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La Barraca
Pimentó fué el que se hizo dueño de la escopeta y prudentemente se la llevó á su casa. Barret iba detrás, intentando perseguirle, sujeto y contenido por los fuertes brazos de unos mocetones, desahogando su rabia contra aquel bruto que le impedía defender lo suyo.
–¡«Pimentó»!… ¡Lladre!… ¡Tórnam la escopeta!…[3]
Pero el valentón sonreía bondadosamente, satisfecho de mostrarse prudente y paternal con este viejo rabioso; y así fué conduciéndole hasta su barraca, donde quedaron él y los amigos vigilándolo, dándole consejos para que no cometiese un disparate. ¡Mucho ojo, tío Barret! Aquella gente era de justicia, y el pobre siempre pierde metiéndose con ella. Calma y mala intención, que todo llegará.
Y al mismo tiempo los negros pajarracos escribían papeles y más papeles en la barraca de Barret, revolviendo impasibles los muebles y las ropas, inventariando hasta el corral y el establo, mientras la esposa y las hijas gemían desesperadamente y la multitud agolpada á la puerta seguía con terror todos los detalles del embargo, intentando consolar á las pobres mujeres, prorrumpiendo á la sordina en maldiciones contra el judío don Salvador y aquellos tíos que se prestaban á obedecer á semejante perro.
Al anochecer, Barret, que estaba como anonadado, y tras la crisis furiosa parecía caído en un estado de sonambulismo, vió á sus pies unos cuantos líos de ropa y oyó el sonido metálico de un saco que contenía sus herramientas de labranza.
–¡Pare!… ¡pare!—gimotearon unas voces trémulas.
Eran las hijas, que se arrojaban en sus brazos; tras ellas, la pobre mujer, enferma, temblando de fiebre; y en el fondo, invadiendo la barraca de Pimentó y perdiéndose más allá de la puerta obscura, toda la gente del contorno, el aterrado coro de la tragedia.
Ya les habían hecho salir para siempre de su barraca. Los hombres negros la habían cerrado, llevándose las llaves. No les quedaba otra cosa que los fardos que estaban en el suelo, la ropa usada, las herramientas: lo único que les habían permitido sacar de su casa.
Y las palabras eran entrecortadas por los sollozos, y volvían á abrazarse el padre y las hijas, y Pepeta, la dueña de la barraca, y otras mujeres lloraban y repetían las maldiciones contra el viejo avaro, hasta que Pimentó intervino oportunamente.
Tiempo quedaba para hablar de lo ocurrido; ahora, á cenar. ¡Qué demonio! No había que gemir tanto por culpa de un tío judío. Si el tal viera todo esto, ¡cómo se alegrarían sus malas entrañas!… La gente de la huerta era buena; á la familia del tío Barret la querían todos, y con ella partirían un rollo si no había más.
La mujer y las hijas del arruinado labrador fuéronse con unas vecinas á pasar la noche en sus barracas. El tío Barret se quedó allí, bajo la vigilancia de Pimentó.
Permanecieron los dos hombres hasta las diez sentados en sus silletas de esparto, á la luz del candil, fumando cigarro tras cigarro.
El pobre viejo parecía loco. Contestaba con secos monosílabos á las reflexiones de aquel terne, que ahora las echaba de bonachón; y si hablaba, era para repetir siempre las mismas palabras:
–¡Pimentó!… ¡Tórnam la escopeta!
Y Pimentó sonreía con cierta admiración. Le asombraba la fiereza repentina de este vejete, al que toda la huerta había tenido por un infeliz. ¡Devolverle la escopeta!… ¡En seguida! Bien se adivinaba en la arruga vertical hinchada entre sus cejas el propósito firme de hacer polvo al autor de su ruina.
Barret se enfurecía cada vez más con el mozo. Llegó á llamarle ladrón porque se negaba á devolverle su arma. No tenía amigos; todos eran unos ingratos, iguales al avaro don Salvador. No quería dormir allí: se ahogaba. Y rebuscando en el saco de sus herramientas, escogió una hoz, la atravesó en su faja y salió de la vivienda, sin que Pimentó intentase atajarle el paso.
A tales horas nada malo podía hacer el viejo: que durmiese al raso, si tal era su gusto. Y el valentón, cerrando la barraca, se acostó.
El tío Barret fué derechamente hacia sus campos, y como un perro abandonado, comenzó á dar vueltas alrededor de la barraca.
¡Cerrada!… ¡cerrada para siempre! Aquellas paredes las había levantado su abuelo y las renovaba él todos los años. Aún se destacaba en la obscuridad la blancura del nítido enjalbegado con que sus chicas las cubrieron tres meses antes.
El corral, el establo, las pocilgas, eran obra de su padre; y aquella montera de paja, tan alta, tan esbelta, con las dos crucecitas en sus extremos, la había levantado él de nuevo, en sustitución de la antigua, que hacía agua por todas partes.
Y obra de sus manos era también el brocal del pozo, las pilastras del emparrado, las encañizadas, por encima de las cuales enseñaban sus penachos de flores los claveles y los dompedros. ¿Y todo aquello iba á ser propiedad de otro, porque sí, porque así lo querían los hombres?…
Buscó en su faja la tira de fósforos de cartón que le servían para encender sus cigarros. Quería prender fuego á la paja de la techumbre. ¡Que se lo llevase todo el demonio! Al fin era suyo, bien lo sabía Dios, y podía destruir su hacienda antes que verla en manos de ladrones.
Mas al ir á incendiar su antigua casa sintió una impresión de horror, como si tuviese ante él los cadáveres de todos sus antepasados, y arrojó los fósforos al suelo.
Continuaba rugiendo en su cabeza el ansia de destrucción, y para satisfacerla se metió con la hoz en la mano en aquellos campos que habían sido sus verdugos.
¡Ahora las pagaría todas juntas la tierra ingrata causa de sus desdichas!
Horas enteras duró la devastación. Derrumbáronse á puntapiés las bóvedas de cañas por las cuales trepaban las verdes hebras de las judías tiernas y los guisantes; cayeron las habas partidas por la furiosa hoz, y las filas de lechugas y coles saltaron á distancia á impulsos del agudo acero, como cabezas cortadas, esparciendo en torno su cabellera de hojas.... ¡Nadie se aprovecharía de su trabajo! Y así estuvo hasta cerca del amanecer, cortando, aplastando con locos pataleos, jurando á gritos, rugiendo blasfemias; hasta que al fin el cansancio aplacó su furia, y se arrojó en un surco llorando como un niño, pensando que la tierra sería en adelante su cama eterna y su único oficio mendigar en los caminos.
Le despertaron los primeros rayos del sol hiriendo sus ojos y el alegre parloteo de los pájaros que saltaban cerca de su cabeza, aprovechando para su almuerzo los restos de la destrucción nocturna.
Se levantó, entumecido por el cansancio y la humedad. Pimentó y su mujer le llamaban desde lejos, invitándole á que tomase algo. Barret les contestó con desprecio. «¡Ladrón! ¡Después que se había quedado con su escopeta!…» Y emprendió el camino hacia Valencia, temblando de frío, sin saber adónde iba.
Al pasar ante la taberna de Copa, entró en ella. Unos carreteros de la vecindad le hablaron para compadecer su desgracia, invitándole á tomar algo, y él se apresuró á aceptar. Quería algo contra aquel frío que se le había metido en los huesos. Y él, tan sobrio, bebió uno tras otro dos vasos de aguardiente, que cayeron como olas de fuego en su estómago desfallecido.
Su cara se coloreó, adquiriendo después una palidez cadavérica; sus ojos se vetearon de sangre. Se mostró con los carreteros que le compadecían expresivo y confiado; casi como un ser feliz. Les llamaba hijos míos, asegurándoles que no se apuraba por tan poco. No lo había perdido todo. Aún le quedaba lo mejor de la casa, la hoz de su abuelo: una joya que no quería cambiar ni por cincuenta hanegadas de tierra buena.
Y sacaba de su faja el curvo acero, puro y brillante: una herramienta de fino temple y corte sutilísimo, que, según afirmaba Barret, podía partir en el aire un papel de fumar.
Pagaron los carreteros, y arreando sus bestias alejáronse hacia la ciudad, llenando el camino de chirridos de ruedas.
El viejo aún estuvo más de una hora en la taberna, hablando á solas, advirtiendo que la cabeza se le iba; hasta que, molestado por la dura mirada de los dueños, que adi vinaban su estado, sintió una vaga impresión de vergüenza y salió sin saludar, andando con paso inseguro.
No podía apartar de su memoria un recuerdo tenaz. Veía con los ojos cerrados un gran huerto de naranjos que existía á más de una hora de distancia, entre Benimaclet y el mar. Allí había ido él muchas veces por sus asuntos, y allá iba ahora, á ver si el demonio era tan bueno que le hacía tropezar con el amo, el cual raro era el día que no inspeccionaba con su mirada de avaro los hermosos árboles uno por uno, como si tuviese contadas las naranjas.
Llegó después de dos horas de marcha, deteniéndose muchas veces para dar aplomo á su cuerpo, que se balanceaba sobre las inseguras piernas.
El aguardiente se había apoderado de él. Ya no sabía con qué objeto había llegado hasta allí, tan lejos de la parte de la huerta donde vivían los suyos, y acabó por dejarse caer en un campo de cáñamo á orillas del camino. Al poco rato sus penosos ronquidos de borracho sonaron entre los verdes y erguidos tallos.
Cuando despertó era ya bien entrada la tarde. Sentía pesadez en la cabeza y el estómago desfallecido. Le zumbaban los oídos, y en su boca empastada percibía un sabor horrible. ¿Qué hacía allí, cerca del huerto del judío? ¿Cómo había llegado tan lejos? Su honradez primitiva le hizo avergonzarse de este envilecimiento, é intentó ponerse en pie para huir. La presión que producía sobre su estómago la hoz cruzada en la faja le dió escalofríos.
Al incorporarse asomó la cabeza por entre el cáñamo y vió en una revuelta del camino á un vejete que caminaba lentamente, envuelto en una capa.
Barret sintió que toda su sangre le subía de golpe á la cabeza, que reaparecía su borrachera, y se incorporó, tirando de la hoz.... ¿Y aún dicen que el demonio no es bueno? Allí estaba su hombre; el mismo que deseaba ver desde el día anterior.
El viejo usurero había vacilado mucho antes de salir de su casa. Le escocía algo lo del tío Barret; el suceso estaba reciente y la huerta es traicionera. Pero el miedo de que aprovechasen su ausencia en el huerto de naranjos pudo más que sus temores, y pensando que dicha finca estaba lejos de la barraca embargada, púsose en camino.
Ya alcanzaba á contemplar su huerto, ya se reía del miedo pasado, cuando vió saltar del bancal de cáñamo al propio Barret, y le pareció un enorme demonio, con la cara roja, los brazos extendidos, impidiéndole toda fuga, acorralándolo en el borde de la acequia que corría paralela al camino. Creyó soñar; chocaron sus dientes, su cara púsose verde, y le cayó la capa, dejando al descubierto un viejo gabán y los sucios pañuelos arrollados á su cuello. Tan grandes eran su terror y su turbación, que hasta le habló en castellano.
–¡Barret! ¡hijo mío!—dijo con voz entrecortada—. Todo ha sido una broma: no hagas caso. Lo de ayer fué para hacerte un poquito de miedo … nada más. Vas á seguir en las tierras.... Pásate mañana por casa … hablaremos. Me pagarás como mejor te parezca.
Y doblaba su cuerpo, evitando que se le acercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huir de la terrible hoz, en cuya hoja se quebraba un rayo de sol y se reproducía el azul del cielo. Como tenía la acequia detrás de él, no encontraba sitio para moverse, y echaba el cuerpo atrás, pretendiendo cubrirse con las crispadas manos.
El labrador sonreía como una hiena, enseñando sus dientes agudos y blancos de pobre.
–¡Embustero! ¡embustero!—contestaba con una voz semejante á un ronquido.
Y moviendo su herramienta de un lado á otro, buscaba sitio para herir, evitando las manos flacas y desesperadas que se le ponían delante.
–¡Pero Barret! ¡hijo mío! ¿qué es esto?… ¡Baja esa arma … no juegues.... Tú eres un hombre honrado … piensa en tus hijas. Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla.... ¡Aaay!…
Fué un rugido horripilante, un grito de bestia herida. Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derribado de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpi cando á Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada.
Vaciló el viejo sobre sus piernas, pero antes de caer al suelo, la hoz partió horizontalmente contra su cuello, y … ¡zas! cortando la complicada envoltura de pañuelos, abrió una profunda hendidura, separando casi la cabeza del tronco.
Cayó don Salvador en la acequia; sus piernas quedaron en el ribazo, agitadas por un pataleo fúnebre de res degollada. Y mientras tanto, la cabeza, hundida en el barro, soltaba toda su sangre por la profunda brecha y las aguas se teñían de rojo, siguiendo su manso curso con un murmullo plácido que alegraba el solemne silencio de la tarde.
Barret permaneció plantado en el ribazo como un imbécil. ¡Cuánta sangre tenía el tío ladrón! La acequia, al enrojecerse, parecía más caudalosa. De repente, el labriego, dominado por el terror, echó á correr, como si temiera que el riachuelo de sangre le ahogase al desbordarse.
Antes de terminar el día circuló la noticia como un cañonazo que conmovió toda la vega. ¿Habéis visto el gesto hipócrita, el regocijado silencio con que acoge un pueblo la muerte del gobernante que le oprime?… Así lloró la huerta la desaparición de don Salvador. Todos adivinaron la mano del tío Barret, y nadie habló. Las barracas hubiesen abierto para él sus últimos escondrijos; las mujeres le habrían ocultado bajo sus faldas.
Pero el asesino vagó como un loco por la huerta, huyendo de las gentes, tendiéndose detrás de los ribazos, agazapándose bajo los puentecillos, escapando á través de los campos, asustado por el ladrido de los perros, hasta que al día siguiente lo sorprendió la Guardia civil durmiendo en un pajar.
Durante seis meses sólo se habló en la huerta del tío Barret.
Los domingos iban como en peregrinación hombres y mujeres á la cárcel de Valencia para contemplar á través de los barrotes al pobre «libertador», cada vez más enjuto, con los ojos hundidos y la mirada inquieta.
Llegó la vista del proceso, y le sentenciaron á muerte.
La noticia causó honda impresión en la vega; curas y alcaldes pusiéronse en movimiento para evitar tal vergüenza.... ¡Uno del distrito sentándose en el cadalso! Y como Barret había sido siempre de los dóciles, votando lo que ordenaba el cacique y obedeciendo pasivamente al que mandaba, se hicieron viajes á Madrid para salvar su vida, y el indulto llegó oportunamente.
El labrador salió de la cárcel hecho una momia, y fué conducido al presidio de Ceuta, para morir allá á los pocos años.
Disolvióse su familia; desapareció como un puñado de paja en el viento.
Las hijas, una tras otra, fueron abandonando las familias que las habían recogido, trasladándose á Valencia para ganarse el pan como criadas; y la pobre vieja, cansada de molestar con sus enfermedades, marchó al Hospital, muriendo al poco tiempo.
La gente de la huerta, con la facilidad que tiene todo el mundo para olvidar la desgracia ajena, apenas si de tarde en tarde recordaba la espantosa tragedia del tío Barret, preguntándose qué sería de sus hijas.
Pero nadie olvidó los campos y la ba rraca, permaneciendo unos y otra en el mismo estado que el día en que la justicia expulsó al infortunado colono.
Fué esto un acuerdo tácito de toda la huerta; una conjuración instintiva, en cuya preparación apenas si mediaron palabras; pero hasta los árboles y los caminos parecían entrar en ella.
Pimentó lo había dicho el mismo día de la catástrofe. «¡A ver quién era el guapo que se atrevía á meterse en aquellas tierras!»
Y toda la gente de la huerta, hasta las mujeres y los niños, parecían contestar con sus miradas de mutua inteligencia: «Sí; á ver.»
Las plantas parásitas, los abrojos, comenzaron á surgir de la tierra maldita que el tío Barret había pateado y herido con su hoz la última noche, como presintiendo que por culpa de ella moriría en presidio.
Los hijos de don Salvador, unos ricachos tan avaros como su padre, creyéronse sumidos en la miseria porque el pedazo de tierra permanecía improductivo.
Un labrador habitante en otro distrito de la huerta, hombre que las echaba de guapo y nunca tenía bastante tierra, sintióse tentado por el bajo precio del arrendamiento y apechugó con unos campos que á todos inspiraban miedo.
Iba á labrar la tierra con la escopeta al hombro; él y sus criados se reían de la soledad en que les dejaban los vecinos; las barracas se cerraban á su paso, y desde lejos les seguían miradas hostiles.
Vigiló mucho el labrador, presintiendo una emboscada; pero de nada le sirvió su cautela, pues una tarde en que regresaba solo á su casa, cuando aún no había terminado la roturación de sus nuevos campos, le largaron dos escopetazos, sin que viese al agresor, y salió milagrosamente ileso del puñado de postas que pasó junto á sus orejas.
En los caminos no se veía á nadie. Ni una huella reciente. Le habían tirado desde alguna acequia, emboscado el tirador detrás de los cañares.
Con enemigos así no era posible luchar; y el valentón, en la misma noche, entregó las llaves de la barraca á sus amos.
Había que oir á los hijos de don Salvador. ¿Es que no existían gobiernos ni seguridades para la propiedad … ni nada?
Indudablemente era Pimentó el autor de la agresión, el que impedía que los campos fuesen cultivados, y la Guardia civil prendió al jaque de la huerta, llevándolo á la cárcel.
Pero cuando llegó el momento de las declaraciones, todo el distrito desfiló ante el juez afirmando la inocencia de Pimentó, sin que á aquellos rústicos socarrones se les pudiera arrancar una palabra contradictoria.
Todos recitaban la misma lección. Hasta viejas achacosas que jamás salían de sus barracas declararon que aquel día, á la misma hora en que sonaron los dos tiros, Pimentó estaba en una taberna de Alboraya de francachela con sus amigos.
Nada se podía contra estas gentes de gesto imbécil y mirada cándida, que rascándose el cogote mentían con tanto aplomo; Pimentó fué puesto en libertad, y de todas las barracas salió un suspiro de triunfo y satisfacción.
Ya estaba hecha la prueba: todos sabrían en adelante que el cultivo de aquellas tierras se pagaba con la piel.
Los avaros amos no cejaron. Cultivarían la tierra ellos mismos; y buscaron jornaleros entre la gente sufrida y sumisa que, oliendo á lana burda y miseria, baja en busca de trabajo, empujada por el hambre, desde lo último de la provincia, desde las montañas fronterizas á Aragón.
En la huerta compadecían á los pobres churros. ¡Infelices! Iban á ganarse un jornal; ¿qué culpa tenían ellos? Y por la noche, cuando se retiraban con el azadón al hombro, no faltaba una buena alma que los llamase desde la puerta de la taberna de Copa. Los hacían entrar, los convidaban á beber y luego les iban hablando al oído con la cara ceñuda y el acento paternal y bondadoso, como quien aconseja á un niño que evite el peligro. Y el resultado era que los dóciles churros, al día siguiente, en vez de ir al campo, presentábanse en masa á los dueños de las tierras.
–Mi amo: venimos á que nos pague.
Y eran inútiles todos los argumentos de los dos solterones, furiosos al verse atacados en su avaricia.
–Mi amo—respondían á todo—: semos probes, pero no nos hemos encontrao la vida tras un pajar.
No sólo dejaban el trabajo, sino que pasaban aviso á todos sus paisanos para que huyesen de ganar un jornal en los campos de Barret, como quien huye del diablo.
Los dueños de las tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la Guardia civil fueron á correr la huerta, á apostarse en los caminos, á sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito.
Todos los días veían lo mismo: las mujeres cosiendo y cantando bajo las parras; los hombres en los campos, encorvados, con la vista en el suelo, sin dar descanso á los activos brazos; Pimentó tendido á lo gran señor ante las varitas de liga, esperando á los pájaros, ó ayudando á Pepeta torpe y perezosamente; en la taberna de Copa unos cuantos viejos tomando el sol ó jugando al truco. El paisaje respiraba paz y honrada bestialidad; era una Arcadia moruna. Pero los del gremio no se fiaban; ningún labrador quería las tierras ni aun gratuitamente, y al fin los amos tuvieron que desistir de su empeño, dejando que se cubriesen de maleza y que la barraca se viniera abajo, mientras esperaban la llegada de un hombre de buena voluntad capaz de comprarlas ó trabajarlas.
La huerta estremecíase de orgullo viendo cómo se perdía aquella riqueza y los herederos de don Salvador se hacían la «santísima».
Era un placer nuevo é intenso. Alguna vez se habían de imponer los pobres y quedar los ricos debajo. Y el duro pan parecía más sabroso, el vino mejor, el trabajo menos pesado, imaginándose las rabietas de los dos avaros, que con todo su dinero habían de sufrir que los rústicos de la huerta se burlasen de ellos.
Además, aquella mancha de desolación y miseria en medio de la vega servía para que los otros propietarios fuesen menos exigentes, y tomando ejemplo en el vecino no aumentaran los arrendamientos y se conformasen cuando los semestres tardaban en hacerse efectivos.
Los desolados campos eran el talismán que mantenía íntimamente unidos á los huertanos, en continuo tacto de codos: un monumento que proclamaba su poder sobre los dueños; el milagro de la solidaridad de la miseria contra las leyes y la riqueza de los que son señores de las tierras sin trabajarlas ni sudar sobre sus terrones.
Todo esto, pensado confusamente, les hacía creer que el día en que los campos de Barret fueran cultivados la huerta sufriría toda clase de desgracias. Y no se imaginaban, después de un triunfo de diez años, que pudiera entrar en los campos abandonados otra persona que el tío Tomba, un pastor ciego y parlanchín, que, á falta de auditorio, relataba todos los días sus hazañas de guerrillero á su rebaño de sucias ovejas.
De aquí las exclamaciones de asombro y el gesto de rabia de toda la huerta cuando Pimentó, de campo en campo y barraca en barraca, fué haciendo saber que las tie rras de Barret tenían ya arrendatario, un desconocido, y que «él» … «¡él!»—fuese quien fuese—estaba allí con toda su familia, instalándose sin reparo … «¡como si aquello fuese suyo!»
III
Batiste, al inspeccionar las incultas tierras, se dijo que había allí trabajo para largo rato.
Mas no por esto sintió desaliento. Era un varón enérgico, emprendedor, avezado á la lucha para conquistar el pan. Allí lo había «muy largo», como decía él, y además se consolaba recordando que en peores trances se había visto.
Su vida pasada era un continuo cambio de profesión, siempre dentro del círculo de la miseria rural, mudando cada año de oficio, sin encontrar para su familia el bienestar mezquino que constituía toda su aspiración.
Cuando conoció á su mujer, era mozo de molino en las inmediaciones de Sagunto. Trabajaba entonces «como un lobo»—así lo decía él—para que en su vivienda no faltase nada; y Dios premió su laboriosidad enviándole cada año un hijo, hermosas criaturas que parecían nacer con dientes, según la prisa que se daban en abandonar el pecho maternal para pedir pan á todas horas.
Resultado: que hubo de abandonar el molino y dedicarse á carretero, en busca de mayores ganancias.
La mala suerte le perseguía. Nadie como él cuidaba el ganado y vigilaba la marcha. Muerto de sueño, jamás se atrevía, como los compañeros, á dormir en el carro, dejando que las bestias marchasen guiadas por su instinto. Vigilaba á todas horas, permanecía siempre junto al rocín delantero, evitando los baches profundos y los malos pasos; y sin embargo, si algún carro volcaba era el suyo; si algún animal caía enfermo á causa de las lluvias era seguramente de Batiste á pesar del cuidado paternal con que se apresuraba á cubrir los flancos de sus bestias con gualdrapas de arpillera apenas caían cuatro gotas.
En unos cuantos años de fatigosa peregrinación por las carreteras de la provincia, comiendo mal, durmiendo al raso y sufriendo el tormento de pasar meses enteros lejos de la familia, á la que adoraba con el afecto reconcentrado de hombre rudo y silencioso, Batiste sólo experimentó pérdidas y vió su situación cada vez más comprometida.