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El paraiso de las mujeres
El paraiso de las mujeres

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El paraiso de las mujeres

Язык: es
Год издания: 2018
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El ingeniero se fué levantando sobre un codo, y este pequeńo movimiento derribó varias escalas portátiles que aún estaban apoyadas en su cuerpo y habían servido para el registro efectuado horas antes. Tres enanos que vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y trotaron á continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir se llevaban las manos á diferentes partes de sus cuerpos magullados, mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de la selva.

Al fin Gillespie quedó sentado, teniendo como vecinos más inmediatos á la profesora y sus secretarios, que ocupaban el automóvil-lechuza, y por otro lado á los tripulantes de las cuatro máquinas aéreas, las cuales se movían dulcemente al extremo de sus hilos metálicos, flácidos y sin tensión.

En esta nueva postura Gillespie pudo ver mejor á la muchedumbre. Sus ojos se habían acostumbrado á distinguir los sexos de esta humanidad de dimensiones reducidas, completamente distinta á la del resto de la tierra. Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes ó trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres.

Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza. Eran las primeras hembras que encontraba semejantes á las de su país. Debían pertenecer á alguna familia importante de la capital; tal vez era la esposa de un alto personaje acompańada de sus tres hijas. Concentró su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres seńoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La madre, algo cuadrada á causa de la obesidad propia de los ańos, prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura.

Un oficial de los del casquete alado corrió galantemente á proteger á las recién llegadas, con el interés que merece el sexo débil, y las tres seńoritas acogieron con gesto ruboroso las atenciones del militar.

Gillespie se dió cuenta de que la doctora seguía sus impresiones con ojos atentos, sonriendo de su asombro.

–Ya le dijo, gentleman, que vería usted grandes cosas. No olvide que este es el país de la Verdadera Revolución.

Todavía pudo hacer Edwin nuevas observaciones. Vió con estupefacción entre el público, repelido y mantenido á distancia por la fuerza armada, mujeres menos lujosas que la familia recién venida de la capital, pero igualmente con largas túnicas…. Y sin embargo parecían hombres á causa de sus barbas ó de sus rostros azulados por el rasuramiento. En cambio, todos los individuos de aspecto civil que llevaban pantalones y mostraban ser trabajadores del campo, obreros de la ciudad ó acaudalados burgueses, venidos para conocer al gigante, tenían el rostro lampińo y las formas abultadas de la mujer.

Encontró, sin embargo, algunas excepciones, que sirvieron para desorientarlo en sus juicios. Vió verdaderos hombres, cuyo aspecto vigoroso no se prestaba á equívocos, y que, sin embargo, marchaban sin el embarazo de las faldas. Estos hombres iban casi desnudos, al aire su fuerte musculatura, y sin más vestimenta que un corto calzoncillo. Todos ellos mostraban la pasividad resignada, la fuerza brutal y sin iniciativa de las bestias de labor. Algunos acababan de desengancharse de pesadas carretas, de las cuales habían venido tirando hasta el lindero del bosque, y se limpiaban el sudoroso cuerpo. Otros lavaban y secaban los grandes aparatos que habían servido para la narcotización y el registro del gigante.

Vió además Gillespie que la mayor parte de los jinetes que mantenían en respeto á la muchedumbre eran hombres igualmente; hombres enormes y barbudos, con una expresión de estupidez disciplinada, de brutalidad automática, reveladora de su situación inferior. A pesar de que iban armados con grandes cimitarras, su traje era una túnica igual á la de las mujeres. Todos ellos parecían simples soldados. Varias muchachas de bélica elegancia, llevando sobre sus cortas melenas el casquete alado, hacían caracolear sus caballos entre las de estos guerreros inferiores, dándoles órdenes con un laconismo de jefes.

La doctora volvió á interrumpir las reflexiones del prisionero.

–Antes de que emprendamos la marcha á la capital, creo oportuno que tome usted un ligero refrigerio. Mi gusto hubiese sido prepararle un desayuno al estilo de nuestro país, pero no hemos tenido tiempo para ello, pues, como lo dije, su vida estaba en peligro, y nadie piensa en dar de almorzar á un muerto. Podía haber hecho traer algunas de las latas de conserva que guarda usted en su embarcación, pero ésta se halla ya muy lejos.

La noticia hizo perder su calma al gigante…. ĄVerse privado de un bote que representaba la única probabilidad de volver al mundo de sus semejantes!…

–Poco después de la salida del sol—continuó la traductora—se han encargado de remolcarlo hasta el puerto de la capital los navíos de nuestra escuadra del Sol Naciente.

Gillespie necesitó mostrar su mal humor con palabras ofensivas.

–żY qué navíos son esos?… żCómo unos barquitos iguales á juguetes, con sólo la fuerza de sus velas, van á poder remolcar mi bote, dentro del cual cabe amontonada toda esa escuadra del Sol Naciente?…

–Gentleman—dijo la profesora con sequedad—, nuestros buques no tienen velas; eso fué en tiempos remotos. Nuestros navíos navegan á voluntad sobre el agua y por debajo del agua. La misma energía que mueve nuestras máquinas terrestres y aéreas agita las colas de ellos con igual fuerza que las de los peces más veloces…. De su tamańo no creo necesario hablar. El tamańo no significa nada. Nosotros hemos llegado á poseer navíos más grandes que el que le trajo á usted, y los suprimimos por inhábiles para defenderse.

Hubo un largo silencio después de las palabras poco cordiales cruzadas entre los dos. Pero la doctora no parecía tenaz en sus rencores y siguió hablando:

–He tenido que improvisar un ligero desayuno con lo que encontré más á mano. Perdone usted su frugalidad y su monotonía. Cuando estemos en la capital (si es que los altos seńores del Consejo Ejecutivo quieren concederle la vida á perpetuidad, ó sea hasta que perezca usted de muerte ordinaria), estoy seguro de que comerá mejor.

Sin separarse el portavoz de la boca, empezó á rugir otra vez una serie de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos del bosque.

Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón. Esta bomba la acababan de limpiar los vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron á salir de la selva rebańos de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían enormes junto á los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en realidad para Gillespie mayor tamańo que una rata vieja. A los pocos momentos eran centenares; al final llenaron la mayor parte de la pradera, siendo más de mil.

Numerosos enanos, que por sus trajes parecían hombres de campo y en realidad eran mujeres, silbaron y agitaron sus cayados para ordenar y agrupar á estos animales.

–Es todo lo que hemos podido reunir—dijo la profesora—. El Comité de recibimiento del Hombre-Montańa, nombrado anoche por el gobierno, no ha tenido tiempo para preparar mejor las cosas. Sin embargo, en pocas horas nuestras máquinas terrestres y aéreas han llegado á requisar todas las vacas existentes en un radio de diez millas, como diría usted. Y ahora, gentleman, vuelva á tenderse; adopte su primera postura para tomar un poco de leche.

Pero Gillespie estaba pensativo desde mucho antes. Se dispuso á obedecer la orden y luego se detuvo para mirar con una expresión interrogante á la universitaria.

–Una palabra nada más, y en seguida me tiendo.

La doctora le hizo ver con un gesto que estaba dispuesta á escucharle. El americano mostró con un dedo los automóviles que le rodeaban, después las máquinas aéreas inmóviles en el espacio, y finalmente las esbeltas muchachas del casquete alado, armadas con lanzas, arcos y sables.

–No comprendo, profesora….

–Llámeme profesor—interrumpió la dama universitaria—. Profesor Flimnap.

–Está bien—continuó el americano—. Digo, profesor Flimnap, que no puedo comprender todas esas armas primitivas al lado de tanta máquina terrestre y aérea, que me parecen perfectas, y de esa escuadra del Sol Naciente de que me ha hablado antes.

El doctor hembra sonrió con superioridad.

–Ya le dije que los Hombres-Montańas deben asombrarse cuando nos visitan, así como nosotros nos asombrábamos al verles en otros tiempos. Hay cosas que no comprenderá usted nunca si no le damos una explicación preliminar. Y esta explicación sólo la recibirá usted si los altos seńores del Consejo Ejecutivo quieren que viva. En cuanto á la desproporción entre nuestras armas y nuestras máquinas, no debe usted preocuparse de ella. Vivimos organizados como queremos, como á nosotros nos conviene.

El joven no quiso mostrarse vencido por el aire de superioridad con que fueron dichas tales palabras, y ańadió:

–Entre los objetos que han sacado de mis bolsillos habrá visto usted seguramente una máquina de hierro formada por un tubo largo y un cilindro con otros seis tubos más pequeńos, dentro de los cuales hay lo que llamamos una cápsula, que se compone de una porción de substancia explosiva y un pedazo de acero cónico. Tengan mucho cuidado al mover la tal máquina, porque es capaz de hacer volar á uno de los navíos de su escuadra del Sol Naciente. Con varias máquinas de la misma clase ustedes serían mucho más fuertes que lo son ahora.

La universitaria abandonó el portavoz para reir con una serie da carcajadas que le hicieron llevarse las manos á las dos curvas superpuestas de su pecho y de su abdomen.

–ĄCuántas palabras—dijo al extinguirse su risa—, cuántas palabras para describirme un revólver! ĄPero si yo conozco eso tan bien como usted!… Las gentes que hoy han visto el suyo (los cargadores y los marineros) seguramente que no saben lo que es; pero para nosotros, las personas estudiosas, esa máquina del tubo grande y de los seis tubos con sus cápsulas explosivas resulta una verdadera antigualla. Además, la consideramos repugnante é indigna de todo recuerdo. No intente, gentleman, deslumbrarnos con sus descubrimientos. Aquí sabemos más que usted. Prescinda da nuevas observaciones y acuéstese prontito á tomar su leche.

El americano tuvo que obedecer, avergonzado de su derrota. Las vacas, en fila incesante, subían y bajaban por una dobla rampa situada junto á la bomba. Cuando estaban en lo alto, al lado da la boca del receptáculo, los siervos forzudos las ordeńaban rápidamente con un aparato, arrojando la leche en el interior del enorme vaso de metal. Varios hombres tomaron el doble balancín del pistón para subirlo y bajarlo, impeliendo el líquido del interior. Mientras tanto, otros de los siervos desnudos desarrollaban los flexibles anillos de una manga de riego ajustada á la bomba.

–Abra usted la boca, Gentleman-Montańa—ordenó el profesor hembra.

Gillespie obedeció, é inmediatamente le introdujeron entre los labios una barra de metal ampliamente perforada, de la que surgía un chorro de leche más grueso que el brazo musculoso de cualquiera de aquellos atletas. Gillespie bebió durante mucho tiempo este hilillo de líquido dulzón, algo más claro que la leche de otros países.

–żQuiere usted más?—preguntó la traductora—. No tema ser importuno. Nuestros agentes continúan en este momento su requisa de vacas por todos los distritos inmediatos.

Pero el gigante se mostraba ahito del amamantamiento por manga de riego, é hizo un gesto negativo.

Volvió á rugir el portavoz dando órdenes, y huyeron las vacas hacia la selva, perseguidas por los gritos, las pedradas y los garrotes en alto de sus conductores. Desapareció igualmente la máquina que había servido el desayuno, y los siervos atletas empezaron á trabajar en torno del cuerpo de Gillespie.

En un momento le libraron de las ligaduras que sujetaban sus muńecas y sus tobillos. Al desliarse el enroscamiento de los hilos metálicos, las máquinas voladoras tiraron de estos cables sutiles, haciéndolos desaparecer. Pero no por esto se alejaron. Las cuatro permanecieron inmóviles en el mismo lugar del espacio, como si esperasen órdenes.

–Gentleman—volvió á decir Flimnap—, ha llegado el momento más difícil para mí. Vamos á partir para la capital, y necesito recordarle que la continuación de su existencia no es aún cosa segura. Falta saber qué opinión formarán de usted las altas personalidades del Consejo Ejecutivo. Pero yo tengo cierta confianza, porque el corazón justo y fuerte de las mujeres es siempre piadoso con la debilidad y la ignorancia del hombre. Además, cuento con la buena impresión que producirá su aspecto.

ťUsted es muy feo, gentleman; usted es simplemente horrible. Su piel, vista por nuestros ojos, aparece llena de grietas, de hoyos y de sinuosidades. Como usted no ha podido afeitarse en dos ó tres días, unas cańas negras, redondas y agujereadas empiezan á asomar por los poros de su piel, creciendo con la misma rigidez que el hierro. Pero si le miran á usted con una lente de disminución, si le ven empequeńecido hasta el punto de que se borren tales detalles, reconozco que tiene usted un aspecto simpático y hasta se parece á algunas de las esposas de las altas personalidades que nos gobiernan. Yo pienso llegar á la capital mucho antes que usted, para rogar al Consejo Ejecutivo que le mire con lentes de tal clase. Así, su juicio será verdaderamente justo….

ťY ahora, perdóneme lo que voy á ańadir. Yo no figuro en el gobierno; no soy mas que un modesto profesor de Universidad. Si de mí dependiese, le llevaría hasta la capital sin precaución alguna, como un amigo. Pero el gobierno no le conoce á usted y guarda un mal recuerdo de la grosería de los Hombres-Montańas que nos visitaron en otros tiempos. Teme que se le ocurra durante el camino derribar alguna casa de un puntapié ó aplastar á las muchas personas que acudirán á verle. Puede usted perder la paciencia; la curiosidad del público es siempre molesta; hay hombres que ríen con la ligereza y la verbosidad propias de su sexo frívolo; hay nińos que arrojan piedras, á pesar de la buena educación que se les da en las escuelas. El sexo masculino es así. Por más que se pretenda afinarle, conserva siempre un fondo originario de grosería y de inconsciencia. En fin, gentleman, tenemos orden de llevarle atado hasta nuestra capital, pero marchando por sus propios pies.

ťNada de fabricar una enorme carreta y de amarrarle sobre ella, siendo arrastrado por centenares de caballos. Esto resultaría interminable y haría durar su viaje varios días. Además, es indigno de nuestro progreso, á pesar de que usted nos cree bárbaros porque hemos querido olvidar la existencia de la pólvora. En tres horas llegaremos á la capital. Usted podrá marchar á grandes pasos, sin salirse del camino, y le escoltarán á gran velocidad nuestras máquinas terrestres y voladoras. Pero como nuestros gobernantes no le conocen y temen una humorada como las de aquel Hombre-Montańa que se enloquecía bebiendo un líquido cáustico, será usted sometido á las siguientes precauciones:

ťUna máquina voladora irá delante, después de haber enroscado un cable á su cuello. Otra volará detrás, con su cable amarrado á las dos manos de usted cruzadas sobre la espalda. Puede avanzar sin miedo. Los tripulantes de nuestros voladores conservarán siempre flojos estos lazos metálicos. Pero por si usted intentase (lo que no espero) alguna travesura, le advierto que los guerreros del aire tienen orden de dar un tirón inmediatamente con toda la fuerza de sus máquinas, y que los tales cables metálicos cortan lo mismo que una navaja de afeitar…. Y ahora, gentleman, póngase de pie con cierta precaución, para no causar graves dańos en torno de su persona. Debemos separarnos por unas horas; yo marcho delante. Además, la comunicación va á quedar interrumpida entre nosotros desde el momento que usted recobra la posición vertical, aislándose en su grandeza inútil.

El ingeniero quiso protestar, algo ofendido por las precauciones á que se le sometía.

–Ni una palabra más—insistió el doctor—. Le advierto que anoche casi demolió usted en la obscuridad una de nuestras máquinas voladoras al dar un zarpazo en el aire. Faltó poco para que cayese al suelo desde una altura enorme, matándose sus tripulantes. Después de esto, reconocerá que nuestro gobierno obra prudentemente al no tratarle con una confianza ciega.

Se apartó el vehículo-lechuza, sin que por esto la traductora, dejase de dar órdenes á través de su bocina.

Gillespie, después de convencerse de que no quedaban cerca de él personas ni animales á los que pudiera aplastar, empezó á incorporarse. Sus piernas, tras una inmovilidad de tantas horas, estaban entumecidas y se resistían á obedecerla. Al fin se puso de pie después de largas vacilaciones, y al recobrar su posición vertical, los árboles más altos quedaron á la altura de su pecho. Todo su busto sobrepasaba la centenaria vegetación, y la muchedumbre de enanos, casi invisible bajo el ramaje, saludó con un largo rugido la cabeza del gigante al surgir ésta por encima del bosque. Podían apreciar ahora la grandeza del Hombre-Montańa mejor que cuando le veían tendido en el suelo.

Los tripulantes de las máquinas voladoras se unieron á esta ovación haciendo evolucionar sus quiméricas bestias en torno del rostro de Gillespie. Pasaban tan cerca, que éste tuvo que echar atrás su cabeza por dos veces, temiendo que le cortase la nariz una de aquellas alas escamosas con sus puntas agudas como cuchillos. Las muchachas del casquete dorado y larga pluma saludaban con risas los movimientos inquietos del gigante. Pero una orden venida de abajo acabó con estos juegos, restableciendo el silencio. Todavía la traductora rugió su última orden, antes de partir.

–Gentleman-Montańa, Ąlas manos atrás! Gillespie lo hizo así, y, apenas hubo cruzado sus manos sobre la espalda, sintió en torno de las muńecas algo que parecía vivo y se enrollaba con una prontitud inteligente. Era el cable metálico de la máquina que iba á volar detrás de él. Al mismo tiempo, otro monstruo del aire descendió con toda confianza al verle con las manos sujetas, y quedó flotando cerca de sus ojos.

Ahora pudo ver bien á sus tripulantes: cuatro jóvenes rubias, esbeltas y de aire amuchachado. Gillespie hasta les encontró cierta semejanza con miss Margaret Haynes cuando jugaba al tennis. Estas amazonas del espacio le saludaron con palabras ininteligibles, enviándole besos. Él sonrió, y al oir las carcajadas de ellas pudo adivinar que su sonrisa debía parecerles horriblemente grotesca. Estos seres pequeńos veían todo lo suyo ridiculamente agrandado.

La consideración de su caricaturesca enormidad le puso triste, pero las guerreras aéreas volvieron á enviarle besos, como un consuelo, y hasta una de ellas dirigió contra su nariz dos rosas que llevaba en el pecho. Querían pedirle, sin duda, perdón por lo que iban á hacer con él cumpliendo órdenes superiores.

Del fondo de la máquina voladora partió, silbando, un hilo plateado, que, después de dar varias vueltas en el aire como una serpiente delgadísima, se metió por la cabeza de Gillespie, no parando hasta sus hombros. El ingeniero se sintió cogido lo mismo que las reses de las praderas americanas á las que echan el lazo. Un pequeńo alejamiento del avión, que tenía la forma y los colores de un lagarto alado, estrechó en torno del cuello de Edwin el cable metálico.

Bajando sus ojos pudo examinarlo de cerca. Parecía hecho de un platino flexible y era inútil todo intento de romperlo. Por el contrario, un movimiento violento bastaría para que se introdujese en su carne lo mismo que una navaja de afeitar, como había dicho el profesor hembra.

Las tripulantes del lagarto aéreo tiraron ligeramente de este hilo metálico, y Gillespie, comprendiendo el aviso, dió el primer paso. Ningún obstáculo terrestre se oponía á su marcha. La pradera estaba ahora limpia de gente, lo mismo que los linderos del bosque. Todas las máquinas rodantes, así como las tropas de á pie y á caballo, habían abierto la marcha, empujando á la muchedumbre para que se apartase del camino.

Guiado por la máquina voladora que iba delante y dirigido igualmente por la máquina de atrás, que funcionaba á modo de timón, Gillespie sólo tenía que fijarse en el suelo para ver dónde colocaba sus pies.

Empezó á marchar por un camino de gran anchura para aquellos seres diminutos, pero que á él le pareció no mayor que un sendero de jardín. Durante media hora avanzaron entre bosques; luego salieron á inmensas llanuras cultivadas, y pudo ver cómo se iba desarrollando delante de él, á una gran distancia, la vanguardia de su cortejo, compuesta de máquinas rodantes y pelotones de jinetes. A su espalda levantaban una segunda nube de polvo las tropas de retaguardia, encargadas de contener á los curiosos.

Sólo algunos audaces, contraviniendo las órdenes, se atrevían á llegar á los bordes del camino. En torno de los pueblos de agricultores hervía el vecindario, gritando y agitando sus gorras al pasar el gigante. Su estatura permitía que lo viesen á larguísimas distancias.

Le obligaron á marchar sin descanso, porque el Consejo Ejecutivo deseaba conocerle antes de que anocheciese. A las dos horas distinguió por encima de una sucesión de gibas del camino, penosamente remontadas por la vanguardia del cortejo, una especie de nube blanca que se mantenía á ras de tierra.

Estaba envuelta en el temblor vaporoso de los objetos indeterminados por la distancia. Sólo él podía abarcar con su mirada una extensión tan enorme. Los tripulantes del lagarto volador examinaban la misma nube, pero con el auxilio de aparatos ópticos.

Una de las amazonas aéreas le gritó algunas palabras en su idioma, al mismo tiempo que seńalaba con un dedo la remota mancha blanca. El gigante le contestó con una sonrisa indicadora de su comprensión.

A partir de este momento la nube fué tomando para él contornos fijos. Salieron poco á poco de la vaporosa vaguedad grandes palacios blancos, torres con cúpulas brillantes, toda una metrópoli altísima, en la que los edificios parecían de proporciones desmesuradas, sin duda porque sus pequeńos habitantes, por la ley del contraste, sentían el ansia de lo enorme.

Esta capital de la República de los pigmeos se llamaba Mildendo en otros tiempos. żCómo se titularía en el presente, después de haber ocurrido lo que el profesor Flimnap llamaba la Verdadera Revolución?…

IV

Las riquezas del Hombre-Montańa

El antiguo palacio imperial, construído por los soberanos de la penúltima dinastía, ocupaba el centro de la ciudad y era la residencia de los altos seńores del Consejo Ejecutivo.

Incendiado repetidas veces en el curso de los siglos y bombardeado durante las guerras, había sufrido numerosas reconstrucciones; pero la más grande y vistosa databa de pocos ańos después de la Verdadera Revolución, suceso que había iniciado un nuevo período histórico. Los cinco seńores del Consejo Ejecutivo vivían en el centro del palacio; en una ala estaba la Cámara de diputados, y en la opuesta, el Senado.

A la mańana siguiente de la entrada de Edwin en la capital, este palacio, que era como el corazón de la República, reanudó su vida más temprano que en los días anteriores. Fueron llegando los altos empleados del gobierno y casi todos los diputados y senadores, á pesar de que las sesiones parlamentarias sólo empezaban á celebrarse después de mediodía.

En sus inmediaciones se aglomeró una muchedumbre de curiosos para ver cómo centenares de siervos, con la ayuda de varias grúas, iban descargando de una fila de camiones-automóviles enormes y misteriosos objetos, cuya aparición era saludada con largos murmullos de asombro. Todo el pueblo recordaba el espectáculo extraordinario de la tarde anterior, cuando llegó el Hombre-Montańa á los alrededores de la ciudad. El Consejo Ejecutivo había determinado darle alojamiento en la antigua Galería de la Industria, recuerdo de una Exposición universal celebrada diez ańos antes.

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