arremediando ti… Veslo ahora.
–¿Qué se te ocurre? Dímelo pronto.
–Yo peinar ropa.
–¿El traje que compraste en el Rastro? ¿Y cuánto crees que te darán?
–Dos piesetas y media.
–Yo haré por sacar tres. ¿Y lo demás?
–Vamos a casa migo—dijo Almudena levantándose con resolución.
–Prontito, hijo, que no hay tiempo que perder. Es muy tarde. ¡Pues no hay poquito que andar de aquí a la posada de Santa Casilda!».
Emprendieron su camino presurosos por la calle de Mesón de Paredes, hablando poco. Benina, más sofocada por la ansiedad que por la viveza del paso, echaba lumbre de su rostro, y cada vez que oía campanadas de relojes hacía una mueca de desesperación. El viento frío del Norte les empujaba por la calle abajo, hinchando sus ropas como velas de un barco. Las manos de uno y otro eran de hielo; sus narices rojas destilaban. Enronquecían sus voces; las palabras sonaban con oquedad fría y triste.
No lejos del punto en que Mesón de Paredes desemboca en la Ronda de Toledo, hallaron el parador de Santa Casilda, vasta colmena de viviendas baratas alineadas en corredores sobrepuestos. Entrase a ella por un patio o corralón largo y estrecho, lleno de montones de basura, residuos, despojos y desperdicios de todo lo humano. El cuarto que habitaba Almudena era el último del piso bajo, al ras del suelo, y no había que franquear un solo escalón para penetrar en él. Componíase la vivienda de dos piezas separadas por una estera pendiente del techo: a un lado la cocina, a otro la sala, que también era alcoba o gabinete, con piso de tierra bien apisonado, paredes blancas, no tan sucias como otras del mismo caserón o humana madriguera. Una silla era el único mueble, pues la cama consistía en un jergón y mantas pardas, arrimado todo a un ángulo. La cocinilla no estaba desprovista de pucheros, cacerolas, botellas, ni tampoco de víveres. En el centro de la habitación, vio Benina un bulto negro, algo como un lío de ropa, o un costal abandonado. A la escasa luz que entraba después de cerrada la puerta, pudo observar que aquel bulto tenía vida. Por el tacto, más que por la vista, comprendió que era una persona.