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Los muertos mandan
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Язык: es
Год издания: 2019
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Vicente Blasco Ibáñez

Los muertos mandan

Al lector

En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, los republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de nuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma.

Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos que habían hablado en ella se volvieron a la Península. Yo, una vez pronunciado mi discurso, di por terminada mi actuación política, para correr como simple viajero la hermosa isla que vio en la Edad Media los paseos meditativos del gran Raimundo Lulio—filósofo, hombre de acción, novelista—y en el primer tercio del siglo xix sirvió de escenario a los amores románticos y algo maduros de Jorge Sand y Chopin.

Más que las cavernas célebres, los olivos seculares y las costas eternamente azules de Mallorca, atrajeron mi atención las honradas gentes que la pueblan y sus divisiones en castas que aún perduran, a causa sin duda del aislamiento isleño, refractario a las tendencias igualitarias de los españoles de tierra firme. Vi en la existencia de los judíos convertidos de Mallorca, de los llamados chuetas, una novela futura.

Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndome igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años con todos los piratas del Mediterráneo. Y pensé unir las vidas de las dos islas, tan distintas y al mismo tiempo tan profundamente originales, en una sola novela.

Transcurrieron seis años sin que pudiese realizar mi deseo.

Necesitaba volver a Mallorca e Ibiza para estudiar con más detenimiento los tipos y paisajes de mi obra, y nunca encontraba ocasión propicia para tal viaje. Al fin, en 1908, cuando preparaba mi primera excursión a América, pude escapar unas semanas de Madrid, llevando una vida errante por ambas islas. Visité la mayor parte de Mallorca, durmiendo muchas noches en pequeños pueblos donde me dieron alojamiento las familias «payesas» con una hospitalidad generosa, de bíblico desinterés. Corrí las montañas de Ibiza y navegué ante sus costas rojas y verdes en barcos viejos, valientes para el mar, que unos meses del año van a la pesca y otros son dedicados al contrabando.

Cuando regresé a Madrid, con el rostro ennegrecido por el sol y las manos endurecidas por el remo, me puse a escribir Los muertos mandan, y eran tan frescas y al mismo tiempo tan recias mis observaciones, que produje la novela «de un solo tirón», sin el más leve desfallecimiento de mi memoria de novelista, en el transcurso de dos o tres meses.

Esta fue la última obra del primer período de mi vida literaria. Apenas publicada me marché a dar conferencias en la República Argentina y Chile. El conferencista se convirtió sin saber cómo en colonizador del desierto, en jinete de la llanura patagónica. Olvidé la pluma como algo frívolo e inútil para la recia batalla con las asperezas de una tierra inculta desde el principio del planeta y con las malicias e ignorancias de los hombres.

Pasé seis años sin escribir novelas. Quise crearlas en la realidad. Fui un novelista de hechos y no de palabras.

Pero las vidas vuelven siempre a sus cauces antiguos, y después de estos seis años de catalepsia literaria, en 1914, pocos meses antes de la gran guerra, reanudé en París mi trabajo de novelista «de pluma y papel», escribiendo Los argonautas.

V. B. I.1923

Primera parte

I

Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. Madó Antonia, que le había visto nacer—servidora respetuosa de las glorias de la familia—, movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle. Pareciéndole escasa la luz que penetraba por el montante de un amplio ventanal, abrió las hojas de madera carcomida, desprovistas de vidrios. Luego levantó las colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como una tienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido, procreado y muerto varias generaciones de Febrer.

La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime con gran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. «¡Arriba!» La mañana era de las mejores de primavera; en el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla.

La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por la habitación, ante la ventana abierta, partida por una columna delgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era un palacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a su ventana se extendía un muro de color indefinido, con profundos desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por la estrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano.

Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del acto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de un sueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia reconfortante del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil, angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. «¡Ah, miseria!…» Le faltaban las más rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo señorial y vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. La pobreza surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones que le hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatros vistos en sus viajes por Europa.

Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio, admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus poderosos abuelos habían edificado para gigantes. Cada habitación del palacio era tan vasta como una casa moderna. El ventanal carecía de vidrios, como los demás huecos del edificio, y en invierno había que mantenerlos todos con las hojas cerradas, sin más luz que la que entraba por los montantes, cubiertos de cristales resquebrajados y opacos por el tiempo. La carencia de alfombras dejaba al descubierto los pavimentos de piedra arenisca y blanda de Mallorca, cortada en finos rectángulos, como si fuese madera. Los techos lucían aún el viejo esplendor de los artesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, otros con un dorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles coloreados de las armas de la casa. Las paredes altísimas, simplemente enjalbegadas de cal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros antiguos, y en otras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el tiempo no lograba apagar. El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices de un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidas de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscaban venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de las puertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada: niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos. El arco que dividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo de triunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follaje tallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar. Sobre una mesa del siglo xviii veíase una imagen policroma de San Jorge pisoteando moros bajo su corcel; y más allá la cama, la imponente cama, monumento venerable de la familia. Algunos sillones antiguos, de encorvados brazos, con el rojo terciopelo calvo y raído hasta mostrar la blancura de la trama, mezclábanse con sillas de paja y el pobre lavabo. «¡Ah, miseria!», volvió a pensar el mayorazgo. El viejo caserón de los Febrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones llenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidos con los más ruines enseres, le parecía igual a un príncipe arruinado ostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin ropa blanca.

Él era igual a este palacio, imponente y vacío caparazón que en otros tiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos habían sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.

Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre más de cincuenta navíos de gavia—lo mejor de la marina de Mallorca—, que, luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla en Alejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en las escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o, pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los mares del Norte para llevar a Flandes y a las repúblicas anseáticas la loza de los moriscos valencianos, llamada por los extranjeros mayólica, a causa de su procedencia mallorquína.

Esta navegación continua a través de mares infestados de piratas había hecho de la familia de ricos mercaderes una tribu de valerosos soldados. Los Febrer habían peleado o ajustado alianzas con corsarios turcos, griegos y argelinos, habían escoltado sus flotas por los mares del Norte para hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una vez, a la entrada del Bosforo, sus galeras habían abordado a las de Genova, que monopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinastía de soldados del mar, al retirarse de la navegación comercial, había rendido tributo de sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe católica haciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de los caballeros de Malta.

Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recibían el agua del bautismo, llevaban cosida a sus pañales la cruz blanca de ocho puntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombres capitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus días como ricos comendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus sobrinas y haciéndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles que vivían con ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al pasar por Mallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para visitar a los Febrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las flotas del rey; otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían el sueño eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, y Jaime había contemplado sus tumbas en una visita a Malta.

La Lonja de Palma, gallardo edificio gótico vecino al mar, había sido durante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todo cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo, las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles, rampines, tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmenso salón columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que se perdían en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes a los navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birrete carmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla, cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Venecia enviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ébano con menudas incrustaciones de marfil y lapislázuli o grandes espejos de luna azulada y marco cristalino. Los navegantes de vuelta de África traían manojos de plumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban a adornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias, regalo de los corresponsales asiáticos.

Los Febrer habían sido durante siglos los intermediarios entre Oriente y Occidente, haciendo de Mallorca un depósito de productos exóticos, que luego desparramaban sus naves por España, Francia y Holanda. Las riquezas afluían fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, los Febrer hasta hicieron préstamos a los reyes… Pero todo esto no podía evitar que Jaime, el último de la familia, luego de perder en el Casino, la noche anterior, todo cuanto poseía—unos centenares de pesetas—, hubiese aceptado dinero, para poder ir a la mañana siguiente a Valldemosa, de Toni Clapés, el contrabandista, hombre rudo, de entendimiento despierto, y el más fiel y desinteresado de sus amigos.

Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto. Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer que había ejercido cierta influencia sobre su vida.

Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas. Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de un archipiélago inglés de Oceanía, que viajaba por Europa sin otro acompañamiento que el de una doméstica, le había conocido un verano en un hotel de Munich, y ella fue la que, impresionada, dio los primeros pasos. El español era, según la miss, un vivo retrato de Wagner joven. Y Febrer, sonriendo a impulsos del grato recuerdo, contemplaba su frente abombada, que parecía oprimir con su pesadumbre los ojos imperiosos, pequeños e irónicos, sombreados por gruesas cejas. La nariz era aguda y aguileña, la nariz de todos los Febrer, valientes pájaros de presa de las soledades del mar; la boca desdeñosa y sumida; el mentón saliente y recubierto por la suave vegetación, rala y fina, de la barba y el bigote. «¡Ah, deliciosa miss Mary!» Cerca de un año había durado la alegre peregrinación por Europa. Ella, enamorada de él rabiosamente por su parecido con el Maestro, quería casarse, y le hablaba de los millones del gobernador, mezclando sus entusiasmos románticos con las aficiones prácticas de su raza. Pero Febrer acabó por huir, antes de que la inglesa le dejase a su vez por algún director de orquesta que se asemejase más a su ídolo.

«¡Ay, las mujeres!…» Y Jaime erguía su cuerpo de varón forzudo, algo encorvado de espaldas por el exceso de estatura. Hacía tiempo que había renunciado a interesarse por ellas. Unas leves canas en la barba y un ligero fruncimiento de la piel en las comisuras de los ojos revelaban la fatiga de una existencia que había marchado, según decía él, «a toda máquina». Pero aun así, le buscaban, y era el amor el que iba a sacarle de su angustiosa situación.

Al acabar el arreglo de su persona, salió del dormitorio. Cruzó un salón vastísimo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a través de los montantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra, mientras las paredes brillaban como un jardín de vivos colores, cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tamaño natural. Eran escenas mitológicas y bíblicas; damas arrogantes, de abultadas carnes color de rosa, que comparecían ante guerreros rojos o verdes; enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.

Febrer miró al pasar con ojos irónicos estas riquezas heredadas de sus ascendientes. Nada era suyo. Hacía más de un año que estos tapices y los del dormitorio y todos los de la casa pertenecían a ciertos usureros de Palma, que los habían dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban la llegada de un aficionado rico, que los pagaría con más esplendidez al imaginárselos adquiridos directamente de su dueño. Jaime no era más que un depositario, amenazado con la cárcel en caso de infidelidad en su custodia.

Al llegar al centro del salón dio un pequeño rodeo, a impulsos de la costumbre, pero empezó a reír viendo que no había nada que interrumpiese su paso. Un mes antes aún estaba allí una mesa italiana de mármoles preciosos que había traído el famoso comendador don Príamo Febrer de una de sus expediciones en corso. Más allá tampoco había nada que le hiciese tropezar. Un brasero enorme de plata repujada, montado sobre una tarima del mismo metal, con una fila circular de geniecillos que sostenían este monumento, lo había convertido Febrer en dinero, vendiéndolo al peso. Y el brasero le hizo recordar una áurea cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que años antes había vendido en Madrid, también al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo artístico y la antigüedad. Después había llegado vagamente hasta él la noticia de que la cadena la vendieron en París por cien mil francos. «¡Ah, miseria!» Los caballeros ya no podían vivir en estos tiempos.

Su vista tropezó con el brillo de unos enormes vargueños de labor veneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones. Parecían fabricados para gigantes, con innumerables y profundos cajones, cuyas caras exteriores tenían esmaltes policromos representando escenas mitológicas. Eran cuatro piezas magníficas de museo: un recuerdo de la antigua magnificencia de la casa. Tampoco eran suyos. Habían corrido la misma suerte que los tapices, y allí estaban esperando un comprador. Febrer no era ya más que el conserje de su propia casa. Y también pertenecían a los acreedores los cuadros italianos y españoles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba algún valor entre los restos de la secular herencia.

Salió a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fría y de altísimo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes blancas habían tomado con los años un tono amarillento de marfil. Era preciso echar la cabeza atrás para alcanzar con la vista el negro artesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a los ventanales de abajo a iluminar este salón inmenso y austero. Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos de paño verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros sólo era visible, como las líneas de un enrejado, entre las filas de lienzos, muchos de ellos sin marco.

Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez; pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas por antiguos artistas italianos y españoles de paso en Mallorca. Un encanto tradicional parecía emanar de estos lienzos. Era la historia del Mediterráneo escrita por torpes e ingenuos pinceles: encuentros de galeras, asaltos de fortalezas, grandes batallas navales envueltas en humo, sobre cuyas vedijas flotaban los gallardetes de los navíos y las altas torres de popa, en cuya cima rizábanse las banderas con la cruz de Malta o la media luna. Los hombres peleaban en las cubiertas de los buques o en los esquifes que flotaban junto a ellos; el mar, enrojecido por la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenares de cabecitas de náufragos, que a su vez luchaban sobre las olas. Una masa de cascos y chambergos chocaba, sobre dos navíos aferrados, con otra de turbantes blancos y rojos, y sobre ellas alzábanse mandobles y picas, cimitarras y hachas de abordaje. El disparo de cañones y trabucos cortaba con lenguas rojas el humo del combate. En otros lienzos no menos obscuros veíanse castillos arrojando llamas por sus troneras, y al pie de ellos guerreros con la cruz blanca de ocho puntas sobre la coraza, tan grandes casi como las torres, y aplicando a éstas sus escalas para subir al asalto.

Los cuadros tenían a un lado cartelas blancas con los mismos remates plegados de un escudo de armas, y en ellas, escrito en defectuosas mayúsculas, el relato del suceso: encuentros victoriosos con galeras del Gran Turco o con piratas pisanos, genoveses y vizcaínos; guerras en Cerdeña; asaltos de Bujía y de Tedeliz; y en todas estas empresas era un Febrer el que dirigía a los combatientes o se hacía notar por su heroísmo, descollando sobre todos el comendador don Príamo, héroe endiablado, burlón y poco religioso, que había sido la gloria y la vergüenza de la casa.

Alternando con estas escenas belicosas estaban los retratos de la familia. En la parte más alta, tocando a una fila de viejos lienzos de evangelistas y mártires, que formaban un friso, mostrábanse los Febrer más antiguos, venerables mercaderes de Mallorca pintados algunos siglos después de su muerte, graves varones de nariz judaica y ojos agudos, con joyas sobre el pecho y altos gorros de aspecto oriental. A continuación venían los hombres de armas, los navegantes de espada, con la cabellera al rape y el perfil de pájaro de presa, todos vistiendo armadura de negro acero y algunos con la blanca cruz de Malta. De retrato en retrato, los rostros se iban afinando, sin perder la frente abombada y la nariz imperiosa de la familia. El cuello de la camisa, ancho, flácido y de burdo tejido, iba elevándose con el serpenteo almidonado de la rizada gola; la coraza se convertía en justillo de terciopelo o seda; las barbas duras y anchas, a la moda del Emperador, trocábanse en agudas perillas y empinados bigotes, a los que servían de marco suaves guedejas.

Entre los rudos hombres de guerra y los elegantes caballeros resaltaban los hábitos negros de ciertos eclesiásticos con bigotes y barbillas, ostentando altos bonetes de borla. Unos eran dignatarios eclesiásticos de Malta, a juzgar por la insignia blanca que adornaba su pecho; otros, venerables inquisidores de Mallorca, según la leyenda que ensalzaba su celo en pro de la fe. Después de todos estos señores negros, de gesto imponente y ojos duros, venía el desfile de pelucas blancas, de rostros aniñados por la rasura, de vistosas casacas de seda y oro adornadas con bandas y condecoraciones. Eran regidores perpetuos de la ciudad de Palma; marqueses cuyo marquesado había perdido la familia con los entronques matrimoniales, yendo sus títulos a fundirse con otros de la nobleza de la Península; gobernadores, capitanes generales y virreyes de países americanos y oceánicos, cuyos nombres despertaban una visión de fantásticas riquezas; entusiastas botiflers partidarios de Felipe V, que habían tenido que huir de Mallorca, apoyo postrero de los Austrias, y ostentaban como supremo título nobiliario el apodo de butifarras dado por el populacho hostil.

Cerrando el glorioso desfile, casi a ras de los muebles, estaban los últimos Febrer de principios del siglo xix, oficiales de la Armada, de cortas patillas, rizos sobre la frente, alto cuello con anclas de oro y negro corbatín, que habían peleado en el cabo de San Vicente y en Trafalgar; y tras ellos el bisabuelo de Jaime, un viejo de ojos duros y boca desdeñosa, que al volver Fernando VII de su cautiverio en Francia se había embarcado para prosternarse a sus pies en Valencia, pidiendo con otros grandes señores que restableciese los usos antiguos y exterminase la naciente plaga del liberalismo. Era un patriarca prolífico, que había prodigado su sangre en varios distritos de la isla persiguiendo a las payesas, sin perder nada de su gravedad, y al dar a besar la mano a algunos de los hijos legítimos que vivían en su casa y llevaban su apellido, decía con voz solemne: «¡Dios te haga un buen inquisidor!»

Entre estos retratos de los Febrer ilustres veíanse algunos de mujeres. Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su busto frágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado «la Greca» por su sabiduría en letras helénicas. Su tío, fray Espiridión Febrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la época, había sido su maestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los corresponsales de Oriente que aún mantenían con Mallorca un mortecino comercio.

Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá—distancia que representaba el paso de un siglo—, otro retrato de hembra famosa de la familia. Era una niña de blanca peluquíta, vestida de mujer, con la falda plegada y los grandes ahuecadores de las damas del siglo xviii. Estaba junto a una mesa, al lado de un búcaro de flores, y sostenía con la exangüe diestra una rosa igual a un tomate, mirando ante ella con ojillos porcelanescos de muñeca. A ésta la habían llamado «la Latina». La cartela del retrato hablaba, en el estilo ampuloso de la época, de su discreción y su ciencia, acabando por llorar su muerte a los once años. Las hembras eran como retoños secos en el tronco vigoroso de los Febrer, peleadores y exuberantes. La sabiduría se agostaba pronto en esta familia de marinos y guerreros, como planta que surge por equivocación en un clima adverso.

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