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La ñerez del cine mexicano
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La ñerez del cine mexicano

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Y la ñerez materojete sacrifica el gusto por la vida real y el hálito de la mirada aguda por el tieso rigor de las imágenes menos inicuas que inocuas, rumbo a la expresión satisfecha de la joven heroína precozmente ojete con su bebita al fin recuperada en una conclusión discursiva en forma de final feliz hollywoodense tan frágil y artificial que suscita el escepticismo del espectador.

La ñerez remordida

En Nocturno (Redia - Dodo Escenas, 90 minutos, 2016), negativamente intimista tercer largometraje del dramaturgo capitalino ganador del premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz vuelto ambicioso autor fílmico total de 40 años Luis Ayhllón (guiones previos: Caja negra de Ariel Gordon, 2005, aún inédito, y Familia gang de Armando Casas, 2014; corto debutante: Instrucciones para acabar con la neurosis, 2009; primeros largos: Dodo y La extinción de los dinosaurios, ambos de 2014), con base en su propia obra teatral homónima y flanqueado por sus hermanos Carlo (en la mutable música de fondo) y Rafael (para los cuentos y poemas incluidos), mejor película en el festival del Reino Unido en 2016, el misantrópico anciano víctima de una enfermedad terminal ya sólo interesado en domésticos trabajos de jardinería dentro de su regia mansión centenaria Oliverio Oli (Juan Carlos Colombo decrépitamente repulsivo) ha sido encargado por su mujer para que reviente cuanto antes, en el más radical autoabandono despectivo y echando pestes contra todo y contra todos a la menor provocación (“La bondad es una virtud inútil, es como hablar esperanto”), en manos de la eficaz enfermera cuarentona contratada en un hospital Ana (Irela de Villiers calurosamente revulsiva), quien intenta en vano leerle libros o implicarlo en su impersonal plática doméstica en torno a la desaparición de chavas con cáncer también terminal actualmente asolando a Ciudad de México, pero que atiende cariñosamente por teléfono a su familia, hace enigmáticos dibujos obsesivos para una suprahistorietística novela gráfica, ostenta su cuerpo decorado casi por entero con inmensos tatuajes truculentamente narrativos y pronto confiesa ser en realidad una hija rencorosa del viejo paciente que pretende vengarse moralmente de él, pues según ella la violó y dejó en absoluto desamparo desde su infancia a raíz de la muerte trágica de su madre y de que él, su padre abusador, se cambiara el nombre de Lázaro por el actual de Oliverio, implicando a muchos otras criaturas en su cometido, hasta que la implacable mujer endurecida y correosa, luego de permitir la invasión de la casa por su hija Casandra (Nelly Murillo Tepepa) y otra pequeña, parezca haber logrado aquietarse al cabo de tantos y tontos embates vindicadores excedidos contra una inefable ñerez remordida.

La ñerez remordida se enfoca así en el tema de la venganza, por chorromilésima vez en el cine mexicano con pretensiones o sin ellas, una venganza sagrada que comienza por escupirle su rencor vivo e imponerle su presencia al ahora inerme varón que sin mostrar mella alguna, niega los cargos, la repele y trata de correrla por todos los medios y se encierra en el baño para no verla, insultándola con acritud furiosa, pero pidiéndole perdón a la mañana siguiente; una venganza reforzada por las numerosas visitas oportunas o inoportunas, pero siempre culpabilizadores, de otros dos hijos de Oli: el calvo cuarentón Luis 1 (Ari Brickman), quien se apersona prematuramente a reclamar la herencia de la casa, con un humor estrafalario fuera de lugar, al lado de su Licenciado (Arturo Vinales) y una buenona Rita amante callada de ambos (Laura de Ita compensando su silencio con visajes de Reina Chula pasmada), y el hirsuto Luis 2 (Mauricio Isaac), quien llega a manifestarle sin tapujos al vidrioso vejestorio un odio acendrado por sus continuos abusos sexuales cuando niño indefenso (Carlos Antonio Frías Rico); una venganza documentada, corregida y aumentada por medio de tenaces actualizaciones a base de dibujos y animaciones traumático-literarias que involucran al TVgalán Jorge Armando Lafayette (Jorge Luis Moreno) y una venganza bien concertada que rebasa de manera avasalladora y apabullante los obstáculos y resistencias que opone el provecto acorralado Oli, incluso acometiendo una desesperada tentativa por abrirse las venas al pie del mingitorio, aunque oportunamente remediada por la solícita Ana, para que el infeliz siga sufriendo lúcidamente, al modo de una eutanasia invertida y vuelta todavía más en contra del paciente mismo.

La ñerez remordida apela a tremendismos narrativos y escénicos extrateatrales que luchan a brazo partido por ser inventivamente cinematográficos, pretendiendo ser originales e infalibles, pero acaban siendo apenas signos demasiado vistosos y efectistas, como el interrogatorio-contratación frontal sin contracampo a la gélida enfermera por una inmostrable esposa de Oli, o la escupida de odio cara a cara sobre el infeliz agonizante, o el uso y abuso de cenitales top-shots aplastantes, olvidando que la reiteración de los efectos heteróclitos sólo consigue que éstos pierdan fuerza y se tornen poco eficaces, o bien resulten pegotes invasivos o pomposos, al auxiliarse de un bombardeo demasiado vistoso o casi diríase vergonzante de estrategias y recursos expresivos poco ortodoxos en perpetua diseminación: súbita animación de dibujos al estilo tailandés de Apichatpong Weerasethakul, espeluznantes relatos aleatorios al interior de un relato medular, inopinada recitación de poemas grandilocuentes; pero sobre todo al apoyarse en una experta fotografía preciosista en blanco y negro del cuequero Alex Argüelles, dominante hasta la excelencia y la peste, repleta de gamas de grises (esas vistas demasiado bellas hacia el jardín desde el ventanal del aposento de la cuidadora permanente) y atmósferas neoexpresionistas discretamente sórdidas (esas solitarias habitaciones semidesnudas) o definitivamente siniestras (esas ultrafreudianas deambulaciones por laberínticos pasillos mal iluminados por focos encandiladores durante los sueños agitados del anciano) o definitivamente efectistas (esos truculentos top shots hasta del mingitorio), que de pronto, rizando el rizo, se permiten el lujo de alguna opaca coloración en rosa pálido o un par de entintados anaranjados o rojos frenesí siempre parciales sobre el fondo virado tipo La ciudad del pecado: Sin City de Frank Miller y cuates (2005), invariablemente subrayados por un diseño sonoro de Demian Lara más bien irrealizante y un uso esquizofrénico de cierta insostenible música enfática y mutable que va de la transfiguradora composición postserial a la evocación sardónica con base en la reelaboración de tonadas infantiles o populares.

La ñerez remordida apuesta destemplada e impositivamente por temas tabú de antier, como la violación, el abuso de menores, el abandono parental, el incesto no consentido, el odio intrafamiliar, la explotación cínica, el terror a la demencial violencia urbana y la venganza empecinada como rayo que no cesa, de heterodoxa manera tardosetentera, sublimando los inolvidables e insuperables traumas de todos los personajes posibles, pretéritos si bien reactualizados a voluntad, plasmables tanto en los erizados dibujos de la cuidadora de repente animados o en recitadas en visiones onírico-verbales de escopetazo, aunque en realidad sólo se está en pos del infraripsteinismo fascistamoral de un drama tenebroso e insinuante y deliberadamente confuso (¿pretenderá Ayhllón llegar a ser de grande un clon de Rip?, ¿ambicionará ser no como Rip, sino ser Rip?, ¿se cree un Rip del siglo XXI doblemente anacrónico: el de antes y el de ahora?, y la duda queda clavada: ¿no será Ayhllón ya el verdadero Rip?), bordeando con los avances de la locura entre claustrofóbicas cuatro paredes, porque apenas ambiciona pasearse de un imposible Amour (Michael Haneke, 2012) entre ancianos ¡sin televisor! a un estático Festen: La celebración (Thomas Vinterberg, 1998) con su misma confabulación de vástagos violados cuando niños en contra del padre abusador, sin jamás sobrepasar el traumatizado / traumatizante visitadero de personajes estereotípicos para conducir al rigor mortis a un autoflagelador vomitante de traumas juveniles en el Recodo de purgatorio del actor-director autoficcional José Estrada y su impertérrito surtidor de catarsis-vomitada existencial a la carta (con el falo del remoto cura violador en la boca o viendo a la madre esquelética meterse su lavativa favorita), a modo de falsas jácaras o interludios picarescos que los comparsas no aprovechan para hacer bufonadas sino para ir a espetarle su desprecio al vapuleado incólume actor principal Juan Carlos Colombo aguantatodo, para mayor gloria del maquillista a plastas Gerardo Muñoz y la dirección de arte reducida a una fotogénica residencia porfiriana de Roberto Zamarripa o el reino pedestre de diálogos entre pomposos retorcidos y afectados empalagosos, allí donde hasta los inmensos tatuajes de la metódica enfermera Ana, cual cienciaficcionales inscripciones truculentamente narrativos de Ray Bradbury en El hombre ilustrado (Jack Smight, 1968), aunque en fortachona versión femenina, tienen algo que decir, mordiendo por sorpresa procedimientos narrativos tan delirantes como puede aún resultarlo un TVgalán-figurín de modas en monocromías rutilantes.

La ñerez remordida se ensaña a fin de cuentas contra personajes de poco calado, de hondura apenas supuesta y reacciones previsibles, sin verdadera profundidad ni matices ni auténtica intensidad psicológica, unidimensionales como el ultrajador ultrajado Oli y monodireccionales como la Némesis reencarnada Ana o mero estereotipo como todos los demás, que sólo saben abrir la boca para rebuznar en rictus vociferante a perpetuidad como el viejo descompuesto o cual muñecos de ventrílocuo como Ana y sus adláteres y su séquito familiar arrojado de súbito al jardín, fácticos seres ficticios ajenos a sí mismos, como ya ocurría de odiadora manera familiarista con los encuentros subrepticios en una sola jornada del policía misericordiosamente reputado como el idiota de la familia vigilante Adrián Vázquez que se lanzaba en busca de una chavita desaparecida en Dodo, o con los miembros de la violenta narcofamilia aumentada alrededor de los hampones acartonados Rafael Inclán y Elpidia Carrillo en Familia gang, o con las hartantes peripecias gratuitas de los sexagenarios asaltantes Enrique Muñoz y Gastón Melo (por fin en sus primeros estelares) rocambolescamente unidos por un antiguo adulterio en La extinción de los dinosaurios, avejentados bípedos domésticos hoy como ayer idealizados / denostados marginales también al margen de cualquier gerontofóbico behaviourismo realista y nunca de perdida por encima de una suma de parloteos insensatos o incensantos, ofrecidos como chivos expiatorios al espectáculo del hombre que se ha encerrado a morir y olvidar como único bálsamo y felicidad imaginables, el show de la tortura más afectiva y emocional que física o metafísica, el juego de la desalmada autocondena sin asomo de ternura por lado alguno, o la purgadora representación sadomasoquista ungida con el cuchillo ásperamente clavado por la mujerona feroz sobre la mesa de la cocina ante el intimidado enfermo conectado a un tanque de oxígeno a la hora bendita de la cena, para intentar redondear lo irredondeable de la manera más destemplada posible este “macabro cuento de hadas” con “tonos de comedia negra” y una “banda de vividores rodeando, como buitres, la mesa del moribundo patriarca impotente”, esta “danza macabra” de “intenso clima claustrofóbico que transforma los encuentros familiares en un verdadero juego de masacre, donde Oliverio aparece como fiera acorralada” sin cejar por ello de “disfrutar del daño a sus seres cercanos” cual “antesala doméstica del infierno” (según Carlos Bonfil en La Jornada, 20 de julio de 2017), o sea, rematar la pieza en la creencia de que asumir o resolver una contradicción consiste en una atropellada y presuntamente riesgosa o graciosa identificación de los contrarios.

Y la ñerez remordida hace entonces culminar de cualquier forma, al derecho y al revés, sus acres encomios temerarios, pues “toda esta alegoría del mal sería más inquietante aun sin la truculencia un tanto gratuita que el realizador imprime a un desenlace precipitado con elementos de melodrama grotesco” (Bonfil dixit), esa desembocadura hacia la figura del irreventable agonizante con su hija enfermera acostada a su lado en el lecho mortuorio, presos ambos de sus visiones ahora sí terminales de un Nocturno eterno, aunque ella más que satisfecha y catártica a la vera del oxígeno quirúrgico y acunada por la versión orquestal de la “Mujer, mujer divina” de Agustín Lara que se merece, su semejante, su hermana, la hija de tigre pintita, asimismo vaga pero poderosamente sospechosa de los atroces crímenes cometidos contra las extraviadas chavitas cancerosas.

La ñerez predestinada

En El que busca encuentra (All About Media - Different Films, 100 minutos, 2017), vivaz cuarto largometraje del cinecomediógrafo exitoso sin edad confesa Pedro Pablo Ibarra Pitipol Ybarra (El cielo en tu mirada, 2012; Amor a primera visa, 2013; A la mala, 2015), con guion original de Miguel Burra y Miguel Pérez Gil, el tierno niñito de 10 años Marcos Aguado (Ramiro Cid) muy aficionado al futbol por contagio paterno (“Vamos a ver ganar a los Pumas”), tanto como apasionado de los trompos, acaba de adquirir uno de ellos color naranja en los puestos del Estadio Azteca, poco antes de que, por estar haciéndolo bailar y viéndolo rodar por las gradas, pierda de vista a su joven papá flaco-bigotón-enchamarrado, sea llevado por un policía al túnel 30 para niños extraviados y allí se tope con la encantadora niñita rubia de su misma edad Esperanza Medina Penny (Mia Rubín Legarreta), también momentáneamente perdida por andar contemplando su foto a través del diminuto visor individual que acababa de comprarle su joven papá lampiño-anteojudo-en mangas de camisa Jesús (Andrés Montiel). Homologados así por el destino, los chicuelos congenian de intempestiva manera formidable (“Hay concursos mundiales de trompo, ¿no has visto a Chabelo?”), sintiendo toda la fuerza de un repentino enamoramiento, justo antes de ser recuperados sin mayor problema por sus respectivos progenitores, pero dejándoles a los dos muchachos una honda huella de comunicación afectuosa. Tan es así que, veinte años después, ambos viven añorando ese fugaz encuentro, él atesorando el visor de cajita y ella el trompo anaranjado, los fetiches que intercambiaron a la hora de pronunciar el adiós, cuantimás que Marcos (ahora el aliviando Claudio Lafarga de Alicia en el país de María) se ha convertido en un agraciado publicista barboncillo capitalino muy inestable que, por estar abocado insensatamente en la infatigable búsqueda amorosa, se encuentra divorciado de una mujer que apenas le permite ver cada quince días a su hijita de dos años y, peor aún, se halla en el duro trance de ser despedido (“Tengo que decirte adiós”) de su empleo por su severa jefa (Carla Cardona) a consecuencia de llevarle en deshoras de la madrugada una ebria serenata de grito pelado a la guapa hija de su mejor cliente hosco (Natasha Dupeyrón), de la que se ha infatuado sin razón ni futuro, para escándalo de la desglamurizada cuatita simpática que sin éxito vive enamorada de él desde la prepa Érika (Damayanti Quintanar) y del jodido milchambas Claudio (Martín Altomaro), los fieles amigos disfuncionales e inseparables de ese varón tan errático sentimental cuan invariable entusiasta. Y por su parte, la linda treintañera Esperanza (ahora la hipertelevisiva ubicua Ana Brenda Contreras) ha devenido en una caprichosa e insufrible profesora de sociología en el barroco pueblo mágico chiapaneco de San Cristóbal de Las Casas que proclama a la menor provocación su incansable búsqueda amorosa, aunque esté a punto de casarse con el ultraconvencional cirujano plasta Jorge Ashby (Erik Hayser) que la aburre a morir, negándose a desposarla en la playa y la deje durante una fiesta en manos de una cursilísima aspirante a suegra que la amenaza con hacerla lucir en su boda una antigua mantilla familiar (“¡Una mamantilla!”), por lo que la bella prefiere irse a embriagar con sus incasables amigas casaderas Mónica Mona (Marianna Burelli) y Angélica Angie (Esmeralda Pimentel), a sabiendas de que siempre será solapada o respaldada por sus progenitores. Así pues, hondamente añorantes e insatisfechos, no será extraño que los dos adultos románticamente marcados por aquel futbolero encuentro infantil se busquen a través de Google, las redes sociales y el teléfono portátil, hasta coincidir en una cita ansiosa y cumbre en un restaurante de San Cris, satisfechos, felices y esperanzados, seguros de que “Amar es no tener miedo a alimentar a un tigre con la mano”, aunque todavía tendrán que sufrir una intempestiva separación indeseada y dolorosa, a causa del repentino deceso del padre de la chica, el extravío temporal de su celular, el retorno decepcionado de Marcos a Ciudad de México, la reconciliación de una desilusionada Esperanza con su tedioso novio médico para aceptar su insatisfactoria propuesta matrimonial, el compromiso de Marcos con su todoaceptante amiga amorosa deleznada Érika, y el triunfal reencuentro in extremis de la pareja desdichada en el emblemático zoológico capitalino donde frente a frente con la bestia Marcos se ha atrevido a darle de comer dos hamburguesas al tigre de Bengala con su propia mano, antes de ser alcanzado en una pierna por un dardo de los vigilantes e instantáneamente sedado, en espera de ser ipso facto recompensado por la fuerza de su compartida ñerez predestinada.

La ñerez predestinada dramáticamente experimenta y padece sobre todo de un predestinamiento al esquematismo, pero no tiene empacho alguno en reconocerse y asumirse, de inmediato y a la vez, alternativa y simultáneamente, como una mera línea argumental demasiado delgada y tenue, una esquelética simpleza de antemano en los huesitos, una idea de cortometraje prolongada y restirada y forzada hasta dar a huevo el largometraje estándar, una trama asombrosamente entre semivacía y semihueca, una entelequia añorante hasta el desafío, un recipiente agotado con la sola mención de su falta de sustancia, un dibujo extenuado aunque inextinguible e indistinguible, un esbozo de fantasía sentimental presa hasta la sorpresa y la saciedad carente de contenido, o sea, una admirable y resplandeciente vasija cínicamente hueca que debe ser llenada con lo que sea cuanto antes, con desechos y retazos desechables de cualquier procedencia o fórmula gastada, lugares comunes decadentes, reciclados materiales producto del autoexcitado saqueo inconvincente o el inoportuno plagio desnaturalizante, sin pudor ni conservando prurito de mínimo decoro alguno: la usura de alusivas cancioncitas del baratón conjunto Matisse invasoramente sonando hasta en el baño o la cocina, el inesperado formato de transmisión televisiva dentro de un real aparato de TV para derramar el goce infinito del encuentro en el estadio desde el voceo por sus altoparlantes mismos (“A los familiares de la niña... favor de pasar a recogerla en el túnel número 30”), la compulsiva y degradante ebriedad femenina y masculina tan permisiva cuan flagrantemente tolerada porque se esgrime la amorosa disculpa de verificarse con vino tinto o tequila por amor y por amor o por amor (“Salud, salud por el amor verdadero”), la evocación idealizadora y compulsiva que se da por cierta y evidente de irrefutable o alucinada manera casi aforística (“Éramos unos niños y aun así me dio la definición del amor más auténtica...” / “Y pacheca del mundo”), las coincidencias de la verbalización al unísono de las decisiones cruciales con imagen dividida o por montaje alternado a distancia espaciotemporal (“La voy buscar” / “Lo voy a buscar”), el esplendor de la Catedral de argamasa amarilla de Las Casas para acoger el aterrizaje viajero de los babas en su atrio palomero, los veloces y afilados retratos maduros contrastantes entre sí de un entero padre inconmoviblemente entusiasta Jesús Medina (Otto Sirgo) y una enteca madre perpetuamente afligida (Julieta Egurrola), la convivencia con el tigre de zoo con una pezuña asida en la virtuosística convivencia navegadora con el monstruoso felino en Una aventura extraordinaria / Life of Pi de Ang Lee (2012) y la otra pata colgada o aplastantemente posada en las fechorías de nuestro humorístico zoodesempleado Adiós mundo cruel de Jack Zagha Kababie (2010) ya sin piedad alguna para el inofensivo-agónico león absurdista de las Historias extraordinarias del argentino flor verbosa de un día Mariano Llinás (2008), y la angustia de la separación infantil (“¡Te quiero volver a ver!” / “¡Yo también!”) que está dada como un trauma en imágenes mentales a lo Sergio Leone (“¿Dónde, cuándo?” / “¡En donde sea!”) aunque sin salir nunca de Televisa porque se tienen como fondo los inefables partidos del clásico TVmasivo América-Pumas de la UNAM y las efigies de los niños dentro de esa TVesfera congelada en el espaciotiempo virtual como un imperecedero recuerdo viviente (“Un encuentro de antología que aún vive en el recuerdo”).

La ñerez predestinada se apoya hasta el hartazgo en la omnipresencia de los confidentes indispensables del sainete teatral a la española o la mexicana clásica popular, ya no con las jetas del caralampio andaluz a huevo Ángel Garasa o de la pelotoncita atropellada Dolores Camarillo Fraustita o del omnititubeante peonesco ranchero autoapabullado pero siempre arrasado Arturo Soto La Marina Chicote o como un coqueteo temible a contracorriente de Consuelo Guerrero de Luna, o con los gracejos pronunciadamente léperos de los cómicos e infracomediantes de relleno del cine de albures con nalguita de los años ochenta-noventa (los flacos Ibáñez y Guzmán, el Chóforo et al.), sino con el despistado rostro plácido del barbón amigo Claudio con más sobrepeso que seso incapazmente pasando sin transición de vergonzante repartidor de pizzas (enviado incluso al depto de Marcos) a gondolero veneciano de Chapultepec, o el semblante resignadamente avispado de la amiga peoresnada Érika indeseablemente besada en plena crisis y conquistada como sucedánea amante de emergencia (descaradamente tomada de la aceptación final de la leal amigota Andrea la Pinocho como sucedáneo amor verdadero en Qué pena tu vida de Luis Eduardo Reyes, 2016), o la aventadaza indecisa Angie flechada de primera intención a un barbilindo colega chileno del rechazado Jorge, o el ligue opaco de la atontada Mónica con el por una vez brillante Claudio, todo ello para hacer avanzar la trama, cruzando la endeble historia principal con varias secundarias, favoreciéndola, contrapunteándola, fingiendo sabotearla (“Pérame, que te mande foto de perfil de cómo está ahorita”), cuestionándola para reforzarla (“Pero no vayas a revelar que has pensado en ella toda la vida, no vayas a hacer lo que todas las películas de amor, por favor”), comentándola hasta la irreverencia del sinsentido potencial, explicitándola al máximo, diversificándola, suplantando su monotonía y ausencia de gracia, sólo para abultar el metraje con sus esbozos de subtramas colaterales, si bien siempre más rápidas y espontáneas, y más ligeras y desenfadadas, que la trama central.

La ñerez predestinada otorga nuevos tintes, toques y retoques al femimanipulador romanticismo a la mexicana, su genealogía desembocando de modo siempre perentorio en los incongruentes delirios femeninos tristemente por sí mismos de la Treintona, soltera y fantástica de Salvador Chava Cartas (2016) o en cualesquiera prolongadas hipocresías autocomplacientes de Todos queremos a alguien de Catalina Aguilar Mastretta (2017); el romanticismo en su laberinto, su uróboro, su cloaca y su olor de santidad; el romanticismo estoico y demagogo a un tiempo; el ineluctable romanticismo del genuino y duradero y absoluto amor así planteado por el esperanzado divagante Marcos (“Jamás la mitad de nada, siempre la cosa completa”), o el inextinguible romanticismo consustancial del auténtico y pleno e inalcanzable amor romántico así planteado por desesperada desesperante Esperanza que sin compostura clama a grandes voces su aguerrida ideología romántica ante arrobados alumnos imaginarios o delante de los ajenos incólumes (“¿Para qué querer la media naranja, si puedes tener la naranja entera?”), un imaginario románticamente iluso que hace coincidir a los dos contendientes contra la confabulación de las consustanciales contingencias forzadísimas a los dos en una prueba de amor, una extrema prueba del amor total a años-luz de las todavía racionales Pruebas de amor de la olvidada aunque intelectualizada y aún agradable comedia homónima de Jorge Prior (1991), el romanticismo de un predestinado neochurro más que churro ofrecido para regular y alimentar patrones de enamoramiento de la juventud mexicana actual e intemporal sin que nadie pueda protestar ni atormentarse con tanta urdimbre de pobreza relacional a partir de un guion insoportable que más bien da pena, un romanticismo embotado cuya excelsitud se propone como envidiable, un romanticismo que opta por lo beato y lo chato y lo jamás radicalmente corporal para eludir los dictados de un inevitable cine del cuerpo erotizado al que sólo de modo indirecto casi involuntario se le permite asomarse esporádica y reprimidamente por aquí o por allí en la fantasía romanticona realizada.

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