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Los muertos mandan
Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.
Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lo destinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra. Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que se casase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, y apenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, el cortejo tradicional, para que escogiese marido.
Pepet, su hijo, estaba llamado a más altos destinos: iba a ser cura, y después que cantase misa entraría en un regimiento o se embarcaría con rumbo a América, como lo habían hecho otros ibicencos que recogían allá mucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.
¡Ay, don Jaime, y cómo pasa el tiempo!… Él había visto al señor casi un niño, cuando pasó un verano con su madre en Can Mallorquí. Pep le había enseñado a manejar la escopeta, a cazar los primeros pájaros. «¿Se acuerda vostra mercé?…» Él estaba entonces para casarse; aún vivían sus padres. Luego sólo se habían visto una vez, en Palma, para la venta del predio—un gran favor que no olvidaba nunca—; y ahora, cuando volvía a presentarse, ya era casi un viejo, con hijos tan altos como él.
Al explicar su viaje, enseñaba su fuerte dentadura de campesino con sonrisas de inocente malicia. ¡Una verdadera calaverada, de la que hablarían mucho tiempo las gentes allá en Ibiza! Él había sido siempre andariego y atrevido: resabios del tiempo en que fue soldado. El patrón de un laúd, gran amigo suyo, tenía carga para Mallorca, y le había invitado como por broma. Pero con él no valían bromas: ¡lo pensado, hecho al instante! Los chicos no habían estado en Mallorca; en toda la parroquia de San José, que era la suya, no llegaban a una docena las personas que conocían la capital. Muchos habían ido a América; uno había estado en Australia. Algunas vecinas hablaban de sus viajes a Argelia en faluchos contrabandistas; pero a Mallorca nadie iba, y con razón. «No nos quieren, don Jaime: nos miran como animales raros, nos creen salvajes, como si no fuésemos todos hijos de Dios…» Y allí estaba él con sus atlots, aguantando desde por la mañana la curiosidad de las gentes, lo mismo que si fuesen moros. Diez horas de navegación con un mar magnífico; la atlota llevaba en la cesta la comida para los tres. Se marcharían al amanecer del día siguiente, pero él deseaba antes hablar con el amo. Tenían que tratar negocios.
Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a las palabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose en sus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. El año anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal. Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma y Barcelona. Él había plantado de almendros casi todos sus campos, y ahora pensaba desmontar y limpiar de piedras ciertas tierras del señor, cultivando trigo en ellas, el preciso nada más para el consumo de la familia.
Febrer no ocultó su asombro. ¿Qué tierras eran aquéllas?… ¿Pero le quedaba algo en Ibiza?… Pep sonrió. No eran tierras precisamente: era un peñón, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que podía aprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en su pendiente. Arriba estaba la torre del Pirata, ¿no se acordaba el señor?… Una fortificación del tiempo de los corsarios, a la que había subido don Jaime muchas veces cuando niño, lanzando gritos de pelea, con un garrote de sabina en la mano, dando órdenes para el asalto a un ejército imaginario.
El señor, que había creído por un instante en el descubrimiento de una finca olvidada, la única de la que podía ser verdadero dueño, sonrió tristemente. ¡Ah, la torre del Pirata! Se acordaba de ella. Una roca caliza, un avance de la costa, en cuyos intersticios nacían plantas salvajes, refugio y alimento de conejos. El viejo fortín de piedra era una ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo y los soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenas tenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre había quedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de su inutilidad. Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamás a aquel lugar olvidado de su juventud.
Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaime le atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muy guapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir los atlots locos tras de ella.
El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda, atlota! ¿Cómo se dice?…»
La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé…»
Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots!»
E hizo señas a un cochero sentado en el pescante de un carruaje mallorquín, vehículo ligerísimo, montado sobre cuatro ruedas finas, con alegre toldo de lona blanca.
II
Febrer, al verse fuera de Palma, en plena campiña primaveral, se arrepintió de su vida presente. Llevaba un año sin salir de la ciudad, pasando las tardes en los cafés del Borne y las noches en la sala de juego del Casino.
¡No ocurrírsele nunca asomar la cabeza fuera de Palma para ver el campo, de un verde tierno, con sus acequias susurrantes; el cielo, de suave azul, en el que flotaban islotes de blancos vellones; las colinas, de un verde obscuro, con sus molinillos de viento braceando en la cumbre; las sierras abruptas, de color de rosa, cerrando el fondo; todo el paisaje risueño y rumoroso que había asombrado a los navegantes antiguos, haciéndoles llamar a Mallorca la isla Afortunada!… Cuando, gracias a su casamiento, adquiriese una fortuna y pudiera rescatar el hermoso predio de Son Febrer, pasaría en él la mayor parte del año, lo mismo que sus ascendientes, haciendo la vida rústica y benéfica de un gran señor, dadivoso y respetado. El carruaje, a todo correr de sus dos caballos, rozaba y dejaba atrás una fila de payeses que volvían de la ciudad por el borde del camino. Eran esbeltas mujeres morenas, llevando sobre la trenza y el blanco rebocillo un ancho sombrero de paja con cintas colgantes y ramos de flores silvestres; hombres vestidos de dril rayado—la llamada tela mallorquína—, con fieltros echados atrás que parecían una aureola negra o gris en torno de sus rostros afeitados.
Recordaba Febrer las sinuosidades de este camino, por el que no había pasado en algunos años, lo mismo que un extranjero que volviese a la isla después de una visita remota. Más adelante se bifurcaba la ruta: una rama se dirigía a Valldemosa y otra a Sóller… ¡Ay, Sóller!… ¡La niñez olvidada que acudía de golpe a su memoria! Todos los años, en un carruaje como aquél, emprendía la familia de Febrer su viaje a Sóller, donde poseía una antigua casa, de amplio zaguán, la casa de la Luna, llamada así por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba lo alto del portalón, representando al astro de la noche.
Era siempre a principios de Mayo. El pequeño Febrer, cuando el carruaje transponía una garganta, en lo más alto de la sierra, lanzaba gritos de alegría contemplando a sus pies el valle de Sóller, el jardín de las Hespérides de la isla. Las montañas, obscuras de pinares y moteadas de blancas casitas, tenían las cumbres envueltas en turbantes de vapores. Abajo, en torno a la villa y prolongándose por todo el valle hasta el mar invisible, estaban los huertos de naranjos. La primavera estallaba sobre este suelo feliz con una explosión de colores y perfumes. Las plantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; los árboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas de rosales trepadores. Acudían de todos los pueblos del contorno a la fiesta de Sóller las rústicas familias: las mujeres con blancos rebocillos, pesadas mantillas y botones de oro en las mangas; los hombres con vistosos chalecos, capotes de paño y fieltros con cintas de color. Gangueaba la dulzaina llamando al baile; pasaban de mano en mano los vasos de dulce aguardiente de la isla y de vino de Bañalbufar. Era la alegría de la paz después de mil años de guerra y de piratería con los pueblos infieles del Mediterráneo: la regocijada conmemoración de la victoria conseguida por los payeses de Sóller sobre una flota de corsarios turcos en el siglo xvi.
En el puerto, los pescadores, disfrazados de musulmanes y de guerreros cristianos, fingían a trabucazos y estocadas sobre sus pobres barcas una batalla naval, o se perseguían por los caminos inmediatos a la costa. En la iglesia se celebraba una fiesta para conmemorar la milagrosa victoria, y Jaime, sentado junto a su madre en un sitio honorífico, estremecíase de emoción escuchando al predicador, lo mismo que cuando leía una novela interesante en la biblioteca que su abuelo tenía en Palma, en el segundo piso de la casa.
El vecindario se ponía en armas con los habitantes de Alaró y Buñola, al saber por una barca de Ibiza que veintidós galeotas turcas con algunas galeras marchaban sobre Sóller, la más rica población de la isla. Mil setecientos turcos y africanos, lo peor de la piratería, tomaban tierra atraídos por la riqueza del pueblo, y más aún por el deseo de asaltar cierto convento de monjas, donde vivían retiradas del mundo jóvenes hermosas y de ilustre familia. Divididos en dos columnas, marchaba una contra la tropa de cristianos que había salido a su encuentro, mientras la otra, dando un rodeo, penetraba en la población, cautivando doncellas y mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Los cristianos sentían la incertidumbre de su situación. Enfrente, mil turcos que avanzaban; a sus espaldas, la villa entregada al saqueo, sus familias sometidas al ultraje y a la violencia, que les llamaban con desesperación. Pero la duda fue corta. Un sargento de Sóller, heroico veterano de los ejércitos de Carlos V en las guerras de Alemania y el Gran Turco, los decide a todos por el ataque contra el enemigo inmediato. Se arrodillan, invocan al apóstol Santiago, y esperando un milagro, atacan con sus escopetas, arcabuces, lanzas y hachas. Los turcos cejan y vuelven las espaldas. En vano les anima su temible caudillo Suffarais, capitán general del mar, turco viejo y de gran obesidad, famoso por su coraje y atrevimiento. Al frente de una escuadra de negros, que eran su guardia, ataca cimitarra en mano, formando en torno de él un círculo de cadáveres; pero al fin un sollerense le atraviesa el pecho con su lanza, y al caer huyen los invasores, perdiendo su estandarte. Un nuevo enemigo les cierra el paso cuando escapan hacia la costa para salvarse en sus navíos. Una cuadrilla de bandoleros ha presenciado el combate desde los riscos, y al ver huir a los turcos sale a su encuentro, disparando los pedreñales y esgrimiendo sus dagas. Llevan con ellos una tropa de mastines, feroces compañeros de su vida infame, y esas bestias, arrojándose sobre los fugitivos y destrozándoles, prueban, según los cronistas de la época, «la bondad de la casta mallorquina». La tropa vencedora vuelve atrás, penetrando en la villa desolada, y los saqueadores huyen como pueden camino del mar, o caen degollados en las calles.
El predicador exaltábase al relatar esta acción victoriosa, atribuyendo la mejor parte del éxito a la Reina de los Cielos y al guerrero apóstol. Luego ensalzaba al capitán Angelats, el héroe de la expedición, el Cid de Sóller, y a las valentas dònas de Can Tamany, dos mujeres de un predio inmediato a la villa que habían sido sorprendidas por tres turcos ansiosos de saciar en ellas su carnívoro apetito tras largas abstinencias en las soledades del mar. Las valentas donas, arrogantes y duras como buenas payesas, no gritaban ni huían a la vista de estos tres piratas enemigos de Dios y de los santos. Con la tranca de la puerta mataban a uno, y luego se encerraban en la casa. Arrojando el cadáver por una ventana sobre los asaltantes, descalabraban a otro y perseguían a pedradas al tercero, como esforzadas nietas de los honderos mallorquines. ¡Ah, las valentas dònas, las esforzadas hembras de Can Tamany! El buen pueblo las adoraba como santas heroínas de la guerra milenaria contra los infieles, y reía cariñosamente de las hazañas de estas Juanas de Arco, pensando con orgullo en lo peligroso que era el trabajo de los musulmanes para abastecer de carne nueva sus harenes.
Luego, el predicador, siguiendo la costumbre tradicional, daba fin a su arenga citando las familias que habían tomado parte en el combate: un centenar de apellidos, que escuchaba atentamente el rústico auditorio, moviendo la cabeza cada cual con signos de asentimiento cuando sonaba el nombre de uno de sus ascendientes. Esta enumeración interminable parecía corta a muchos, que hacían un gesto de protesta al callarse el predicador. «Otros estuvieron, y no los nombran», murmuraban los payeses cuyos apellidos no habían sonado. Todos querían ser descendientes de los guerreros del capitán Angelats.
Cuando terminaban las fiestas y Sóller recobraba su plácida calma, el pequeño Jaime pasaba los días correteando por los naranjales con Antonia, la vieja madó Antonia de ahora, que era entonces una mujerona fresca, de blancos dientes, curvo pecho y pisada fuerte, viuda a los pocos meses de matrimonio y perseguida por las miradas ardorosas de toda la payesía. Juntos iban al puerto, tranquilo y solitario lago, cuya entrada era casi invisible por las revueltas entre las peñas del brazo acuático que lo comunicaba con el mar. Sólo de tarde en tarde aparecían en esta plaza cerrada de agua azul los mástiles de algún velero que venía a cargar naranjas para Marsella. Las bandas de gaviotas viejas, enormes como gallinas, aleteaban con evoluciones de contradanza sobre la tersa superficie. A la caída de la tarde entraban las barcas de los pescadores, y bajo los tinglados de la playa quedaban colgando de escarpias peces enormes, con la cola arrastrando por el suelo, que sangraban lo mismo que bueyes; rayas y pulpos que despedían como pedazos de tembloroso cristal sus blancas viscosidades.
Jaime amaba este puerto tranquilo, de misteriosa soledad, con un respeto religioso. Recordaba en él las milagrosas historias con que su madre le adormecía por la noche; el gran prodigio de un siervo de Dios para burlar sobre aquellas aguas los empedernidos pecadores. San Raimundo de Peñafort, virtuoso y austero monje, indignábase contra el rey don Jaime de Mallorca, torpemente amancebado con una dama, doña Berenguela, y sordo a sus santos consejos. El fraile quiso huir de la isla de perdición, y el rey se lo impidió poniendo embargo a todas las barcas y navíos. Entonces el santo bajó al solitario puerto de Sóller, tendió su manto sobre las olas, montó en él y emprendió el rumbo hacia las costas de Cataluña.
Madó Antonia le había contado también este milagro, pero en versos mallorquines, en un sencillo romance que respiraba la cándida credulidad de los siglos aficionados a lo maravilloso. El santo, embarcado en su manto, ponía el bordón por mástil y el capuchón por vela. Un viento de Dios soplaba sobre la extraña nave, y en pocas horas, el siervo del Señor iba de Mallorca a Barcelona. El vigía de Montjuich anunciaba con bandera la aparición del prodigioso barco, repicaban las campanas de la Seo, y los mercaderes acudían a la muralla del mar para recibir al santo viajero.
El pequeño Febrer, con la curiosidad excitada por estas maravillas, quería saber más, y su acompañante llamaba a los viejos pescadores, que le enseñaban la roca en que había puesto los pies el santo mientras invocaba el auxilio de Dios antes de embarcarse. Una montaña de tierra adentro, vista desde el puerto, tenía la forma de un fraile encapuchado. A lo largo de la costa, en un lugar inaccesible, una peña, que sólo veían los pescadores, era semejante a un monje arrodillado y en oración. Tales prodigios los había hecho Dios, según estas almas sencillas, para perpetuar el famoso milagro.
Jaime aún recordaba los estremecimientos de emoción con que acogía estos relatos. ¡Ah, Sóller! ¡La época de santa inocencia, en que abrió sus ojos a la vida entre relatos de milagros y conmemoraciones de luchas heroicas!… La casa de la Luna habíala perdido para siempre, lo mismo que la credulidad y la inocencia de aquella época para él casi remota. Habían transcurrido más de veinte años sin que volviese a la olvidada Sóller, que ahora resucitaba en su memoria con todos los risueños espejismos de la infancia.
Llegó el carruaje a la bifurcación del camino, emprendiendo la ruta de Valldemosa, y todos los recuerdos parecieron quedar atrás, inmóviles al borde de la carretera, esfumándose con la distancia.
El camino de Valldemosa no ofrecía para él memoria alguna del pasado. Sólo lo había seguido dos veces, siendo ya hombre, para visitar con unos amigos las celdas de la Cartuja. Se acordaba de los olivos del camino, los famosos olivos seculares, de formas extrañas y fantásticas, que habían servido de modelo a muchos artistas, y avanzó la cabeza por una ventanilla deseando verlos. El terreno subía; comenzaban los campos pedregosos de secano, las primeras estribaciones de la sierra. El camino iba serpenteando entre arboledas. Pasaban ya ante las ventanillas del carruaje los primeros olivos.
Febrer los conocía, había hablado de ellos muchas veces, y sin embargo, sintió la sensación de lo extraordinario, como si los viese por primera vez. Eran árboles negros, de enorme tronco nudoso y abierto, abombados por grandes excrecencias y con escaso follaje; olivos que tenían siglos de existencia, que no habían sido podados nunca y en los que la vejez robaba savia al ramaje, hinchando el tronco con las expansiones de una lenta y penosa circulación. El campo parecía un abandonado taller de escultura, con miles de bocetos informes, de monstruos esparcidos en el suelo, sobre una alfombra verde matizada de margaritas y campanillas silvestres.
Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertos como ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los que surgían varas llenas de hojas. Algunos, vencidos por los siglos, se acostaban en el suelo, sostenidas sus leñosidades por horquillas, como viejos que intentasen incorporarse sobre sus muletas.
Parecía haber pasado sobre estos campos una tempestad, abatiéndolo todo, retorciéndolo todo, petrificándose después para mantener esta desolación bajo su peso y que no recobrara las primitivas formas. Muchos olivos erguidos, de perfiles más suaves, parecían tener rostro y formas femeniles. Eran vírgenes bizantinas, con tiara de leves hojas y luengas vestiduras de leña. Otros eran ídolos feroces, de ojos saltones y barbas ondeadas y rastreantes; fetiches de religiones obscuras y bárbaras, capaces de detener a la humanidad primitiva en sus emigraciones, haciéndola caer de rodillas con la emoción de un encuentro divino. En la calma de este retorcimiento tempestuoso e inmóvil, en la soledad de estos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban los pájaros, extendían su invasión hasta el pie de los troncos carcomidos las flores silvestres, y las hormigas iban y venían en infinito rosario, socavando como mineras infatigables las añosas raíces.
Gustavo Doré había dibujado—según decían muchos isleños—en estos olivares sus más fantásticas concepciones, y el recuerdo de dicho artista trajo a la memoria de Jaime el de otros más célebres que pasaron también por el mismo camino y vivieron y sufrieron en Valldemosa.
Dos veces había visitado la Cartuja sólo por ver de cerca los lugares inmortalizados por el amor triste y enfermizo de una pareja de seres famosos. Su abuelo le había hablado muchas veces de «la francesa» de Valldemosa y su compañero «el músico».
Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habían refugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vieron desembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña. Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron con asombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos. El piano quedó cautivo en la Aduana, mientras se resolvía el enredo de ciertos escrúpulos administrativos, y los viajeros fueron a alojarse en una posada, alquilando después la finca de Son Vent, inmediata a Palma.
El hombre parecía enfermo; era más joven que ella, pero enflaquecido por las dolencias, pálido, con una palidez transparente de hostia, los claros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda y continua tos. Unas patillas finísimas sombreaban sus mejillas; una cabellera tumultuosa de león coronaba su frente, cayendo atrás en cascada de rizos. Ella era varonil y corría con todos los trabajos de la casa, como una buena burguesa más pródiga en voluntad que en habilidades. Jugaba con sus hijos lo mismo que una niña, y su rostro bondadoso y risueño ensombrecíase únicamente al oír la tos del «amado enfermo». Un ambiente de exotismo, de existencia irregular, de protesta contra las leyes que rigen a los humanos, parecía envolver a esta familia vagabunda. Ella vestía trajes de cierta fantasía, con un puñal de plata clavado en la cabellera, adorno romántico que escandalizaba a las devotas señoras mallorquinas. Además, no iba a misa a la ciudad, no hacía visitas, no salía de su casa más que para juguetear con sus hijos o sacar al sol al pobre tísico, dándole el brazo. Los niños eran tan extraordinarios como la madre: la hija iba vestida de muchacho, para correr por los campos con mayor soltura.
Pronto la isleña curiosidad se enteró de los nombres de estos forasteros de aspecto alarmante. Ella era una francesa, autora de libros: Aurora Dupín, antigua baronesa separada de su marido, que se había hecho una reputación universal por sus novelas, firmándolas con un nombre masculino y el apellido de un asesino político: Jorge Sand. Él era un músico polaco, organismo delicado que parecía dejar un pedazo de existencia en cada una de sus obras, y se sentía moribundo a los veintinueve años. Le llamaban Federico Chopin. Los hijos eran de la novelista, que estaba ya en los treinta y cinco años.
La sociedad mallorquina, encerrada en sus preocupaciones tradicionales, como un molusco en sus valvas, y enemiga por instinto de las novedades de París, indignóse ante este escándalo. ¡No eran casados!… ¡Y ella escribía novelas que espantaban por su audacia a las gentes de bien!… La curiosidad femenil quiso conocerlas, pero en Mallorca sólo recibía libros don Horacio Febrer, el abuelo de Jaime, y los pequeños volúmenes de Indiana y Lelia propiedad de aquél corrieron de mano en mano sin que los lectores los entendiesen. ¡Una mujer casada que escribía libros y vivía con un hombre que no era su marido!…
Doña Elvira, la abuela de Jaime, una señora venida de Méjico, cuyo retrato había él contemplado tantas veces, y a la que se imaginaba siempre vestida de blanco, con los ojos en alto y el arpa dorada entre las rodillas, visitó a la solitaria de Son Vent. Gozábase en abrumar con su superioridad de forastera a las señoras de la isla que no sabían francés; escuchaba a la escritora sus líricos elogios de la originalidad de este paisaje africano, con sus blancas casitas, espinosos cactos, esbeltas palmeras y seculares olivos, que tan rudamente contrastaba con el armónico orden de las campiñas de Francia. Luego, doña Elvira, en las tertulias de Palma, defendía con vehemencia a la escritora, una pobre mujer apasionada, cuya vida actual era más abundante en tristezas y cuidados de hermana de la Caridad que en satisfacciones de amor. El abuelo tuvo que intervenir, prohibiendo a la esposa estas visitas para acallar murmuraciones.