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La Barraca
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La Barraca

Язык: es
Год издания: 2018
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Se le murieron los rocines y tuvo que entramparse para comprar otros. Lo que le valía el continuo acarreo de pellejos hinchados de vino ó de aceite perdíase en manos de chalanes y constructores de carros, hasta que llegó el momento en que, viendo próxima su ruina, abandonó el oficio.

Tomó entonces unas tierras cerca de Sagunto: campos de secano, rojos y eternamente sedientos, en los cuales retorcían sus troncos huecos algarrobos centenarios ó alzaban los olivos sus redondas y empolvadas cabezas.

Fué su vida una continua batalla con la sequía, un incesante mirar al cielo, temblando de emoción cada vez que una nubecilla negra asomaba en el horizonte.

Llovió poco, las cosechas fueron malas durante cuatro años, y Batiste no sabía ya qué hacer ni adónde dirigirse, cuando en un viaje á Valencia conoció á los hijos de don Salvador, unos excelentes señores (Dios les bendiga), que le dieron aquella hermosura de campos, libres de arrendamiento por dos años, hasta que recobrasen por completo su estado de otros tiempos.

Algo oyó él de lo que había sucedido en la barraca, de las causas que obligaban á los dueños á conservar improductivas tan hermosas tierras; pero ¡iba transcurrido tanto tiempo!… Además, la miseria no tiene oídos; á él le convenían los campos, y en ellos se quedaba. ¿Qué le importaban las historias viejas de don Salvador y el tío Barret?…

Todo lo despreciaba y olvidaba contemplando sus tierras. Y Batiste sentíase poseído de un dulce éxtasis al verse cultivador en la huerta feraz que tantas veces había envidiado cuando pasaba por la carretera de Valencia á Sagunto.

Aquello eran tierras: siempre verdes, con las entrañas incansables engendrando una cosecha tras otra, circulando el agua roja á todas horas como vivificante sangre por las innumerables acequias y regadoras que surcaban su superficie como una complicada red de venas y arterias; fecundas hasta alimentar familias enteras con cuadros que, por lo pequeños, parecían pañuelos de follaje. Los campos secos de Sagunto recordábalos como un infierno de sed, del que afortunadamente se había librado.

Ahora se veía de veras en el buen camino. ¡A trabajar! Los campos estaban perdidos; había allí mucho que hacer; pero ¡cuando se tiene buena voluntad!… Y desperezándose, este hombretón recio, musculoso, de espaldas de gigante, redonda cabeza trasquilada y rostro bondadoso sostenido por un grueso cuello de fraile, extendía sus poderosos brazos, habituados á levantar en vilo los sacos de harina y los pesados pellejos de la carretería.

Tan preocupado estaba con sus tierras, que apenas si se fijó en la curiosidad de los vecinos.

Asomando las inquietas cabezas por entre los cañares ó tendidos sobre el vientre en los ribazos, le contemplaban hombres, chicuelos y hasta mujeres de las inmediatas barracas. Batiste no hacía caso de ellos. Era la curiosidad, la expectación hostil que inspiran siempre los recién llegados. Bien sabía él lo que era aquello; ya se irían acostumbrando. Además, tal vez les interesaba ver cómo ardía la miseria que diez años de abandono habían amontonado sobre los campos de Barret.

Y ayudado por su mujer y los chicos, empezó á quemar al día siguiente de su llegada toda la vegetación parásita.

Los arbustos, después de retorcerse entre las llamas, caían hechos brasas, escapando de sus cenizas asquerosos bichos chamuscados. La barraca aparecía como esfumada entre las nubes de humo de estas luminarias, que despertaban sorda cólera en toda la huerta.

Una vez limpias las tierras, Batiste, sin perder tiempo, procedió á su cultivo. Muy duras estaban; pero él, como labriego experto, quería trabajarlas poco á poco, por secciones; y marcando un cuadro cerca de su barraca, empezó á remover la tierra ayudado por su familia.

Los vecinos burlábanse de todos ellos con una ironía que delataba su sorda irritación. ¡Vaya una familia! Eran gitanos como los que duermen debajo de los puentes. Vivían en la vieja barraca lo mismo que los náufragos que se aguantan sobre un buque destrozado: tapando un agujero aquí, apuntalando allá, haciendo verdaderos prodigios para que se sostuviera la techumbre de paja, distribuyendo sus pobres muebles, cuidadosamente fregoteados, en todos los cuartos, que eran antes madriguera de ratones y sabandijas.

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1

¡Buen día nos dé Dios!

2

Las alboradas.

3

—¡Pimentó!… ¡Ladrón!… ¡Devuélveme la escopeta!…

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