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Misericordia
–Eso no—respondió Benina—, que tiempo hay para todo, y yo no puedo faltar de aquí. Ellos son gente buena, y se hacen cargo…
–Bien se les conoce. Yo le pido al Señor que les premie el buen trato que te dan, y mi mayor alegría hoy sería saber que a D. Romualdo me le hacían obispo.
–Pues ya suena el run run de que van a proponerle; sí, señora, obispo de no sé qué punto, allá en las islas de Filipinas.
–¿Tan lejos? No, eso no. Por acá tienen que dejarle para que haga mucho bien.
–Lo mismo piensa la Patros, ¿sabe? la mayor de las sobrinas.
–¿Esa que me has dicho tiene el pelo entrecano y bizca un poco?
–No; esa es la otra.
–Ya, ya… Patros es la que tartamudea, y padece de temblores.
–Esa. Pues dice que a dónde van ellas por esos mares de tan lejos… No, no; más vale simple cura por aquí, que arzobispo allá, donde, según dicen, son las doce del día cuando aquí tenemos las doce de la noche.
–En los antípodas.
–Pero la hermana, Doña Josefa, dice que venga la mitra, y sea donde Dios quisiere, que ella no teme ir al fin del mundo, con tal de ver al reverendísimo en el puesto que le corresponde.
–Puede que tenga razón. ¿Y qué hemos de hacer nosotras más que conformarnos con la voluntad del Señor, si nos llevan tan lejos al que, amparándote a ti, a mí también me ampara? Ya sabe Dios lo que hace, y hasta podría suceder que lo que creemos un mal fuera un bien, y que el buen D. Romualdo, al marcharse, nos dejara bien recomendadas a un obispo de acá, o al propio Nuncio…
–Yo creo que sí. En fin, allá veremos».
No pasó de aquí la conversación referente al imaginario sacerdote, a quien Doña Paca conocía ya como si le hubiera visto y tratado, forjándose en su mente un tipo real con los elementos descriptivos y pintorescos que Benina un día y otro le daba. Pero lo demás que picotearon se queda en el tintero para dar lugar a cosas de mayor importancia.
«Cuéntame, mujer. Y Obdulia ¿qué dice?
–Pues nada. ¿Qué ha de decir la pobre? El pillo de Luquitas no parece por allí hace dos días. Asegura la niña que tiene dinero, que cobró de un embalsamado, y se lo gasta con unas pendangas de la calle del Bonetillo.
–¡Jesús me valga! Y su padre, ¿qué hace?
–Reprenderle, castigarle, si le coge a mano. Lo que es a ese no le enderezan ya. A la niña le mandan comida de casa de los padres; pero tan tasada, que no le llega al colmillo. Se moriría de hambre si no le llevara yo lo que le llevo. ¡Pobre ángel! Pues verá usted: estos días me la he encontrado contenta. Ya sabe usted que la niña es así. Cuando hay más motivos para que esté alegre, se pone a llorar; cuando debiera estar triste, se pone como unas castañuelas. Sólo Dios entiende aquella zampoña y la manera de templarla. Pues la he visto contenta, sí señora, y es porque da en figurarse cosas buenas. Más vale así. Es de las que se creen todo lo que fabrican ellas mismas en su cabeza. De este modo, son felices cuando debieran ser desgraciadas.
–Pues si le da por lo contrario, ayúdame tú a sentir… ¿Y estaba sola, enteramente sola con la chica?
–No, señora: allí estaba ese caballero tan fino que la acompaña algunas mañanas; ese que es de la familia de los Delgados, paisanos de usted.
–Ya… Frasquito Ponte. Figúrate si lo conoceré. Es de mi tierra, o de Algeciras, que viene a ser lo mismo. Ha sido elegantón y se empeña en serlo todavía… porque te advierto que es más viejo que un palmar… Buena persona, caballero de principios, y que sabe tratar con damas, de estos que no se estilan ya, pues ahora todo es grosería y mala educación. Viene a ser Ponte cuñado de unas primas de mi esposo, porque su hermana casó con… en fin, ya no me acuerdo del parentesco. Me alegro de que trate a mi hija, pues a esta le convienen relaciones de sujetos dignos, decentes y de buena posición.
–Pues la posición del tal D. Frasquito me parece a mí que es como la del que está montado al aire, lo mismo que los brillantes.
–En mis tiempos era un solterón que se daba buena vida. Tenía un buen empleo, comía en casas grandes, y se pasaba las noches en el Casino.
–Pues debe de estar ahora más pobre que una rata, porque las noches se las pasa…
–¿Dónde?
–En los palacios encantados de la señá Bernarda, calle de Mediodía Grande… la casa de dormir, ¿sabe?
–¿Qué me cuentas?
–Ese Ponte duerme allí cuando tiene los tres reales que cuesta la cama, en el dormitorio de primera.
–Tú estás trastornada, Benina.
–Le he visto, señora. La Bernarda es amiga mía. Fue la que nos prestó los ocho duros aquellos, ¿sabe? cuando la señora tuvo que sacar cédula con recargo, y pagar un poder para mandarlo a Ronda.
–Ya… la que venía todos los días a reclamar la deuda y nos freía la sangre.
–La misma. Pues con todo, es buena mujer. No nos hubiera reclamado por justicia, aunque nos amenazaba. Otras son peores. Sepa usted que está rica, y con las seis casas de dormir que tiene, no le baja de cuarenta mil duros lo que ha ganado, sí señora, y todo ello lo ha puesto en el Banco, y vive del interés.
–¡Qué cosas se ven! Bueno está el mundo… Pues volviendo al caballero Ponte, que así le llamaban en Andalucía, si es tan pobre como dices, dará lástima verle… Y más vale así, porque la reputación de la niña podría sufrir algo, si en vez de ser el tal una ruina, un pobre mendigo de levita, fuera un galán de posibles, aunque viejo.
–Yo creo—dijo Benina riendo, pues su condición jovial se mostraba en cuantito que los afanes de la vida le daban un respiro—, que va allá… para que le embalsamen… Buena falta le hace. Y que se den prisa, antes que esté corruto».
Doña Paca se rió un poco con aquellas ocurrencias, y después pidió informes de la otra familia.
«Al niño no le he visto ni hoy ni ayer—respondió Benina—; pero me ha dicho la Juliana que anda corriendo ahora como las mismas exhalaciones, porque, con esto del trancazo, le han salido muchos anunciantes de medicinas. Piensa ganar mucho dinero y echar él un periódico, todo de cosas de tienda, poniendo, un suponer, dónde venden este artículo o el otro artículo. Los dos mellizos parecen dos rollos de manteca; pero buenos cocidos y buenos guisados les cuestan, que el ama se sabe cuándo empieza a comer, pero no cuándo acaba. La Juliana me dijo que probaremos algo de la matanza que le ha de mandar su tío el día del santo, y además dos cortes de botinas, de las echadas a perder en la zapatería para donde ella pespunta.
–Es buena esa chica—dijo con gravedad Doña Paca—, aunque tan ordinaria, que no empareja ni emparejará nunca conmigo. Sus regalos me ofenden, pero se los agradezco por la buena voluntad… En fin, es hora de que nos acostemos. Pues ya me parece que va medio hecha la digestión, prepárame la medicina para dentro de media hora. Esta noche me siento más cargada de las piernas, y con la vista muy perdida. ¡Santo Dios, si me quedaré ciega! Yo no sé qué es esto. Como bien, gracias a Dios, y la vista se me va de día en día, sin que me duelan los ojos. Ya no paso las noches en vela, gracias a ti, que todo lo discurres por mí, y al despertar, veo las cosas borradas y las piernas se me hacen de algodón. Yo digo: ¿qué tiene que ver el reúma con la visual? Me mandan que pasee. ¿Pero a dónde voy yo con esta facha, sin ropa decente, temiendo tropezarme a cada paso con personas que me conocieron en otra posición, o con esos tipos ordinarios y soeces a quien se debe alguna cantidad?».
Acordose al oír esto Benina de lo más importante que tenía que decir a su señora aquella noche, y no queriendo dejarlo para última hora, por temor a que se desvelara, antes de que salieran de la cocina, y mientras una y otra recogían las escasas piezas de loza para fregarlas, no desdeñándose Doña Francisca de este bajo servicio, le dijo en el tono más natural que usar sabía:
«¡Ah! ya no me acordaba… ¡qué cabeza tengo! Hoy me encontré al Sr. D. Carlos Moreno Trujillo».
Quedose Doña Paca suspensa, y poco faltó para que se le cayera de las manos el plato que estaba lavando.
«D. Carlos… Pero ¿has dicho D. Carlos? Y qué… ¿te habló, te preguntó por mí?
–Naturalmente, y con un interés que…
–¿Es de veras? A buenas horas se acuerda de mí ese avaro, que me ha visto caer en la miseria, a mí, a la cuñada de su mujer… pues Purita y mi Antonio eran hermanos, ya sabes… y no ha sido para tenderme una mano…
–El año pasado, tal día como hoy, cuando se quedó viudo, mandó a la señora un socorrito.
–¡Seis duros! ¡Qué vergüenza!—exclamó Doña Paca, dando vueltas a su indignación y a la inquina y despecho acumulados en su alma durante tantos años de oprobio y escasez—. La cara se me pone como fuego al decirlo. ¡Seis duros! y unos pingajos de Purita, guantes sucios, faldas rotas, y un traje de sociedad, antiquísimo, de cuando se casó la Reina… ¿Para qué me sirvieron aquellas porquerías?… En fin, sigue contando: le encontraste, ¿a qué hora, en qué sitio?
–Serían las doce y media. Él salía de San Sebastián…
–Ya sé que se pasa toda la mañana de iglesia en iglesia, royendo peanas. ¿Dices que a las doce y media? ¡Pues si a esa hora estabas tú sirviendo el almuerzo a D. Romualdo!».
No era Benina mujer que se acobardaba por esta cogida. Su mente, fecunda para el embuste, y su memoria felicísima para ordenar las mentiras que antes había dicho y hacerlas valer en apoyo de la mentira nueva, la sacaron del apuro.
«¿Pero no dije a usted que cuando ya habían puesto la mesa, faltaba una ensaladera, y tuve que ir a comprarla de prisa y corriendo a la plaza del Ángel, esquina a Espoz y Mina?
–Si me lo dijiste, no me acuerdo. ¿Pero cómo dejabas la cocina momentos antes de servir el almuerzo?
–Porque la zagala que tenemos no sabe las calles, y además, no entiende de compras. Hubiera tardado un siglo, y de fijo nos trae una jofaina en vez de una ensaladera… Yo fui volando, mientras la Patros se quedaba en la cocina… que lo entiende, crea usted que lo entiende tanto como yo, o más… En fin, que me encontré al vejestorio de D. Carlos.
–Pero si para ir de la calle de la Greda a Espoz y Mina no tenías que pasar por San Sebastián, mujer.
–Digo que él salía de San Sebastián. Le vi venir de allá, mirando al reloj de Canseco. Yo estaba en la tienda. El tendero salió a saludarle. D. Carlos me vio; hablamos…
–¿Y qué te dijo? Cuéntame qué te dijo.
–¡Ah!… Me dijo, me dijo… Preguntome por la señora y por los niños.
–¡Qué le importarán a ese corazón de piedra la madre ni los hijos! ¡Un hombre que tiene en Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tantas como la edad de Cristo y una más; un hombre que ha ganado dinerales haciendo contrabando de géneros, untando a los de la Aduana y engañando a medio mundo, venirse ahora con cariñitos! A buenas horas, mangas verdes… Le dirías que le desprecio, que estoy por demás orgullosa con mi miseria, si miseria es una barrera entre él y yo… Porque ese no se acerca a los pobres sino con su cuenta y razón. Cree que repartiendo limosnas de ochavo, y proporcionándose por poco precio las oraciones de los humildes, podrá engañar al de arriba y estafar la gloria eterna, o colarse en el cielo de contrabando, haciéndose pasar por lo que no es, como introducía el hilo de Escocia declarándolo percal de a real y medio la vara, con marchamos falsos, facturas falsas, certificados de origen falsos también… ¿Le has dicho eso? Di, ¿se lo has dicho?
XI
—No le he dicho eso, señora, ni había para qué—replicó Benina, viendo que Doña Francisca se excitaba demasiado, y que toda la sangre al rostro se le subía.
–Pero tú no recordarás lo que hicieron conmigo él y su mujer, que también era Alejandro en puño. Pues cuando empezaron mis desastres, se aprovechaban de mis apuros para hacer su negocio. En vez de ayudarme, tiraban de la cuerda para estrangularme más pronto. Me veían devorada por la usura, y no eran para ofrecerme un préstamo en buenas condiciones. Ellos pudieron salvarme y me dejaron perecer. Y cuando me veía yo obligada a vender mis muebles, ellos me compraban, por un pedazo de pan, la sillería dorada de la sala y los cortinones de seda… Estaban al acecho de las gangas, y al verme perdida, amenazada de un embargo, claro… se presentaban como salvadores… ¿Qué me dieron por el San Nicolás de Tolentino, de escuela sevillana, que era la joya de la casa de mi esposo, un cuadro que él estimaba más que su propia vida? ¿Qué me dieron? ¡Veinticuatro duros, Benina de mi alma, veinticuatro duros! Como que me cogieron en una hora tonta, y yo, muerta de ansiedad y de susto, no sabía lo que me hacía. Pues un señor del Museo me dijo después que el cuadro no valía menos de diez mil reales… ¡Ya ves qué gente! No sólo desconocieron siempre la verdadera caridad, sino que ni por el forro conocían la delicadeza. De todo lo que recibíamos de Ronda, peros, piñonate y alfajores, le mandábamos a Pura una buena parte. Pues ellos cumplían con una bandejita de dulces el día de San Antonio, y alguna cursilería de bazar en mi cumpleaños. D. Carlos era tan gorrón, que casi todos los días se dejaba caer en casa a la hora a que tomábamos café… ¡y cómo se relamía! Ya sabes que el de su casa no era más que agua de fregar. Y si íbamos al teatro juntos, convidados a mi palco, siempre se arreglaban de modo que comprase Antonio las entradas… De la grosería con que utilizaban a todas horas nuestro coche, nada te digo. Ya recordarás que el mismo día en que ajustamos la venta de la sillería, se estuvieron paseando en él todita la tarde, dándose un pisto estrepitoso en la Castellana y Retiro».
No quiso Benina quitarle la cuerda con interrupciones y negativas, porque sabía que cuando se disparaba en aquel tema, era mejor dejar que le diese todas las vueltas. Hasta que no puso la señora el punto, sofocada y casi sin aliento, no se aventuró a decirle: «Pues D. Carlos me mandó que fuera a su casa mañana.
–¿Para qué?
–Para hablar conmigo…
–Como si lo viera. Querrá mandarme una limosna… Justamente: hoy es el aniversario de la muerte de Pura… Se saldrá con alguna porquería.
–¡Quién sabe, señora! Puede que se arranque…
–¿Ese? Ya estoy viendo que te pone en la mano un par de pesetas o un par de duros, creyendo que por este rasgo han de bajar los ángeles, tocando violines y guitarras, a ensalzar su caridad. Yo que tú, rechazaría la limosna. Mientras tengamos a nuestro D. Romualdo, podemos permitirnos un poquito de dignidad, Nina.
–No nos conviene. Podría incomodarse y decir, un suponer, que es usted orgullosa y qué sé yo qué.
–Que lo diga. ¿Y a quién se lo va a decir?
–Al propio D. Romualdo, de quien es amigote. Todos los días le oye la misa, y después echan un parrafito en la sacristía.
–Pues haz lo que quieras. Y por lo que pueda sobrevenir, cuéntale a D. Romualdo quién es D. Carlos, y hazle ver que sus devociones de última hora no son de recibo. En fin, yo sé que no has de dejarme mal, y ya me contarás mañana lo que saques de la visita, que será lo que el negro del sermón».
Algo más hablaron. Benina procuraba extinguir y enfriar la conversación, evitando las réplicas y dando a estas tono conciliador. Pero la señora tardó en dormirse, y la criada también, pasándose parte de la noche en la preparación mental de sus planes estratégicos para el día siguiente, que sería, sin duda, muy dificultoso, si no tenía la suerte de que D. Carlos le pusiera en la mano una buena porrada de duros… que bien podría ser.
A la hora fijada por el Sr. de Moreno Trujillo, ni minuto más ni minuto menos, llamaba Benina a la puerta del principal de la calle de Atocha, y una criada la introdujo en el despacho, que era muy elegante, todos los muebles igualitos en color y hechura. Mesa de ministro ocupaba el centro, y en ella había muchos libros y fajos de papeles. Los libros no eran de leer
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