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La ñerez del cine mexicano
La ñerez superfeminicida considera suficientemente significativo y dramático, para su autoexcitado y sobrehecho ejercicio de thriller criminal, el claustrofóbico clima de sordidez enferma que empiezan creando detalles y recursos cinematográficos tales como los verdeantes y herrumbrosos colores mortecinos de una diestra fotografía ambientalmente lúgubre de Aram Díaz Cano, la edición hiperfragmentaria a fortiori efectista de José Antonio Hernández, la música a certeros golpes poshollywoodescos de Uriel Villalobos (el mismo de la satírica Familia gang de Armando Casas, 2013, y de la terrorífica Luna de miel de Diego Cohen, 2015) para recordarnos en todo momento que estamos ante una genérica cinta aspirante a vieja serie B, e incluso el vestuario de Atzin Hernández remarcando comportamientos típicos y tópicos hasta el hartazgo, mientras el periodista ingresa por influencias a la prisión para recorrer con veloz cámara en retroceso aletargados pasillos hasta arribar a una bodega repleta donde habrá de ser abandonado a cualquier suerte por su introductor guía seminfernal, o bien se suceden sin remedio la aparición del reo en desenfoque obviotamente sugestivo, los rutinarios campo-contracampos del interrogatorio sedente con plano abierto de los interlocutores enfrentados de perfil y un discreto inserto cerrado sobre las cadenas aseguradoras de las piernas bien fijas a una silla, las fotos de las dulces víctimas juveniles arrojadas sobre la mesa cual naipes acusadoramente interpeladores, los inaprensibles planos barridos de la naquita Marla jugando a encestar y riñendo por el suelo con sus compañeras clasemedieras en la cancha de basquetbol de la prepa, la sigilosa contemplación entre codiciosa y despectiva del desafiante conserje acosador, el duro enfrentamiento del detective Escalante con el cortante padre mecánico de la chica desaparecida sin que ni a él le importe ni preocupe mayormente, la cariñosa salida posturno del profesor al lado de su hija pero tomándose la molestia de solidarizarse a pelados regañadientes con una Marla sentada en la calle en inútil espera parental pero asediada por el silencioso portero hostigador, y así sucesivamente, aunque el malestar expandidamente sostenido por esa calidad de atmósfera turbia (el agobio exacto que pretendían en vano Los crímenes de Mar del Norte de José Buil, 2016) va a durar en realidad muy poco.
La ñerez superfeminicida quiere así rescatar y desempolvar un guion de thriller de urgencia oportunista, mórbido, retorcido, autocomplaciente, chafita y ya irrisorio aunque multincidental, que el incipiente Escalante Méndez redactó más de diez años atrás, cuando el tema de los alarmantes feminicidios fronterizos, por desaparición o abierto asesinato vil, conocido mediáticamente y de manera deformada y eufemística como “Las Muertas de Juárez”, y del que se conservan valiosos testimonios militantes como las denunciadoras cintas feministas de Alejandra Sánchez Orozco (Ni una más, 2002; Bajo Juárez, la ciudad devorando a sus hijas, 2006, en codirección con José Antonio Cordero, y Seguir viviendo, 2014), aún se consideraba un asunto virulento y, sobre todo, excepcional, muy poco antes de que la oleada de feminicidios se expandiera en forma exponencial por el territorio nacional, y prácticamente se tornara normal, a modo de una situación de violencia generalizada, en casi todo el país, pero sin dudarlo, De las muertas sólo reclama el mérito de representar una primera tentativa de ficcionar el tema alarmante, ubicándolo en una Ciudad Juárez con amenazador rostro de maquillada zona metropolitana en torno a Ciudad de México, cual si se tratara de una urbe imaginaria que resume a toda la nación (“A este país se lo está cargando la chingada”, clama desesperado el profesor altisonante), cuyo pascaliano centro está en todas partes y su circunferencia en ninguno.
La ñerez superfeminicida propone una todoabarcadora conjunción, cual patchwork mal zurcido y con burdos hilos demasiado expuestos, de una eterna secuencia de créditos escalonados como suspenso inicial, una manipulación de flashbacks subjetivos que incluyen tanto lo vivido por el relator como lo que nunca pudo ver, una saga de ejemplar desintegración familiar con caldosa infidelidad en cuarto de hotel (usada también como coartada fingiendo no querer involucrar a una inocente) y artera bofetada furibunda a la hija demasiado claridosa, una áspera violación flagrante de tantos derechos fundamentales que la suma resulta grotesca hasta lo irrelevante, una sobreabundancia de enfrentamientos verbales (“Más vale que no me estorbes y dejes de inventarte historias”) y agrias discusiones a modo de violencia sucedánea, un sostenimiento al arbitrario absurdo extremo de infinidad de estereotípicos personajes mal definidos y peor desarrollados en sustancia, un puñado de sobreactuaciones o subactuaciones inconvincentes lindando con lo amateur, un proliferante regodeo en conductas sádicas (la golpiza de Navarro al profe contenido por detrás en la comandancia, las bolsas de plástico en la cabeza para asfixiar a las víctimas), una fotogénica aduana de ferrocarriles infestada de palomas muertas simbólicamente incorporadas a la ficción, una liberación del reo sin juicio por presionante gracia imposible de una prensa inexistente.
La ñerez superfeminicida obtiene, en suma, un esquemático thriller de suspenso muy apenitas pero regiamente gobernado por el Eros machista y compendiando todos los clichés del género (“Como espectador me fascina el cine policiaco y como director me encantan todos los géneros, a pesar de que en ocasiones te exigen los clichés. Un policiaco sin una femme fatale no funciona”: Gutiérrez Arias en declaraciones a Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 10 de marzo de 2018), un criminal comportamiento psicopático dado como prolongada sorpresa tremendista y homologado con otras conductas aún peores, un estridente fondo de violencia que victimiza a la vez que responsabiliza y casi criminaliza a las chavas por rebeldes e irracionales a modo de juicio previo para dictarles su merecida sentencia moral como correctivo ético-social-familiar tantito excesivo.
Y la ñerez superfeminicida desbarra por completo en su truculento e irónico giro amargo final, renunciando a toda verosimilitud y altura de miras críticas o ético-estéticas en forma y sentido, a base de mostrar acontecimientos escamoteados por montaje y referidos por pueriles indicios (los aretes ensangrentados que se le arrancaron a una víctima, el auto o los autos acumulados en el taller del padre mecánico, el izamiento con cadenas del ahorcado) y que al final deberían cobrar un sentido distinto, para inculpar otra vez al consumado asesino serial: “Se nos fue”, exclama el incontrolable Navarro de tortuosas gafas negras, esta vez también lamentoso e impotente (“Estamos metidos en un pedote”), como el país en su conjunto, ante ese martirizado padre amoroso cargando maletas, ya despojado de su hija rebelde y desembarazado de su amante desechable, instalándose cómodamente en su nueva casa, con perdonadora esposa sumisa e hijita ejemplar, y preparándose para darle gozosa continuidad a sus feminicidios felizmente victoriosos, ahora sí bien admirablemente merecidos, irremediables y omniprovidentes.
La ñerez multifálica
En la coproducción plural con Francia, Alemania, Dinamarca, Noruega y Suiza La región salvaje / La région sauvage / Det fremmede / Det främmande / The Untamed), Mantarraya Producciones - Tres Tunas - Foprocine / Imcine - Eficine 189 - Le Pacte - The Match Factory - Mer Film - Adomeit Film - Copenhagen Film Fund - ZDF - ARTE - Labodigital - Bord Cadre Film - Pimienta Films, 98 minutos, 2016), hipotéticamente renovador cuarto largometraje del exniño terrible barcelonés-guanajuatense del cine minimalista mexicano hiperrealista de 37 años Amat Escalante (Sangre, 2005; Los bastardos, 2008; segmento El cura Nicolás colgado del film-ómnibus Revolución, 2010, y su obra maestra Heli, 2013), con guion suyo y de Gibrán Portela, León de Plata al mejor director en el Festival de Venecia en 2016, la humilde operaria repostera tijuanense delicadamente inerme Alejandra (Ruth Jazmín Ramos tan inane cuan insóplida) habita con modestia de típica ama de casa rural en cierto poblado de Guanajuato, trabaja casi por favor o de limosna laboral en la panificadora de su despectiva suegra arrogante (Andrea Peláez más lejana que amenazante), ha procreado un par de inaguantables chamaquitos llamados Iván (Pablo López Pérez) y Jacobo (Zaír Alberto Gutiérrez) de cinco y cuatro añitos respectivamente más o menos, y sostiene una seudoamorosa relación conyugal sexualmente insatisfactoria, que la ha vuelto medio frígida, al lado del topógrafo bisexual Ángel (Jesús Meza repulsivo), quien mantiene en realidad una apasionada relación clandestina aunque patológicamente posesiva con el guapillo enfermerito del sanatorio regional Fabián (Edén Villavicencio), precisamente el hermano de su esposa y gracias al cual la conoció, pero los devaneos eróticos del seductor joven desatado en los antros socavan al adulto hipócrita y le provocan furiosos celos asesinos, exacto cuando el frívolo Fabián ya había entablado una decisiva amistad plena de comprensión, afecto y complicidad sensual con una de sus pacientes, la hermosa forastera distante para todos los demás Verónica (Simone Bucio) que, siempre llena de dolorosas mordeduras como caninas en el cuerpo, suele visitar también desde antes de conocerlo, a las afueras del pueblo, la cabaña del amable matrimonio formado por el anciano científico Vega (Óscar Escalante) y su mujer igual de amablemente provecta Martha (Bernarda Trueba), vigilantes y quizá creadores de un extraño monstruo con múltiples tentáculos fálicos que hacen gozar enormidades a la muchacha autoentregada a él (o a ello) y le crea una riesgosa adicción (“Es hora de que te vayas” / “Sólo un poco más, por favor”), aunque le cause lastimaduras difíciles de atender y sanar (“¿Sabes el lugar exacto donde te atacó?”), proporcionándole un goce supremo que generosamente va a compartir con su nuevo amigo del alma Fabián (“¿Te han dicho que tienes los ojos muy bonitos?”), poco antes de que éste sea golpeado por el furibundo celoso Ángel en el estacionamiento del hospital delante de testigos y acabe siendo descubierto severamente magullado y medio ahogado en la vera de un arroyo, acaso por el monstruo demoniaco, acaso por su Ángel, reanimado de su apabullamiento pero sostenido en estado de coma dentro del mismo hospital donde trabajaba, hasta ser desconectado por su doliente e inconsolable hermana Alejandra, quien pronto habrá descubierto en los mensajes acumulados en un teléfono celular el fatal nexo erótico que unía a los dos varones, habrá denunciado ante la fuerza pública al marido y hecho encarcelar, y ella misma intimará inevitablemente con la Verónica a punto de continuar errante, que la introducirá con los ancianos moradores de la cabaña y así ella empezará a frecuentar al monstruo para saciar sus apetitos omnívoros (“¿Por qué no lo vas a buscar?”), si bien al ser liberado su encarcelado esposo ávido de reivindicación y venganza, también será calmado y colmado por el monstruo, para engrosar, junto a la vieja Martha, el cúmulo de cadáveres que serán arrojados al arroyo por el implacable provecto señor Vega y ella misma, a merced de los afanes satisfactorios y exterminadoramente monstruosos de una desenfrenada e intempestiva ñerez multifálica.
La ñerez multifálica se presenta, con aplomo enigmático un tanto aberrado y aplastante, como una inasible fábula orgásmica (“Es lo más hermoso que vas a ver en tu vida, en el universo probablemente, nada volverá a ser igual”) que tiene mucho de horror, thriller, fantasía, ciencia-ficción y drama rural, como sigue: un cine de horror sin que ni el miedo con sobresaltos ni el susto por sorpresa barata se instalen jamás, aunque no se renuncie por completo a ellos; un thriller criminal y hasta judicial con presencia policiaca, reja de declaraciones por testigos con voz en off o en in ante el inquisidor ministerio púbico-tribunal para darle oportunidad de subrepticiamente deslizar algunos silencios deliberados por parte de la esposa rencorosa; una fantasía monstruosa cual subproducto de algún infragenérico fenómeno paranormal; un cuento cienciaficcional a partir de la inicial imagen estelar del Cosmos y paralizado en la sospecha colectiva de la caída local de un meteorito (según se insinúa verbal y oblicuamente, pues no se trata aquí de ningún intergaláctico ET spielbergiano de Camino a Marte de Humberto Hinojosa o de la Anadina de Raúl Fuentes, ambas 2017) y la cálida presencia en sí, jadeante pero entrañable (claro: más entrañable que esos seres queridos), de un acogedor alienígena de hecho tan devastador como el protagonista mudo de la saga Alien (la iniciada por Ridley Scott en 1979); y un drama del encierro / entierro rural cual mero cuadro de costumbres, fiel al ritmo minimalista de la franquicia Reygadas-Escalante en la que tras un prólogo desconcertante nada ocurre por encima de las pasiones y de una familiarista telenovela regional (ese rocambolesco pleito secuestrador de los hijos / nietos entre la suegra y la nuera, esa abrupta reconciliación corporal entre el conmovido padre viejo y el expresidiario hijo desobediente), puesto que ésta ya puede lacanianamente incluir a cierta sagrada lucha por el colosal falo alienígena como (in)significante fundamental, la íntima lucha en solitario y sin soliloquio ultrajante de todos sus usufructuarios por turno fatal (Verónica, Fabián, Alejandra, Martha, Ángel), como si esperpénticamente se tratase del rilkeano Ángel Terrible del Teorema de Pier Paolo Pasolini (1968), y last but not least la ávida o Voraz (Julia Ducournau, 2016) búsqueda-hallazgo y compartida o triunfal posesión iniciática y de inmediato pírrica de ese enrollado superfalo macrofálicamente multiplicable.
La ñerez multifálica se deja impregnar y conducir por los mecanismos de la autorrepresión sexual, la homofobia y la hipocresía pueblerinas, al tiempo que cree ir documentándolos, desmontándolos y hasta dinamitándolos, mediante la puesta en práctica y la dramatización ejemplares del discurso de la doble moral, la humillante discriminación y la abierta estigmatización brutal, con esa truculenta y tremebunda historia ojete del sujeto que se coge al cuñado a la vez que lo bulea en privado y en público ante sus machines compañeros de trabajo, lo degrada de cara a su familia (“Estaría raro porque a tu hermano se le hace agua la canoa”) y les prohíbe a sus hijitos que lo frecuenten, como si se tratara de ilustrar retorcidamente los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes reescritos por algún desgastado pero aún desatado macho provinciano, o de una relamida versión melodramática de Cuando los cuñados se cogen por algún asustadizo Juan Bustillo Oro, o una novísima fusión críptica de ambos discursos, porque ¿será la sociedad guanajuatense la comunidad más retrógrada del país, tal como lo expone, detalla y exhibe de nuevo el director de Sangre y Heli?, en la duda he aquí una sociedad reprimida y tartufesca, sustancial y axiológicamente anterior a toda ética individual o colectiva, menor de edad a perpetuidad e incapaz de asumir mínimamente la autonomía de su vida sexual cualesquiera que sean sus preferencias, una sociedad patriarcal y machista hasta el tuétano donde la homosexualidad y el placer femenino deben ser escondidos o negados, o lo peor de todo ahora, simulados y satisfechos por un alien cogelón.
La ñerez multifálica replantea, trastoca y subvierte así cualesquiera pirámides de las necesidades existenciales de la naturaleza humana, inclusive las sucesivamente propuestas del psicólogo judío-neoyorquino Abraham Maslow y de sus correctores suavizadores (tipo Douglas T. Kenrick), ya sea la primera de 1954 en la que figuran de manera ascendente las necesidades fisiológicas, de seguridad, pertenencia, estima y autorrealización, o ya sea la segunda pirámide motivacional que parte de las necesidades fisiológicas inmediatas para elevarse por la autoprotección, la afiliación, el estatus, la adquisición y conservación de la pareja hasta arribar a la procreación que hace del individuo una persona realizada, y para lograrlo, a Escalante le basta con poner en el vértice superior a la Necesidad del Misterio, el misterio como la dimensión a la que todas las demás necesidades perentorias confluyen e influyen, a la vez que una atmósfera todoincubadora, en torno al monstruo omnisatisfactor y la idea obsesiva-compulsiva que representa para clavarla indeleble en la cabeza, mágica y conductualmente, a riesgo de la propia seguridad personal, como una droga de drogas o un pansexualismo realizado a lo que todo misteriosamente converge (“Primero pensarás que estás alucinando, lo que está allá en la cabaña es la parte primitiva de todo, nunca se va a extinguir, sólo se va a perfeccionar”), un misterio vuelto inaplazable necesidad libérrima y neolibertina / sublibertina que el monstruito ha contagiado al relato en todas sus líneas de fuerza y de fuga, incluso en sus digresiones divagantes o plásticas, porque el misterio se halla omnipresente, porque aquí la espesa niebla que al emerger de la cabaña envuelve imperialmente a Verónica es la estela y la envoltura del misterio, porque misterio son también los leprosos muros callejeros a foco pelón hediendo a garabatos y conatos de grafiti es también el misterio, misterio es el baile autista a policromo plano cerradísimo enel antro, misterio es el tronco desgajado como inhabitable monstrificación natural, misterio es la torva sordidez aún en Las tinieblas (Daniel Castro Zimbrón, 2016) del amanecer a un costado del bosque, misterio es la caricia asexuada en la intemperie al amigo eroopcionalmente incompatible, misterio es la camioneta pick-up roja imposible de capturar a veloz vuelo de pájaro por la carretera arbolada, misterio es el negrísimo lobo merodeando con body camera e inflamado fondo coral u operático / posoperático que logrará imponerse sobre la crueldad, misterio es la solarización convocadora de una móvil refracción iridiscente, misterio es la mirada femenina lanzándose al irrepresentable cielo sin plano subjetivo que le acompañe, misterio es... misterio es... el misterio, oh el misterio como respuesta toral y palpable (¡de qué forma!) a todos los problemas, el misterio “a manera de símbolo absoluto del erotanatismo en el que vivimos” (Luis Tovar en La Jornada Semanal, 4 de noviembre de 2016), el misterio que redime de los valores negativos seculares e inextirpables y aún por mucho tiempo rampantes (el fingimiento, la homofobia, el machismo, el sometimiento), el misterio trascendente / transdescendente / trans / intrascendente que guarda un presagio de la muerte y oculta y se oculta en una suspensión de ayunos en demasía cuerpo a cuerpo sobre la cama.
La ñerez multifálica se conforma en sus capitales momentos clave copulares, que acaso serían los únicos que importan, pues sostienen el edificio completo del discurso erótico (según Philippe Sollers), con hacer y diseminar una colección de imágenes supuestamente provocadoras y hasta shockings nada galantes ni libertinas, en la línea de la inauguradora felación desde la mirada cenital de la cámara cual Cristo Pantocrátor de las catacumbas en el prólogo de Batalla en el cielo del reverenciado Carlos Reygadas (2005), pero aquí se trata de imágenes entre un detallista paulatino naturalismo chato y el álbum grotesco de pena ajena, imágenes cercenadas y cercadas que se creen visiones enigmáticas del monstruoso cuerpo fragmentado o al fin más completo, o íconos milagrosos en escalada, o resguardos de simbolismos inspirados, o reflejos del espíritu maligno al fin revelado y en acto, o desproporciones mudables y mutantes, o ensortijados secretos revelados, o manieristas oscuridades de unipersonales ritos iniciáticos, o melancólica alegoría de mística saturnal, o crepúsculo de las hadas extraviadas en el bosque de lo desconocido sin emerger jamás de una habitación penumbrosa y reverberante de música instrumental que parece tardoelectroacústica compuesta en relevos por Guro Skumsnes Moe y Lasse Marhaug, o rechazo dictado por el rencor visceral, aunque en rigor llega a ser más repelente el marido machín asfixiado por sus desplantes vacuos, que el amorfo monstruito de color café, a fin de cuentas tan tierno como el onírico monstruo-Osito Bimbo de La bestia del franco-polaco erotómano Walerian Borowczyk (1975) ya posUbu Rey y plurisatisfactor gracias a un sexo gigantesco (que a él mismo lo haría morir de placer), y sin duda resulta más misterioso el arroyo transportador de las voces y lavadero de los intrigantes quejidos del secreto, que las puntas de falo inauguradoras del relato en un extremo del cuadro con la semidesnuda Verónica abierta de piernas al fondo del encuadre para tu deleite socarrón, o que los falos-anguila que poco a poco adornan las graves visitas subrepticias, más acá del demonio de Posesión del asimismo polaco Andrzej Zulawski (1981) y más allá del bestiario multifebril de Guillermo del Toro (¿La forma del agua de 2017 antojadizamente convertida de antemano en La forma del falo líquido?), por supuesto sin las inquietantes obsesiones pulsionales del demoledor universo mental de aquél ni la inagotable diversidad imaginaria de éste.
La ñerez multifálica coloca en el puesto de mando una templada destemplada factura ejemplar, basada en una realización que respeta los acentos regionales hasta de municipio en municipio guanajuatense, una dirección de arte un tanto apeñuscada de Daniela Schneider, un sonido límpido (de Sergio Díaz y Raúl Locatelli) que choca con toda clase de ruidos inquietantes, una compendiadora edición a saltos (o asaltos) de Fernanda de la Peza y Jacob Schulsinger, y encima de todo una crucial fotografía en la encrucijada plástica-ambiental de Manuel Alberto Claro, haciendo escasear los largos pero sostenidos planos distantes y desdramatizadores supremos del campo al inescrutable estilo del cortometraje miseroextremo Tierra y pan de Carlos Armella (2008) que hacen arrancar cada nueva secuencia, haciendo proliferar cual inevitable estrategia infalible los planos cerrados de las interacciones telenoveleras y sus insinuantes diálogos chabacanos (“¿Te gusta el sexo?” / “A todos, ¿no?” / / “¿Ya lo sabías?” / “Por primera vez en mucho tiempo estoy bien”), y punteando por aquí y por allá las gamas de esos monótonos procedimientos de conjunto mediante una cámara en mano que se abalanza sobre los personajes en las exiguas escenas de acción violenta entre seres humanos cual infalible estratagema simplista, todo ello para hacer pasar las incongruencias de la trama folletinesca, los truculentos efectismos de su construcción como cojo melodrama vergonzante y carente de emoción que se ha disfrazado de fantasía terrorífica, y las incoherencias / sugerencias / inconsistencias que hacen tambalear tanto la verosimilitud como cualquier principio o sensación de credibilidad sensacionalista a secas.
La ñerez multifálica exacerba, satisface el deseo femenino y homosexual por igual y al mismo tiempo con idéntico golpe y trastorno físico-mental, aunque fungiendo finalmente como catalizador y antídoto contra la hipocresía social, pues la invención de ese Cronos va servir ante todo como un castigo, una autopunición ansiada, una punción que debilita, una disminución de vitalidad, una aversiva reacción conductista, una inagotable fuente del deseo que suprime todos los demás deseos, una aceptación tácita del destino manifiesto para desangrarse tumefacto y terminar apareciendo semiahogado a la orilla del arroyo o acabar arrojado como en carretilla en el basurero-sepulcro de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), en rigor, una suma de tácticas como si se tratara de sustituir a la omnidegradante mascarita victimológica de La libertad del diablo de Everardo González (2017), para restar el último asomo de dignidad y valor humanos a todas las criaturas que se le acercan.
Y la ñerez multifálica era simplemente acaso una simple metáfora punitiva de las fuerzas de la irracionalidad arremetiendo contra la incapacidad de las atrasadas criaturas mexicanas para asumir las pulsiones de su propia sexualidad, pero siempre compensada con formidables y retorcidas formas de autodestrucción consentida, en esta crónica imprecisa y nunca franca de un hueco cambio fundamental de vida, y de vida sexual, y de vía, por parte de esa frágil heroína opaca pero juncalmente erguida Alejandra, a quien se le abandona ilesa e impune y envilecida y disminuida recogiendo y abrazando a sus niñitos a la puerta de la escuela (“¿Por qué estás manchada, má?”), luego de volver a medirse desfavorablemente con la realidad doméstico-patriarcal y de nuevo con un arquetipo anterior o posterior a la creación.