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La araña negra, t. 3
La araña negra, t. 3

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La araña negra, t. 3

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Язык: es
Год издания: 2017
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Esta también se fijó en Alvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada, mezcla de extrañeza e indiferencia, que era en ella peculiar.

El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes, y así recorrió dos veces el paseo, llamando la atención de algunos transeúntes.

Alvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observarse en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.

A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.

Aún dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes, seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.

Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en su mocedad mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía en él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar al paseo.

No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.

El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope, pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.

Alvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fué en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.

Cuando el capitán, algunas horas después, se encontró solo en su habitación, se dió exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.

La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba), sería darle de bofetadas.

La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Alvarez.

Aquella noche fué cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.

Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas, en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridícula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculeces grotescas a toda la humanidad.

Aquella noche fué para Alvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama, poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes, en peligrosas escuchas, mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos, a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.

Al entrar Alvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindero, que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridícula persecución llevada a cabo por el capitán “Séneca”. Un “dandy” de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Alvarez.

¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!

Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras, sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.

Tan avergonzado se mostró por esto, que se prometió internamente olvidarse de Enriqueta, y en muchos días no pasó por la calle de Atocha.

Para que aquella seductora imagen que había turbado su tranquila existencia se borrase por completo de su memoria, Alvarez apeló a todos los medios, y durante algunos días hizo, en unión de los oficiales más alegres de su regimiento, una vida de calavera.

Su asistente estuvo varias noches esperándole hasta el amanecer, y una mañana, al ver entrar a su señorito con el traje bastante desordenado, la faz algo congestionada y los ojos más brillantes que de costumbre, sospechó que el alcohol le había poseído durante algunas horas.

El capitán hizo una vida de café y de diversiones menos honestas durante algunas semanas, y al principio se complacía notando que las fugaces y continuas impresiones que aquella existencia agitada le proporcionaba, conseguían borrar de su memoria los angustiosos recuerdos; pero el mismo tenaz empeño que ponía en olvidarse de Enriqueta, era causa, sin duda, de que la imagen de ésta se reprodujese en su imaginación apenas se entregaba a la tranquilidad.

Alvarez se cansó al fin de luchar. Reconocía que era un chiquillo mimado y voluntarioso, como en la época que dormía sobre las faldas de su madre; la contrariedad y los obstáculos excitaban más sus deseos, pero él no tenía otro remedio que ser tal como le había formado su naturaleza; y, víctima de sus naturales impulsos, se reconocía impotente para sofocar aquella pasión que de él se había apoderado.

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