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La Fontana de Oro
Pasaron dos ó tres días sin que hallara un modo de ser explícito. Cuando estaba solo, sí; entonces hablaba, hablaba consigo mismo, y aun parecías entablar misteriosos diálogos con aquel hermoso espíritu, que encontraba siempre en todas partes, acompañándole en sus soledades é insomnios; espíritu lleno de luz y con formas de mujer, que brotaba del seno mismo de la noche para mirarle inmóvil, callado y sereno. Delante de esta sombra era Lázaro muy elocuente, y siempre acertaba á expresar lo que sentía; y sentía tanto el pobre, que á veces le daba uno de esos accesos vehementes, en que el organismo se conmueve todo, quebrantado y oprimido por la enorme expansión del espíritu. Salía de la casa por no hallarse bien en ella, y volvía á entrar por no hallarse bien fuera. Por fin, había logrado formular un diálogo con Clara. La primera vez que pudo hablar con ella un cuarto de hora seguido, se mostró muy enojado. ¿Enojado? ¿Porqué? Después empezó á darle las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Después le pidió perdón. ¿Perdón? ¿De qué? Y acto continuo le dijo que se iba á volver loco. ¿Loco?… Su andar era errante. Se dirigía á todas partes, y no llegaba á ninguna; se hallaba siempre donde no quería estar. Pero á pesar de estas evoluciones de ciego, acontecía que si Clara iba á alguna parte, ¡qué casualidad! encontraba en ella á Lázaro que la esperaba.
El alma de la muchacha no estaba sujeta á estas extrañas perturbaciones. Siempre sensible y feliz en su serenidad inocente, se dejaba llevar por la corriente de una vida sin agitación ni contratiempos. En su sitio propio, para dar paz al ánimo y descanso á la fantasía, vivía sin sentirlo digámoslo así; y si alguna vez la entristecía algún pensamiento, era el pensamiento de volver á la calle de Válgame Dios. La amistad, casi desconocida por ella, fué entonces causa de que adquiriera esa sutil delicadeza, que caracteriza los afectos femeninos, y esa fluidez de ingenio que tanto los embellece y adorna.
Había en el pueblo otra joven de la misma edad é idéntico carácter, llamada Ana, hija de un rico labrador. Ana y Clara se hicieron íntimas amigas en pocos días de trato. Ibanse todas las tardes á una huerta perteneciente al padre de Ana, y allí, entretenidas con sus labores, se pasaban conversando largas horas. En esta comunicación de las dos jóvenes, Clara se desarrollaba moralmente con una rapidez desconocida. Para quien había pasado su juventud en compañía de un viejo excéntrico é insociable, aquellas franquezas inocentes y el cambio simultáneo de pensamientos, comunicados sin disimulo y en toda su hermosa sencillez natural, realizaron en el alma de la huérfana una revelación de sí misma, que fijó y fortaleció más su bello carácter.
Cuando las dos amigas iban á la huerta, la maldita casualidad hacía que Lázaro pasara por la entrada precisamente en el mismo momento en que ellas llegaban. La conversación empezaba todas las tardes á las cuatro, y duraba basta el anochecer. Ni un solo día en todo el tiempo que pasó Clara en Ateca dejaron de ir á la huerta las dos muchachas, y ni un solo día dejó Lázaro de encontrarlas allí por casualidad. En aquellas conversaciones, que eran cada vez más íntimas, se notaba algunas veces que, por efecto de los accidentes del diálogo escénico, Ana callaba ó hablaba aparte en voz baja, mientras el bueno del estudiante y la picara Clara charlaban muy quedito y muy juntos el uno del otro. La cara, angustiosa á veces, á veces pálida, ya animada, ya triste, del joven, anunciaba que el tema del coloquio era muy interesante, ¿Qué decían? De pronto unas largas pausas, en que uno y otro se quedaban mirando á la tierra un buen rato, permitían á Ana alguna alusión ingeniosa, cuya gracia alababa y reía ella sola. Clara y Lázaro parecía que no estaban para risa. Callaban, hasta que un monosílabo aquí, un gesto allá, volvían á estimular de nuevo la conversación. A veces él se ponía á meditar como recapacitando lo que iba á decir; y él, que tan buena memoria tenía, se encontraba con que se le habían olvidado (¡otra casualidad!) los admirables trozos de elocuencia que tenía preparados. ¿Hablaban del pasado, del presente, del porvenir? ¿Trazaban un plan, planteaban un proyecto? Es probable que nada de esto fuera objeto de aquellos íntimos debates: no hacían sus voces otra cosa que expresar mil inquietudes interiores, pintar ciertas turbaciones del espíritu, formular preguntas intensamente apasionadas, cuyas réplicas aumentaban la pasión; confesar secretos, cuya profundidad crecía al ser confesados; hacer juramentos, manifestar ciertas dudas, cuya resolución daba origen á otras mil dudas; pedir explicaciones de misterios, que engendran misterios sin fin; explicar lo inexplicable, medir lo infinito, agotar lo inagotable.
A veces interrumpía Ana estas comunicaciones impenetrables, diciendo:
–Pero, mujer, ¿no ves cómo va ese bordado? ¿En qué estás pensando?—
En efecto; Clara, que estaba bordando sobre cañamazo, con lanas de colores, una cabecita de ángel rodeada por una guirnalda de flores, le había hecho los ojos de estambre rojo y los labios con estambre negro; las flores tenían todos los colores tan trastornados, que no se sabía lo que aquello era. Al oír la observación de su amiga, Clara se puso del color de los ojos del ángel.
Veinte y treinta días se pasan muy pronto cuando hay citas cuotidianas en una huerta, diálogos anhelantes, dudas no resueltas, preguntas mal contestadas y angelitos bordados con los labios negros. Así es que llegó un día en que Lázaro se puso á jurar por todos los santos del cielo que no permitía que Clara se fuera de allí. Se ponía fastidioso al tocar este punto; repetía la misma cosa infinitas veces, y á lo mejor empezaba á relatar un sueño que había tenido la noche anterior, del cual sueño se desprendía la imposibilidad absoluta de que él y Clara se pudieran separar. Ella se ponía muy pensativa y no decía palabra en media hora; los pobres chicos miraban al cielo alternativamente, como si en el cielo se hallara escrita la solución de aquel problema.
Se separaban. Clara depositaba sus amarguras en el seno de su amiga Ana. Lázaro confiaba á las profundidades de la noche el gran vértigo que sentía dentro de sí; no dormía, porque una serie interminable y rapidísima de razonamientos confusos, mezclados con imágenes vagamente percibidas, le sostenían en vigilia invencible y dolorosa. El día volvía á darles esperanza, la tarde venía á unirlos, el anochecer volvía á entristecerlos. Así se acercaba el día funesto.
Cuando se teme de ese modo la llegada de un día que nos ha de traer algo malo, la imaginación tiene como una extraordinaria fuerza de odio, con la cual personifica ese día que se detesta; la imaginación ve acercarse este día, y lo ve en figura de no sé qué monstruo amenazador que avanza con la mano alzada y la mirada llena de ira. Hay días en que el sol no debiera salir.
Pero el designado para la vuelta de Clara á Madrid el sol, ¡qué crueldad! salió. Sus primeros rayos llevaron la desolación al alma de los dos jóvenes, amenazados de una separación. Parece que cuando se verifica una separación de esa clase, cuando se disuelve y destruye esa unidad misteriosa y fundamental de la vida humana, unidad constituida por la totalidad complementaria de dos individuos, parece, decimos, que debía ocurrir un cataclismo en la Naturaleza; pero eso que llamamos comúnmente los elementos, es ciego é insensible. Se hunde un continente y se chocan dos océanos por la más insignificante de esas causas mecánicas que nacen en el centro de la materia; pero nada sucede, nada se mueve en la inerte y ciega máquina del mundo, cuando se altera el grande, el inmenso equilibrio de los corazones.
Aquella mañana sintió Lázaro un dolor desconocido. Avanzaba el día: el estudiante fué á casa de Ana y la encontró llorando; se asustó de verla llorar; volvió á su casa, quiso entrar en el cuarto donde Clara hacía los preparativos de su viaje, pero se tuvo miedo á si mismo. La vió salir después pálida y con los ojos cansados de llorar. Al ver que se despedía de su madre y de su abuelo, Lázaro corrió fuera por temor de que intentara también despedirse de él. Salió y anduvo á prisa mucho tiempo; salió del pueblo y se internó en el camino, lejos, muy lejos del pueblo. De pronto sintió el ruido da la diligencia, que se acercaba. El joven se detuvo, retrocedió; la diligencia pasó rápidamente. Allí iba la huérfana desolada, con el rostro oculto entre las manos. Las demás personas que iban con ella se reían de verla así. Lázaro la nombró, la llamó dando un fuerte grito, y sin darse cuenta de ello corrió tras el coche larguísimo trecho, hasta que el cansancio le obligó á detenerse. La diligencia desapareció.
Regresó al pueblo ya entrada la noche: al pasar por la huerta notó que unos pájaros que acostumbraban dormir allí formaban diabólica algazara con sus cantos disparatados y su inquieto aleteo. Apresuró el paso para no oír aquello y entró en su casa. Su madre y su abuelo estaban muy pensativos y melancólicos; ni les habló ni le hablaron. Quedóse solo; se encerró y quiso leer un libro; quiso dormir, y quiso arrancarse de la mente una como corona de hierro inflamado que se la quemaba y oprimía; pero era imposible. Aquello era una irradiación, que, á ser visible, hubiera parecido una aureola. En su fiebre se quedó aletargado, y en su letargo le pareció que de su cabeza brotaban llamas vivísimas que no podía sofocar, y que sus sesos hervían como un metal derretido.
CAPÍTULO VII
#La voz interior#.
Aquel muchacho era sumamente impresionable, nervioso, de temperamento ideal, dispuesto á vivir siempre de lo imaginario. Nadie le igualaba en forjar incidentes venideros, enlazándolos para hacer con ellos una vida muy dramática y muy interesante; trabajaba involuntariamente con el pensamiento en la elaboración de estas acciones futuras; y siempre tenía ante la imaginación aquella gran perspectiva de hechos en que desempeñaba la principal parte una sola figura, él solo, Lázaro. Esta visión perpetua, fenómeno propio de la juventud, tenía en él proporciones extraordinarias; su fantasía tenía una poderosa fuerza conceptiva, y puede asegurarse que esta gran facultad era para él un enemigo implacable, un demonio atormentador.
Con este carácter, fácil era que brotaran en él todas las grandes pasiones expansivas, y que crecieran hasta llevarle á la exaltación. En épocas como aquella, la política, el proselitismo, el espíritu de secta engendraba grandes pasiones. El heroísmo cívico, la abnegación y esa tenacidad catoniana que brillan en algunos personajes de todas las revoluciones, la venalidad solapada, la traición, la sanguinaria crueldad y el encono vengativo que se han visto en otros, provienen de la pasión política. Lázaro tuvo esta pasión: sintió en sí el ardor del patriotismo, creyóse llamado á ser apóstol de las nuevas ideas, y con ardiente fe y noble sentimiento las abrazó.
¿Pero existen estas resoluciones inquebrantables sin mezcla de egoísmo? Egoísmo sublime, pero egoísmo al fin. Lázaro tenía ambición. ¿Pero qué clase de ambición? Esa que no se dirige sino al enaltecimiento moral del individuo, que sólo aspira á un premio muy sencillo, á la simple gratitud. Pero la gratitud de la humanidad ó de un pueblo es la cosa de más valor que hay en la tierra. El que es digno de ella la tendrá, porque un hombre puede ser ingrato; pero un pueblo en la serie de la historia, jamás. En una vida cabe el error; pero en las cien generaciones de un pueblo, que se analizan unas á otras, no cabe el error, y el que ha merecido esa gratitud la tiene sin remedio, aunque sea tarde.
Lázaro aspiraba á la gloria; quería satisfacer una vanidad: cada hombre tiene su vanidad. La del joven aragonés consistía en cumplir una gran misión, en realizar alguna empresa gigantesca. Cuál era esta misión, es cosa que no sabía á punto fijo. Los jóvenes como aquél no gustan de concretar las cosas porque temen la realidad; creen demasiado en la predestinación, y engañados por la brillantez del sueño, piensan que los sucesos han de venir á buscarlos, en vez de buscar ellos á los sucesos.
Después que se retiró de Zaragoza y fué á Ateca, una figura iba perpetuamente unida á la suya en aquellas escenas futuras. ¡Insensato! ¿Qué piensas hacer de ella? Una reina. ¿De dónde? Será simplemente la mujer de un gran hombre. Menos tal vez: la mujer de un hombre obscuro… Concluía por concretar el objeto de todas sus quimeras á un retiro pacífico, á un matrimonio feliz.
Pero era preciso meditar, trazar un plan, ver la manera más fácil de unirse á ella.
Clara era huérfana, él pobre. He aquí dos contratiempos ocurridos desde el principio. ¡Ah! Pero él trabajaría; sería activo, ingenioso, astuto. Bien sabía él que tenía talento. ¿Pero debía ser un simple agricultor? No: eso era poco para él. Debía ir á Madrid, hacerse oír, buscar un nombre, un puesto. Esto sería cosa muy fácil para quien tenía tales aptitudes. ¿No era seguro que al llegar Lázaro á la corte, centro entonces, como ahora, de la actividad intelectual del país, adquiriría nombre, posición, fortuna? Sin duda. Ya debían conocerle de oídas por sus discursos pronunciados en Zaragoza. En aquel tiempo los jóvenes se abrían paso fácilmente entre la multitud decrépita; aquellos que, con todo el vigor de la fe y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponía infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. El se creía superior, ¿á qué negarlo? En la profundidad de su conciencia sentía una voz que sin cesar decía: "Yo valgo. Es preciso buscar los sucesos antes que ellos vengan á buscarnos. Animo, pues."
Estos pensamientos eran los que ocupaban la mente de Lázaro en los días que siguieron á la partida de Clara. Cuando su determinación se hizo firme, vió con entusiasmo que su inteligencia adquirió más vigor y su pecho más osadía. Parecíale que su voz era capaz de emitir los más profundos, los más calurosos, los más verdaderos acentos en defensa de los nobles principios de la época; le parecía que nada igualaba á su facilidad de expresión, á su lógica terrible, á su frase pintoresca y expresiva. En lo más callado de la noche, cuando en parajes solitarios se entregaba á sus meditaciones, se oía, se estaba oyendo. Una voz elocuente resonaba dentro de él, y mudo y reconcentrado asistía á las maravillas é internas manifestaciones de su propio genio. Era auditorio de sí mismo, y le parecía que jamás había tenido el verbo humano frases más bellas, lógica más segura, entonación más vigorosa. Se aplaudía; le parecía que en torno suyo multitud infinita de sombras aglomeradas le aplaudían también; que resonaba un intenso palmoteo, cuyo fragor llenaba toda la tierra.
De vuelta á su casa dormía, y durante el sueño continuaba resonando en su cerebro la misma voz que hacía estremecer miles de corazones; que llevaba el entusiasmo ó el espanto á ejércitos enteros de ciudadanos; y entonces se le figuraba que dentro de su ser había una misteriosa entidad sonora, un espíritu locuaz, que sostenía constantemente allá en su profundo núcleo la más brillante y enérgica peroración.
Lázaro tenía el genio de la elocuencia. El lo conocía: estaba seguro de ello. Cada día que pasaba sin que un gran auditorio le escuchara, le parecía que se perdían en el vacío y en el silencio de un desierto aquellas voces admirables que sentía dentro de sí. No había tiempo que perder.
Dijo á su abuelo que se iba á Madrid. El pobre viejo se puso á llorar, y dijo entre sollozos y babas que aquella resolución era muy grave y convenía meditarla.
–¿Y qué vas tú á hacer allá?—decía después, queriendo aparecer incomodado: ¡Tienes una letra tan mala!…
Estaba entonces en Ateca un tal don Gil Carrascosa (el mismo personaje á quien vimos disputar con cierto barbero en el primer capítulo de esta historia), el cual tenía amistad con Coletilla. El abuelo consultó con el ex-abate la resolución de Lázaro, y éste opinó que se debía escribir al tío. El viejo tomó la pluma y con vacilante mano trazó esta carta, que recibió el realista pocos días después.
"Querido y respetable señor: Lazarillo, mi nieto y sobrino de vuesa merced, quiere ir á Madrid. Se le ha puesto en la cabeza que ahí podrá hacer fortuna: dice que no puede estar en el pueblo. Y, en efecto, querido señor, esto está malo. La cosecha de este año no nos da ni la simiente, y el pobre chico tiene más afición á los libros que al arado. Le diré á vuesa merced, respetable señor, que Lázaro es un mozo muy despierto: sabe muchos libros de memoria, y ha leído cuatro veces de la cruz á la fecha un tomo que le llaman Los grandes hombres de Plutarco, el cual me ha asegurado no ser cosa de herejía; que si lo fuera no lo había de leer en mis días. Entiende de leyes, y á veces se pone á escribir y llena unos cuadernos de cosas muy buenas, aunque yo no las entiendo. Es buen cristiano y muy respetuoso y cortés con todo el mundo. No ocultaré sus defectos, respetable señor; y por lo mismo que le quiero, diré á vuesa merced cuál es su gran defecto, para ver si con su talento y su gran sabiduría lo puede corregir. Es el caso que difícilmente podrá hacer cosa buena en la Corte, porque tiene muy mala letra y no le luce lo que sabe. Siento mucho tener que revelar esta flaqueza suya; pero antes que nada es mi conciencia, y por todo el oro del mundo no ocultaría sus defectos. Creo, sin embargo, que con un buen maestro, como los hay en la Corte, podrá corregirse si se aplica. De este modo llegará, andando el tiempo, á ser apto para desempeñar una plaza de dos mil reales en alguna covachuela, como mi señor abuelo, que en paz descanse. Yo deseo que haga fortuna, porque le quiero con toda mi alma; y así, deseo que vuesa merced, con su gran tino y universal sabiduría, me informe si será posible sacar algo de provecho de este muchacho, diciéndome al mismo tiempo si puedo contar con su protección. Hágalo vuesa merced, por Dios, que es el único hijo de su hermana, y nosotros, que estamos pobres, no podemos hacerle feliz."
Su respetuoso y reverente servidor.
#FERMÍN…#
Pasaron tres meses sin que don Elías contestara. Al fin contestó, advirtiendo que esperara un poco, que avisaría si podía venir ó no. Un mes después escribió de nuevo llamando á Lázaro á su lado, y añadiendo que de su comportamiento y disposiciones dependía el que hiciera fortuna.
Lázaro no cabía en sí de gozo. Quiso partir el mismo día; pero los ruegos de su madre y de su abuelo le obligaron á aguardar dos más.
El joven estudiante sabía, por las tradiciones de la familia, que su tío era hombre muy sabio, y se le había antojado que había de ser un gran liberal. No comprendía que un hombre muy sabio dejara de ser muy amante de la libertad.
La carta de Coletilla fué recibida en los primeros días de Septiembre de 1821, en que ocurren los primeros acontecimientos que hemos referido. Poco después de la lamentable escena de la barbería y de la entrada del militar en la casa de Clara, ocurrió el viaje de Lázaro á Madrid. Clara no lo supo antes del día en que debía llegar.
Ahora podemos seguir naturalmente el curso de los sucesos de esta puntual historia. Dejaremos á Lázaro preparándose á partir. Su madre y su abuelo le despiden llorando, el alcalde le abraza diciendo que ya ve en él nada menos que un secretario del Despacho; el cura le da dos bollos maimones para el camino y le echa un sermón fastidioso. El estudiante sube á la galera, y con más ilusiones que dineros toma el camino de la Corte.
CAPÍTULO VIII
#Hoy llega#.
Tres días después de la aventura descrita en el capítulo segundo, estaba Clara muy de mañana encerrada en el cuarto que le servía de habitación. El fanático le había dicho pocas horas antes que esperaba á su sobrino, y que era preciso acomodarle allí hasta que se mudaran todos á una nueva casa que pensaba tomar.
Clara se quedó absorta al oír esta noticia, y no pudo contestar palabra, porque la sorpresa le embargaba la voz. Cuando quedó sola se encerró en su cuarto.
Era éste pequeño é irregular: estaba en lo más interior de la casa, y tenía una ventana estrecha, con vidrios de dudosa transparencia, que daba á un patio, de esos que por lo profundos y estrechos parecen verdaderos pozos. Enfrente y á los lados se abrían tres filas de ventanas mezquinas, respiraderos de otras tantas celdas, donde se albergaban familias bulliciosas. El cuarto de Clara tenía el usufructo de un rayo de luz desde las once á las once y media, hora en que pasaba á iluminar las regiones tropicales del tercer piso. Aquel rayo de luz no traía nunca colores, ni paisaje, ni horizonte, ni alegría.
El patio era un recinto populoso, el centro de un enjambre humano. A ciertas horas asomaban por aquellos agujeros otras tantas cabezas: esto sucedía en los grandes acontecimientos, cuando la herrera del piso bajo y la planchadora del cuarto resolvían al aire libre alguna cuestión de honor, ó cuando la manola del tercero y la zurcidora de enfrente entablaban pleito sobre la propiedad de la ropa tendida.
Por lo demás, allí reinaba siempre una paz octaviana, y era cosa de ver la amable franqueza con que la esterera pedía prestada una sartén á la vecina de la izquierda, y la confianza íntima con que dialogaban en el quinto el soldado y la mujer del zapatero. Enlazaban unas ventanas con otras, á guisa de circuitos telegráficos, varias cuerdas de donde colgaban algunas despilfarradas camisas, y de vez en cuando tal cual lonja de tasajo, sobre el cual descendía en el silencio de la noche una caña con anzuelo, manejada por las hábiles manos del estudiante del sotabanco.
La vidriera del cuarto de Clara no se abría nunca. Elías la había clavado por dentro desde que ocupó la casa.
Si la perspectiva del patio era desapacible, el interior de la habitación tenía indudablemente cierto encanto, no porque en él hubiera cosas bellas, sino por la sencillez y modestia que allí reinaba, y el cuidadoso aseo y esmero, única elegancia de los pobres. Veíase, en primer término, una voluminosa cómoda, compuesta de seis enormes gavetas con sus labores de talla junto á las cerraduras, y algunas incrustaciones un poco carcomidas; encima un mueble decorativo bastante viejo, que representaba una figura de Parca con una de las manos alzada en actitud de sostener algo; pero en lugar del reloj que en otro tiempo cargaba, sostenía en tiempo de Clara una caja forrada en papeles de color, la cual debía guardar utensilios de labor femenina. En lugar de la redoma de cristal, tapaba todo esto un pedazo de gasa, sujeto con cintas azules á las piernas de la diosa, la cual ostentaba en su profano pecho un escapulario de la Virgen del Carmen.
Una mesa de tocador, tres sillas de viejo nogal, pesadas y lustrosas, un cojincillo erizado de agujas y alfileres, banqueta y cama de caoba de muy voluminosa arquitectura, cubierta con manta palentina, completaban el ajuar.
Clara estaba delante de su espejo, y se ocupaba en enredarse en la coronilla una gruesa trenza de pelo negro, recientemente tejida y terminada en la punta con un atadijo del mismo pelo y un lazo encarnado. Dos órdenes de pequeños rizos; guedejas sutiles, retorcidas con negligencia, le adornaban la frente, y de las sienes blancas, cuya piel transparentaba ligeramente la raya azulada de alguna vena, le caían dos airosos mechones.
No hay actitud más propia para apreciar debidamente las formas académicas de una mujer, que esa que toma cuando alza las manos y se enrolla una trenza en la cabeza, dejando ver el busto, el talle, el cuello en toda su redondez. Tiéndense los músculos del pecho, se contornea la espalda, y el ángulo del codo y las suaves curvas del hombro describen en su dilatación graciosas líneas que dan armoniosa expresión escultural á toda la figura.
Concluida la operación del peinado, Clara echó una mirada de deseo y desconfianza á la última gaveta de la enorme cómoda en donde tenía su ropa. Es que allí existía, guardado con singular esmero, un traje que Elías le había comprado algunos años antes, cuando era menos adusto y gruñón. Este traje, que era lo más lujoso y bello que la huérfana poseía, tenía la forma y los colores más en moda en aquella época: cuerpo de terciopelo negro con prolijos dibujos de pasamanería, y guardapiés de seda pajizo, adornado con una gran franja, como de á tercia, de encaje negro. Dudaba si sacarlo ó no: quería ponérselo, y temía ponérselo; quería lucir aquel día su mejor vestido, y temió al mismo tiempo estar demasiado guapa con él. ¿Por qué? Y se detenía pensativa y triste, sin atreverse á sacar á la luz pública aquel tesoro tanto tiempo escondido. ¿Por qué? Porque Elías se había puesto tan fastidioso (así decía ella), estaba tan maniático y la reñía tanto sin motivo… ¡qué singularidad! La semana anterior estaba cosiendo y arreglando la cenefa del vestido que se había roto, cuando entró aquel hombre, y bruscamente le dijo: