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La araña negra, t. 3
Doña Balbina fuése a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.
Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro, que miraba al “señorito” con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.
En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.
Entre el teniente Alvarez y su asistente Perico, apenas si mediaban al día media docena de palabras, y, sin embargo, todo se hacía a gusto del primero, sin que tuviera el menor motivo de queja.
En la más leve mirada adivinaba el soldado los deseos de su superior y se apresuraba a realizarlos sin romper el mutismo a que tan aficionado se mostraba su amo.
Perico, aunque aragonés, era tan hiperbólico como un andaluz cuando en las reuniones con los demás asistentes del regimiento surgía en la conversación el nombre de su amo.
Para él no admitía duda que todo el mundo estaba convencido de lo mucho que valía su señorito y que desde O’Donnell al último soldado se tenía como artículo de fe que el teniente Alvarez era el oficial más valiente y más sabio del ejército español.
Cuando le oía hablar con otros oficiales quedábase en ademán estático y con la boca abierta asombrado ante aquellos nombres extraños que su amo mezclaba en la conversación, y algunas veces hubo de reñirle Esteban en Zaragoza porque se arrimaba irrespetuosamente a la puerta del cuarto de banderas tan sólo por escuchar cómo el teniente discutía con los compañeros, aprobando enérgicamente con movimientos de cabeza todo aquello que su amo decía y que él estaba muy lejos de entender.
Tanta influencia ejercía el oficial sobre su asistente, que éste tenía ya adoptada una formal resolución sobre su porvenir. Nunca se separaría de aquel hombre al que estaba ligado por el respeto y el cariño.
Se encontraba casi solo en el mundo, carecía de padres a cuyo sustento atender y no tenía más pariente que su tía Tomasa, una hermana de su padre, que muy joven fué a París a servir a unos señores y que ahora estaba en Madrid en casa de un conde como ama de gobierno y doméstica de cierta autoridad. Esta tía era un verdadero tesoro para Perico, que como único sobrino era el verdadero dueño de su afecto y recurría a ella con éxito en todos sus apuros.
La tía le enviaba todos los meses algunos duros para sus vicios, y como Perico no los tenía, de aquí que emplease tales cantidades en beneficio de su señorito, el cual no podía explicarse al sentarse a la mesa cómo con tres pesetas que diariamente entregaba a su asistente, comía casi con tanto regalo como el coronel del regimiento.
Aquel Perico era de oro, según la expresión de todos los oficiales, y lo más notable en él resultaba la fidelidad, pues desechó las proposiciones de varios compañeros de su amo que querían llevárselo a sus casas con el deseo de tener un sirviente tan atento y puntual.
En la campaña de Marruecos el asistente demostró hasta dónde llegaba su cariño al señorito, pues en vez de permanecer a retaguardia como los demás soldados de su clase, no dejaba el fusil de la mano, y sin desatender por esto sus obligaciones marchaba al lado del teniente Alvarez más atento a defenderle que a hostilizar al enemigo.
Por dos veces salvó la vida a su señor; pero éste le correspondió dignamente partiendo de un sablazo la cabeza de un marroquí que a quemarropa apuntaba a Perico con su espingarda.
Ganoso Esteban de conquistar aquella gloria tantas veces soñada, le pareció poco notable figurar en un regimiento que entraba en fuego lo mismo que los otros, y se presentó a Prim solicitando por sí y su asistente el ingreso en una de aquellas compañías de guías o exploradores, fuerza escogida que ocupaba siempre los puntos de mayor peligro y que continuamente se tiroteaba con los moros, siendo objeto de sorpresas y sosteniendo combates cuerpo a cuerpo.
En cien ocasiones viéronse amo y criado frente a frente con la muerte, y otras tantas se salvaron como si fuesen invulnerables. Las balas menudeaban; por tres veces la muerte se encargó de que fuese renovado el personal de la compañía, y a pesar de esto, ni el oficial ni su asistente, que eran los primeros en el ataque, sufrieron el más leve rasguño.
La heroicidad del teniente Alvarez no tardó en ser conocida y comentada por todo el ejército, y tanta fué su popularidad, que O’Donnell, a pesar de que no miraba con buenos ojos a tal oficial, por saber su procedencia progresista y la gran afición que mostraba a las doctrinas democráticas, entonces nacientes, se decidió, por evitar murmuraciones, a premiar sus esfuerzos y lo ascendió a capitán, concediéndole, además, la cruz de San Fernando, en juicio contradictorio. También Perico alcanzó la cruz por haber luchado a brazo partido con dos morazos que querían hacerlo prisionero, demostrando que a la sombra de la Torre Nueva se desarrollan tan buenos puños como en las laderas del Atlas.
Alvarez y su asistente fueron objeto de grandes demostraciones de simpatía, y si el teniente no pudo sacar de la campaña aquellas grandezas por él soñadas, al menos logró alcanzar una sólida reputación de soldado valeroso.
Al terminar la campaña, el capitán Alvarez y su asistente, incorporados a otro regimiento, regresaron a España, siendo destinados de guarnición a Madrid.
Las fatigas y los peligros experimentados en común y esa fraternidad que crea la guerra, habían estrechado los lazos de cariño que unían al oficial con su asistente.
III
La vi por vez primera…
En el invierno de 1862, el sol, faltando a su perversa costumbre, se portaba como un completo caballero con los habitantes de la coronada villa.
Los madrileños estaban en pleno mes de enero, y sin embargo, transcurrían semanas enteras sin que el aliento del coloso Guadarrama fuese frío y punzante, y el sol, desde las ocho de la mañana, esparcía en las calles un ambiente tibio que, a despecho de la estación, hacía recordar la primavera.
La nieve era en aquel año cosa desconocida, y las lluvias invernales habían quedado reducidas a unos cuantos chaparrones que prestaban al Ayuntamiento el gran servicio de limpiar las calles, siempre sucias.
Aquella benignidad de la Naturaleza tenía asombrados a los habitantes de la corte, y uno de los que se mostraban más agradecidos era el capitán Alvarez, que, como criado en la costa del Mediterráneo y en una de las ciudades más risueñas y de temperatura dulce, odiaba los días nebulosos y experimentaba una alegría casi infantil cuando la Naturaleza ostentaba todos sus esplendores a la luz del sol.
En una de aquellas mañanas que parecían de primavera, el capitán, viendo el rayo de sol que se filtraba en su habitación por la ventana que el fiel Perico acababa de abrir, se levantó de muy buen humor, dispuesto a aprovecharse de la benignidad de la Naturaleza.
Eran las siete, y hasta las diez no estaba obligado a presentarse en el cuartel. Le quedaban, pues, tres horas libres, que él pensó dedicar a un largo paseo, pues como oficial que gozaba fama de andariego aprovechaba todas las ocasiones para que, según él decía, no se le enmoheciesen las piernas.
Cuando hubo devorado su apetito a toda prueba el modesto desayuno preparado por la patrona, y Perico acabó de pasar su escrupuloso cepillo sobre el pancho y el rojo pantalón, Alvarez encendió un puro y salió a la calle con todo el empaque de un hombre que se considera feliz, aunque momentáneamente, y que está agradecido a la Naturaleza.
Bien hacía Perico en estar orgulloso del buen talante de su señor, porque no podía menos de reconocerse que el capitán Alvarez era un buen mozo, que llevaba como pocos el uniforme del ejército español.
Pisaba con la fuerza de un hombre robusto, aunque algo enjuto; contoneábase con una marcialidad nada afectada y se atusaba la perilla graciosamente cada vez que se quedaba mirando a las muchas mujeres a quienes llamaba la atención.
¡Oh, poder de la marcial gallardía! El vizconde del Pinar, por otro nombre el alférez Lindoro, mozuelo que usaba corsé bajo el uniforme y se apretaba la cintura como una damisela, mostraba gran admiración ante el capitán y confesaba que, teniendo su varonil presencia y la cruz de San Fernando en el pecho, era él muy capaz de conquistar a todas las mujeres de Madrid.
– ¡Y pensar – añadía el “dandy” – que tan mágico poder se pierde inútilmente!
Inútilmente no se perdía, pues al capitán Alvarez no le faltaban ciertos trapicheos, y esto quien mejor lo sabía era Perico; pero lo cierto era que ninguna de aquellas pasiones nacidas al volver una esquina duraba más de una semana, y el apuesto militar no había tenido un verdadero amor.
El capitán, expeliendo con fuerza el humo de su cigarro y con aspecto de un hombre feliz, bajó la calle de Alcalá, dirigiéndose al Retiro, su paseo favorito, pues las frondosas y vastas arboledas era lo único que le consolaba de aquella desesperante aridez de los alrededores de Madrid.
Cuando entró en el gigantesco jardín, por la principal avenida, se hizo la ilusión de que entraba en un vergel, pues apenas si algunos paseantes recordaban con su presencia que era aquello un terreno público.
Dos niñas jugaban al extremo de la avenida vigiladas por una vieja criada, y por el centro de aquélla caminaban lentamente dos señoras elegantemente vestidas.
Alvarez fijó la vista en ellas y mientras caminaba las iba examinando sin interés alguno y con el aire distraído del hombre que mira por hacer algo.
Las veía por la espalda, y sin embargo, por la figura y el modo de andar adivinaba en una de ellas, vestida con capota elegante y abrigo de terciopelo, a la niña a quien la pubertad despierta el germen de la hermosura, redondeando las formas, animando la carne con el fuego de la juventud y dando a sus pasos la gracia ingenua de la mujer seductora. La otra, de andar más lento y pesado y de cuerpo un tanto obeso, cubierto por vestido de negra seda y mantilla de blonda, demostraba ser una señora de mediana edad, acostumbrada a ese respeto que se goza en una alta posición social.
El capitán, a fuerza de contemplar durante algunos minutos a las dos mujeres que marchaban delante de él, comenzó a interesarse y hasta sintió cierto deseo de acelerar su paso para ver la cara a la joven; pero cuando ya se disponía a realizar su deseo, las desconocidas torcieron a la derecha metiéndose por una estrecha calle de árboles.
Cuando Alvarez llegó a la embocadura de ésta vió a las dos mujeres que se alejaban, y durante algunos instantes estuvo dudando si debía seguirlas. Pero no tardó el capitán en sentirse atraído por el deseo de dar un paseo a solas, como era su gusto, y desistió de ver la cara a la joven. ¿Para qué? Al fin, era una de tantas, y bastante había hecho el oso en sus tiempos de cadete para ir ahora en seguimiento de unas faldas.
Alvarez siguió la avenida y llegó al estanque, apoyándose en la barandilla y entreteniéndose como un muchacho en silbarles a los cisnes, que, como navíos de nieve, surcaban el terso cristal de agua majestuosamente.
El capitán sentíase embriagado por aquella naturaleza que ostentaba todas sus galas compatibles con el invierno. En el fondo del estanque reflejábase el azul del cielo, al que el exceso de luz daba un tinte blanquecino; los árboles brillaban heridos por el sol; los rasguños de sus cortezas parecían frescas heridas manando sangre, y los rayos de oro, filtrándose por entre el ramaje, colgaban de los ropajes de sombras que envolvían las estatuas deslumbradores harapos de luz.
Las hojas secas caídas en el suelo era lo único que estaba allí atestiguando el invierno, pero movidas por el fresco vientecillo rodaban velozmente, y persiguiéndose buscaban un rincón obscuro donde esconderse, como comprendiendo que eran notas disonantes en aquella deslumbradora sinfonía de la Naturaleza.
Los gorriones, eternos parásitos de aquel inmenso palacio de verdura, piaban alegremente conmovidos por la hermosura que aquel día tenía su habitación, y como si estuvieran convencidos de que en un día tan esplendoroso los hombres no podían ser malos, abandonaban los huecos de los altos troncos con noble confianza y se recorrían a saltos los enarenados paseos, contentos con poder resarcirse de las largas noches de lluvia o de nieve pasadas en aquellos árboles con la cabeza bajo las alas y sin otro abrigo que las temblonas plumas.
Alvarez estaba en éxtasis y parecía embriagado por el perfume incitante de la Naturaleza, que mostrándose tan hermosa en pleno invierno, parecía una dama de edad madura sacando a luz senos de belleza escondidos para deshacer la mala impresión de su ajado rostro.
El capitán experimentaba idénticas sensaciones que cuando se sentía impulsado a escribir aquellos versos que tanta fama le valían en el regimiento.
La hermosura de la Naturaleza le producía dulces desvanecimientos, y en aquellos instantes no se acordaba ya de su uniforme ni de la gloria militar tan ambicionada. Era una cosa bien triste que en un mundo tan hermoso se exterminasen los hombres y vinieran a turbar la dulce tranquilidad de los campos con los estampidos del cañón.
Alvarez, a pesar de sus bélicas aficiones tan arraigadas, reconocía que la paz era para los mortales el más supremo bien, y que constituía un sacrilegio contra la Naturaleza, madre común de todos los seres, el ensuciar con sangre humana, por culpa de viles pasiones, los terciopelos y los rasos, los barnices y el oro que, surgiendo de las entrañas de la tierra, derramábanse sobre ella formando una espléndida vegetación.
Dominado por la abstracción que en él producían tales reflexiones, se sentó en un banco de piedra, y allí, contemplando con el mismo arrobamiento que un árabe soñador las tornasoladas vedijas de azulado humo que su cigarro arrojaba en el espacio, permaneció mucho tiempo rodeado por el silencio augusto de la arboleda, sólo interrumpido por el rumor de la cercana ciudad que se despertaba, o el ric-ric de alguna hoja seca dando volteretas al impuso de la invernal brisa.
Más de media hora permaneció Alvarez en esta actitud, gozando la dulce monotonía de la Naturaleza. Un gorrión que saltó junto a él, sin duda atraído por los colores del uniforme y el brillo del sable, le sacó una vez de su atracción; después fué una niña que pasó corriendo, no sin sonreírle graciosamente con esa admiración que los pequeños sienten por los militares, y al fin, el chasquido de la arena al ser pisada, hizo despertar su dormida atención.
Levantó la cabeza y vió a pocos pasos a las dos señoras que marchaban delante de él a la entrada del Retiro.
Una, la más vieja, después de examinarle de pies a cabeza, con una mirada altiva y dura, volvió sus ojos a otra parte con marcada indiferencia, mientras la joven le contemplaba con inocente curiosidad que sólo duró cortos instantes.
Alvarez pudo entonces examinar bien a su sabor a las dos señoras.
La joven no parecía tener más de diez y siete años, a pesar de su gallarda estatura y de sus gallardos contornos, que delataban a la mujer ya formada. Bajo su capota blanca con lazos rojos, brillaban unos ojos negros y de intenso brillo, que se destacaban, sobre un rostro sonrosado y de delicada transparencia, propio de un temperamento sanguíneo y de una salud a prueba de todos esos delicados achaques propios de la juventud aristocrática. Vestía con gran elegancia, andaba con distinción natural y todo en ella delataba a la mujer que por su nacimiento vive alejada de las miserias de la vida y ha sido educada para agradar y distinguirse entre las de su sexo.
La señora que la acompañaba no inspiraba igual sentimiento de tierna simpatía, a pesar de que su aspecto era correcto hasta la exageración. Viéndola, no podía menos de recordarse a las viejas señoras feudales de los dramas románticos, enorgullecidas con su nombre y haciendo esfuerzos en todas ocasiones para ostentarlo con la más suprema dignidad.
Su vestido negro, su mantilla y el bolsón de terciopelo pendiente de las enguantadas manos, daban a su figura cierto ambiente de devoción elegante, y en su rostro mofletudo, rubicundo, con tonos violáceos y adornado con una nariz larga y pesada como las que son rasgo distintivo de los Borbones, leíase el orgullo de raza, el convencimiento de que la ley de castas es un hecho, y el desprecio a todos los seres de clase inferior, destinados a sufrir la deshonrosa vergüenza de no poseer pergaminos ni poder ostentar a continuación de su apellido un título retumbante.
Pasaron las dos señoras erguidas y con aire indiferente ante el capitán, que las miraba con una insistencia algo incorrecta.
Alvarez, mirándolas otra vez por la espalda, se decía que la joven era de lo más hermoso que había visto, y sin poder explicarse el por qué, volvió nuevamente a sentir el deseo de seguir a aquella mujer encantadora.
¡Qué diablo! El era un muchacho todavía, y aunque fuese capitán, no estaba prohibido hacer lo mismo que en sus tiempos de cadete. Además, todo buen español tiene el deber de ir detrás de los primeros pies bonitos que encuentre al paso, y había que reconocer que los de aquella joven eran dignos de ser cantados por lord Byron.
Se sentía atraído por aquel rostro que, deslumbrador, había pasado ante él envuelto en la blanca nube de la capota, y se propuso saber quién era aquella beldad y contemplarla de frente otra vez.
El sonido que produjo el sable al chocar contra el banco de piedra, hizo que la joven ladease un poco la hermosa cabeza, viendo con el rabillo del ojo y con esa disimulada atención que nadie enseña a las niñas y que todas poseen, cómo el militar se ponía en pie, y estirando su poncho para evitar arrugas antiartísticas, seguía sus pasos, aunque procurando conservar una corta distancia.
La vieja señora debió notar también aquella persecución iniciada por el militar, pues en vez de seguir a lo largo del estanque, torció repentinamente, entrando con la joven en un estrecho paseo.
El militar, siguiéndolas, entró también en el paseo, arreglando su paso al lento de las dos mujeres.
A Alvarez no dejaba de hacerle alguna gracia aquella persecución de una joven bonita, impropia de su carácter y sus costumbres. Aquella insignificante aventura era suficiente para que en el cuarto de banderas bromearan con él semanas enteras si es que, por su desgracia, le sorprendía algún compañero entregado a tal persecución. Realmente, era indigno del "capitán Séneca", a quien algunos tenían por un Napoleón del porvenir, pasar la mañana siguiendo los pasos de una muchacha bonita.
Pronto el militar dejó de pensar en tales cosas, y olvidándose de cuanto pudieran decirle sus amigos, si es que alguno le veía, fijó toda su atención en la joven, convenciéndose de que ésta de vez en cuando le miraba con creciente curiosidad.
Con ese arte, especial privilegio de la juventud, de mirar atrás sin aparentarlo y sin volver la cabeza más que de un modo imperceptible, la joven examinaba a su perseguidor con rápidas ojeadas, y no debía disgustarle su aspecto por cuanto volvía nuevamente a su ocular y disimulada observación.
La señora que la acompañaba no debía experimentar igual impresión, por cuanto varias veces volvió la cabeza, con ademán altivo, enviando al capitán el feroz relampagueo de su irritada mirada.
Pero no era Alvarez hombre capaz de intimidarse ante aquellas manifestaciones de enfado, pues mayores las había sufrido en sus tiempos de cadete, de parte de algunas mamás toledanas, cuando iba en seguimiento de cuantas señoritas encontraba en las calles de la imperial ciudad.
La madura señora no estaba de humor para aguantar aquel espionaje, que iba tomando el carácter de iniciación amorosa. Alvarez la vió hablar con la joven con gesto avinagrado, como riñéndola por la curiosidad que demostraba y que daba al perseguidor mayores ánimos, y tras la rápida filípica, las dos apresuraron el paso saliendo inmediatamente del Retiro.
En las calles de Madrid, Alvarez se hizo más audaz. Aprovechando la gran concurrencia de transeúntes llegó a acercarse tanto a las dos señoras, que casi les pisó la cola del vestido, y así pudo aspirar el fino perfume que exhalaba el cuerpo de aquella niña con todas las seducciones de la mujer.
Estaban en la calle de Atocha y las dos mujeres apresuraban el paso. La joven, ya no miraba al capitán, cuya presencia sentía a sus espaldas; pero la señora mayor volvía continuamente la cabeza y le miraba cada vez con mayor expresión de odio, como si quisiera anonadarle con la majestad de sus furiosos ojos.
Llegaron las dos al portal de una casa de reciente construcción que, aunque no desmesuradamente grande, merecía el nombre de palacio por la elegancia artística de su fachada; y entraron en él, siendo saludadas con gran respeto por el portero, hombre obeso, embutido en un gran casacón, con botones dorados.
Aquella era, indudablemente, su casa.
El capitán, deseoso de alcanzar la última mirada de la joven y ver una vez más su rostro, se colocó con bastante descaro sobre el umbral y vió cómo las dos señoras comenzaban a ascender por la gran escalera de mármol con balaustradas doradas que arrancaba del fondo del patio.
No se había equivocado Alvarez al suponer que aún le miraría la joven, pues ésta, al llegar al gran rellano casi convertido en jardín, donde la escalera se bifurcaba en dos ramas, se detuvo algunos instantes y fijó sin turbación en el capitán sus ojazos tranquilos, en los que se adivinaba usa naciente simpatía.
La otra señora, que subía más pausadamente, también se detuvo en el rellano, y al volver la cabeza y ver al militar plantado audazmente en el centro de la puerta, su rostro se coloreó con los tintes violáceos de la más sofocante indignación.
Mientras su joven acompañante desaparecía en una rama de la escalera, ella quedó algunos instantes inmóvil, como enclavada en el mármol por el furor, y al fin, con voz de tono grave y temblorosa por la rabia, dejó rodar una palabra en la que resumía toda su cólera:
– ¡Mamarracho!
– Muchas gracias, señora – contestó Alvarez sonriente y con entonación exageradamente galante, al mismo tiempo que hacía un saludo militar.
Y sin preocuparse por las foscas miradas del gordo portero, permaneció sobre el umbral hasta que hubo desaparecido en lo alto de la escalera aquel vestido de seda, rígido, majestuoso y soberbio como la toga de la justicia.
IV
Quién es ella
El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a mediodía con un humor de todos los diablos.
Metido en el cuarto de banderas sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el Gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del Cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.
La desesperación del alférez obedecía, principalmente, a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde, hora en que terminaba el arresto.
El capitán de guardia era el único que le acompañaba, y éste era un pobre hombre taciturno, incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.
Tendido en un sofá, con trágica desesperación, y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba la péndola del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que, por la fuerza de la costumbre, fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.
Justamente, en todo el regimiento Alvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.