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Los muertos mandan
Preocupado por sus pensamientos de la noche anterior y por el próximo viaje a Valldemosa, Jaime se detuvo en el recibimiento contemplando los retratos de sus ascendientes. ¡Cuánta gloria… y cuánto polvo! Hacía veinte años tal vez que un trapo misericordioso no se había remontado a lo largo de la ilustre familia para adecentarla un poco. Los abuelos más remotos y las batallas famosas estaban cubiertos de telarañas. ¡Y pensar que los prestamistas no habían querido adquirir este museo de glorias, con el pretexto de que eran pinturas malas! ¡No poder traspasar estos recuerdos a ciertos ricos ansiosos de crearse un origen ilustre!…
Jaime atravesó el recibimiento, entrando en las habitaciones del ala opuesta. Eran piezas de techo más bajo; tenían encima un segundo piso, ocupado en otros tiempos por el abuelo de Febrer; habitaciones relativamente modernas, con muebles viejos de estilo Imperio y en las paredes estampas iluminadas del período romántico representando las desventuras de Átala, los amores de Matilde y las hazañas de Hernán Cortés. Sobre las cómodas ventrudas veíanse santos policromos y crucifijos de marfil, entre polvorientas flores de trapo, bajo campanas de cristal. Una panoplia de ballestas, flechas y cuchillos recordaba a un Febrer, capitán de corbeta del rey, que hizo un viaje alrededor del mundo a fines del siglo xviii. Conchas purpúreas, caracolas de mar enormes, con entrañas de nácar, adornaban las mesas.
Siguiendo un corredor, camino de la cocina, dejó a un lado la capilla, que estaba cerrada muchos años, y al otro la puerta del archivo, vasta pieza cuyas ventanas daban sobre el jardín, y en la que había pasado Jaime, de vuelta de sus viajes, muchas tardes, revolviendo legajos guardados tras el enrejado de alambre de vetustas estanterías. Se asomó a la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiempos los famosos banquetes de los Febrer, rodeados de parásitos y generosos con todos los amigos que llegaban a la isla. Madó Antonia parecía más pequeña en esta habitación de dilatados términos, junto a la gran chimenea del hogar, que podía admitir un montón enorme de troncos, asando a la vez varias piezas. Los bancos de hornillos podían servir para toda una comunidad. El frío aseo de esta dependencia demostraba su falta de uso. En las paredes, grandes escarpias delataban la ausencia de las vasijas de cobre que habían sido en otros tiempos gloria esplendorosa de esta cocina conventual. La vieja criada hacía sus guisos en un pequeño hornillo al lado de la artesa en la que amasaba el pan.
Jaime dio un grito a madó Antonia para avisarle su presencia, y se introdujo en una habitación inmediata, el pequeño comedor que habían utilizado los últimos Febrer, venidos a menos en su fortuna, huyendo del gran salón donde se celebraban los antiguos banquetes.
También aquí era visible el paso de la miseria. La mesa larga hallábase cubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadores estaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos balanceábanse pausadamente las ramas de unas palmeras. Más allá marcábanse en el horizonte las alas blancas de una goleta que venía hacia Palma lentamente, como una gaviota fatigada.
Entró madó Antonia, dejando sobre la mesa un tazón humeante de café con leche y una gran rebanada de pan cubierta de manteca. Jaime atacó el desayuno con avidez, y al mascar el pan hizo un gesto de desagrado. Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su lenguaje mallorquín.
–Muy duro, ¿verdad?… Aquel pan no podía compararse con los panecillos que comía el señor en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensaba haber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba esperando que el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes ingratas y olvidadizas!…
La vieja servidora insistió en su desprecio al labriego cultivador de Son Febrer, predio que constituía la última fortuna de la casa. Todo lo debía el rústico a la benevolencia de la familia, y ahora, en los momentos difíciles, olvidaba a sus buenos señores.
Jaime siguió mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer. Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar él como dueño. El predio, situado en el centro de la isla—la mejor finca heredada de sus padres, la que llevaba el nombre de la familia—, lo tenía hipotecado e iba a perderlo de un momento a otro. La renta, escasa y corta, conforme a los usos tradicionales, servíale para pagar únicamente una exigua parte del interés de los préstamos, engrosando el resto la cuantía de la deuda. Quedaban las aldehalas, los pagos en especie que el payés debía hacerle, siguiendo costumbres antiguas, y con ellos se mantenían él y madó Antonia, perdidos en el inmenso caserón que había sido hecho para albergar una tribu. En Navidad y en Pascua de Resurrección recibía una pareja de corderos acompañados de una docena de aves de corral; en el otoño dos cerdos bien cebados para la matanza, y todos los meses huevos y una cantidad de harina, a más de los frutos de la estación. Con estas aldehalas, unas consumidas en la casa y otras vendidas por la sirviente, iban sosteniéndose Jaime y madó Antonia en la soledad del palacio, aislados de la curiosidad pública, como dos náufragos perdidos en un islote. Las ofrendas en especie se retrasaban cada vez más. El payés, con ese egoísmo rústico propenso a huir de la desgracia, hacíase el remolón, evitando el cumplimiento de sus obligaciones. Sabía que el mayorazgo ya no era el verdadero amo de Son Febrer, y muchas veces, al llegar a la ciudad con sus presentes, torcía el camino, yendo a depositarlos en las casas de los acreedores, temibles personajes a los que deseaba tener propicios.
Jaime miró con tristeza a la servidora, que permanecía erguida ante él. Era una antigua payesa que aún conservaba el traje de su pueblo: jubón obscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada, y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y al pecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza—que llevaba postiza y muy negra—rematada por largas cintas de terciopelo.
–¡Miserias, madó Antonia!—dijo el señor en el mismo lenguaje—. Todos huyen de los pobres, y el mejor día, si ese tuno no trae lo que nos debe, tendremos que comernos uno a otro, lo mismo que si fuésemos náufragos.
La vieja sonrió: «El señor siempre alegre.» En esto era un vivo retrato de su abuelo don Horacio, eternamente serio, con una cara que metía miedo, ¡pero diciendo unas cosas!…
–Esto debe acabar—prosiguió Jaime, sin hacer caso de la alegría de la sirviente—. Esto acabará hoy mismo; estoy decidido… Sábelo, madó, antes de que la noticia corra: me caso.
La criada juntó las manos devotamente para expresar su asombro y elevó la mirada al techo. ¡Santísimo Cristo de la Sangre! Ya era hora… Antes debía haberlo hecho, y otro sería el estado de la casa. Despertóse en ella la curiosidad, y preguntó con una avidez de campesina:
–¿Es rica?…
El gesto afirmativo del señor no la sorprendió. Forzosamente había de ser rica. Sólo una mujer que llevase con ella una gran fortuna podía aspirar a unirse con el último de los Febrer, que habían sido los hombres más notables de la isla y tal vez del mundo entero.
La pobre madó pensó en su cocina, poblándola instantáneamente con la imaginación de vasijas de cobre brillantes como oro, viéndola con todos los fogones encendidos, llena de muchachas de brazos arremangados, el rebocillo atrás, la trenza flotante, y ella en medio, sentada en un sillón, dando órdenes y aspirando el deleitoso tufillo de las cacerolas.
–¡Será joven!—afirmó la vieja, para sacar más noticias a su señor.
–Sí, joven; mucho más joven que yo; demasiado joven: unos veintidós años. Poco me falta para poder ser su padre.
Madó hizo un gesto de protesta. Don Jaime era el hombre más guapo de la isla. Lo decía ella, que le había admirado desde los tiempos en que iba con pantalón corto y lo llevaba de la mano a pasear entre los pinos inmediatos al castillo de Bellver. Era un Febrer, de aquella familia de señorones arrogantes, y con esto quedaba dicho todo.
–¿Y es de buena casa?—siguió preguntando para forzar el laconismo de su señor—. Familia de caballeros indudablemente; de lo mejorcito de la isla… Pero no: ya adivino. Tal vez es de Madrid. Algún noviazgo de cuando usted vivía allá.
Jaime quedó indeciso unos instantes, palideció, y luego dijo con ruda energía, para ocultar su turbación:
–No, madó… Es una chueta.
Antonia fue a juntar las manos, como momentos antes, invocando otra vez la Sangre de Cristo, tan venerada en Palma; pero de pronto se dilataron las arrugas de su rostro moreno, y rompió a reír… ¡Qué señor tan alegre! Lo mismo que su abuelo. Decía las cosas más estupendas e increíbles con una seriedad que engañaba a las gentes. ¡Y ella, pobre boba, que había creído tales bromas! Tal vez hasta lo del casamiento era mentira…
–No, madó. Me caso con una chueta… Me caso con la hija de don Benito Valls. Para eso iré hoy a Valldemosa.
La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento tímido con que susurró tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Quedó ésta con la boca abierta, los brazos caídos, sin fuerzas para levantar las manos ni los ojos.
–¡Señor… Señor… Señor!…
Le era imposible decir más. Creyó que había sonado un trueno, haciendo estremecerse la vieja casa; que un nubarrón acababa de pasar ante el sol, obscureciéndolo; que el mar se volvía plomizo, avanzando en encrespadas olas contra la muralla. Luego vio que todo estaba lo mismo, que sólo ella se había conmovido con esta noticia estupenda, digna de trastornar el orden de lo existente.
–¡Señor… Señor… Señor!…
Y agarrando el vacío tazón y los restos del pan, echó a correr, deseosa de refugiarse cuanto antes en la cocina. Después de oír tales horrores, la casa le inspiraba miedo. Debía andar alguien por los venerables salones de la otra parte del edificio: alguien que ella no podía saber quién fuese, pero que seguramente acababa de despertar de un sueño de siglos. Aquel palacio tenía un alma. Cuando la vieja quedaba sola en él, crujían los muebles como si hablasen entre ellos, palpitaban los tapices movidos por su cara oculta, vibraba en un rincón un arpa dorada de la abuela de don Jaime, y ella no sentía miedo nunca, porque los Febrer habían sido gente buena, simple y bondadosa con sus servidores. ¡Pero ahora, después de oír tales cosas!… Pensaba con cierta inquietud en los retratos que adornaban la pieza de recibimiento. ¡Qué cara la de aquellos señores, si habían llegado hasta ellos las palabras de su descendiente!
Madó Antonia acabó por serenarse, bebiendo los restos del café preparado para el señor. Ya no tenía miedo, pero sentía honda tristeza por la suerte de don Jaime, como si le viese en peligro de muerte. ¡Acabar de este modo la casa de los Febrer! ¿Y Dios podía tolerar tales cosas?… Cierto desprecio por el señor vino a sobreponerse momentáneamente al antiguo cariño. Al fin, un calavera olvidado de la religión y las buenas costumbres, que había derrochado lo que restaba de la fortuna de su casa. ¿Qué iban a decir sus ilustres parientes? ¡Qué vergüenza la de su tía doña Juana, aquella noble señora—la más santa y linajuda de la isla—a la que, unos por burla y otros por exceso de veneración, llamaban «la Papisa»!
–Adiós, madó… Al anochecer estaré de vuelta.
La vieja saludó con un gruñido a Jaime, que asomaba la cabeza para despedirse. Luego, viéndose sola, levantó los brazos, invocando la ayuda de la Sangre de Cristo, de la Virgen del Lluch, patrona de la isla, y del portentoso San Vicente Ferrer, que tantos milagros había realizado durante sus predicaciones en Mallorca. ¡Uno más, santo prodigioso, para evitar la monstruosidad que proyectaba su señor!… ¡Que cayese un pedrusco de las montañas, interceptando para siempre el camino de Valldemosa; que volcase el carruaje y trajeran a don Jaime entre cuatro hombres… todo antes que aquella vergüenza!
Febrer atravesó el recibimiento, abrió la puerta de la escalera y empezó a descender los suaves peldaños. Sus abuelos, como todos los nobles de la isla, construían en grande. La escalera y el zaguán ocupaban una tercera parte de los bajos de la casa. Una especie de loggia a la italiana, con cinco arcos sostenidos por delgadas columnas, extendíase a la terminación de la escalera, abriéndose en sus extremos las dos puertas que daban acceso a las dos alas superiores del edificio. En el centro de su baranda, situada sobre el arranque de la escalera, frente a la puerta de la calle, estaba el escudo en piedra de los Febrer, con un farolón de hierro forjado.
Jaime, al descender, chocaba su bastón en la piedra arenisca de los escalones o tocaba las grandes ánforas barnizadas que adornaban los rellanos, y éstas devolvían el golpe con una sonoridad de campana. La baranda de hierro, oxidada por los años y deshaciéndose en herrumbrosas escamas, temblaba, casi suelta de sus alvéolos, con el ruido de los pasos.
Al llegar al zaguán, Febrer se detuvo. La extrema resolución que había adoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre, le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzaba indiferente.
En ninguna parte del edificio se notaba como aquí la antigua prosperidad. El zaguán, enorme cual una plaza, podía admitir más de una docena de carrozas y todo un escuadrón de jinetes.
Doce columnas algo panzudas, de mármol avellanado de la isla, sostenían los arcos de piedra cortada en piezas, sin revestimiento alguno, encima de los cuales extendíase el techo de vigas negras. El pavimento era de guijarros, y entre ellos crecía el musgo de la humedad. Una frescura de ruina extendíase por esta entrada gigantesca y solitaria. Un gato atravesó el zaguán, saliendo por el orificio de una puerta carcomida de las antiguas cuadras, para desaparecer en los abandonados subterráneos que habían guardado las cosechas en otros tiempos. A un lado, había un pozo de la misma época en que se construyó el palacio, un orificio abierto en la roca, con brocal de piedra roída por el tiempo y una espadaña de hierro trabajada a martillo. La hiedra crecía en frescos ramilletes entre los salientes de la pulida piedra. Muchas veces, Jaime, siendo niño, se había asomado para contemplarse allá abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas.
La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jardín de los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una boca enorme de pescado. En el fondo de esta boca temblaban, verdes y luminosas, las aguas de la bahía.
Anduvo Jaime algunos pasos por las azuladas piedras de la calle, falta de aceras, y se detuvo luego para contemplar su casa. No era más que un pequeño resto del pasado. El antiguo palacio de los Febrer ocupaba toda una manzana, pero había ido empequeñeciéndose con el paso de los siglos y los apuros de la familia. Ahora una parte de él era residencia de monjas, y otras fracciones habían sido adquiridas por ciertos ricos, que desfiguraban con balconajes modernos la primitiva unidad del edificio, atestiguada por la línea uniforme de aleros y tejados. Los mismos Febrer, refugiados en la parte del caserón que miraba al jardín y al mar, habían tenido que ceder los pisos bajos, para aumento de sus rentas, a almacenistas y pequeños industriales. Junto a la portada señorial, tras unas vidrieras, trabajaban planchando ropa blanca algunas muchachas, que saludaron a don Jaime con respetuosa sonrisa. Éste siguió inmóvil en su contemplación de la antigua casa.
¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!…
La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada y polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.
A partir del entresuelo, piso con entrada independiente, que había sido alquilado a un almacenista de drogas, comenzaba a desarrollarse el esplendor señorial de la fachada. Tres ventanales al nivel del arco del portalón, divididos por dobles columnas, mostraban sus marcos de mármol negro finamente trabajado. Los pétreos cardos trepaban por las columnas que sostenían las cornisas, y sobre estas últimas campeaban tres grandes medallones: el del centro con el busto del Emperador y la inscripción Dominus Carolus Imperator 1541, recuerdo de su paso por Mallorca para la infortunada expedición de Argel; los de los lados ostentando las armas de los Febrer, sostenidos por peces con barbudas cabezas de hombre. En las grandes ventanas del primer piso trepaban por jambas y cornisas unas guirnaldas formadas con anclas y delfines, testimonio de las glorias de esta familia de navegantes. Sobre sus remates abríanse enormes conchas. En la parte más alta de la fachada extendíase una fila compacta de ventanillas con adornos góticos, unas tapiadas, otras abiertas para dar luz y aire a los desvanes, y sobre ellas el alero monumental, el alero grandioso, como sólo se encuentra en los palacios de Mallorca, extendiendo hasta el promedio de la calle su ensamblaje de maderos tallados, ennegrecidos por el tiempo y sostenidos por vigorosas gárgolas.
Por toda la fachada extendíanse, formando cuadriláteros, listones de madera carcomida con clavos y abrazaderas de hierro oxidado. Eran restos de las grandes iluminaciones con que la casa conmemoraba ciertas fiestas en sus tiempos de esplendor.
Jaime pareció satisfecho de este examen. Aún era hermoso el palacio de sus abuelos, a pesar de las ventanas faltas de cristales, del polvo y las telarañas amontonados en los huecos, de los desgarrones que los siglos habían abierto en su revoque. Cuando él se casase y la fortuna del viejo Valls pasara a sus manos, iban todos a asombrarse de la magnífica resurrección de los Febrer. ¿Y aún se escandalizaban algunos de su resolución y sentía él ciertos escrúpulos?… ¡Adelante!
Se dirigió hacia el Borne, ancha avenida que es el centro de Palma, antiguo torrente que en otros tiempos separaba la ciudad en dos villas y dos bandos enemigos: Can Amunt y Can Avall. Allí encontraría un coche que le llevase a Valldemosa.
Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoció sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos… ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un año remoto de su adolescencia pasado allá. Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras.
Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul. Su chaqueta-blusa iba sujeta sobre el pecho con un broche, dejando ver la camisa y la faja. Un mantón obscuro de mujer descansaba sobre sus hombros como un chal, y para completar este atavío semifemenil, que contrastaba con sus facciones duras y morenas de moro, llevaba bajo el sombrero un pañuelo anudado en el mentón, con las puntas colgando sobre la espalda. El hijo, que parecía tener catorce años, iba vestido como él, con el mismo pantalón estrecho de pierna y amplio de campana, pero sin el mantón ni el pañuelo. Un lazo de color de rosa pendía sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba a una de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobre el cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostro moreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, de intensa negrura.
La muchacha era la que llamaba más la atención, con su falda verde de menudos pliegues, bajo la cual se adivinaba la presencia de otras faldas, hinchado globo de varias envolturas que parecía empequeñecer aún más los pies finos y graciosos encerrados en blancas alpargatas. El pecho ocultaba sus contornos salientes bajo un mantoncillo amarillento con flores rojas. De éste surgían unas mangas de terciopelo de distinto color que el jubón, adornadas con doble fila de botones de filigrana, obra de los plateros chuetas. Una triple cadena de oro deslumbrante, rematada por una cruz, partía su pecho, pero con eslabones tan enormes, que a no ser huecos la hubiesen agobiado bajo su pesadumbre. El pelo negro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo un pañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en forma de trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocaban el borde de la falda.
La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés. Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática y bien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a una toca monástica.
Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción, cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de pequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.
–Fluxas… ¡Pare, fluxas!—exclamaba con la sorpresa del que encuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolones Lefaucheux.
Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que les parecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, que podían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres! ¡Lo que gozan los ricos!… Aquellas armas inmóviles les parecían seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.
La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente.
–¡Don Chaume!… ¡Ay, don Chaume!
Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Borne para ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabía él que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!… ¡Aquí los atlots, y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diez años que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entre mil personas.
Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza… Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.
Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo. Se lo había vendido a Pep, cuyos padres y abuelos venían cultivando la finca.
Fue esto en la época que aún tenía dinero. ¿Pero de qué podía servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca?… Y en una genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio, capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir después épocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegría inesperada. Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior.