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El paraiso de las mujeres
Esta Galería era la obra más audaz y sólida que habían realizado los ingenieros del país. El Hombre-Montańa iba á pasearse por dentro de ella sin que su cabeza tocase el techo. Diez gigantes de su misma estatura podían acostarse en hilera de un extremo á otro de la grandiosa construcción. Su ancho equivalía á cuatro veces la longitud del coloso.
Situada sobre una altura vecina á la ciudad, el prisionero podía contemplar, sin moverse de su alojamiento, toda la grandiosa metrópoli extendida á su pies, así como el puerto con sus numerosos navíos al ancla y los campos y pueblecillos cercanos, llegando con su vista hasta la cordillera que cerraba el horizonte, en la que había cumbres de ciento ochenta metros, solamente exploradas por algunos sabios capaces de morir como héroes al servicio de la ciencia.
Una fuerte guardia impedía que los curiosos subiesen hasta la vivienda del gigante, donde se estaban realizando grandes trabajos para su cómoda instalación. El público, ya que no podía verle, concentraba su curiosidad en todo lo que era de su pertenencia, y por esto desde el amanecer se aglomeró en torno del palacio del gobierno para contemplar la llegada de los objetos extraídos del navío del Hombre-Montańa, que los buques de la escuadra del Sol Naciente habían remolcado el día anterior.
Sólo los amigos del gobierno y los personajes oficiales tenían permiso para entrar en el palacio y ver de cerca tales maravillas. El enorme patio central, donde podían formarse á la vez varios regimientos y en el que se desarrollaban las más solemnes ceremonias patrióticas, fué el lugar destinado para tal exhibición. Mientras llegaba el momento, los invitados entraban á saludar á los altos y poderosos seńores del Consejo Ejecutivo y á los dos presidentes de la Cámara de diputados y del Senado, que vivían igualmente en el inmenso edificio.
Los guerreros de la Guardia gubernamental, hermosas amazonas de aire desenvuelto y gallardo, defendían el acceso á las habitaciones reservadas ó se paseaban en grupos por el patio al quedar libres de servicio. Estos militares privilegiados, que gozaban la categoría de oficiales, pertenecían á las primeras familias de la capital. Iban vestidos de la garganta á los pies con un traje muy ceńido y cubierto de escamas de plata. Su casquete, del mismo metal, estaba rematado por un ave quimérica. Apoyaban la mano izquierda en la empuńadura de su espada, mirando á todas partes con una insolencia de vencedores, ó se inclinaban galantemente ante las familias de los altos personajes que iban llegando para la ceremonia. Algunas mamás, severas y malhumoradas, encontraban atrevida la expresión de sus ojos. Otras matronas, cuya barba empezaba á poblarse de canas, quedaban pensativas y melancólicas á la vista de estos hermosos guerreros, que parecían despertar sus recuerdos. Las seńoritas que ya estaban en edad de afeitarse fingían rubor ante sus miradas audaces; pero las que no se veían objeto de la belicosa admiración se mostraban nerviosas, envidiando á sus compańeras.
Pasó por entre estos guerreros, con toda la austeridad de su carácter universitario y sus opiniones antimilitaristas, el profesor Flimnap. La inesperada aparición del Gentleman-Montańa había dado una importancia extraordinaria á la traductora de inglés. En unas cuantas horas se había convertido en el personaje más interesante de la República. El gobierno le llamaba para conocer sus opiniones; el rector de la primera de las universidades, que hasta entonces le había considerado como un triste catedrático de una lengua muerta y de problemática utilidad, se dignaba sonreirle, y hasta en la noche anterior, después del recibimiento del Hombre-Montańa, lo había invitado á cenar para que en presencia de su familia contase todo lo ocurrido.
Los periodistas de la capital iban detrás de él pidiéndole interviús, y hasta lo adulaban, hablando con entusiasmo de varios libros profesionales que llevaba publicados y nadie había leído. Personas que le miraban siempre con menosprecio hacían detener en la calle su automóvil universitario en figura de lechuza.
–Mi querido profesor Flimnap—gritaban—, siempre he sentido una gran admiración por su sabiduría y soy de los que creen que la patria no le ha dado hasta ahora todo lo que merece por su gran talento. Cuénteme algo del Hombre-Montańa. żEs cierto que se alimenta con carne humana, como van diciendo por ahí los hombres en sus charlas y chismorreos?…
Pero el profesor Flimnap tenía demasiado que hacer para detenerse á contestar las preguntas de las ciudadanas curiosas. Apenas había dormido en la noche anterior. Después de su cena con el jefe supremo de la Universidad se trasladó á la Galería de la Industria para convencerse de que el Gentleman-Montańa podía dormir provisionalmente sobre trescientas cuarenta y dos carretadas de paja que la Administración del ejército había facilitado á última hora. Poco después de amanecer ya estaba en pie el buen profesor, conferenciando con todos sus compańeros del Comité de recibimiento del Hombre-Montańa. Estos, divididos en varias subcomisiones, iban á dirigir á quinientos carpinteros encargados de fabricar, antes de que llegase la noche, una mesa y una silla apropiadas á las dimensiones del gigante, y á una tropa igualmente numerosa de colchoneros, que en el mismo espacio de tiempo fabricarían una cama digna del recién llegado.
El profesor Flimnap se proponía entrar ahora en las habitaciones particulares de uno de los altos seńores del Consejo Ejecutivo, que momentáneamente era el presidente del supremo organismo. Cada uno de los cinco individuos del Consejo lo presidía durante un mes, cediendo su sillón al compańero á quien tocaba el turno.
Estos cinco gobernantes eran mujeres, así como todos los que desempeńaban un cargo en la Administración pública, en la Universidad, en la industria ó en los cuerpos armados. Pero como durante los luengos siglos de tiranía varonil todos los cargos y todas las funciones dignas de respeto habían sido designadas masculinamente, la Verdadera Revolución creyó necesario después de su victoria conservar las antiguas denominaciones gramaticales, cambiando únicamente el sexo á que se aplicaban. Así, las cinco damas encargadas del gobierno eran denominadas Ťlos altos y poderosos seńores del Consejo Ejecutivoť, y las otras mujeres directoras de la Administración pública se titulaban Ťministrosť, Ťsenadoresť, Ťdiputadosť, etc. Por eso Flimnap había protestado al oir que el gigante le llamaba profesora en vez de profesor. En cambio, los hombres, derribados de su antiguo despotismo y sometidos á la esclavitud dulce y carińosa que merece el sexo débil, eran dentro de su casa la Ťesposať ó la Ťhijať, y en la vida exterior, la Ťseńorať ó la Ťseńoritať.
Flimnap había creído necesario, teniendo en cuenta su nueva importancia oficial, llevar bajo el brazo una gran cartera de cuero, semejante á la que ostentaban los altos funcionarios del Estado cuando iban á despachar con los seńores del Consejo Ejecutivo. En esta cartera guardaba las actas de las tres sesiones que había celebrado el Comité de recibimiento del Hombre-Montańa, así como los presupuestos de gastos, presentes y futuros, para la manutención de tan costoso huésped. Además llevaba una traducción, en idioma del país, que había hecho de los versos escritos por el Gentleman-Montańa en su cuaderno de notas.
El buen profesor Flimnap estaba inquieto por la suerte de su protegido. Gillespie le inspiraba un interés que jamás había experimentado por ningún hombre de su propia tierra. Dedicado por completo á los trabajos lingüísticos é históricos, solamente había tratado con mujeres, y éstas eran todas profesores malhumorados y de austeras costumbres. Sentía una temblorosa timidez siempre que el rector le invitaba á alguna de sus tertulias, donde había hombres jóvenes en edad de casamiento, ansiosos de que alguien los sacase á bailar ó que entonaban romanzas sentimentales acompańándose con el arpa.
Además, en su afecto sincero por el recién llegado había algo de egoísmo. Gracias al Gentleman-Montańa, acababa de conocer instantáneamente todas las dulzuras de la celebridad, siendo el personaje más popular de la República en los presentes momentos. Después de la fama de Gillespie venía la suya. ĄQué derrumbamiento tan doloroso en la sombra si el gobierno acordaba la muerte de su gigante!…
La tarde anterior había corrido hacia la capital á toda velocidad del automóvil-lechuza, prestado por su jefe el rector. Los altos seńores del gobierno estaban sobre un estrado junto al camino para ver llegar al prisionero, teniendo á sus espaldas todo el vecindario de la capital, un gentío tan enorme que se perdía de vista. Estos poderosos personajes lo recibieron con grandes muestras de consideración que no correspondían á su humilde rango de profesor. El les hizo los mayores elogios de la intelectualidad del gentleman gigantesco, declarándole distinto á todos los colosos llegados antes al país. Insinuó la conveniencia de guardarlo por mucho tiempo, hasta saber, gracias á su cultura, los adelantos realizados en el mundo de los hombres monstruosos, y copiar lo que resultase aprovechable, si es que realmente había algo digno de imitación, lo que le parecía algo problemático.
–Es lástima que este Hombre-Montańa no sea una mujer….
Los seńores del Consejo miraron con interés á Flimnap después de sus últimas palabras, apreciándolo como un profesor de mérito que había vegetado injustamente en el olvido, y merecería en adelante su alta protección. También halagó los gustos del rector, poderoso personaje cuyos consejos eran siempre escuchados por los seńores del organismo ejecutivo.
El Padre de los Maestros—pues tal era su título honorífico—gustaba mucho de los poetas, y hasta hacía versos cuando no estaba preocupado por sus averiguaciones históricas. Todos los escritores de la República alababan sus poesías como obras inimitables, siendo tales elogios el medio más seguro de alcanzar un buen empleo en la Enseńanza pública.
Al verlo Flimnap en el estrado de los seńores del gobierno, se apresuró á darle la noticia de que el gigante era también poeta, aunque Ťá su modoť, con toda la grosería y la torpeza propias de su sexo, pero ańadiendo que, á pesar de tales defectos, propios de su origen, parecía poseer cierto talento.
–ĄOh Padre de los Maestros!—dijo—. Mańana tendré el honor de entregarle una traducción hecha en nuestro idioma de los versos que he encontrado en el cuaderno de bolsillo del Gentleman-Montańa. Sería deplorable que los altos seńores del Consejo decidiesen su muerte. Mi gusto sería traducir al inglés algunas de las inmortales obras de nuestro admirable Padre de los Maestros, para que ese pobre gigante se entere de que nuestra poesía ha llegado á una altura que jamás conocerá él, no obstante la grandeza material de su organismo.
Sonrió el Padre de los Maestros con modestia; pero esta sonrisa dió la seguridad al profesor de que la vida del gigante estaba asegurada y que éste tendría ocasión de leer los versos del rector traducidos al inglés.
Luego, Flimnap recomendó á todos los ocupantes del estrado gubernamental que mirasen al monstruo con los lentes de disminución que había traído un compańero suyo de la Universidad, profesor de Física, pues así podrían apreciarle tal como era.
Al entrar al día siguiente en el despacho del jefe mensual del gobierno, vió con alegría que el doctor Momaren, el Padre de los Maestros, estaba hablando con el supremo magistrado. Flimnap, antes de dar cuenta al presidente de todos sus trabajos, ofreció á Momaren varias hojas de papel con la traducción de los versos de Gillespie. El Padre de los Maestros, colocándose ante los ojos unas gafas redondas, empezó su lectura junto á una ventana. Cuando Flimnap acabó su informe sobre los trabajos para la instalación del gigante, el personaje universitario se aproximó conservando los papeles en su diestra.
–Algo flojitos—dijo con una severidad desdeńosa—. Son indiscutiblemente versos de hombre, y de hombre enorme. Pero sería injusto negarle cierta inspiración, y hasta me atrevo á decir que aquí entre nosotros aprenderá mucho, si es que llega á ejercitarse en el idioma nacional.
–Para eso, Ąoh Padre de los Maestros!—dijo Flimnap—, será preciso que el pobre gigante viva.
–Mi opinión es que debe vivir—interrumpió el presidente—. Mi esposa y mis nińas lo encontraron ayer muy simpático al verle entrar en la ciudad. Un hijo mío, que es del ejército del aire y montaba una de las máquinas que lo condujeron, me ha contado cosas muy graciosas de él. Todos los muchachos de la Guardia gubernamental lo encuentran igualmente muy agradable, y hasta algunos afirman que es hermoso…. Tuvo usted una buena idea, profesor Flimnap, al aconsejar que lo mirásemos con lentes de disminución…. Yo opino que debemos dejarle vivir, aunque sea únicamente por una temporada corta. Resultará carísimo, pero la República puede permitirse este lujo, lo mismo que mantiene á los animales raros de su Jardín Zoológico. Y usted żqué opina de esto, ilustre amigo Momaren?
El Padre de los Maestros, convencido de que para el jefe del gobierno resultaba infalible la menor de sus palabras, se limitó á decir con lentitud:
–Opino lo mismo.
–Entonces—continuó el presidente—, si usted manifiesta esa opinión á mis compańeros de Consejo, como todos ellos respetan mucho su alta sabiduría, la vida del gigante queda segura.
El profesor Flimnap, deseoso de ocultar la satisfacción que le producían estas palabras, se apresuró á pedir la venía de los dos altos personajes para abandonar el salón. Llegaba hasta él un rumor creciente de muchedumbre. El gran patio del palacio debía estar ya repleto de invitados. Una música militar sonaba incesantemente.
Escapó Flimnap por unos pasillos poco frecuentados, temiendo tropezarse con los periodistas, que iban á la zaga de él desde el día anterior pidiéndole noticias frescas. Dos diarios de la capital, siempre en escándalos á rivalidad, publicaban cada tres horas una edición con detalles nuevos sobre el Hombre-Montańa y sus costumbres, poniendo en boca del pobre sabio mentiras y disparates que le hacían rugir de indignación. Uno de los diarios defendía la conveniencia de respetar la vida del gigante, y esto había bastado para que la publicación contraria exigiese su muerte inmediata, por creer que la voracidad tremenda de tal huésped acabaría por sumir al país en la escasez, siendo causa de que miles y miles de compatriotas pereciesen de hambre.
El profesor odiaba por igual á los dos periódicos y á las demás publicaciones, que enviaban sus redactores detrás de él como si fuesen perros perseguidores de un ciervo asustado.
Deseoso de pasar inadvertido, subió á los pisos superiores con la esperanza de encontrar un asiento en las galerías que daban al patio, y estaban ocupadas esta mańana por las esposas y las hijas de todos los personajes de la República.
Su galantería de mujer bien educada le obligó á permanecer de pie, para no privar de asiento á los seres débiles y masculinos de larga túnica y amplio manto que habían venido á presenciar la fiesta. La gloria del profesor iba acompańada de una nueva visión de la existencia. Nunca le había parecido la vida tan hermosa y atrayente. Todas aquellas matronas de barba canosa y brazos algo velludos, graves y seńoriles, con la majestad de la madre de familia, no podían conocerle por la razón de que él había rehuido hasta entonces las dulzuras y placeres de la vida social. Nadie podía adivinar en su persona al célebre profesor Flimnap, tan alabado por todos los periódicos. Después hizo memoria de que en la misma mańana los diarios más importantes habían publicado su retrato, y procuró ocultar el rostro cada vez que un hombre se echaba atrás el velo para mirarle con vaga curiosidad.
Se fué tranquilizando al notar que las damas sólo se fijaban en el fondo del patio, ocupado únicamente por las mujeres. Los guerreros de la Guardia, siempre con una mano en la empuńadura de la espada y acariciándose con la otra sus rizosas melenas, miraban á lo alto, sonriendo á las seńoritas, emocionadas bajo sus guirnaldas de flores y sus velos. Algunas de ellas, que ya se consideraban en edad de matrimonio por haberles apuntado la barba, contestaban á estas miradas con guińos, que equivalían á frases amorosas, evitando el ser vistas por las ceńudas matronas sentadas á su lado. Este espectáculo frívolo, que un día antes habría sido despreciado por Flimnap, le emocionaba ahora con honda sensación de ternura.
–ĄOh, amor!… Ąamor!—murmuró el sabio.
La vida es hermosa, y él reconocía que guarda dulzuras y misterios no sospechados por la Universidad.
Para vencer esta emoción inoportuna, se fué fijando en los personajes que llenaban el patio. Un estrado, todavía desierto, era para el Consejo Ejecutivo, los ministros y demás dignatarios. En otros estrados, ya casi llenos, estaban los padres y los esposos de todas las damas que ocupaban las galerías. Flimnap conocía á muchos por los retratos aparecidos en los periódicos. Eran personajes parlamentarios, famosos á causa de sus discursos. Algunos habían pertenecido al Consejo Ejecutivo y deseaban volver á él, apelando á toda clase de intrigas para conseguirlo.
Guiado por la curiosidad y los comentarios de varias damas barbudas, acabó por fijarse el profesor en una de las mujeres que ocupaban el estrado de los senadores. Era Gurdilo, el célebre jefe de la oposición al actual gobierno: una hembra alta, desprovista de carnes, con el cutis avellanado como si fuese de correa, y unos tendones gruesos y tirantes que se marcaban en el cuello, en los brazos y en las demás partes visibles de su cuerpo. Los ojos tenían una agudeza fija é imperiosa, y su gesto era avinagrado, como de persona eternamente indignada contra todo lo que no es obra suya.
El profesor, que por vivir dedicado á sus raros y profundos estudios concedía escasa atención á las cuestiones de actualidad, no se había fijado nunca en este personaje; pero ahora le miró con gran interés. Adivinaba en él á un enemigo del Gentleman-Montańa. Bastaría que el gobierno decidiese el indulto de Edwin para que Gurdilo aconsejase su muerte, como si de esto dependiese la felicidad nacional. Además, el diario que pedía la supresión del Hombre-Montańa había ya reproducido en una de sus ediciones ciertas palabras inquietantes del temible jefe de la oposición.
Vió el profesor cómo agitaba los brazos con violencia al hablar á sus compańeros del Senado, al mismo tiempo que fruncía el entrecejo y torcía la boca con un gesto de escandalizada severidad. Esto le hizo creer que estaba protestando de la ceremonia presente, de que el pobre gigante hubiese sido conducido á la capital; en una palabra, de todo lo hecho por el Consejo Ejecutivo y de cuanto pensase hacer.
Pero las observaciones del profesor fueron interrumpidas repentinamente por el principio de la ceremonia. La música militar, que seguía tocando en el patio, quedó ensordecida por el redoble de una gran banda de tambores que se aproximaba viniendo del interior del palacio.
Los altos y poderosos seńores del Consejo Ejecutivo sólo podían presentarse en las ceremonias oficiales rodeados de gran pompa.
Entraron en el patio los tambores, que eran unos treinta, y detrás de ellos igual número de trompeteros. A continuación desfiló una tropa del ejército de línea, ó sea de aquellas muchachas con casco de aletas que Gillespie había visto al despertar. Los soldados iban armados, unos con arcos y otros con alabardas. Después pasaron los guardias porta-espada, llevando con la punta en alto y sostenidos por sus dos manos cerradas sobre el pecho unos mandobles enormes que brillaban lo mismo que si fuesen de plata.
De los tiempos del Imperio quedaba aún el ceremonial absurdamente ostentoso de que se rodean los déspotas. Varios pajecillos pasaron moviendo altos abanicos de plumas blancas para que ningún insecto viniese á molestar á los cinco magistrados supremos de la República. Después fueron desfilando éstos uno por uno, pero no á pie, sino en cinco literas llevadas á hombros por hijos de personajes influyentes, pues tal honor representaba el principio de una gran carrera administrativa. Las muchachas portadoras de las literas del Consejo eran enviadas después á gobernar alguna provincia lejana.
Pasaron igualmente las literas de los presidentes del Senado y de la Cámara de diputados, y á continuación la del rector de la Universidad, que tenía la forma de una lechuza y era llevada á brazos por cuatro profesores auxiliares. Finalmente, cerraban la marcha, pero á pie, los ministros, los altos funcionarios y un destacamento de la Guardia gubernamental con largas lanzas.
Cuando los cinco del Consejo Ejecutivo y el Padre de los Maestros con sus respectivos séquitos se instalaron en el estrado de honor, cesaron de sonar las trompetas, los tambores y la música, haciéndose un largo silencio. Iba á empezar el desfile de las cosas maravillosas que formaban el equipaje del Hombre-Montańa.
Un alto funcionario del Ministerio de Justicia, del cual dependían todos los notarios de la nación, avanzó con un portavoz en una mano y ostentando en la otra un papel que contenía las explicaciones facilitadas por el doctor Flimnap, después de haber traducido los rótulos de numerosos objetos pertenecientes al gigante. Estas explicaciones arrancaron muchas veces largas carcajadas á la muchedumbre pigmea, que sentía compasión por la ignorancia y la grosería del coloso. En otros momentos, el enorme concurso quedaba en profundo silencio, como si cada cual, ante las vacilaciones del inventario, buscase una solución para explicar la utilidad del objeto misterioso.
Lo que todos comprendieron, gracias á las explicaciones del profesor de inglés, fué el contenido y el uso de unas torres brillantes como la plata, que fueron pasando por el patio colocada cada una de ellas sobre un vehículo automóvil. Estos torreones tenían cubierto todo un lado de sus redondos flancos con un cartelón de papel, en el que había trazados signos misteriosos, casi del tamańo de una persona.
La ciencia de Flimnap había podido desentrańar este misterio gracias á la interpretación de los rótulos. Eran latas de conservas. Pero aunque el traductor no hubiese prestado sus servicios científicos, el olfato sutil de aquellos pigmeos habría descubierto el contenido de los enormes cilindros, á pesar de que estaban herméticamente cerrados. Para su agudeza olfativa, el metal dejaba pasar olores casi irresistibles por lo intensos. Todos aspiraban con fuerza el ambiente, desde los cinco jefes del gobierno hasta los pajecillos porta-abanicos.
El paso de cada torreón deslumbrante era acogido con un grito general: ŤĄEsto es carne!…ť Poco después decían á coro: ŤĄEsto es tomate!…ť Transcurridos unos minutos, afirmaban á gritos: ŤĄAhora son guisantes!ť y todos se asombraban de que un ser en figura de persona, aunque fuese un coloso, pudiera alimentarse con tales materias que esparcían un hedor insufrible para ellos, casi igual al que denuncia la putrefacción.
Deseosos de suprimir cuanto antes esta molestia general, los organizadores del desfile hicieron aparecer en el patio á una veintena de siervos desnudos, llevando entre ellos, muy tirante y rígida, una especie de alfombra cuadrada, de color blanco, con un ribete suavemente azul, y que ostentaba en uno de sus ángulos un jeroglífico bordado, que, según la declaración del profesor Flimnap, se componía de letras entrelazadas.
Aquí la ciencia del universitario se extendía en luminosa digresión para explicar á sus compatriotas la existencia del pańuelo entre los Hombres-Montańas, el uso incoherente que le dan y las cosas poco agradables que depositan en él. Pero, como ocurre siempre en las grandes solemnidades, el público no prestó atención á las explicaciones del hombre de ciencia, prefiriendo examinar directamente lo que tenía ante sus ojos.
Un perfume de jardín que parecía venir de muy lejos empezó á esparcirse por el patio, haciendo olvidar los densos hedores exhalados por las torres plateadas. Las seńoras y seńoritas de las galerías se agitaron aspirando con deleite esta esencia desconocida. Las mamás hablaban entre ellas, buscando semejanzas y similitudes con los perfumes de moda entre el sexo masculino. Algunas concentraban su atención para poder explicar en el mismo día á los perfumistas de la capital la rara esencia del Hombre-Montańa, y que la fabricasen, costase lo que costase.
Luego entraron más siervos desnudos llevando á brazo nuevos objetos. Seis de ellos sostenían como un peso abrumador el libro de notas cuyas hojas había traducido Flimnap. Después otros atletas pasaron, rodando sobre el suelo, lo mismo que si fuesen toneles, varios discos de metal, grandes, chatos y exactamente redondos, encontrados en los bolsillos del gigante.