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La araña negra, t. 3
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Год издания: 2017
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Vicente Blasco Ibáñez

La araña negra, t. 3/9

CUARTA PARTE

EL CAPITAN ALVAREZ

I

Un aspirante a héroe

El 20 de septiembre de 1852 fué admitido en la Academia Militar de Toledo un muchachote de diez y seis años, de rostro franco y ademán altivo que, como detalle típico, tenía entre las dos cejas esa arruga vertical que delata un carácter tenaz e inquebrantable hasta llegar a la testarudez.

Los alumnos de la Academia miraron al recién llegado con hostil curiosidad propia del caso, y los más antiguos comenzaron a pensar en las rudas pruebas por que había que hacer pasar al novato.

Pronto les ahorró este trabajo el cadete Esteban Alvarez, que así se llamaba el muchacho, pues al enterarse de lo que proyectaban sus nuevos compañeros, púsose fosco, y, tirando del sable, dió una buena paliza a dos de los matoncillos que capitaneaban aquella hostil manifestación contra él.

Este arranque no sólo le libró de los malos tratamientos que a guisa de iniciación le esperaban, sino que le dió un gran prestigio entre aquella turba juvenil que adoraba la fuerza y la energía con loco entusiasmo.

El neófito no fué ya considerado como “apóstol” (nombre que recibían los novatos), sino que de un salto se colocó entre los más “guapos” del Colegio.

El cadete Esteban Alvarez podía ser considerado como un buen muchacho.

Su padre era un antiguo coronel que había comenzado su carrera en el Perú, batiéndose a las órdenes del general Valdés contra los americanos, que deseaban librarse del yugo de España.

Había tenido por compañero en las guerras de América, cuando no era más que teniente, a un joven comandante llamado Baldomero Espartero, sin llegar nunca a descubrir en su amigo ningun rasgo que le anunciase el brillante porvenir que le estaba reservado.

Cuando volvió a España, en 1825, el gobierno absolutista de Fernando VII, después de someterlo a denigrantes purificaciones, le envió de cuartel a Valencia, vigilado de cerca por la policía de los realistas.

El militar no se quejó. Iguales muestras de agradecimiento recibían de la patria todos los héroes que volvían a ella después de haber estado luchando durante años enteros en lejanas tierras por conservarla sus posesiones. Aquellos militares, combatiendo a los americanos, se habían contaminado de sus ideas republicanas, y al gobierno absoluto le convenía tener bajo una estrecha vigilancia a tan peligrosos huéspedes.

La guerra carlista y el renacimiento del partido liberal vino a sacar de su existencia aislada al capitán D. José Alvarez, quien peleó en el Norte con gran denuedo a las órdenes de su antiguo camarada Espartero, convertido ya en célebre general, encontrándose, al ajustarse el convenio de Vergara, con las charreteras de coronel.

El antiguo héroe de América podía haber hecho una brillante carrera aprovechándose de la amistad de Espartero, que ocupaba la Regencia y estaba en el apogeo de su gloria; pero era hombre poco aficionado a adular a los poderosos, y el duque de la Victoria estaba demasiado preocupado por sus asuntos políticos para acordarse del coronel Alvarez y dignarse darle lo que éste no se atrevía a pedirle.

Algunas veces el caudillo de Luchana, soldado hasta la medula de los huesos, cuando estaba en la intimidad con sus allegados y recordaba las hazañas de su vida pasada, así como sus mejores compañeros, nombraba al coronel Alvarez y decía con acento de convicción:

– Es un hombre que vale, y como amigo no hay que pedirle más. En los Andes se batía como un león, y en el Norte ha hecho verdaderas heroicidades. No digo que tenga una gran inteligencia militar; pero es un soldado de buena madera, y pocos saben, como él, meter un regimiento en el punto de mayor compromiso. Ahora creo que vive en Valencia, desde que terminó la guerra. Se casó en Pamplona en una tregua de la campaña, y casi estoy por asegurar que ha tenido un hijo. ¡Lástima grande que viva arrinconado en una provincia! Le escribiré mañana así que tenga un rato libre, y haré por él lo que se merece.

Esta promesa la hizo Espartero varias veces; pero agobiado por las apremiantes ocupaciones de su alto cargo, antes fué derribado de la Regencia por la coalición de moderados y progresistas que pudo escribir a su antiguo camarada y sacarlo de la oscuridad en que vivía.

El coronel Alvarez se había establecido en Valencia con su esposa, una navarra varonil que a pesar de pertenecer a una de las principales familias de Pamplona, no había tenido miedo de seguirle en muchas de las expediciones militares, marchando a la cola del regimiento, unas veces montada en una mula y otras en el carro de los equipajes.

Cuando al año de matrimonio tuvo un hijo, la enérgica señora se conformó con cierto pesar a no seguir al regimiento en sus atrevidas marchas; pero el coronel no pudo impedir que se estableciera en un pueblo situado en el centro del teatro de la guerra y que estaba contiguo, amenazado por los carlistas. La fiel esposa despreciaba todos los peligros con tal de vivir en un punto que frecuentemente visitaba, aunque de paso, la columna donde figuraba su marido.

En aquel pueblecito de la sierra, cubierto por la nieve durante ocho meses del año y oyendo con gran frecuencia el estruendo de los combates que entre “cristianos” y carlistas se entablaban casi a la vista, fué creciendo el pequeño Esteban.

El olor de la pólvora, los arreos militares y las costumbres reguladas por una severa ordenanza, fué lo primero que conoció el pequeñuelo al darse cuenta de su existencia.

De su infancia pasada, en aquella reducida población, lo que más grabado quedó en su infantil memoria, hasta el punto de recordarlo muchos años después, fué las apariciones de su padre, que entraba en la población imponente y magnífico montado en su caballo y seguido de su regimiento que, cubierto de polvo y sudoroso, marchaba al compás de los redobles de tambor, y las aventuras de cierta noche oscura y tormentosa en que un batallón carlista entró por sorpresa en la población, y él, descalzo y semidesnudo en los brazos de su madre, fué conducido al fuerte mientras que oía con curioso terror los gritos y las descargas que estallaban allá abajo en las tortuosas calles.

El pequeño Esteban, nacido entre el fragor de la guerra, educado en ella e hijo de un valiente oficial y de una mujer enérgica, necesariamente había de tener gran afición a la vida militar.

En Valencia, viviendo en plena tranquilidad, el muchacho pensaba con cierta envidia en la vida de agitaciones y sobresaltos que había tenido en Navarra y como nacido entre los horrores de la guerra, creía que ésta era el estado normal de la sociedad y que la paz resultaba una monstruosidad digna de ser deshecha inmediatamente para que el mundo recobrase su equilibrio.

Nada hicieron sus padres para desviar las bélicas aficiones del muchacho, y antes bien, las fomentaron.

El coronel no creía que la profesión militar era gran cosa; antes bien, se sentía predispuesto en todas ocasiones a echar pestes contra ella; pero, ¡qué diablo!, su hijo había de ser algo en el mundo, y al escoger una profesión, más le enorgullecía que pensase en ser militar que en ser cura. En cuanto a la madre, experimentaba ese irreflexivo entusiasmo que sienten la mayoría de las mujeres por los colorines militares, y ya que el padre por su torpeza no había hecho gran carrera, soñaba en que algún día su hijo ceñiría la faja de general.

El muchacho prometía ser un héroe, pues en punto a atrevido y a genio irascible, llevaba gran ventaja a todos los de su edad. Cada mes le arrojaban de la escuela por revolver a alumnos y pasantes, y rara era la semana que el coronel no tenía que intervenir en alguna travesura grave de aquel angelito, que tenía en el puño a todos los muchachos del barrio, y que contaba ya por docenas las víctimas de sus pedradas y sus palos.

A los diez años era un grandullón que se confundía con los muchachos de quince, y apenas violentando la severa consigna dictada por su padre salía a la calle, los perros y los gatos de la vecindad huían despavoridos como un tropel de herejes al ver un sanguinario inquisidor.

En punto a estudiar, no se distinguía tanto. Tenía muy buen ingenio y aprendía las cosas con pasmosa facilidad cuando él quería; pero era preciso confesar que quería muy pocas veces, pues a los diez años leía de un modo lastimoso y trazaba unos palotes inverosímiles.

El coronel no se disgustaba y miraba a su hijo con la complacencia del artista que contempla en su obra el indeleble sello de su carácter. También había sido así y no perdió por ello gran cosa, pues para ser soldado, lo necesario es tener muy buenos puños y mucho coraje.

– No hay que asustarse, Balbina – terminaba diciendo el coronel, siempre que trataba la cuestión – , el que el chico sea un bruto, no impedirá el día de mañana que llegue muy alto, si es que tiene corazón y le ayuda un poco la suerte. Por si no lo crees, ahí tienes a Espartero, que cuando vino al Perú lo acababan de suspender en los exámenes de ingreso para la escuela de Estado Mayor. Baldomero no sabe gran cosa, y, sin embargo, regente del reino ha sido y capitán general, y duque lo tienes hoy.

Estos razonamientos eran más que suficientes para convencer a doña Balbina, y de aquí que el muchacho siguiese tan cerril y atrevido, olvidando las lecciones para ir a capitanear las pedradas en el río o a apalear gatos por toda la ciudad.

Lo que los padres no querían tomarse la molestia de hacer, lo lograban las aficiones militares que sentía el muchacho.

A los doce años Esteban comenzó a escaparse con menos frecuencia de su casa y cobró gran afición a encerrarse en un cuartucho donde su padre había amontonado unas cuantas docenas de volúmenes que la humedad por un lado y los ratones por otro habían comenzado a destruir.

Aquellos libros los tenía el coronel por casualidad, pues no era hombre capaz de dedicar un céntimo a la lectura que, al fin (según sus propias palabras), sólo le había de enseñar cosas que no le importaban. Habíalos heredado de un comandante compañero suyo, a quien los soldados llamaban "el coplero", y que era muy respetado a causa de su afición al estudio y del gran bagaje de libros que constituía todo su ajuar. Una bala carlista dió fin a su vida e impidió que fuese terminado un drama romántico, del que sus compañeros del regimiento esperaban un triunfo que los honrase a todos.

Aquellos libros constituían la más grata diversión del travieso Esteban, que pasaba horas hojeándolos sin fijarse gran cosa en el texto y en busca siempre de las defectuosas láminas en acero, que a él le parecían brillantes reproducciones del natural.

¡Qué profunda impresión causaban en el joven aquellas láminas que ponían ante sus ojos los más célebres combates del mundo! Entusiasmábase Esteban con aquellos grupos de hombres siempre en actividad fiera y con las armas en alto, dispuestos a exterminarse los cuales representaban la guerra en las diversas épocas de la historia. Primero, griegos y persas, romanos y cartagineses, Scipión y Aníbal; después la Edad Media, con todo su arsenal de fantásticas armaduras y descomunales mandobles, el Cid con sus proezas legendarias y los reyes haciéndose la guerra por mero capricho; a continuación los regimientos sustituyendo las armas blancas por las de fuego y resolviendo los combates a cañonazos y por cargas de caballería, los tercios españoles, los generales de Felipe II, las compañías de Gustavo Adolfo y las locas aventuras de Carlos XII, y, últimamente, las guerras de la República Francesa, la Marsellesa coreada por el rugir de mil bocas de fuego y el griterío de las cargas a la bayoneta, bélica y gigantesca estrofa, que tenía por estribillo la aparición del dios de la naturaleza y la ambición, que se llamaba Bonaparte.

Todo este mundo de luchas, de victorias y de derrotas, pasaba en forma de defectuosos, pero animados cuadros, ante los ojos del muchacho, que rugía de entusiasmo al contemplar cualquiera de aquellos caudillos con la espada desnuda y centelleante, arrojándose sobre las compactas masas de enemigos.

La continua contemplación de tales episodios despertó en el ánimo del muchacho el deseo de conocer más detalladamente los hechos y los personajes que representaban aquellas láminas, y aunque la lectura le producía mareos y una atención demasiado sostenida le amenazaba con congestiones hijas de su sanguínea complexión, se determinó a abandonar las láminas por el texto, y aunque saltando páginas y leyendo a medias los párrafos, comenzó a entablar conocimiento con los héroes que figuraban en los dibujos, y, especialmente, con aquel Alejandro y aquel Napoleón, cuyos nombres surgían a cada instante ante sus ojos.

¡Qué lectura tan hermosa! ¡Cómo seducía el belicoso ánimo del muchacho! ¡Qué gran cosa era la guerra! Esteban, interesándose cada vez más por aquella lectura, iba conociendo lo que la guerra había sido en todos los tiempos y envidiaba el hermoso papel que habían desempeñado en todas épocas los grandes capitanes.

Ahora más que nunca se sentía inclinado a la profesión militar, y cuando, interrumpiendo la lectura, quedaba pensativo, en vez de correr a la calle como en otros tiempos lo hacía al menor descuido de sus padres, entregábase ahora a risueñas ilusiones y se imaginaba llegar a ser en el porvenir un Alejandro conquistando reinos ignorados como la Persia y la India, un Washington salvando a su patria o un Bonaparte convirtiendo todas las naciones de Europa en provincias de su Imperio.

Pero conforme Esteban se aficionaba a la lectura devorando los libros del difunto comandante, convencíase con dolor de que para ser un gran caudillo no era suficiente, según decía su padre, ser muy valiente y tener buenos puños, sino que era necesario adquirir gran caudal de ciencia y ser tan sabio como heroico.

Aquello de que Alejandro, más que de las campañas persas, se cuidaba de proteger a su maestro, un tal Aristóteles, proporcionándole los medios para que catalogase y describiese todos los animales de la tierra, y de que el general Bonaparte cuando iba con rumbo a Egipto a bordo de "El Oriente" atendía con más interés a las discusiones de Monge Berthollet y otros sabios sobre ciencias exactas y metafísicas, que a las indicaciones de su Estado Mayor acerca de la próxima guerra, producía gran confusión en el muchacho, que hasta entonces no había creído que la ciencia tuviese la menor relación con las armas.

Además, aquellos libros le hablaban de una porción de conocimientos científicos indispensables para ser un buen caudillo, y esto acabó de moverle a desechar sus antiguos instintos y dedicarse al estudio con una tenacidad verdaderamente heroica.

Al principio, su carácter independiente, inquieto y revoltoso, se sublevó contra aquel régimen de recogimiento que contrastaba con la anterior vida; pero Esteban era inquebrantable en sus resoluciones y consiguió vencer a la pereza y la ignorancia.

El coronel Alvarez estaba asombrado del cambio radical experimentado por su hijo, y hasta llegaba a temer, en vista de su afición al estudio, que se olvidase de sus inclinaciones militares v se decidiese por una carrera científica.

Todo había cambiado en la vida de Esteban: hasta el carácter. En adelante, las largas horas pasadas ante los libros, le robaron sus aficiones al bullicio y al escándalo, y se hizo reflexivo y grave, hasta el punto de ruborizarse cuando recordaba sus hazañas de poco tiempo antes.

El padre, tan ignorante y rudo como siempre, admirábase ante los conocimientos científicos que rápidamente adquiría su hijo y lo creía un pozo de ciencia, complaciéndose en hablar de él con admiración ante unos cuantos veteranos que eran sus amigos íntimos.

El bueno del coronel no dudaba que su hijo llegaría a muy alto y hasta pensaba en que su amigo Espartero, de allí a algunos años, tendría un rival capaz de oscurecerle con el brillo de su gloria.

A los dieciséis años, el coronel Alvarez envió a su hijo al colegio militar de Toledo, que, según él, era una empolladora de héroes que se quedaban a la mitad del camino. Su hijo sería de los que llegarían a la cumbre, sólo con que le ayudara un poco la fortuna.

Cuando Esteban marchó a Toledo a formalizar sus estudios, era un verdadero aspirante a héroe. La sed de gloria turbaba su existencia y soñaba de continuo con ser un día un genio de la guerra, del que dependiese la suerte de su patria.

Sus ideas habían sido transformadas por el estudio. Aquellas campañas de la República francesa, donde los soldados descalzos, harapientos y roídos por el hambre, vencían a la coalición de todos los tiranos le producían más admiración que las teatrales victorias de Napoleón con sus ejércitos disciplinados y disponiendo de grandes medios para hacer la guerra.

El ser soldado de una causa tan grande como la libertad, le entusiasmaba más que el ser soldado por oficio o por placer, y por ello prefería Washington a Alejandro y Hoche a Bonaparte.

La primera vez que oyó la Marsellesa, aquel himno tantas veces mencionado en las guerras de la República, se conmovió profundamente, hasta el punto de derramar lágrimas. Las sombras de Marceau y de Hoche, de Latour d’Auvergue, de Kléber y de Desaix desfilaron ante su imaginación envueltas en el brillante ropaje de las heroicas y rítmicas estrofas, y casi se sintió tentado de saludar con la misma veneración con que se descubre el recluta ante el general que le ha conducido a la victoria.

No pasaron desapercibidos para su padre estos detalles, y los lamentó con todo su corazón.

– Cuando en mi juventud – decía a su esposa – hacía yo la guerra en el Perú, también tuve algo de republicano, y por eso me vi tratado tan mal al volver a España. No son las ideas republicanas la mejor recomendación para hacer carrera en el ejército, pero más le quiero así que no carlista. Al fin, no desmiente la sangre.

Con tal bagaje de ideas y ensueños, fué Esteban a hacer su aprendizaje militar, y ya vimos cómo al entrar en el colegio demostró que sus aficiones al estudio no habían amenguado la energía de su carácter ni enmohecido sus puños.

II

Alvarez y su asistente

En 1856 recibió el alférez Alvarez su bautismo de sangre. Recién salido del colegio acababa de incorporarse a un regimiento de guarnición en Madrid, cuando a O’Donnell se le ocurrió dar fin al famoso bienio progresista nacido del alzamiento de Vicálvaro, llevando a cabo el golpe de Estado que equivalía a una repugnante traición contra su compañero Espartero.

La Milicia Nacional, mandada por Sixto Cámara y otros revolucionarios, resistió valerosamente aquella violación de las leyes que O’Donnell llevara a cabo, pero una vez más venció la fuerza al derecho, y la legalidad cayó al suelo herida por la espada de un ambicioso.

El alférez Alvarez se batió como un valiente en la plazuela de Santo Domingo. Al comenzar el combate, el joven tenía sus dudas y hacía depender su conducta de la actitud que tomase Espartero. Si el antiguo amigo de su padre se decidía en favor de la causa popular y echaba su espada en la balanza de la revolución, él iría a ponerse al lado de los bravos milicianos aun conociendo que comprometía su porvenir; pero el duque de la Victoria permaneció quieto, negándose a auxiliar a los que combatían en nombre de la Constitución violada, y el alférez, acallando los impulsos de su corazón que le empujaban hacia los insurrectos, permaneció fiel a la ordenanza y se batió tan bien como el primero, en defensa de una causa que odiaba.

Una bala le produjo un ligero rasguño, y esto bastó para que el Gobierno de O’Donnell, interesado en crearse simpatías en el ejército y que derramaba los ascensos con prodigalidad, le diese el grado de teniente.

Desde 1856, Alvarez arrastró esa vida sedentaria y monótona, propia de los soldados en tiempo de paz. Trasladado de una a otra guarnición, fué corriendo media España, y los ocios de esa vida insustancial y lánguida que se arrastra en las pequeñas guarniciones, los empleó dedicándose al estudio y poniendo a contribución cuantas bibliotecas encontraba.

De este modo fué Alvarez adquiriendo una vasta ilustración, y pronto pudo pasar como muy versado no sólo en materias militares, sino literarias y científicas.

En el regimiento le consideraban como un oráculo, y todos los oficiales reconocían la justicia con que sus compañeros de la Academia de Toledo, que muchas veces sustituían los apellidos por chuscos motes, le habían puesto el apodo de Séneca.

Alvarez era un buen oficial que cumplía todos sus deberes con exactitud solemne, y esto, unido a su ilustración, le hacía ser apreciado por sus superiores y sus iguales, y le valía que en el cuarto de banderas reinase un profundo silencio siempre que él abría la boca para dictaminar sobre alguna cuestión.

El coronel, antiguo soldado que apenas sabía leer, pero que tenía sus pretensiones de elocuencia, le hacía corregir sus arengas conmemorativas antes de insertarlas en la orden del día; en las conferencias de oficiales deslumbraba con sus disertaciones, y no había alférez que dejase de presentarle, solicitando una concienzuda corrección, los versos escritos en honor de alguna romántica novia.

El teniente Alvarez era, en una palabra, el hombre importante del regimiento, el genio cuya gloria se encargaban de pregonar todos, desde el coronel al último corneta; pero tan inmensa popularidad no satisfacía al agraciado ni lograba impedir que a menudo se entregase a sus ensueños ambiciosos.

Los galones de teniente le desesperaban, la paz le producía náuseas y casi se sentía próximo a llorar de rabia cada vez que pensaba que a fines del pasado siglo había en Francia generales de su misma edad que se hacían inmortales.

Al enviar el Gobierno la expedición a Cochinchina, solicitó el teniente formar parte de ella con el deseo de adquirir gloria en tan lejanas tierras, pero su proposición fué desatendida, lo que le produjo hondo despecho.

La fortuna, aquella deidad tan ensalzada por su padre, le volvía la espalda, y él, tan ansioso de gloria y tan dispuesto a realizar las mayores heroicidades, veíase obligado a vegetar en una guarnición, olvidado, casi embrutecido, y teniendo por único consuelo la mezquina popularidad que gozaba en su regimiento.

Cuando más agitado estaba por sus decepciones, recibió la noticia del fallecimiento de su padre, a consecuencia de lesiones internas producidas por una bala que los cirujanos del Perú no supieron extraerle.

Esta noticia aumentó aún más la tristeza del joven militar, que cuando soñaba en un porvenir glorioso, colocaba siempre en primer término a su padre, conmovido por la alegría, y lloraba como un niño al ver a su descendiente elevado a los primeros puestos del Estado.

¡Oh, maldita imaginación! ¡Ilusiones engañosas! El nunca llegaría a ser nada, y gracias si al retirarse podía alcanzar, como su padre, el empleo de coronel. Además, aun cuando sus sueños se realizasen, Esteban no se consideraría feliz, pues le faltaría la inmensa satisfacción producida por la alegría de su padre.

Doña Balbina, que vivía en Valencia únicamente por el cariño que a dicha ciudad tenía su esposo, al morir éste trasladóse a Burgos, donde su hijo estaba de guarnición, complaciéndose en hacer la misma existencia nómada que en su juventud, aunque sin el aliciente para ella de las aventuras y terribles incidentes de la guerra.

Transcurrieron tres años de este modo viviendo Esteban con su madre y ejerciendo ésta tal superioridad sobre las esposas de todos los militares como su hijo en el regimiento.

La viuda del coronel Alvarez hablaba con los oficiales viejos de las operaciones de la guerra civil con tanta autoridad como si dentro de ella estuviese el general Zarco del Valle, y con las “militaras” disertaba sobre las condiciones que debe reunir un buen asistente y la influencia que las mujeres pueden ejercer sobre los valientes llamados a dar su sangre por la patria.

Cuando el Gobierno español declaró la guerra al Imperio de Marruecos, el regimiento al que pertenecía Esteban, y que se hallaba en aquel entonces de guarnición en Zaragoza, recibió la orden de salir inmediatamente para Valencia, donde debía embarcarse con rumbo a Africa, formando parte de la división de reserva que mandaba el valiente general Prim.

Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica; pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.

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