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El paraiso de las mujeres
El paraiso de las mujeres

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El paraiso de las mujeres

Язык: es
Год издания: 2018
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–Ya no hay remedio—se dijo—. Me han mordido las víboras.

Y cayó vencido por el sueńo, como si se esparciese por todo su cuerpo el sopor de un narcótico.

Cuando despertó, tuvo inmediatamente la certidumbre de habar dormido muchas horas. El sol estaba alto, y al abrir los ojos se vió obligado á cerrarlos inmediatamente. Ladeó la cabeza, huyendo de la causticidad de su luz, y poco á poco fué entreabriendo el ojo más inmediato á la tierra, mientras conservaba cerrado el otro.

Al extenderse esta visión única casi á ras del suelo, fué tal la sorpresa experimentada por él, que volvió por segunda vez á juntar sus párpados. Debía estar durmiendo aún. Lo que acababa de ver era una prueba de que se hallaba sumido todavía en el mundo incoherente de los ensueńos. Dejó transcurrir algún tiempo pura resucitar en su interior las facultades que son necesarias en la vida real. Después de convencerse de que no dormía, de que se hallaba verdaderamente despierto, volvió á abrir sus párpados lentamente, y se estremeció con la más grande de las sorpresas viendo que persistía el mismo espectáculo.

Todo el lado de la pradera que llegaba á abarcar con su ojo abierto, así como la linde de la masa de matorrales y la tierra que quedaba entre sus troncos, estaban ocupados por una muchedumbre de seres humanos, idénticos en sus formas á los componentes de todas las muchedumbres. Pero lo que él creía matorrales eran árboles iguales á todos los árboles y formando un bosque que se perdía de vista. Lo verdaderamente extraordinario era la falta de proporción, la absurda diferencia entre su propia persona y cuanto le rodeaba. Estos hombres, estos árboles, así como los caballos en que iban montados algunos de aquellos, hacían recordar las personas y los paisajes cuando se examinan con unos gemelos puestos al revés, ó sea colocando los ojos en las lentes gruesas, para ver la realidad á través de las lentes pequeńas.

Gillespie abrió y cerró su ojo repetidas veces, y al fin tuvo que convencerse de que estaba rodeado de un mundo extraordinariamente reducido en sus dimensiones. Los hombres eran de una estatura entre cuatro ó cinco pulgadas. Personas, animales y vegetales, partiendo reducido tipo minúsculo, guardaban entre ellos las mismas proporciones que en el mundo de los hombres ordinarios.

–ĄIgual que le ocurrió á Gulliver!—se dijo el ingeniero—. Debo estar sońando, á pesar de que me creo despierto.

Y para convencerse de que no dormía, quiso mover su brazo derecho. Aún perduraba en él la torpeza sufrida en la noche anterior. Se acordó de las picaduras y de la parálisis que se había extendido luego por sus miembros. Al principio, el brazo se negó á reflejar el impulso de su voluntad; pero finalmente consiguió despegarlo del suelo con un gran esfuerzo. Iba á continuar este movimiento, cuando notó que una fuerza exterior, violenta é irresistible, tiraba de su brazo hasta colocarlo horizontalmente, y lo mantenía de este modo en vigorosa tensión. Al mismo tiempo sintió en su muńeca un dolor circular, lo mismo que si un anillo frío oprimiese y cortase sus carnes.

Una explosión de regocijo estalló en torno de la cabeza de Gillespie, un huracán de gritos, carcajadas y aclamaciones. La muchedumbre enana reía al verle con el brazo en alto, inmovilizado por el tirón de esta fuerza incomprensible para él.

Abrió Edwin los dos ojos para mirar su brazo, erguido como una torre, fijándose en la muńeca, donde continuaba el agudo anillo de dolor. Vió que de esta muńeca salía un hilo sutil y brillante, que hacía recordar los filamentos al final de los cuales se balancean las arańas. También al extremo de este hilo, que parecía metálico, había una especie de arańa enorme y susurrante. Pero no pendía del hilo, sino que, al contrario, flotaba en el espacio tirando de él.

Era del tamańo de un palomo, pero desarrollaba una fuerza impropia de su volumen, fuerza que mantenía el hilo de plata con la tensión vibrante de una cuerda de piano, no permitiendo que el hombre contrajera su brazo.

Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenía las formas fantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de la Edad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Su cuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenía en su parte delantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro á guisa de ojos. Sus alas eran á modo de cartílagos erizados de púas. Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales á los que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con un casquete dorado, al que servía de remate una pluma larguísima.

Montados en su máquina, que permanecía inmóvil encima de los ojos de Gillespie, á unos tres metros de altura, estos aviadores acogieron con un regocijo pueril el gesto de asombro que puso el gigante al sentir el tirón que aprisionaba é inmovilizaba su brazo. Pero luego adivinaron en el prisionero una expresión de dolor. Sentía el hilo metálico hundido en su muńeca como el filo de un cuchillo, y al mismo tiempo un fuerte dolor en la articulación del hombro. Para evitar este tormento, los hombrecillos del aeroplano soltaron una cantidad de cable sutil, lo que permitió á Edwin descender su brazo hasta el suelo.

Sólo entonces se dió cuenta de que alrededor de la otra muńeca, así como en torno de sus tobillos, debía tener amarrados unos filamentos semejantes. Tendido de espaldas como estaba y mirando á lo alto, alcanzó á ver otros tres aeroplanos en forma de animales fantásticos, que se mantenían inmóviles al extremo de otros tantos hilos de plata, á una altura de pocos metros. Comprendió que todo movimiento que hiciese para levantarse daría por resultado un tirón doloroso semejante al que había sufrido. Era un esclavo de los extrańos habitantes de esta tierra, y debía esperar sus decisiones, sin permitirse ningún acto voluntario.

Mientras permanecía inmóvil fué examinando lo que le rodeaba. La muchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en las profundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba en aumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entre los cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otros completamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre la nariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes de enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran las luciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por sus faros, ahora extinguidos.

Una de las naves aéreas detuvo su vuelo para bajar en graciosa espiral, hasta inmovilizarse sobre el pecho del coloso. Asomaron entre sus alas rígidas los cuatro tripulantes, que reían y saltaban con un regocijo semejante al de las colegialas en las horas de asueto…. Al mismo tiempo otros monstruos de actividad terrestre se deslizaron por el suelo, cerca del cuerpo de Gillespie. Eran á modo de juguetes mecánicos como los que había usado él siendo nińo: leones, tigres, lagartos y aves de aspecto fatídico, con vistosos colores y ojos abultados. En el interior de estos automóviles iban sentadas otras personas diminutas, iguales á las que navegaban por el aire.

Parecían venir de muy lejos, y la muchedumbre pedestre abría paso respetuosamente á sus vehículos. Estos recién llegados también reían al ver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y sus carcajadas algo de femenino, que empezó á llamar la atención de Gillespie.

Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba á encontrar penosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurando no moverse, torció á un lado y á otro sus ojos para examinar á la muchedumbre. Todos miraban en la misma dirección, y Gillespie se creyó autorizado para volver la cabeza en idéntico sentido. Entonces vió, como á dos metros de su rostro, un gran vehículo que acababa de detenerse. Este automóvil tenía la forma de una lechuza, y los faros que le servían de ojos, aunque apagados, brillaban con un resplandor de pupilas verdes.

Dentro del vehículo, un personaje rico en carnes estaba de pie, teniendo ante su boca el embudo de un portavoz. Al fin alguien iba á hablarle. Por esto sin duda acababa de hacerse un profundo silencio de curiosidad y de respeto en la muchedumbre.

Sonó la voz del abultado personaje, que era dulce y temblona como la de una dama sentimental, pero con el agrandamiento caricaturesco de la bocina.

–Gentleman: queda usted autorizado para mover la cabeza, para levantarla, si es que puede, y para cambiar de postura con cierta suavidad, sin poner en peligro á la muchedumbre justamente curiosa que le rodea. En cuanto á mover los brazos ó las piernas, le aconsejo una completa abstención hasta nueva orden. Ya habrá visto usted que su primer intento dió mal resultado. Le ruego que no insista.

Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó, ésta fué la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma, pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección, detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores.

–żCómo sabe usted el inglés?—preguntó Edwin—. żDónde ha podido aprenderlo?…

Una risa aflautada del gordo personaje fué la primera respuesta. Luego pareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas á las preguntas, y dijo gravemente:

–ĄOh, Gentleman-Montańa!… ĄVa usted á encontrar en mi patria tantas cosas extraordinarias dignas de su asombro!…

III

De cómo Edwin Gillespie fué llevado á la capital de la República

Hubo un largo silencio. El ingeniero, absorto por el carácter inverosímil de su aventura, no supo qué decir. ĄEran tan numerosos los pensamientos que bullían en su cabeza y las preguntas que iba amontonando su curiosidad!…

El personaje subido en la lechuza rodante interpretó este silencio como una muestra de timidez.

–Puede usted hablar sin miedo, Gentleman-Montańa. De todos los miles de seres que están aquí presentes, los únicos que conocen el inglés somos usted y yo. Los demás sólo hablan el idioma de nuestra raza…. Y para aplacar su curiosidad, le diré cuanto antes que el inglés es la lengua particular de nuestros sabios; algo semejante á lo que fué el latín, según mis noticias, durante algunos siglos, en los países habitados por los Hombres-Montańas. Yo soy el profesor de inglés en la Universidad Central de nuestra República.

Edwin quedó silencioso ante esta revelación.

–Entonces, żestoy verdaderamente en Liliput?—dijo al fin—. żNo es esto un sueńo?

La risa del profesor volvió á sonar con la misma vibración femenil, considerablemente agrandada por el portavoz.

–ĄOh, Liliput!—exclamó—. żQuién se acuerda de ese nombre? Pertenece á la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput á los miles de seres que nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.

Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:

–Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de un Hombre-Montańa. Ahora son los Hombres-Montańas los que deben asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones que ellos seguramente no han intentado aún en su tierra.

Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.

–Pero żhan venido aquí otros hombres después de Gulliver?

–Algunos—contestó el sabio—. Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fué hace muchos ańos, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, á lo que los Hombres-Montańas llaman dos siglos. Imagínese cuántos naufragios pueden haber ocurrido durante un período tan largo; cuántos habrán venido á visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera más allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa…. Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montańas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron á esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Babia un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en él una demencia destructiva, mató á varios miles de los nuestros, nos causó otros dańos, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montańa que apareciese en nuestras costas.

Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas palabras.

–Entonces, żdebo morir?—preguntó con franca inquietud.

–No, usted es otra cosa—dijo el profesor—; usted es un gentleman, y su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado, han sido la causa de que le perdonemos la vida … por el momento.

Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia á los pocos minutos hasta la misma capital da la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo á las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían á su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montańa pudo vagar á lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereńos se habían metido tierra adentro por orden superior.

Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El manotazo á la primera máquina volante que le había explorado con sus luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa, aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.

Dos sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo, pinchándole en las muńecas y en los tobillos con las agudas lanzas de unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.

–Es verdaderamente extraordinario—continuó el profesor—que haya conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona se apiadaron al enterarse de la categoría á que indudablemente pertenece usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y he contribuído, en la medida de mi influencia, á conseguir que las altas personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento. Como la lengua de todos los Hombres-Montańas que vinieron aquí ha sido siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un gentleman.

Gillespie no ocultó su extrańeza ante tan repetida afirmación.

–żY cómo llegaron ustedes á conocer que soy un gentleman?—preguntó, sonriendo.

–Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que lo hemos sometido á un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la influencia del narcótico, empezó esta operación á la luz de los faros de nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos continuado á la luz del sol. Una máquina-grúa ha ido extrayendo de sus bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar gracias á mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla á un orificio abierto en la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia transparente muy inferior á nuestros cristales; máquina ruidosa y primitiva que sirve entre los Hombres-Montańas para marcar el paso del tiempo, y que haría reir por su rudeza á cualquier nińo de nuestras escuelas.

También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le trajo á nuestras costas. He examinado todo lo que hay en él; he traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman porque no tiene las manos callosas y porque su olor á humanidad es menos fuerte que el de los otros Hombres-Montańas que nos visitaron, los cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe bańarse todos los días, żno es cierto, gentleman?… Además, el pedazo de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de jardín.

Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:

–Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un verdadero gentleman, porque he ordenado á dos de mis secretarios que volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético. Indudablemente, el Gentleman-Montańa ha pasado por una universidad. En nuestro país, sólo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente á la grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí en una materia tan delicada como es la poesía.

Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor, teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su minúscula persona.

Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleno y lampińo estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada á la cintura por un cordón, que hacía más visible la exagerada curva de sus caderas, y unos pantalones que, á pesar de ser anchos, resultaban tan ajustados como el mallón de una bailarina.

–ĄPero usted es una mujer!—exclamó Gillespie, asombrado de su repentino descubrimiento.

–żY qué otra cosa podía ser?—contestó ella—. żCómo no perteneciendo á mi sexo habría llegado á figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que sólo conocen los privilegiados de la ciencia?

Calló, para ańadir poco después con una voz lánguida, dejando á un lado la bocina:

–żY en qué ha conocido usted que soy mujer?

El ingeniero se contuvo cuando iba á contestar. Presintió que tal vez corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:

–Lo he conocido en su aspecto.

La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal respuesta.

–ĄAh, si!—dijo al fin con cierta sequedad—. Lo ha conocido usted, sin duda, en mis abundancias corporales. Yo soy una persona seria, una persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia es una diosa cruel con los que se dedican á su servicio.

–Lo he conocido también—se apresuró á ańadir Edwin—en la dulzura de su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuído á salvar mi vida.

La profesora acogió estas palabras con una larga pausa, durante la cual sus anteojos de concha lanzaron un brillo amable que parecía acariciar al gigante. Pensaba, sin duda, que este hombre grosero y de aspecto monstruoso era capaz de decir cosas ingeniosas, como si perteneciese al sexo inteligente, ó sea el femenino. Bajó los ojos y ańadió con una expresión de tierna simpatía:

–Por algo he encontrado tantas veces en sus versos la palabra Amor con una mayúscula más grande que mi cabeza.

Después pareció sentir la necesidad de cambiar el curso de la conversación, recobrando su altivo empaque de personaje universitario. Aunque ninguno de los presentes pudiera entenderla, temía haber dicho demasiado.

–Usted se irá dando cuenta, Gentleman-Montańa—continuó—, de que ha llegado á un país diferente á todos los que conoce, una nación de verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el principio del mundo…. Deje de mirarme á mí unos instantes y examine la muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así hará su estudio con mayor comodidad. Espere á que dé mis órdenes.

Y recobrando su portavoz, empezó á lanzar rugidos en un idioma del que no pudo entender el americano la menor sílaba. La máquina volante que descansaba sobre su pecho levantó el vuelo, y los otros cuatro aeroplanos aflojaron los hilos metálicos sujetos á sus extremidades. La muchedumbre se arremolinó, iniciando á continuación un movimiento de retroceso.

Gillespie vió que unos grupos de jinetes repelían al gentío para que se alejase. Otros soldados acababan de descender de varias máquinas rodantes que tenían la forma de un león. Estos guerreros jóvenes eran de aire gentil y graciosamente desenvueltos.

Uno de ellos pasó muy cerca de sus ojos, y entonces pudo descubrir que era una mujer, aunque más joven y esbelta que la profesora de inglés. Los otros soldados tenían idéntico aspecto y también eran mujeres, lo mismo que los tripulantes de las máquinas voladoras. Sus cabelleras cortas y rizadas, como la de los pajes antiguos, estaban cubiertas con un casquete de metal amarillo semejante al oro. No llevaban, como los aviadores, una larga pluma en su vértice. El adorno de su capacete consistía en dos alas del mismo metal, y hacía recordar el casco mitológico de Mercurio.

Todos estos soldados eran de aventajada estatura y sueltos movimientos. Se adivinaba en ellos una fuerza nerviosa, desarrollada por incesantes ejercicios. Paro, á pesar de su gimnástica esbeltez de efebos vigorosos, la blusa muy ceńida al talle por el cinturón de la espada y los pantalones estrechamente ajustados delataban las suaves curvas de su sexo. Iban armados con lanzas, arcos y espadas, lo que hizo que Gillespie se formase una triste idea de los progresos de este país, que tanto parecían enorgullecer á la profesora de inglés.

El cordón de peones y jinetes empujó á la muchedumbre hasta los linderos del bosque, dejando completamente limpia la pradera. Entonces, la doctora, desde lo alto de su carro-lechuza, volvió á valerse del portavoz.

–Gentleman Montańa, puede usted incorporarse.

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