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Los cuatro jinetes del apocalipsis
Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; pero asustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta:
–Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social paralizada. Se acabarían las reuniones, los trajes, los teatros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas las mujeres de luto. ¿Concibes eso?… Y París desierto… ¡Tan bonito que lo encontraba yo esta tarde cuando venía en tu busca!… No, no puede ser. Figúrate que el mes próximo nos vamos á Vichy: mamá necesita las aguas; luego á Biarritz. Después iré á un castillo del Loire. Y además, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casamiento, que puede realizarse el año que viene… ¡Y todo esto vendría á estorbarlo y cortarlo una guerra! No, no es posible. Son cosas de mi hermano y de otros como él, que sueñan con el peligro de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que sólo gusta de ocuparse en cosas serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra y se preparan para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que tú me lo digas.
Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de la conversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No habían tenido tiempo para escribirse durante la corta separación.
–¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he olvidado tantas cosas…
El habló adoptando el aire de un hombre experto en negocios. Traía menos de lo que esperaba. Había encontrado al país en una de sus crisis periódicas. Pero aun así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Más adelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parecía satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer grave, á pesar de su frivolidad.
–El dinero es el dinero—dijo sentenciosamente—, y sin él no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil y lo que yo tengo podremos ir adelante… Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho á mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la marcha de su fábrica, no le permiten restituir con tanta prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima… Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan vulgar!…
Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elogios espontáneos y tardíos que enfriaban su entrevista. Julio parecía molesto al escucharlos. Y de nuevo cambió ella el objeto de su charla.
–¿Y tu familia? ¿La has visto?…
Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse á la Capilla Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de la avenida Víctor Hago. Había subido al primer piso por la escalera de servicio, como un proveedor. Luego se había deslizado en la cocina lo mismo que un soldado amante de una de las criadas. Allí había venido á abrazarle su madre, la pobre doña Luisa, llorando, cubriéndolo de besos frenéticos, como si hubiese creído perderle para siempre. Luego había aparecido Luisita, la llamada Chichí, que le contemplaba siempre con simpática curiosidad, como si quisiera enterarse bien de cómo es un hermano malo y adorable que aparta á las mujeres decentes del camino de la virtud y vive haciendo locuras. A continuación, una gran sorpresa para Desnoyers, pues vió entrar en la cocina, con aires de actriz solemne, de madre noble de tragedia, á su tía Elena, la casada con el alemán, la que vivía en Berlín rodeada de innumerables hijos.
–Está en París hace un mes. Va á pasar una temporada en nuestro castillo. Y también parece que anda por aquí su hijo mayor, mi primo «el sabio», al que no he visto hace años.
La entrevista había sido cortada repetidas veces por el miedo. «El viejo está en casa; ten cuidado», le decía su madre cada vez que levantaba la voz. Y su tía Elena iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo que una heroína resuelta á dar de puñaladas al tirano si pasa el umbral de su cámara. Toda la familia continuaba sometida á la rígida autoridad de don Marcelo Desnoyers.
–¡Ay, ese viejo!—exclamó Julio, refiriéndose á su padre—. Que viva muchos años, pero ¡cómo pesa sobre todos nosotros!
Su madre, que no se cansaba de contemplarle, había tenido que acelerar el final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos. «Márchate; podría sorprendernos, y el disgusto sería enorme.» Y él había huído de la casa paterna saludado por las lágrimas de las dos señoras y las miradas admirativas de Chichí, ruborosa y satisfecha á la vez de un hermano que provocaba entre sus amigas escándalo y entusiasmo.
Margarita habló también del señor Desnoyers. Un viejo terrible, un hombre á la antigua, con el que no llegarían nunca á entenderse.
Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente. Ya se habían dicho lo de mayor urgencia, lo que interesaba á su porvenir. Pero otras cosas más inmediatas quedaban en su interior y parecían asomar á los ojos, tímidas y vacilantes, antes de escaparse en forma de palabras. No se atrevían á hablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el número de testigos. La señora de los perros y la peluca roja pasaba con más frecuencia, acortando sus vueltas por el square para saludarlos con una sonrisa de complicidad. El lector de periódicos contaba ahora con un vecino de banco para hablar de las posibilidades de la guerra. El jardín se convertía en una calle. Las modistillas, al salir de los obradores, y las señoras, de vuelta de los almacenes, lo atravesaban para ganar terreno. La corta avenida era un atajo cada vez más frecuentado, y todos los transeuntes lanzaban al pasar una mirada curiosa sobre la señora elegante y su compañero, sentados al amparo de un grupo de vegetación, con el aspecto encogido y falsamente natural de las personas que desean ocultarse y fingen al mismo tiempo una actitud despreocupada.
–¡Qué fastidio!—gimió Margarita—. Nos van á sorprender.
Una muchacha la miró fijamente, y ella creyó reconocer á una empleada de un modisto célebre. Además, podían atravesar el jardín algunas de las personas amigas que una hora antes había entrevisto en la muchedumbre que llenaba los grandes almacenes próximos.
–Vámonos—continuó—. ¡Si nos viesen juntos! Figúrate lo que hablarían… Y ahora precisamente que la gente nos tiene algo olvidados.
Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?… París era pequeño para ellos por culpa de Margarita, que se negaba á volver al único sitio donde estarían al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restorán, allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos. Ella sólo aceptaba entrevistas en lugares públicos, y al mismo tiempo sentía miedo á la curiosidad de la gente. ¡Si Margarita quisiera ir á su estudio, de tan dulces recuerdos!…
–– No; á tu casa no—repuso ella con apresuramiento—. No puedo olvidar el último día que estuve allí.
Pero Julio insistió, adivinando en su firme negativa el agrietamiento de una primera vacilación. ¿Dónde estarían mejor? Además, ¿no iban á casarse tan pronto como les fuese posible?…
–Te digo que no—repitió ella—. ¡Quién sabe si mi marido me vigila! ¡Qué complicación para mi divorcio si nos sorprendiesen en tu casa!
Ahora fué él quien hizo el elogio del marido, esforzándose por demostrar que esta vigilancia era incompatible con su carácter. El ingeniero había aceptado los hechos, juzgándolos irreparables, y en aquel momento sólo pensaba en rehacer su vida.
–No; mejor es separarse—continuó ella—. Mañana nos veremos. Tú buscarás otro sitio más discreto. Piensa; tú encontrarás solución á todo.
Pero él deseaba la solución inmediata. Habían abandonado sus asientos, dirigiéndose lentamente hacia la rue des Mathurins. Julio hablaba con una elocuencia temblorosa y persuasiva. Mañana, no: ahora. No tenían mas que llamar á un «auto» de alquiler; unos minutos de carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad en aquel estudio que había visto sus mejores horas. Creerían que no había transcurrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entrevistas.
–No—dijo ella con acento desfallecido, buscando una última resistencia—. Además, estará allí tu secretario, ese español que te acompaña. ¡Qué vergüenza encontrarme con él!…
Julio rió… ¡Argensola! ¿Podía ser un obstáculo este camarada que conocía todo su pasado? Si lo encontraban en la casa, saldría inmediatamente. Más de una vez lo había obligado á abandonar el estudio para que no estorbase. Su discreción era tal, que le hacía presentir los sucesos. De seguro que había salido, adivinando una visita próxima que no podía ser más lógica. Andaría por las calles en busca de noticias.
Calló Margarita, como si se declarase vencida al ver agotados sus pretextos. Desnoyers calló también, aceptando favorablemente su silencio. Habían salido del jardín, y ella miraba en torno con inquietud, asustada de verse en plena calle al lado de su amante y buscando un refugio. De pronto vió ante ella una portezuela roja de automóvil abierta por la mano de su compañero.
–Sube—ordenó Julio.
Y ella subió apresuradamente, con el ansia de ocultarse cuanto antes. El vehículo se puso en marcha á gran velocidad. Margarita bajó inmediatamente la cortinilla de la ventana próxima á su asiento. Pero antes de que terminase la operación y pudiera volver la cabeza, sintió una boca ávida que acariciaba su nuca.
–No; aquí no—dijo con tono suplicante—. Seamos serios.
Y mientras él, rebelde á estas exhortaciones, insistía en sus apasionados avances, la voz de Margarita volvió á sonar sobre el estrépito de ferretería vieja que lanzaba el automóvil saltando sobre el pavimento.
–¿Crees realmente que no habrá guerra? ¿Crees que podremos casarnos?… Dímelo otra vez. Necesito que me tranquilices… Quiero oirlo de tu boca.
II
El centauro MadariagaEn 1870, Marcelo Desnoyers tenía diez y nueve años. Había nacido en los alrededores de París. Era hijo único, y su padre, dedicado á pequeñas especulaciones de construcción, mantenía á la familia, en un modesto bienestar. El albañil quiso hacer de su hijo un arquitecto, y Marcelo empezaba los estudios preparatorios, cuando murió el padre repentinamente, dejando sus negocios embrollados. En pocos meses, él y su madre descendieron la pendiente de la ruina, viéndose obligados á renunciar sus comodidades burguesas para vivir como los obreros.
Cuando á los catorce años tuvo que escoger un oficio, se hizo tallista. Este oficio era un arte y estaba en relación con las aficiones despertadas en Marcelo por sus estudios forzosamente abandonados. La madre se retiró al campo buscando el amparo de unos parientes. El avanzó con rapidez en el taller, ayudando á su maestro en todos los trabajos importantes que realizaba en provincias. Las primeras noticias de la guerra con Prusia le sorprendieron en Marsella trabajando en el decorado de un teatro.
Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los jóvenes de su generación. Además estaba influenciado por los obreros viejos, que habían intervenido en la República del 48 y guardaban vivo el recuerdo del golpe de Estado del 2 de Diciembre. Un día vió en las calles de Marsella una manifestación popular en favor de la paz, que equivalía á una protesta contra el gobierno. Los viejos republicanos en lucha implacable con el emperador, los compañeros de la Internacional que acababa de organizarse, y gran número de españoles é italianos huídos de sus países por recientes insurrecciones, componían el cortejo. Un estudiante melenudo y tísico llevaba la bandera, «Es la paz lo que deseamos; una paz que una á todos los hombres», cantaban los manifestantes. Pero en la tierra, los más nobles propósitos rara vez son oídos, pues el destino se divierte en torcerlos y desviarlos. Apenas entraron en la Cannebière los amigos de la paz con su himno y su estandarte, fué la guerra lo que les salió al paso, teniendo que apelar al puño y al garrote. El día antes habían desembarcado unos batallones de zuavos de Argelia que iban á reforzar el ejército de la frontera, y estos veteranos, acostumbrados á la existencia colonial, poco escrupulosa en materia de atropellos, creyeron oportuno intervenir en la manifestación, unos con las bayonetas, otros con los cinturones desceñidos. «¡Viva la guerra!» Y una lluvia de zurriagazos y golpes cayó sobre los cantores. Marcelo pudo ver cómo el cándido estudiante que hacía llamamientos á la paz con una gravedad sacerdotal rodaba envuelto en su estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no se enteró de más, pues le alcanzaron varios correazos, una cuchillada leve en un hombro, y tuvo que correr lo mismo que los otros.
Aquel día se reveló por primera vez su carácter tenaz, soberbio, irritable ante la contradicción, hasta el punto de adoptar las más extremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureció como algo que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le era posible protestar de otro modo, abandonaría su país. La lucha iba á ser larga, desastrosa, según los enemigos del Imperio. El entraba en quinta dentro de unos meses. Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejor le pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vaciló un poco al acordarse de su madre. Pero sus parientes del campo no la abandonarían y él tenía el propósito de trabajar mucho para enviarle dinero. ¡Quién sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!… ¡Adiós, Francia!
Gracias á sus ahorros, un corredor del puerto le ofreció el embarque sin papeles en tres buques. Uno iba á Egipto, otro á Australia, otro á Montevideo y Buenos Aires; ¿cuál le parecía mejor?… Desnoyers, recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo que le marcase, como lo había visto hacer á varios héroes de novelas. Pero aquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose en Francia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin se decidió por el buque que saliese antes. Sólo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo á zarpar tuvo interés en conocer su rumbo: «Para el río de la Plata…» Y acogió estas palabras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América del Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por ciertas publicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.
El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje á América: cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba á hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando á merced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de que el Imperio ya no existía. Sintió vergüenza al saber que la nación se gobernaba por sí misma, defendiéndose tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él había huído!… Meses después, los sucesos de la Commune le consolaron de su fuga. De quedarse allá, la cólera por los fracasos nacionales, sus relaciones de compañerismo, el ambiente en que vivía, todo le hubiese arrastrado á la revuelta. A aquellas horas estaría fusilado ó viviría en un presidio colonial, como tantos de sus antiguos camaradas. Alabó su resolución y dejó de pensar en los asuntos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia en un país extranjero, cuya lengua empezaba á conocer, hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada y aventurera de los pueblos nuevos le arrastró á través de los más diversos oficios y las más disparatadas improvisaciones. Se sintió fuerte, con una audacia y un aplomo que nunca había tenido en el viejo mundo. «Yo sirvo para todo—decía—, si me dan tiempo para ejercitarme.» Hasta fué soldado—él, que había huído de su patria por no tomar un fusil—, y recibió una herida en uno de los muchos combates entre «blancos» y «colorados» de la Ribera Oriental.
En Buenos Aires volvió á trabajar de tallista. La ciudad empezaba á transformarse, rompiendo su envoltura de gran aldea. Desnoyers pasó varios años ornando salones y fachadas. Fué una existencia laboriosa, sedentaria, y remuneradora. Pero un día se cansó de este ahorro lento que sólo podía proporcionarle á la larga una fortuna mediocre. El había ido al nuevo mundo para hacerse rico como tantos otros. Y á los veintisiete años se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de las ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas de una Naturaleza virgen. Intentó cultivos en las selvas del Norte, pero la langosta los arrasó en unas horas. Fue comerciante de ganado, arreando con solo dos peones tropas de novillos y mulas, que hacía pasar á Chile ó Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdió en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses por llanuras interminables. Tan pronto se consideraba próximo á la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en uno de estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fué cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.
Conocía á este millonario rústico por sus compras de reses. Era un español que había llegado muy joven al país, plegándose con gusto á sus costumbres y viviendo como un gaucho, después de adquirir enormes propiedades. Generalmente, lo apodaban el gallego Madariaga, á causa de su nacionalidad, aunque había nacido en Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido el título de respeto que precede al nombre, llamándole don Madariaga.
–Compañero—dijo á Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que en él era raro—, pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué sigue en esa perra vida?… Créame, gabacho, y quédese aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.
Al concertarse el francés con Madariaga, los propietarios de las inmediaciones, que vivían á quince ó veinte leguas de la estancia, detenían al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase de infortunios.
–No durará usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus administradores. Es un hombre que hay que matarlo ó abandonarlo. Pronto se marchará usted.
Desnoyers no tardó en convencerse de que había algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era de un carácter insufrible; pero tocado de cierta simpatía por el francés, procuraba no molestarlo con su irritabilidad.
–Es una perla ese gabacho—decía, como excusando sus muestras de consideración—. Yo lo quiero porque es muy serio.... Así me gustan á mí los hombres.
No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué podía consistir esta seriedad tan admirada por su patrón, pero experimentó un secreto orgullo al verle agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba al hablar con él un tono de rudeza paternal.
La familia la constituían su esposa Misiá Petrona, á la que él llamaba la china, y dos hijas, ya mujeres, que habían pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al volver á la estancia recobraron en parte la rusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había vivido en el campo desde su llegada á América, cuando la gente blanca no se atrevía á establecerse fuera de las poblaciones por miedo á los indios bravos. Su primer dinero lo ganó como heroico comerciante, llevando mercancías en una carreta de fortín en fortín. Mató indios, fué herido dos veces por ellos, vivió cautivo una temporada y acabó por hacerse amigo de un cacique. Con sus ganancias compró tierra, mucha tierra, poco deseada por lo insegura, dedicándose á la cría de novillos, que había de defender carabina en mano de los piratas de las praderas. Luego se casó con su china, joven mestiza que iba descalza, pero tenía varios campos de sus padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje sobre tierras de su propiedad que exigían varias jornadas de trote para ser recorridas. Después, cuando el gobierno fué empujando los indios hacia las fronteras y puso en venta los territorios sin dueño—apreciando como una abnegación patriótica que alguien quisiera adquirirlos—, Madariaga compró y compró á precios insignificantes y con larguísimos plazos. Adquirir tierra y poblarla de animales fué la misión de su vida. A veces, galopando en compañía de Desnoyers por sus campos interminables, no podía reprimir un sentimiento de orgullo:
–Diga, gabacho. Según cuentan, más arriba de su país parece que hay naciones poco más ó menos del tamaño de mis estancias. ¿No es así?…
El francés aprobaba… Las tierras de Madariaga eran superiores á muchos principados. Esto ponía de buen humor al estanciero.
–Entonces no sería un disparate que un día me proclamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga primero!… Lo malo es que también sería el último, porque la china no quiere darme un hijo… Es una vaca floja.
La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pecuarias llegaba hasta Buenos Aires. Todos conocían á Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían visto. Cuando iba á la capital, pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y asomando sobre éste las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.
Un día había entrado en el despacho del negociante más rico de la capital.
–Señor, sé que necesita usted novillos para Europa, y vengo á venderle una puntita.
El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Podía entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa maliciosa del rústico, sintió curiosidad.
–¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen hombre?
–Unos treinta mil, señor.
No necesitó oir más el personaje. Se levantó de su mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.
–Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.
–Para servir á Dios y á usted.
Aquel instante fué el más glorioso de su existencia.
En el antedespacho de los gerentes de Banco, los ordenanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, dudando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba adentro su nombre, el mismo gerente corría á abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo el gaucho decía, á guisa de saludo: «Vengo á que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante, y quisiera comprar una puntita de hacienda para engordarla.»
Su carácter desigual y contradictorio gravitaba sobre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por él rudamente desde sus primeras palabras.
–Déjese de historias, amigo—gritaba, como si fuese á pegarle—. Bajo el sombraje hay una res desollada. Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para seguir su viaje… ¡Pero nada de cuentos!
Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.
Un día se mostraba enfurecido porque un peón clavaba con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. ¡Todos le robaban! Al día siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que debería pagar por haber garantizado con su firma á un «conocido», en completa insolvencia: «¡Pobre! ¡Peor es su suerte que la mía!»
Al encontrar en un camino la osamenta de una oveja recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era por la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres.» ¡Pero al menos que dejasen la piel!… Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: «Falta de religión y buenas costumbres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien á la vista; y el estanciero decía sonriendo: «Así me gusta á mí la gente: honrada y que no haga mal.»
Su vigor de incansable centauro le había servido poderosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el nuevo mundo, clarificaron la sangre indígena. Tenía los mismos gustos de los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope hacia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de quince años.»
El personal de la estancia comentaba el parecido fisonómico de ciertos jóvenes que trabajaban lo mismo que los demás, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mestizo de treinta años, generalmente detestado por su carácter duro y avariento, también ofrecía una lejana semejanza con el patrón.