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La Fontana de Oro
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La Fontana de Oro

Язык: es
Год издания: 2018
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–Contento, no.

–Cuidado: por usted no estará triste.

Esto, que podía pasar por una galantería, no hizo efecto ninguno en Clara. Volvióse para mirar á Elías, que continuaba en la misma postura, gesticulando á solas. De tiempo en tiempo profería sus adjetivos predilectos "¡Malvados, perros!"

El militar arriesgó entonces la pregunta, y bajando más la voz, y apartándose hasta llegar al hueco de la ventana, dijo:

"Tal vez será indiscreción la pregunta que voy á hacerle á usted; pero me disculpa el gran interés que por ese caballero me he tomado, y el deseo de servirle bien en lo que pueda. ¿Este señor está en su cabal juicio?"

Clara miró al militar con expresión de gran asombro; y como si la pregunta fuera una revelación, contestó:

–"¿Loco?…" Y después de una pausa, añadió encogiéndose de hombros: "No sé."

La curiosidad del militar creció.

–No lo tome usted á agravio; pero su conducta, sus palabras en aquella pendencia, lo sombrío de su aspecto, lo que ahora acaba de decir, me hacen creer que padece una enajenación.

Clara miraba al joven con expresión que tenía algo de afirmativa.

–Yo no sé—dijo al fin.—El pobrecito padece mucho. Yo también padezco de verle. No está nunca alegre: á veces creo que se me va á morir en un arrebato de ira. Pasa las noches leyendo libros, escribiendo cartas, y á veces habla consigo mismo como ahora. A Pascuala y á mí nos da mucho miedo: la sentimos levantarse y pasear precipitadamente, dando vueltas en este cuarto. De día sale temprano, y está fuera toda la noche.

El militar sintió aumentarse la compasión que Clara le inspiró desde el principio, porque le parecía que aquella infeliz era una mártir, que sufría resignada los atropellos de un loco.

–Pero usted—dijo con el mayor interés, ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata á usted? Entonces sería cosa de declararle rematado.

–¿A mí? No—dijo Clara;—no me ha maltratado nunca.

Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era. Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas que luego conoceremos. Su carácter era extremadamente sencillo: un incidente imprevisto le ponía delante á un hombre cortés y generoso que para satisfacer su curiosidad empleaba hábiles recursos de conversación, y ella le dijo lo que quería saber; se lo dijo obedeciendo á una poderosa necesidad de desahogo, hija de su aislamiento y melancolía.

El curioso no se atrevía á continuar investigando: ya iba á despedirle mal de su grado, cuando Clara vió que tenía una mano ensangrentada, y exclamó sobrecogida:

–¡Está usted herido!

–No es nada: un rasguño.

–Pero sale mucha sangre. ¡Jesús! tiene usted la mano destrozada.

–¡Oh! no es nada…. Con un poco de agua….

–Voy al momento.

Clara se marchó muy á prisa y volvió á poco rato, entrando en la habitación inmediata: traía una jofaina, que puso sobre la mesa, y llamó al militar, que no tardó en acercarse.

–¿Y tiene familia?—dijo éste tocando el agua con la mano para ver si estaba muy fría.

–¿Familia?—contestó Clara con su naturalidad acostumbrada.—No: me quería mucho. Yo deseo tanto que se le quiten de la cabeza esas manías…. Antes era muy bueno para mí, y estaba muy alegre…. Yo era muy niña entonces.

–Antes era muy bueno. ¿Y ahora no lo es?

–Sí; pero ahora…. Como tiene tantas cosas en qué pensar….

–¿Y desde cuando ha variado?

–Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban á matar á … ¿al Rey?… no sé á quién. Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña … No … entonces salíamos los domingos á paseo, y me llevaba á Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.

–¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

–Nunca—dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado á su mudo frenesí. Mirando después á Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentó su confusión, su curiosidad y sus temores.

–¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?—le dijo casi conmovido.

–¿Yo?… ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy á las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.

–¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que pase agradablemente la vida?—dijo el militar casi asustado de su curiosidad y mirando de soslayo á Elías para ver si atendía á su conversación.

–¿El? Pero yo no quiero divertirme … porque … ¿qué voy yo hacer fuera de aquí? El dice que debo estar siempre en la casa.

–¿Pero usted no trata á nadie, no ve á nadie?

–A Pascuala, que me quiere mucho.

Ya el militar tenía ganas de saber quién era aquella Pascuala.

–¿Y esa Pascuala es amiga de usted?

–Es la criada.

–Ya… ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural y conveniente la amistad de las jóvenes, y, sobre todo, no se puede vivir de esa manera. Es preciso….

–Yo estoy bien así. El dice que no debo conocer á nadie.

–¿Y la obliga á usted á llevar esta vida tan triste?

–No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. El no está nunca aquí.

Pero yo … Dios me libre … ¿A dónde había de ir?

El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquel monomaníaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?…—No—decía para sí.—Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos del matrimonio entre los dos.

–No extrañe usted mis preguntas—dijo, continuando con ansiedad;—pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y á él nadie le visita, nadie viene á verle?

–Conoce mucho á unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Son nobles y fueron muy ricas.

–¿Y vienen aquí?

–Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

–Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no le tienen á usted cariño, no la quieren?

–¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

–¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

–¡Ah! son muy buenas. El dice que son muy buenas. Una de ellas dicen que es santa.

Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tan espontánea, que conmovía al que pudiera oirlas. Para que el lector, que aún no conoce la infinita bondad de este carácter, no estrañe la franqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremos que durante años enteros esta desgraciada no veía más persona que don Elías, Pascuala, y á veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicas efigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado y un hastío lento. Tan solo pudieron reanimarla y darle alguna felicidad los cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasado en Ateca, pueblo de Aragón, á donde Elías la mandó para que disfrutara del campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, y lo que resultó del viaje de Clara.

–Pero es posible—continuó el militar, olvidado de que Elías estaba cerca—¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin más compañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, no ha ido al campo?

–Sí; estuve unos días fuera, hace seis meses.

–¿En dónde?

–En Ateca. El me mandó. Me puse mala, y fuí allá á restablecerme.

Estuve en su pueblo.

–Ya.—dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunque pequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

–¿Y lo pasó usted bien?

–¡Ah! sí: me alegré mucho de estar allí.

–¿Y no quiera usted volver?

–¡Oh! sí,—exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

–Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso que puede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Dios un conjunto de gracias y méritos semejante? ¡A cuántos podría usted hacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio y con los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello, como el joven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones en aquellos momentos?

El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacía la habitación en que hablaban, exclamó:

"¡Clara, Clara!"

El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando su turbación, le dijo:

"Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría. Aquí le contaba á esta niña el caso, y le hacía una relación de la imprudencia de aquellos hombres. Ya le veo á usted tranquilo y fuerte, y me retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo pueda serle útil.

–Gracias—contestó secamente Elías.—Clara, acompaña á este caballero.

Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí. Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicado la puerta. El impresionable joven no sabía que hacer para no salir. Miró á Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara; pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantado á abrir la puerta.

No había mas remedio. El militar tendió una mano al realista, que alargó dos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala; al llegar á la puerta, quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizo la joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

–No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de esta manara—dijo, bajando el primer escalón.—Es preciso que usted…

–¡Clara, Clara!—exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte."

Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en la escalera. Su primer intento fué llamar otra vez, llamar hasta que ella saliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajó con lentitud.—¿Qué misterio hay en esta casa?—decía para sí.—Al hallarse en la calle, sintió mas viva su curiosidad, y la compasión hacia la joven era mas intensa.—¿Es su hija, es su mujer, es su sobrina, es su protegida?—exclamó.—¡Oh! No es posible renunciar á saber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar á oírlos de la boca de Clara, que los contaba con tanta ingenuidad?

Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró á la casa. Ella misma no me recibirá—dijo:—esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo ¿con qué pretexto?… ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara de sufrir mucho … en compañía de esa fiera, sin ver á nadie ni hablar con nadie….

Maquinalmente se dirigió otra vez á la casa, y continuando su soliloquio, decía:—Tal vez la riña por haber hablado conmigo; tal vez, aparentando distracción, oyó cuanto me dijo, se habrá ofendido y la maltratará.

Entró, subió, procurando no ser sentido. Llegó á la puerta y se detuvo. Su mano tornó maquinalmente el cordón de la campanilla. Si hubiera sentido el menor rumor de disputa; si hubiera sentido la voz agria del viejo, habría llamado con todas sus fuerzas. Pero nada sintió; aplicó el oído. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. De repente sintió una voz de mujer que cantaba, sintió pasar una persona rápidamente por el pasillo en que estaba la puerta; sintió el ruido del traje, rozando con las paredes al correr, y sintió la voz, la voz que, al pasar tan cerca, resonó con timbre delicado y expresivo. Era Clara, que cantaba y corría. ¿Era acaso feliz? Nuevo misterio.

El curioso se sintió más confundido: soltó el cordón, y paso á paso, y muy quedito, bajó mirando á todos lados con cautela como un ladrón. Salió á la calle: marchó resuelto á alejarse: llegó á la esquina, se paró, miró á la casa, y al fin, tomando una resolución, emprendió su camino en dirección á su casa, donde le dejaremos por ahora preocupado y aturdido; para volver á ocuparnos de los amigos de la calle de Válgame Dios, cuya vida y caracteres necesitan historia y explicación.

CAPÍTULO IV

#Coletilla.#

El hombre extraño, que conocemos con el nombre de Elías, nació allá en el año 1762 en el pueblo de Ateca, lugar aragonés que se encuentra como vamos de Sigüenza á Calatayud. Fueron sus felices padres Esteban Orejón y Valdemorillo y Nicolasa Paredes: él, labrador honrado; ella, hija única del vinculero más rico del vecino pueblo de Cariñena. A los nueve meses justos de matrimonio nació un tierno vástago que, por las circunstancias que á la preñez y al parto acompañaron, á grandes empresas y notables prodigios estaba destinado. Es el caso que doña Nicolasa tuvo allá por el quinto mes un sueño extraordinario, en el cual vió que el fruto de su vientre, ya crecido y entrado en años, era arrebatado al cielo en un carro de fuego; más tarde la buena señora daba en soñar todas las noches que su hijo era consejero del Despacho, padre provincial, venticuatro, racionero, deán y hasta obispo, rey, emperador ó, cuando menos, papa ó archipapa.

Llegó al fin el alumbramiento, y encomendándose á Dios y á cierto comadrón que había en Ateca, hombre de gran ingenio, dió á luz un niño, el cual no entró en el mundo con señales de elegido entre los elegidos, sino tan flaco, enteco y encanijado, que no parecía sino que su madre, distraída en aquel perpetuo soñar de coronas y tiaras, había apartado su organismo de la nutrición del muchachejo.

Pero aunque éste nació como cualquier hijo del hombre, no por eso dejaron de verificarse al exterior algunos prodigios. Observóse en el cielo de Ateca la conjunción nunca vista de las siete Cabrillas con Mercurio; la luna apareció en figura de anillo, y al fin salió por el horizonte un cometa que se paseó por la bóveda del cielo como Pedro por su casa. El boticario del pueblo, que se daba á observar los astros, entendía algo de judiciaria y tenía sus pelos de nigromante, vió todas aquellas cosas celestiales aparecidas en el cielo de Ateca, y dijo con gran solemnidad que eran señales de que aquel niño sería pasmo y gloria del universo mundo. La conjunción significaba que dos naciones se unirían contra él; el cometa que él los vencería á todos, y el anillo de la luna á cualquiera se le alcanzaba que era signo de la inmortalidad.

"Porque—decía don Pablo (que así se llamaba el boticario)—á mi no se me escapa nada en esto de círculos celestiales; y cosa que yo barrunto, ello ha de ser verdad, como esto es chocolate."

Efectivamente: chocolate, y del mejor de Torroba, era el que durante los solemnes augurios tomaba, merced á la gratitud generosa de los Orejones.

En el bautismo hubo un holgorio que déjelo usted estar. Hubo en gran abundancia vino aragonés, grandes ensaimadas, bollos de á cuarta, hogazas de á media vara, gran pierna de carnero, pimientos riojanos y unos bizcochos como el puño, fabricados por las monjas del Carmen Descalzo de Daroca. El más obsequiado era don Pablo á causa de sus augurios, que él consideraba dignos de grabarse en bronces y pintarse en tablas. Entusiasmado por la generosidad con que pagaban sus trabajos astronómicos, compuso una décima en que llamaba á los Orejones protectores de la ciencia.

El niño crecía. Inútil es decir que durante su infancia parecían adquirir fundamento las esperanzas de sus padres. ¡Qué precocidad! Todo lo que el niño hacía era prodigioso nunca visto ni oído. Abría la boca para articular una sílaba: ya había dicho una sentencia. ¿Pedía la teta? Aquello era, según la opinión del astrólogo, un incomprensible aforismo. Pasaban dos, cuatro y seis años, y con la edad crecía la fama del joven Orejoncito.

¿Sabe usted lo que he visto, señora Nicolasa?—decía el farmacéutico un día con cierto tono de misterio que asustó á la buena mujer.

–¿Qué hay, señor don Pablo Bragas?

–Que Elisico estaba ayer jugando con unas gallinas, y les pegaba á los pollos con una caña, que á ser manejada por más fuertes manos, no les dejara con vida. "Muchacho, le dije: ¿por qué castigas á esos animalejos?" "Porque son pollos, contestó, y los quiero matar."—"¿Y qué te han hecho, verduguillo."—"Les estoy mandando que digan pío, y no quieren." Vea, usted, señora doña Nicolasa, vea usted. Esto está fuera de lo común, por la sentencia y el gran tuétano que encierra: Quia pulii sunt. Lo mismo dijo el Dialéctico cuando zurraba á los jansenistas: Quia, heretici sunt!

Doña Nicolasa Paredes, dicho sea en honor de la verdad, no comprendía muy bien el tuétano que encerraban las palabras de su hijo; pero agradecida á las cariñosas profecías de don Pablo Bragas, tendió un mantel y puso delante del amigo una taza de sopas en caldo gordo, que darían rabia á un teatino.

Elías creció mas, y siguiendo la discreta opinión de un lector del convento de dominicos de Tarazona, que fué á predicar á Ateca el día de la Patrona del pueblo, le mandaron á estudiar humanidades con los padres de dicho convento. Ya tenía doce años; allí creció su reputación, y á poco fué tan gran latino, que ni Polibio, ni Eusebio, ni Casiodoro se le igualaran.

Tenía quince años cuando se celebró un consejo de familia para resolver si se le mandaba al Seminario de Tudela ó á la Universidad de Alcalá; pero al fin fueron tantas y de tanto peso las razonas de don Pablo Bragas en favor de la Complutense, que se adoptó su dictamen. El prodigio de la Naturaleza fué puesto sobre un macho, en compañía da unas alforjas que encerraban algunas, tortas y dos azumbres de vino, y después de algunos lloriqueos de doña Nicolás y de algunos dísticos que ensartó el de los astros, Elías partió en dirección de la patria del inmortal Cervantes, adonde llegó en cuatro días: de viaje.

Entonces doña Nicolasa tuvo una hija. Ningún trastorno sufrió la Naturaleza en su nacimiento.

Elías estudió en Alcalá cánones y teología. Durante sus estudios, en que mostró grande aplicación, los maestros no cesaron de poner en las mismas nubes al que tanto honraba la ilustre estirpe de los Orejones. Unos esperaban en él un Luis Vives, otros un Escobar, cuál un Sánchez, cuál un Vázquez ó un Arias Montano. Y efectivamente, el joven era aplicado. Pasábase las noches en vela, devorando á Eusebio, á Cavalario y á Grotius. Atarugábase con enormes raciones diarias del libro De locis teologices, y cuando iba á clase descollaba entre todos. Entonces principiaron á marcarse los rasgos fundamentales de su carácter, el cual consistía en orgullo muy grande, unido á gran sequedad de trato y á rigidez de maneras, por lo cual sus compañeros no le tenían ningún cariño.

Pero su reputación de sabio era general. Fué á su pueblo, y al entrar en él lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado. En la casa le esperaban la señora Nicolasa, que se estaba poniendo vieja, y Orejón senior, que se conservaba muy fuerte. Su pequeña hermana era ya una muchacha; pero la pobre más fama tenía de traviesa que de sabía. Hubo una pequeña fiestecilla de confianza con abundancia de bollos, de los cuales la mitad (sea dicho en honor de la imparcialidad) fueron consumidos por don Pablo Bragas.

En el pueblo continuó Elías consagrado al estudio. Su sequedad aumentó, y se determinó más su orgullo; pero los padres no notaban tal cosa, y estaban amartelados con el joven. Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate ó magra de gran calibre.

Elías tenía treinta años cuando marchó á la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros, por boca de un sabio, habían anunciado. El, sin duda, tenía dispuesto algún plan. Al llegar á Madrid trabó relaciones muy íntimas con los Padres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos. Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la nobleza perteneciente á la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses de la Jarandilla; y tomó tal afición á esta familia, que la sirvió fielmente en la prosperidad, y fué su mayordomo, aun después de la ruina de la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar ésta en 1808, Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y sus Dacretales, para militar en las filas de Echevarri y el Empecinado; hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porción de somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición á los astros; pero no su amor á Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería á las dos.

En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte á los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba á los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio á toda tolerancia, á toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar á aquella época, en que era imposible á todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética á un sistema y odio profundo al contrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado á los más grandes hechos, á tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza á aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido á su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos, que la observación superficial califica ligeramente de este modo: un loco.

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fué feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó á tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró á su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el período de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más ó menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba á los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido á la camarilla: ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vió amenazado por gentes que pretendían conocerle ó le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así, para todo el mundo.

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