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La Barraca
Pero aquella mañana, Pepeta, influída por su reciente encuentro, se fijó en la ruina y hasta se detuvo en el camino para verla mejor.
Los campos del tío Barret, ó mejor dicho para ella, «del judío don Salvador y sus descomulgados herederos», eran una mancha de miseria en medio de la huerta fecunda, trabajada y sonriente. Diez años de abandono habían endurecido la tierra, haciendo brotar de sus olvidadas entrañas todas las plantas parásitas, todos los abrojos que Dios ha criado para castigo del labrador. Una selva enana, enmarañada y deforme se extendía sobre aquellos campos, con un oleaje de extraños tonos verdes, matizado á trechos por flores misteriosas y raras, de esas que sólo surgen en las ruinas y los cementerios.
Bajo las frondosidades de esta selva minúscula y alentados por la seguridad de su guarida, crecían y se multiplicaban toda suerte de bichos asquerosos, derramándose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparazón de metálicos reflejos, arañas de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban á las acequias inmediatas. Allí vivían, en el centro de la hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devorándose unos á otros; y aunque causasen algún daño á los vecinos, estos los respetaban con cierta veneración, pues las siete plagas de Egipto parecían poca cosa á los de la huerta para arrojarlas sobre aquellos terrenos malditos.
Como las tierras del tío Barret no serían nunca para los hombres, debían anidar en ellas los bicharracos asquerosos, y cuantos más, mejor.
En el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la hermosa vega como una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzábase la barraca, ó más bien dicho, caía, con su mon tera de paja despanzurrada, enseñando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera. Las paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo enjalbegado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con grietas que la cortaban de un extremo á otro. Dos ó tres ventanillas, completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de un solo gozne, é iban á caer de un momento á otro, apenas soplase una ruda ventolera.
Aquella ruina apenaba el ánimo, oprimía el corazón. Parecía que del casuco abandonado fuesen á salir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban á partir gritos de personas asesinadas; que toda aquella maleza era un sudario ocultando debajo de él centenares de cadáveres.
Imágenes horribles era lo que inspiraba la contemplación de estos campos abandonados; y su tétrica miseria aún resaltaba más al contrastar con las tierras próximas, rojas, bien cuidadas, llenas de correctas filas de hortalizas y de arbolillos, á cuyas hojas daba el otoño una transparencia acaramelada. Hasta los pájaros huían de aquellos campos de muerte, tal vez por temor á los animaluchos que rebullían bajo la maleza ó por husmear el hálito de la desgracia.
Sobre la rota techumbre de paja, si algo se veía era el revoloteo de alas negras y traidoras, plumajes fúnebres de cuervos y milanos, que al agitarse hacían enmudecer los árboles cargados de gozosos aleteos y juguetones piídos, quedando silenciosa la huerta, como si no hubiese gorriones en media legua á la redonda.
Pepeta iba á seguir adelante, hacia su blanca barraca, que asomaba entre los árboles algunos campos más allá; pero hubo de permanecer inmóvil en el alto borde del camino, para que pasase un carro cargado que avanzaba dando tumbos y parecía venir de la ciudad.
Su curiosidad femenil se excitó al fijarse en él.
Era un pobre carro de labranza, tirado por un rocín viejo y huesudo, al que ayudaba en los baches difíciles un hombre alto que marchaba junto á él animándole con gritos y chasquidos de tralla.
Vestía de labrador; pero el modo de llevar el pañuelo anudado á la cabeza, sus pantalones de pana y otros detalles de su traje, delataban que no era de la huerta, donde el adorno personal ha ido poco á poco contaminándose del gusto de la ciudad. Era labrador de algún pueblo lejano: tal vez venía del riñón de la provincia.
Sobre el carro amontonábanse, formando pirámide hasta más arriba de los varales, toda clase de objetos domésticos. Era la emigración de una familia entera. Tísicos colchones, jergones rellenos de escandalosa hoja de maíz, sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, cestas, verdes banquillos de cama, todo se amontonaba sobre el carro, sucio, gastado, miserable, oliendo á hambre, á fuga desesperada, como si la desgracia marchase tras de la familia pisándole los talones. En la cumbre de este revoltijo veíanse tres niños abrazados, que contemplaban los campos con ojos muy abiertos, como exploradores que visitan un país por vez primera.
A pie y detrás del carro, como vigilando por si caía algo de éste, marchaban una mujer y una muchacha, alta, delgada, esbelta, que parecía hija de aquélla. Al otro lado del rocín, ayudando cuando el vehículo se detenía en un mal paso, iba un muchacho de unos once años. Su exterior grave delataba al niño que, acostumbrado á luchar con la miseria, es un hombre á la edad en que otros juegan. Un perrillo sucio y jadeante cerraba la marcha.
Pepeta, apoyada en el lomo de su vaca, les veía avanzar, poseída cada vez de mayor curiosidad. ¿Adonde iría esta pobre gente?
El camino aquel, afluyente al de Alboraya, no iba á ninguna parte. Se extinguía á lo lejos, como agotado por las bifurcaciones innumerables de sendas y caminitos que daban entrada á las barracas.
Pero su curiosidad tuvo un final inesperado. ¡Virgen Santísima! El carro se salía del camino, atravesaba el ruinoso puente de troncos y tierra que daba acceso á las tierras malditas, y se metía por los campos del tío Barret, aplastando con sus ruedas la maleza respetada.
La familia seguía detrás, manifestando con gestos y palabras confusas la impresión que le causaba tanta miseria, pero en línea recta hacia la destrozada barraca, como quien toma posesión de lo que es suyo.
Pepeta no quiso ver más. Ahora sí que corrió de veras hacia su barraca. Deseosa de llegar antes, abandonó á la vaca y al ternerillo, y las dos bestias siguieron su marcha tranquilamente, como quien no se preocupa de las cosas ajenas y tiene el establo seguro.
Pimentó estaba tendido á un lado de su barraca, fumando perezosamente, con la vista fija en tres varitas untadas con liga, puestas al sol, en torno de las cuales revoloteaban algunos pájaros. Era una ocupación de señor.
Al ver llegar á su mujer con los ojos asombrados y el pobre pecho jadeante, Pimentó cambió de postura para escuchar mejor, recomendándola que no se aproximase á las varitas.
Vamos á ver, ¿qué era aquello? ¿Le habían robado la vaca?…
Pepeta, con la emoción y el cansancio, apenas pudo decir dos palabras seguidas.
«Las tierras de Barret.... Una familia entera.... Iban á trabajar, á vivir en la barraca. Ella lo había visto.»
Pimentó, cazador de pájaros con liga, enemigo del trabajo y terror de la contornada, no pudo conservar su gravedad impasible de gran señor ante tan inesperada noticia.
–¡Recontracordóns!…
De un salto puso recta su pesada y musculosa humanidad, y echó á correr sin aguardar más explicaciones.
Su mujer vió cómo corría á campo traviesa hasta un cañar inmediato á las tierras malditas. Allí se arrodilló, se echó sobre el vientre, para espiar por entre las cañas como un beduíno al acecho, y pasados algunos minutos volvió á correr, perdiéndose en aquel dédalo de sendas, cada una de las cuales conducía á una barraca, á un campo donde se encorvaban los hombres haciendo brillar en el aire su azadón como un relámpago de acero.
La huerta seguía risueña y rumorosa, impregnada de luz y de susurros, aletargada bajo la cascada de oro del sol de la mañana.
Pero á lo lejos sonaban voces y llamamientos: la noticia se transmitía á grito pelado de un campo á otro campo, y un estremecimiento de alarma, de extrañeza, de indignación, corría por toda la vega, como si no hubiesen transcurrido los siglos y circulara el aviso de que en la playa acababa de aparecer una galera argelina buscando cargamento de carne blanca.
II
Cuando en época de cosecha contemplaba el tío Barret los cuadros de distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no podía contener un sentimiento de orgullo, y mirando los altos trigos, las coles con su cogollo de rizada blonda, los melones asomando el verde lomo á flor de tierra ó los pimientos y tomates medio ocultos por el follaje, alababa la bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al trabajarlos mejor que los demás de la huerta.
Toda la sangre de sus abuelos estaba allí. Cinco ó seis generaciones de Barrets habían pasado su vida labrando la misma tierra, volviéndola al revés, medicinando sus entrañas con ardoroso estiércol, cuidando que no decreciera su jugo vital, acari ciando y peinando con el azadón y la reja todos aquellos terrones, de los cuales no había uno que no estuviera regado con el sudor y la sangre de la familia.
Mucho quería el labrador á su mujer, y hasta le perdonaba la tontería de haberle dado cuatro hijas y ningún hijo que le ayudase en sus tareas; no amaba menos á las cuatro muchachas, unos ángeles de Dios, que se pasaban el día cantando y cosiendo á la puerta de la barraca, y algunas veces se metían en los campos para descansar un poco á su pobre padre; pero la pasión suprema del tío Barret, el amor de sus amores, eran aquellas tierras, sobre las cuales había pasado monótona y silenciosa la historia de su familia.
Hacía muchos años, muchos—en los tiempos que el tío Tomba, un anciano casi ciego que guardaba el pobre rebaño de un carnicero de Alboraya, iba por el mundo, en la partida del Fraile, disparando trabucazos contra los franceses—, estas tierras fueron de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, les recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequiándolos con hondas jícaras de chocolate y las primicias de los frutales. Antes, mucho antes, había sido el propietario de todo aquello un gran señor, que al morir depositó sus pecados y sus fincas en el seno de la comunidad; y ahora ¡ay! pertenecían á don Salvador, un vejete de Valencia, que era el tormento del tío Barret, pues hasta en sueños se le aparecía.
El pobre labrador ocultaba sus penas á su propia familia. Era un hombre animoso, de costumbres puras. Los domingos, si iba un rato á la taberna de Copa, donde se reunía toda la gente del contorno, era para mirar á los jugadores de truco, para reir como un bendito oyendo los despropósitos y brutalidades de Pimentó y otros mocetones que actuaban de gallitos de la huerta, pero nunca se acercaba al mostrador á pagar un vaso. Llevaba siempre el bolsillo de su faja bien apretado sobre el estómago, y si bebía, era cuando alguno de los gananciosos convidaba á todos los presentes.
Enemigo de comunicar sus penas, se le veía siempre sonriente, bonachón, tranquilo, llevando encasquetado hasta las orejas el gorro azul que justificaba su apodo.
Trabajaba de noche á noche; cuando toda la huerta dormía aún, ya estaba él, á la indecisa claridad del amanecer, arañando sus tierras, cada vez más convencido de que no podría con ellas.
Era demasiado trabajo para un hombre solo. ¡Si al menos tuviera un hijo!… Buscando ayuda, tomaba criados, que le robaban trabajando poco, y finalmente los despedía, al sorprenderles durmiendo dentro del establo en las horas de sol.
Influído por el respeto á sus antepasados, quería reventar de fatiga sobre sus terrones, antes que consentir que una parte de ellos fuese cedida en arrendamiento á manos extrañas. Y no pudiendo con todo el trabajo, dejaba improductiva y en barbecho la mitad de su tierra feraz, pretendiendo con el cultivo de la otra mantener á la familia y pagar al amo.
Fué este empeño una lucha sorda, desesperada, tenaz, contra las necesidades de la vida y contra su propia debilidad.
No tenía mas que un deseo: que las chicas ignorasen sus preocupaciones; que nadie se diese cuenta en la casa de los apuros y tristezas del padre; que no se turbase la santa alegría de aquella vivienda, animada á todas horas por las risas y las canciones de las cuatro hermanas, cuya edad sólo se diferenciaba de un año. Y mientras ellas, que ya comenzaban á llamar la atención de los mozos de la huerta, asistían con pañuelos de seda nuevos, vistosos, y planchadas y ruidosas faldas á las fiestas de los pueblecillos, ó despertaban al amanecer para ir descalzas y en camisa á mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les albaes[2] ó las obsequiaban con rasgueos de guitarra, el pobre tío Barret, empeñado cada vez más en nivelar su presupuesto, sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oro amasado ochavo sobre ochavo que le había dejado su padre, aca llando así á don Salvador, viejo avaro que nunca tenía bastante, y no contento con exprimirle, hablaba de lo mal que estaban los tiempos, del escandaloso aumento de las contribuciones y de la necesidad de subir el precio del arrendamiento.
No podía haber encontrado Barret peor amo. Gozaba en toda la huerta una fama detestable, pues rara era la partida de ella donde no tuviese tierras. Todas las tardes, envuelto en una vieja capa, que llevaba hasta en primavera, con aspecto sórdido de mendigo, y acompañado de las maldiciones y gestos hostiles que dejaba á su espalda, iba por las sendas visitando á los colonos. Era la tenacidad del avaro que desea estar en contacto á todas horas con sus propiedades, la pegajosidad del usurero que siempre tiene cuentas pendientes que arreglar.
Los perros ladraban al verle de lejos, como si se aproximase la muerte; los niños le miraban enfurruñados; los hombres se escondían para evitar penosas excusas y las mujeres salían á la puerta de la barraca con la vista en el suelo y la mentira á punto para rogar á don Salvador que tu viese paciencia, contestando con lágrimas á sus bufidos y amenazas.
Pimentó, que en su calidad de valentón se interesaba por las desdichas de sus convecinos y era el caballero andante de la huerta, prometía entre dientes algo así como pegarle una paliza y refrescarlo después en una acequia; pero las mismas víctimas del avaro le disuadían hablando de la importancia de don Salvador, hombre que se pasaba las mañanas en los Juzgados y tenía amigos de muchas campanillas. Con gente así siempre pierde el pobre.
De todos sus colonos, el mejor era Barret: aunque á costa de grandes esfuerzos, nada le debía. Y el viejo, que lo citaba como modelo á los otros arrendatarios, cuando estaba frente á él extremaba su crueldad, se mostraba más exigente, excitado por la mansedumbre del labrador, contento de encontrar un hombre en el que podía saciar sin miedo sus instintos de opresión y de rapiña.
Aumentó, por fin, el precio del arrendamiento de las tierras. Barret protestó, y hasta lloró recordando los méritos de su familia, que había perdido la piel en aquellos campos para hacer de ellos los mejores de la huerta. Pero don Salvador se mostró inflexible. ¿Eran los mejores?… Pues debía pagar más. Y Barret pagó el aumento. La sangre daría él antes que abandonar estas tierras que poco á poco absorbían su vida.
Ya no tenía dinero para salir de apuros; sólo contaba con lo que produjesen los campos. Y completamente solo, ocultando á la familia su situación, teniendo que sonreir cuando estaba entre su mujer y sus hijas, las cuales le recomendaban que no se esforzase tanto, el pobre Barret se entregó á la más disparatada locura del trabajo.
Olvidó el sueño. Parecíale que sus hortalizas crecían con menos rapidez que las de los vecinos; quiso él solo cultivar todas las tierras; trabajaba de noche á tientas; el menor nubarrón de granizo le ponía fuera de sí, trémulo de miedo; y él, tan bondadoso, tan honrado, hasta se aprovechaba de los descuidos de los labradores colindantes para robarles una parte de riego.
Si su familia estaba ciega, en las barra cas vecinas bien adivinaban la situación de Barret, compadeciendo su mansedumbre. Era un buenazo, no sabía «plantarle cara» al repugnante avaro, y éste lo iba chupando lentamente hasta devorarlo por entero.
Y así fué. El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, quedábase en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. Aquel gorro característico que justificaba su mote ya no se detenía en sus orejas; aprovechando la creciente delgadez, bajaba hasta los hombros como un fúnebre apagaluz de su existencia.
Lo peor para él era que este exceso de cansancio insostenible sólo le permitía pagar á medias al insaciable ogro. Las consecuencias de su locura por el trabajo no se hicieron esperar. El rocín del tío Barret, un animal sufrido que le seguía en todos sus desesperados esfuerzos, cansado de trabajar de día y de noche, de ir tirando del carro al Mercado de Valencia con carga de hortalizas, y á continuación, sin tiempo para respirar ni desudarse, verse enganchado al arado, tomó el partido de morir, antes que permitirse el menor intento de rebelión contra su pobre amo.
¡Entonces sí que se consideró perdido irremisiblemente el pobre labrador! Con desesperación miró sus campos, que ya no podía cultivar; las hileras de frescas hortalizas, que la gente de la ciudad consumía con indiferencia, sin sospechar las angustias que su producción hace sufrir á un pobre padre en continua batalla con la tierra y la miseria.
Pero la Providencia, que nunca abandona al pobre, le habló por boca de don Salvador. Por algo dicen que Dios saca muchas veces el bien del mal.
El insufrible tacaño, el voraz usurero, al conocer su desgracia le ofreció ayuda con una bondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesitaba para comprar otra bestia? ¿cincuenta duros? Pues allí estaba él para ayudarle, demostrando con esto cuán injustos eran los que le odiaban y hablaban mal de su persona.
Y prestó dinero á Barret, con el insignificante detalle de exigirle una firma—los negocios son negocios—al pie de cierto pa pel en el que se hablaba de interés, de acumulación de réditos, de responsabilidad de la deuda, mencionando para esto último los muebles, las herramientas, todo cuanto poseía el labrador en su barraca, incluso los animales del corral.
Barret, animado por la posesión de un nuevo rocín joven y brioso, volvió con más ahinco á su trabajo, á matarse sobre aquellos terruños, que parecían crecer según disminuían sus fuerzas, envolviéndolo como un sudario rojo.
La mayor parte de lo que cosechaba en sus campos se lo comía la familia, y los puñados de cobre que sacaba de la venta del resto en el Mercado de Valencia desparramábanse, sin llegar á formar nunca el montón necesario para acallar á don Salvador.
Estas angustias del tío Barret por satisfacer su deuda sin poder conseguirlo acabaron por despertar en él cierto instinto de rebelión, haciendo surgir de su rudo pensamiento vagas y confusas ideas de justicia. ¿Por qué no eran suyos los campos? Todos sus abuelos habían dejado la vida entre aquellos terrones; estaban regados con el sudor da la familia; si no fuese por ellos, por los Barret, estarían las tierras tan despobladas como la orilla del mar.... Y ahora venía á apretarle la argolla, á hacerle morir con sus recordatorios, aquel viejo sin entrañas que era el amo, aunque no sabía coger un azadón ni en su vida había doblegado el espinazo.... ¡Cristo! ¡Y cómo arreglan las cosas los hombres!…
Pero estas rebeliones eran momentáneas; volvía á él la sumisión resignada del labriego, el respeto tradicional y supersticioso para la propiedad. Había que trabajar y ser honrado.
Y el pobre hombre, que consideraba el no pagar como la mayor de las deshonras, volvía á sus faenas cada vez más débil, más extenuado, sintiendo en su interior el lento desplome de su energía, convencido de que no podía prolongar esta lucha, pero indignado ante la posibilidad tan sólo de abandonar un palmo de las tierras de sus ascendientes.
Del semestre de Navidad no pudo entregar á don Salvador mas que una pequeña parte. Llegó San Juan, y ni un céntimo. La mujer estaba enferma; para pagar los gastos hasta había vendido el «oro del casamiento» las venerables arracadas y el collar, de perlas, que eran el tesoro de familia, y cuya futura posesión provocaba discusiones entre las cuatro muchachas.
El viejo avaro se mostró inflexible. No, Barret, aquello no podía continuar. Como él era bueno (por más que la gente no lo creyese), no podía consentir que el labrador siguiese matándose en este empeño de cultivar unas tierras más grandes que sus fuerzas. No lo consentiría; era asunto de buen corazón. Y como le habían hecho proposiciones de nuevo arrendamiento, avisaba á Barret para que dejase los campos cuanto antes. Lo sentía mucho, pero él también era pobre.... ¡Ah! Y por esto mismo le recordaba que habría que hacer efectivo el préstamo para la compra del rocín, cantidad que con los réditos ascendía á....
El pobre labrador ni se fijó en los miles de reales á que subía su deuda con los dichosos réditos: tan turbado y confuso le dejó la orden de abandonar sus tierras.
La debilidad, el desgaste interior pro ducido por la abrumadora lucha de varios años, se manifestó repentinamente.
Él, que no había llorado nunca, gimoteó como un niño. Toda su altivez, su gravedad moruna, desaparecieron de golpe, y arrodillóse ante el vejete pidiendo que no le abandonase, pues veía en él á su padre.
Pero buen padre se había echado el pobre Barret. Don Salvador se mostró inflexible. Lo sentía mucho, pero no podía hacer otra cosa. Él también era pobre, debía procurar por el pan de sus hijos.... Y continuó embozando su crueldad con frases de hipócrita sentimiento.
El labrador se cansó de pedir gracia. Fué varias veces á Valencia á la casa del amo para hablarle de sus antepasados, de los derechos morales que tenía sobre aquellas tierras, á pedirle un poco de paciencia, afirmando con loca esperanza que él pagaría, y al fin el avaro acabó por no abrirle su puerta.
La desesperación regeneró á Barret. Volvió á ser el hijo de la huerta, altivo, enérgico é intratable cuando cree que le asiste la razón. ¿No quería oirle el amo? ¿Se negaba á darle una esperanza?… Pues bien; él en su casa esperaba; si el otro quería algo, que fuese á buscarle. ¡A ver quién era el guapo que le hacía salir de su barraca!
Y siguió trabajando, aunque con recelo, mirando ansiosamente siempre que pasaba algún desconocido por los caminos inmediatos, como quien aguarda de un momento á otro ser atacado por una gavilla de bandidos.
Le citaron al Juzgado y no compareció. Ya sabía él lo que era aquello: enredos de los hombres para perder á las gentes de bien. Si querían robarle, que le buscasen allí, sobre los campos que eran pedazos de su piel, y como á tales los defendería.
Un día le avisaron que por la tarde iría el Juzgado á proceder contra él, á expulsarlo de las tierras, embargando además para pago de sus deudas todo cuanto tenía en la barraca. Aquella noche ya no dormiría en ella.
Tan inaudito resultaba esto para el pobre tío Barret, que sonrió con incredulidad. Eso podría ser para los tramposos, para los que no han pagado nunca; pero él, que siempre había cumplido, que nació allí mismo, que sólo debía un año de arrendamiento … ¡quiá! ¡Ni que viviera uno entre salvajes, sin caridad ni religión!
Pero en la tarde, cuando vió venir por el camino á unos señores vestidos de negro, fúnebres pajarracos con alas de papel arrolladas bajo el brazo, ya no dudó. Aquel era el enemigo. Iban á robarle.
Y sintiendo en su interior la ciega bravura del mercader moro que sufre toda clase de ofensas, pero enloquece de furor cuando le tocan su propiedad, Barret entró corriendo en su barraca, agarró la vieja escopeta que tenía siempre cargada detrás de la puerta, y echándosela á la cara plantóse bajo el emparrado, dispuesto á meterle dos balas al primero de aquellos bandidos de la ley que pusiera el pie en sus campos.
Salieron corriendo su mujer, enferma, y las cuatro hijas, gritando como locas, y se abrazaron á él, intentando arrancarle la escopeta, tirando del cañón con ambas manos. Y tales fueron los gritos de este grupo, que luchando y forcejeando iba de un pilar á otro del emparrado, que empezaron á salir gentes de las vecinas barracas, y llegaron corriendo, en tropel, ansiosas, con la solidaridad fraternal de los que viven en despoblado.