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La Fontana de Oro
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La Fontana de Oro

Язык: es
Год издания: 2018
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–Esas son las cabezas de adormidera que es preciso cortar—exclamó el viejo, guiñando el ojo y haciendo con la mano derecha, movida horizontalmente, la señal de quien corta alguna cosa.

–Pues fuera una lástima, porque son buenos chicos. Yo, francamente se lo digo á usted, aunque soy en lo íntimo de mi corazón partidario amantísimo de mi Rey absoluto, cuando oigo á esos muchachos, y especialmente cuando veo á Alcalá Galiano subir á la tribuna, y empieza á echar flores por aquella boca, y después culebras, me da un escarabajeo tan grande, que me baila el corazón y me dan ganas de abrazarle.

–Déjalos que griten: eso precisamente es lo que se busca. Mira el motín de esta noche: á ellos se les debe. Con muchos así, pronto estallará la cuerda. Eso es lo que quiere el Rey. ¡Oh! Ya verás qué pronto se despedazarán unos á otros.

–¿Pero qué hago yo con cinco onzas?—volvió á decir el dueño del café.

–Ya lo he dicho El Rey no está para despilfarros, y para levantar de cascos á está gente no es preciso mucho dinero.

–¿Que no? Pregúnteselo usted á aquel lego exclaustrado que escribe El Azote; ya me tiene comidas tres onzas de las que usted me trajo la semana pasada. ¿Pues y aquel oficialito que pronunció hace días aquel fuerte discurso en que dijo: Calendas Cartagos…?

Delenda est Carthago, querrá usted decir.

–Eso es: dilenda ó calenda, lo mismo da—dijo el del café.—¡Pues ese oficialito tiene unas tragaderas! Me comió dos empanadas de conejo como dos ruedas de molino. Y sobre todo, con decirle á usted que para conseguir que Andresillo Corcho saliera por esas calles gritando, como usted vió muy bien el domingo, tuve que pagarle todas sus deudas, que eran ocho meses al casero, y qué sé yo cuántos piquillos sueltos á los amigos… Y luego no gana uno para sustos, don Elías. Vuelvo á repetirle á usted que si los liberales de copete descubren estas socaliñas, no me dejarán un hueso en su lugar.

–Mucha cautela, ten mucha cautela: nada de papeles escritos, no me dirijas cartas, no fíes al papel ni una idea sobre este punto,—le dijo Elías con severidad.

–Y dígame usted—continuó el del café, bajando la voz como si temiera ser oído por Robespierre;—dígame usted, ¿cuándo se alza la Guardia Real?

–No sé—dijo Elías, encogiéndose de hombros.

–Dicen que la Santa Alianza ha escrito al Rey.

Elías debía ser hombre prudentísimo, porque contestó "no sé" á secas como á la primera pregunta.

Entonces se oyó otra vez, aunque muy lejano, el mismo ruido de voces, que hizo salir del club á toda la concurrencia.

"Creo que piensan allanar la casa de Toreno.

–Bien: me alegro—dijo el viejo con siniestra satisfacción.—Veo que empiezan á devorarse unos á otros. No podía suceder otra cosa. ¡Oh! Yo entiendo á esta canalla. ¿Y qué había de suceder? ¿España podrá estar mucho tiempo en manos de una gavilla de pensadores desesperados? Si esto durara, yo dudaría de la Providencia, que arregla á las naciones como da aliento á los individuos, España está sin Rey, que es estar sin gloria, sin vida y sin honor. ¿Había, por ventura, Constitución cuando España fué el primer país del mundo? Eso de hacer el pueblo las leyes es lo más monstruoso que cabe. ¿Cuándo se ha visto que el que ha de ser mandado haga las leyes? ¿Sería justo que nuestros criados nos mandaran? Aquí no hay Rey ni Dios esto se acabará; yo te jure que se acabará."

Al decir esto, el viejo abría los ojos y apretaba los puños con furor. El del café no pudo resistir al encanto de tanta elocuencia, levantóse de su trípode y le abrazó. Al alargar sus manos con entusiasmo, una botella cayó y fué rodando hasta dar un golpe á Robespierre, el cual, despertando súbitamente, dió un atroz maullido y fué á buscar regiones más tranquilas en lo alto del armario de los bizcochos.

Elías sacó de su bolsillo una pequeña faja negra, que le servía de tapabocas, se la envolvió al cuello y se dispuso á salir. El cafetero, con su oficiosidad acostumbrada en presencia de aquel personaje, se dirigió á abrirle la puerta. Ya principiaba á despuntar el día. El viejo realista salió sin saludar á su amigo y tomó la dirección de su casa.

CAPÍTULO III

#Un lance patriótico y sus consecuencias#.

Don Elías cruzaba la Carrera de San Jerónimo, cuando vió que hacia él venían unos cuantos hombres que reían y gritaban dando vivas á la Constitución y á Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.

Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.

Los cinco detuvieran al anciano.

"¡Mátale, mátale!—dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.

–No, déjale, Perico. ¿De qué vale espachurrar á este bicho?

–Si es Coletilla—exclamó él del chirlo reconociéndole.—Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.

–¡Que cante el Trágula!—dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo á la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyo pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer á la justicia.

–Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito."

Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.

"¡Miren que orejazas de mochuelo!—añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.

Pos no tiene mala cabeza é pelailla pa jugar á los trucos—dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo."

El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:

"Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos—prosiguió, volviéndose á los otros:—éste es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va á presentar al Rey constitucional para que nos haga…."

–¡Menistros!—gritó el matutero enarbolando su vara.

–Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!

–Vamos á jaserle comunero de la gran comuniá—dijo el matutero.—Primera prueba. ¡Que salte!

–¡Que salte!

–¡Que salte!

Y uno de ellos tomó de la mano á Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.

"Zegunda prueba—chilló Tres Pesetas:—toma esta espada, pincha á uno de nosotros."

Y sacando un sable le dió de plano tan fuerte golpe, que le obligó á caer en opuesto sentido.

"Dí '¡viva la constitución!'

–¿Pues no lo ha é ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras…—vociferó el matutero, sacando su navaja.

–Este tunante fué el que delató al cojo de Málaga—dijo el caballero particular.

–Y el amigo de Vinuesa.

–Señores, éste no es más que Coletilla, el gran Coletilla—afirmó Calleja con mucha gravedad."

La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por el cuello á Elías, y con su mano vigorosa le apretó contra el suelo.

"Suéltalo, Chaleco; déjalo tendido."

Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.

"Déjamelo á mi—exclamó el chalán.—Tríncalo por el piscuezo; quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche."

Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba á Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua á la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.

Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, á pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió á insistir.

"Vamos, señores, dejen ustedes en paz á ese pobre viejo, que no les hace ningún daño—dijo el militar.

–Si es Coletilla, el mismo Coletilla.

–Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.

–Eso mismo decía yo—exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.

Poz que diga '¡viva el Rey constitucional!'

–Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.

–¡Si es un servilón!—exclamó Chaleco.

¿Y qué queréis hacer con él?—preguntó el militar.

–Poca cosa—dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido.—No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan á misa las asaúras.

–Vamos, marchaos á vuestras casas—dijo el militar con mucha entereza:—yo le defiendo.

–¿Usía?

–Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.

–Pues sino ize ¡viva la…!

–Dí '¡viva la Constitución!'—exclamaron todos á la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.

–Vamos—manifestó el militar, dirigiéndose á Elías: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.

–¡Que lo diga!

–¡Que lo iga pronto!"

El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.

"Vamos padrito, pronto—dijo el matutero.

–¡No!—exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación."

Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron á acometerle, y fué preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.

"Diga usted ¡viva la Constitución!"

–¡No!—repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó:

"¡Muera!"

Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto á defender á Elías hasta el último trance.

"Apartaos—dijo.—Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?

–Que retire esas palabras—dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las formulas parlamentarias.

–¿Qué rítire ni ritire?

–Si, está loco—dijo Chaleco;—y si no está loco, está bo … bo … borracho.

–¡Eso es … eso … borracho!—gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra."

Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro amigos de Calleja dejaron en paz á Elías, el cual, ayudado de su protector, se levantó como pudo y se puso el gorro que casi había perdido la forma bajo los pies del matutero. El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal, que no podía andar sino á pasos cortos y vacilando á cada momento.

El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle á ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose á la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.

El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó á hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del viejo estimulaba más su prolija locuacidad.

No podemos transcribir los términos precisos en que habló éste, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya éstas ó parecidas palabras:

"Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados, que hacen dudar á los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan á regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. ¡Pero qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Como nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!

"El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar á que la libertad dé sus frutos y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?"

Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó á ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero éste sumamente abstraído, daba muestras de no atender á sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos transcendentales y profundas.

"Es de deplorar—continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica,—es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo. Usted, que es sin duda buen liberal, y yo, que lo soy muy mucho, sabremos esperar. No maldigamos al sol porque en los primeros momentos de la mañana produce molestia en nuestros ojos, cuando salen bruscamente de la obscuridad y del sueño."

Paróse por segunda vez el joven para tomar aliento y ver si la fisonomía del anciano daba señales de aprobación; pero no observó en aquel rostro singular otra cosa que abstracción y melancolía.

"Esos que le han detenido á usted—continuó el militar,—no son liberales. O son agentes ocultos del absolutismo, ó ignorantes soeces sin razón ni conciencia. O libertinos sin instrucción, ó alborotadores asalariados. ¿Será preciso quitarles la libertad y no devolvérsela hasta que reciban educación ó castigo? Entonces, ¿habrá libertad para unos, y para otros no? Ha de haberla para todos, ó quitársela á todos. ¿Y es justo renunciar á los beneficios de un sistema por el mal uso que algunos pocos hacen de él? No: más vale que tengan libertad ciento que no la comprenden, que la pierda uno solo que conoce su valor. Los males que con ella pudieron ocasionar los ignorantes son inferiores al inmenso bien que un solo hombre ilustrado puede hacer con ella. No privemos de la libertad á un discreto por quitársela á cien imprudentes."

El joven se paró por tercera vez por dos razones: primera, porque no tenía más que decir (insistimos en que no empleó las mismas palabras); y segunda, porque el viejo, al llegar á su calle, se detuvo en una puerta, y dijo: "Aquí." El viejo había concluido, y el militar iba á dejar á su nuevo amigo; pero notó que estaba éste cada vez más desfallecido y corría peligro de no poder subir si le abandonaba. El locuaz y discreto joven entró, pues, en la casa sosteniendo al realista, que apenas podía dar un paso.

La mansión de Elías se ostentaba en la mitad de la calle de Válgame Dios, donde hacía veces de palacio. Colocada entre dos casas á la malicia, aparecía allí con proporciones gigantescas, sin que por eso tuviera más que dos pisos altos, de los cuales el superior gozaba la singular preeminencia de ser habitado por nuestro héroe.

La fachada era mezquina, fea. El cuarto bajo servía de oficina á las ruidosas ocupaciones de un machacador de hierro, que surtía de sartenes, asadores y herraduras á todo el barrio del Barquillo. Los balcones del principal eran fiel remedo de los jardines colgantes de Babilonia, porque había en ellos muchos tiestos con flores, muchas matas que estaban en camino de ser árboles, juntamente con tres jaulas de codornices y dos reclamos, que por la noche daban armonía á toda la calle. En medio de esta selva y de estos gorjeos se veía una muestra de Prestamista sobre alhajas.

El portal era angosto y muy largo. Para llegar á la escalera, que estaba en lo profundo, se corrían mil peligros á causa de las sinuosidades del terreno, en el cual los hoyos, llenos de inmundicia, alternaban con puntiagudos guijarros, alzados media cuarta. La escalera era angosta, y sus paredes, blanqueadas en tiempo de Felipe V, cuando menos, se hallaban en el presente siglo cubiertas de una venerable rapa de mugre, excepto en la faja ó zona por donde rozaban los codos de los que subían, la cual tenía singular pulimento. En uno de los tramos había, no un candil, sino el sitio de un candil manifestado en una gran chorrera de aceite hacia abajo, una gran chorrera de humo hacia arriba, y en la convergencia de ambas manchas un clavo ennegrecido.

Llegaron al segundo, y el militar llamó. Sin duda, alguna persona esperaba con impaciencia, porque la puerta se abrió al momento. Abrióla una joven como de diez y ocho años de edad, que al ver el aspecto abatido del viejo, y sobre todo al ver que un desconocido le acompañaba, cosa sin duda muy rara en él, dejó escapar una exclamación de temor y sorpresa.

"¿Qué hay? ¿Qué le ha pasado á usted?" dijo cerrando la puerta, después que los dos estaban en el pasillo.

E inmediatamente marchó delante y abrió la puerta de una sala, donde entraron los tres. El anciano no habló palabra, y se dejó raer en un sillón con muestras de dolor.

"¿Pero está usted herido? ¿A ver? Nada—dijo la joven examinando con mucha solicitud á Elías y tomándole la mano.

No ha sido nada—dijo el militar, que se había descubierto respetuosamente,—no ha sido nada: pasaba hace un momento por la calle, y cinco hombres soeces que le encontraron quisieron que cantara no sé qué cosa, y el señor, que no estaba para cantos, se negó."

La joven miró al militar con expresión de estupor. Parecía no comprender nada de lo que éste había dicho.

"Eran unos borrachos que quisieron hacerle daño; pero pasé yo felizmente… No se asuste usted: no tiene nada."

Elías pareció un poco repuesto; apartó con despego á la joven, y su semblante principió á serenarse.

"¡Ay! qué miedo he tenido esta noche—dijo la joven.—Esperándole hora tras hora y sin parecer…. Luego esos alborotos en la calle…. A media noche pasaron por ahí unos hombres gritando. Pascuala y yo nos escondimos allí dentro, y nos sentamos en un rincón temblando de miedo. ¡Cómo gritaban! Después sentimos muchos golpes … decían que iban á matar á uno. Nosotras nos pusimos á llorar: Pascuala se desmayó; pero yo procuré animarme, y juntas empezamos á rezar de rodillas delante de la Virgen que está allí dentro. Después se fué alejando el ruido; sentimos unos quejidos en la calle. ¡Ay! no lo quiero recordar. Todavía no se me ha quitado el susto."

El militar oyó con interés estas palabras; pero sin dejar de oirlas dirigió su atención á reconocer el sitio en que se hallaba y á examinar el aspecto de la amable persona que en él vivía.

La casa era modesta; pero la sencillez y el aseo revelaban en ella un bienestar pacífico.

La joven llamó su atención más que la casa. Clara (que así se llamaba,) representaba más de diez y ocho años y menos de veintidós. Sin embargo, estamos seguros de que no tenía más que diez y siete. Su estatura era más bien alta que baja, y su talle, su busto, su cuerpo todo tenían las formas gallardas y las bellas proporciones que han sido siempre patrimonio de las hijas de las dos Castillas. El color de su rostro, propiamente castellano también, era muy pálido, no con esa palidez intensa y calenturienta de las andaluzas sino con la marmórea y fresca blancura de las hijas de Alcalá, Segovia y Madrid. En los ojos negros y grandes había puesto todos sus signos de expresión la tristeza. Su nariz era delgada y correcta, aunque demasiado pequeña; su frente pequeña también, pero de un corte muy bello; su boca muy hermosa y embellecida más por la graciosa forma de la barba y la garganta, cuya voluptuosidad y redondez contribuía á hacer de su semblante uno de los más encantadores palmos de cara que se había ofrecido á las miradas del militar desconocido, el cual (digámoslo de paso) era hombre corrido en asuntos femeninos.

El peinado de Clara podía rigurosamente ser tachado de provinciano, porque se alzaba en un moño de tres tramos sobre la corona. Este modo de peinarse era ya desusado en la corte; pero la belleza suele generalmente triunfar de la moda, y Clara estaba muy bien con su trenza piramidal. El traje era de los que usaba entonces la clase no acomodada, pero tampoco pobre, es decir, un guardapiés de tela clara con pintas de flores, mangas estrechas hasta el puño, talle un poco alto y el corte del cuello cuadrado y adornado de múltiples encajes.

La investigación del militar duró mucho menos de lo que hemos empleado en describir la figura. Durante algunos segundos estuvieron los tres personajes inmóviles el uno frente al otro sin decir palabra, hasta que el viejo, como continuando una peroración interior, exclamó con un repentino acceso de ira y lanzando de sus ojos rápidamente iluminados una mirada feroz.

"¡Infames, perros! Quisiera tener en mi mano un arma terrible que en un momento acabara con todos esos miserables. ¡Ah! Pero ellos no tienen la culpa. Tienen la culpa los otros, los sabios, los declamadores, los que les educan, esos malvados charlatanes que profanan el don de la palabra en los infames conciliábulos de las Cortes. Tienen la culpa los revolucionarios, rebeldes á su Rey, blasfemos de su Dios, escarnio del linaje humano. ¡Oh, Dios de justicia! ¿No veré yo el día de la venganza?"

El militar estaba atónito y algo corrido. Parecíale que aquello era una réplica indirecta á su expresiva disertación del camino; y aunque se le ocurrió contestarla, vió en el rostro de Elías una expresión de contumacia y ferocidad que le intimidó. Su atención estaba en parte reconcentrada en la compañera del realista. Clara miraba al viejo con la indiferencia propia de la costumbre, y al mismo tiempo miraba á su protector como si se avergonzara de la extrañeza que le causaban las palabras del viejo.

El militar, poco cuidadoso al fin de las imprecaciones del realista, comenzó á sentir interés hacia aquella pobrecilla, que, sin saber por qué, le inspiró mucha lástima desde el principio.

Pero llegó un momento en que el joven sintió su situación embarazosa. Elías continuaba en voz baja su soliloquio sin cuidarse de él; era preciso marcharse; y eso de marcharse sin satisfacer un poco la curiosidad y hablar otro poco con la joven, no le gustaba. Miró á Elías con insistencia y se acercó á él; pero éste no daba muestras de fijar en el otro la atención, ni tenía gratitud, ni afecto, ni cortesía, ni era, al parecer, cortado por el común patrón de los demás hombres. Al fin, viéndole tan abstraído, resolvió tomar pretexto de la protección que le había dispensado para hacer hablar á la muchacha.

–No tema usted nada—le dijo en voz baja, apartándose hacia la ventana.—No ha recibido golpe ninguno. Está aterrado por lo sorpresa y la ira; pero se calmará.

–Sí, se calmará … un poco.

–Y se pondrá contento.

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