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La ñerez del cine mexicano
La ñerez sospechosista consigue sin dificultad aparente que su comedia ranchera sofisticada sea sometida y se acoja a una diestra estilización superelaborada, por el humor autoirrisorio del Beto Gómez de Puños Rosas y Volando bajo a lo máximo que ha alcanzado, para dar una constante impresión de frescura y espontaneidad extremas, a un extemporáneo nivel recuperador de la clásica screwball-comedy hollywoodense de beisbolero efecto tirabuzón, la siempre recuperable comedia boba con chavo bobo y chava aún más babas con sus insolentes cabellos escarlata colgantes, en una obra maestra de ingenio y falsa inocencia y lozana agudeza que parte de los estereotipos y lugares comunes de un supuesto género actual de narcocine, con El infierno de Luis Estrada (2010) y Miss Bala de Gerardo Naranjo (2011) o el mismísimo Heli de Amat Escalante (2013) a la cabeza, para volverlo del revés, hacer escarnio de él, y poco a poco después, sin alarde añorante alguno, venir a entroncar con el viejo cine mexicano, vuelto consciente, deliberado, placentero e inmarcesible, pues aquí nuestro aspirante-sucedáneo de Pedro Infante cantor, en efecto ocupando la mansión alocada de Escuela de vagabundos y de la rica heredera de El inocente (Rogelio González hijo, 1954 y 1955, respectivamente), ya ha logrado deslumbrar, seducir y conquistar el corazón a la güerita oxigenada Marga López de Los tres García con apariencia de espantapájaros multicolor de Corre Lola corre (Tom Tykwer, 1998) para que ella pueda exclamarles por celular a sus cuates “Estoy en Un rincón cerca del cielo”, sintiéndose en efecto tan arrobada como la misma Marga López con su misma pareja en el film romántico del mismo título (del mismo Rogelio González hijo, 1952), y entonces ya puede nuestro Alex Speitzer dejar de apuntar juguetonamente su pistolita hacia el espejo a lo Robert de Niro de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), para irse a rebelar in situ contra el untuoso émulo del Marlon Brando en El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) que le tocó en suerte, al interior de este Idilio roto de Tillie (Mack Sennet, 1913) vuelto como calcetín desde que vio a su Cameron Díaz forzada a desafinar en el antro karaoke de La boda de mi mejor amigo (P. J. Hogan, 1997), y ponerse a perseguir sobre su caballo a la indecisa rejega timidísima dueña de su corazón que huye de sí misma por el camino de terracería a bordo de un taxi manejado con sonrientes dudas, pues aquí lo lúdicro cinefílico se ha convertido en inteligencia adicional, supraconciencia suplementaria del relato o haz de microrrelatos, reelaboración de la experiencia grupal, asunción estilizada de lo conocido (incluso los resortes cómicos a base de malentendidos saineteros: no sabiendo Brayan las razones del repentino rechazo de Claudia, tenaz labor de zapa de los apanicados roomies a sabiendas de que “A los narcos no puedes decirles que no”), referencia cultural que religa casi religiosamente con la comunidad (“En mi familia cada día se vive como el último”), entroncamiento con la producción de las fantasías compartidas, a su modo liberado y liberando una suprema deriva imaginaria de los grandes sueños neofeéricos colectivos (“¡Caray, hasta parece película de Pedro Infante, verdá de Dios!”, exclama sin poder reprimirse más el taxista antes perseguido).
La ñerez sospechosista concibe su enorme eficacia plurinarrativa-estética gracias a su etéreo tono ligero y fingidamente iluso y elegantemente jocoso, a las imágenes sutiles del habitual fotógrafo gomeciano Daniel Jacobs, a la capacidad para urdir brillantes síntesis secuenciales (en el antro karaoke rojizo, en la fiesta tequilera con el sorpresivo ligue de Claudia, en los paseos durante el cortejo urbano, en los jaripeos et al.) del editor Nacho Ruiz Capillas y sus intempestivos insertos desplazados-gag de un perrito comiéndose el supuesto manjar bajo la mesa del comedor o un venadito para desmentir o irradiar afirmaciones, a la música folclorosa y burlona de Mark Mothersbaugh, a la impecable dirección de arte de Sandro Valdez y a un hilarante vestuario de astracán y excelso mal gusto propositivo de Adriana Olivera, enmarcando a ese trabajadísimo conjunto irrepetible de personajes de parodia / autoparodia delirante, refinándose en cada contrastante actitud o diálogo chispeante (“No se agüite m’hijo” / “No sea maleducado m’hijo, páguele a la señorita todo el año” / “Oiga, ¿y qué tal si el Don Uber ése está ocupado?” / “¿Sabes por qué nos dejaron pasar así de volada? Pues por nuestra elegancia, estos trajes nunca pasan de moda”), en todo momento sospechosos de ser sublime sublimada caricatura de sí mismos y de alguien y algo más, trátese de los héroes centrales o bien de ese tío de pistolón pronto contra un asaltante callejero, esa Boluda que boludea a medio mundo en cada frase (“¡Apúrate, boludo!”) sin suspender las libaciones de su inseparable mate, o ese taxista pueblerino individualizado nada menos que como un tal Menchaca entrañable (Silverio Palacios jocundo como de entrometida costumbre), cual amasijo de riquezas quasi distanciadas.
La ñerez sospechosista se ha puesto también los guantes de seda rosa para constituirse en fuente de reflexión y para intentar ver más allá de los clichés prefijados, sin dejar de jugar en la liga de los conceptos gloriosos y gozosos menos dolorosos, como la lucha contra las apariencias engañosas, los estereotipos discriminadores y el hurgamiento en la naturaleza de los prejuicios inconscientes que conducen a la estigmatización apresurada y gratuita, pero todo ello enfocado, descrito y desarrollado desde una perspectiva vivencial y politicosocialmente incorrecta, pues la bien dosificada y laboriosa diseminación de falsas pistas insinuantes, con una ambigüedad malvada (“Ya no se puede mover la mercancía como antes”), al parecer bajo el punto de vista de los valores estragados y los códigos que tienden a confundir a todo ranchero próspero con un malviviente y a cualquier ganadero con un narcotraficante de opereta, sin duda hermanados en su mal gusto vestimentario y léxico estridentes, apela ante todo a los prejuicios antirregionales-antirrurales del espectador, para ponerlos escandalosamente en irrisión cuando el padre de la heroína descubre que la gigantesca bodega alquilada por los Rodríguez-Zazueta ya está sirviendo para almacenar reses abiertas en canal para comercializar carne norteña de la mejor calidad, porque la parrillada sinaloense nada tiene que envidiarle a la argentina y porque para cualquier chilango cualquier ranchero para él inculto es un sicario latente o virulento.
La ñerez sospechosista retoma al final el doble monólogo interior off screen que en el prólogo del film entonaban Claudia y Brayan con sus traumas infantiles como seres diferentes, y va a continuarlo mediante otro monólogo a dos voces de ellos mismos, pero esta vez satisfechos, asumidos como felices criaturas distintas a los demás, ya montando juntos y lazando potros, conjurando el paradigma ingenuidad / siniestrez como dispositivo bufo y planeando a dúo un restaurante chic de carnes norteñas para gourmets, puesto que la alianza amorosa rancho-capital se ha consumado por fin en el maridaje perfecto de esas criaturas desprejuiciadas y honestas y excepcionales y con profundo cariño y respeto por sus inadecuadas familias, que ahora pueden incluir tanto al coqueteo del homosexual Serge con un galano chavo sombrerudo, como la poderosa atracción exitosa de la gauchita veloz con el tío resbaloso, en la apoteosis esplendente de una fiesta al parecer perpetua donde los hábitos no hacen al monje, pero los buenos modales y la voluntad abierta sí hacen al ente sexodiverso y omnipermisivo, al ciudadano fuera y por encima de toda sospecha, única trascendencia a la que esta deliciosa comedia aspiraba a afirmar.
La ñerez sospechosista consagra así a la comedia-homenaje autoconsciente, al nivel del bronco humanista social (pese a su atuendo de Señor de los Cielos del Cártel del Pacífico) que le avienta un rollito de billetes al recién atrapado raterillo callejero para que no vuelva a arriesgarse a delinquir, o a imagen y semejanza de un no menos espléndido corderito (pese a su íntimo look de travieso Harry Langdon culiche) entre los lobos (“Demasiado sensible para ser narco”), su nobilissima visione.
Y la ñerez sospechosista no era en primera y en última instancias más que la plasmación de un cúmulo de divertidas fantasías fílmicas de un desfachatado gozador regional cinenardecido (“Me hice cineasta porque desde niño siempre quise llevar alegría y hacer películas para que la gente se la pasara bien”: Beto Gómez promocionalmente entrevistado por Fabián Orantes en Reforma el 29 de septiembre de 2017 para celebrar el éxito comercial de Me gusta pero me asusta pese a haberse estrenado sólo tres días después del terremoto del 19-S) y la dinámica de un exorbitante romance entre dos encantadoras criaturas privilegiadamente inadaptadas: el chavo ranchero por encima de la familia concentrada en acometer ocultos negocios riesgosos y la chava fresa que sólo quería demostrarse a sí misma que era capaz de acometer (como el cineasta con ella identificado) algo valioso.
La ñerez protofeminicida
En Los crímenes de Mar del Norte (Producciones Tragaluz - ECHASA - Foprocine / Imcine - Eficine 226 / 189, 95 minutos, 2017), rememorante sexto largometraje del excececiano guanajuatense intentando retomar (o clausurar testamentariamente) su carrera como autor total en solitario a los 64 años José Buil (La leyenda de una máscara, 1989; su docuficcional obra maestra sobre el archivo fílmico del abuelo valenciano-jarocho La línea paterna, 1994, y El cometa, 1998, ambos codirigidos con Maryse Sistach; Manos libres (nadie te habla), 2004; la cinta infantil La fórmula del doctor Funes, 2015), el otrora alegre estudiante universitario de química Jorge Roldán El Calavera (Norman Delgadillo) invoca desde una intemporalidad inocua los días vividos en 1942 al lado de su linda novia remilgosa Paquita (Vico Escorcia) y narra tan siniestra cuan evocadoramente le es posible los crímenes de su admirado compañero de clase sacadieces con fama de mujeriego y emblemático asesino serial pionero Gregorio Goyo (Gabino Rodríguez de sombrero gacho y bigotito ralo), quien, medio emancipado de su regañona madre sobreprotectora (María Rojo), laboraba inmostrablemente en el recién fundado Pemex ávilacamachista durante la plena entrada del México de los temibles apagones a la Segunda Guerra Mundial y habitaba en el persistentemente apestoso laboratorio para experimentos químicos que mantenía en una sombría casona de la calle tacubense de Mar del Norte, sosteniendo una tórrida aunque reprimida y ambigua relación amorosa (“Ven a mi laboratorio, te juro que te voy a respetar”) con la condiscípula piernuda Graciela Chela Arias (Sofía Espinosa), señorita hija predilecta de un feroz abogánster barbudo en prominente ascenso (Alberto Estrella) y pésima alumna desinteresada en sus estudios, a quien le pasaba a propósito respuestas equivocadas del examen e incluso la delataba por consultar un acordeón bajo la falda, si bien el muchacho por las noches, sin motivo aparente, acostumbraba estrangular en su casa, con deseada media nylon ajena o a manaza pelona, a trotacalles muy jóvenes, como una intimidada Bertha de 16 años (Astrid Romo), una ciniquilla Raquel de 14 (Alaciel Molas) y una vulgarzona Rosa también de 16 (Fernanda Echevarría), haciendo mal desaparecer cuanto antes los cuerpos en el jardín hediondo de su morada, a paletadas directas pese a sus conocimientos científicos y quedándose con las prendas íntimas excitantemente femeninas para ostentarlas cual ubicuos fetiches sobre el lecho de latón o colgando del espejo retrovisor del flamante automóvil propio, y sin embargo, apenas había estrangulado mediante una infamante media a su Chela recién descubierta con un novio de su estrato social a escondidas, y apenas acababa de enterrarla y confesado su crimen a su cuatito del alma Jorge hacía dos semanas, cuando una sagaz mujer policía madura e identificada como Ana María Dorantes Agente 104 del Servicio Secreto (Úrsula Pruneda nada menos), entró a investigar sin dificultad en la casona de Mar del Norte y de inmediato se topó con el olor a cadáver y con una horrenda pata humana emergiendo primorosamente de la tierra en proceso de descomposición, precediendo al sorpresivo desentierro cuerpo por cuerpo hasta llegar al cuarteto intempestivo, exacto cuando llegaron los refunfuñantes inspectores de policía con gafas negras (Javier Zaragoza y Juan Carlos Colombo jodidísimos) a tirar rollo escandalizado, para tornarse instantáneamente célebres, aunque no así el socorrista análogamente moralino (Ernesto Siller), y el fragilizado homicida tan despreciable cuan impenetrable Goyo fue recluido en prisión con psiquiatra excelso a su cargo para ir sacándolo poco a poco de su estado catatónico, al unísono de su involuntario encubridor el asimismo narrador atemporal Jorge, encarcelado por dos meses hasta deslindar culpabilidades, ambos víctimas propiciatorias ante todo de la ñerez protofeminicida.
La ñerez protofeminicida determina un esmerado producto a la antigüita y en muy contrastante blanco / negro como ambientador epocal, con depurada fotografía de Claudio Rocha (La maleta mexicana de Trisha Ziff, 2014; Almacenados de Jack Zagha Kababie, 2015), pero en versión apagada e inepta, incapaz de construir mínimamente un solo personaje ni masculino ni femenino, avanzando a ritmo cansino y lleno de sofocos, con edición de Carlos Espinosa y el realizador intentando ordenar hasta con fechas de bitácora (“Martes 1 de septiembre de 1942”, “Miércoles 2 de septiembre de 1942” o así) hechos fílmicos de antemano despojados de fuerza desde su concepción y su rodaje, cual thriller ni-ni absoluto, sin emoción ni suspenso ni thriller propiamente dicho, un cine negro sin atmósfera ni intriga, un film policiaco criminal carente de invención y de interés para decirlo rápido, a años-luz de un thriller-cine negro-film policiaco criminal a tambor batiente como la soberana Mente revólver (Alejandro Ramírez Corona, 2017) en sus perfectas antípodas, una biopic negra anacronizante, frustrante y decepcionante en todos sentidos, personaje referencial y película dando más bien lástima.
La ñerez protofeminicida impresiona sobre todo por el desperdicio vital que irremediablemente la preside por siempre y para siempre, ya que todo lo que está en pantalla es irrelevante, ñoño o pueril más que cursi u ojete: idas y venidas con autito de museo, mostración ad nauseam del letrero de la Calle Mar del Norte en el barrio de Tacuba esquina con San Ángel cual si se tratara del metemiedo callejón de Cañitas. Presencia (Julio César Estrada, 2006), escenas de escuelita en edificio encristalado de los años cincuenta con un pontificador profesor Soberanes pomposamente calvo (Juan Carlos Rodríguez) y saineteros escamoteos de papito, diálogos fuera de tesitura como si los personajes ya hubieran visto la película (“O me engañaste para traerme a este cuchitril inmundo, aquí hasta huele mal”) o de época (en los años cuarenta nadie hablaba de “darlas” como en película de Ficheras o de Albures con Nalguita de los ochentas-noventas y así), esquizofrénica música medio culta derivativa medio folclorizante populachera de Eduardo Gamboa (una amalgama “propositiva” de danzones de la época o de Acerina, habaneras al gusto, la “Canción de la India” de Rimsky-Korsakov y la “Serenata” de Franz Schubert, al mismo nivel de “Florecita” y “La clave azul” de Agustín Lara, más lo que se deje saquear esta semana), intentonas por apuesta cruzada de llevar a las novias al laboratorio, fajes interruptus y estrangulamientos en invariable top shot, asado de bombones durante un picnic en día de pinta escolar, con una pésima dirección de arte y vestuario, mientras lo que se omite es fundamentalmente cuantioso, significativo y colosal.
La ñerez protofeminicida se revela impotente para hacer un cabal retrato del multihomicida necrófilo Goyo Cárdenas, vuelto un Goyo cualquiera, jamás mencionado por su apellido, pero nacido en Ciudad de México en 1915 y fallecido en Los Ángeles en 1999, egresado de la UNAM ya en cautiverio, rehabilitado por su buen comportamiento y autor de los libros Celda 16 (1970) y Adiós, Lecumberri (1979), o de plantear la más ligera o profunda o trivial e inofensiva o lugarcomunesca hipótesis sobre las causas del comportamiento criminal: ¿represión sexual exacerbada?, ¿edipización extrema?, ¿paranoia megalomaniaca dostoievskiana?, ¿acto gratuito en homenaje a André Gide?, ¿consecuencia del clima bélico o de la noche tenebrosa o de inflados berrinches súbitos dándose topes contra el volante?, ¿simple afán de coleccionar medias nylon previendo su obsolescencia programada para ser descubierto con ellas por todas partes?, ¿moralina antiprostitución a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1978) avant la lettre?, ¿venganza contra el género femenino en sí o sólo contra el que mercenariamente se le ofrecía o contra el que sistemáticamente se le negaba por medio de subterfugios pero a solas ante el espejo se dejaba voyerizar por la cámara o por el agujerito del mingitorio al hacer chis?, ¿simple confirmación de una fama de mujeriego de cara a sí mismo?, ¿impaciencia por echarse unas frías?, ¿encarnación de la socorrida “banalidad del mal” de Hannah Arendt lindante con una frívola insignificancia funambulesca casi conmovedora y pese a ello inconfesablemente adorable?, ¿demostración multiplicada por cuatro absurdos de que “el asesinato no es más que una forma extrema de la descortesía” (Bernard Shaw)?, ¿facilismo esquemático y simplista?, ¿intrascendencia reticente pura y dura?, ¿tributo a la genial microficción ignorada de Max Aub: “Lo maté porque me dolía el estómago”?, ¿ganas de saborear una pizca de anticipada culpa impune a través de los siglos? (“Me porté como un forense; Goyo Cárdenas era un ser despreciable, un mito producto de la cultura solemne del PRI”, ojo: un partido que se fundó hasta 1946, pero “en todo este rollo, me temo que mi película termine promoviendo al estrangulador, cuando en realidad quería desarticular su mitología”: José Buil entrevistado por Héctor González en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 24 de noviembre de 2017).
La ñerez protofeminicida hace quedar por ende a la cinta-excipiente hueco de Goyo y a su feote Gabino Rodríguez pre o posPereda (más inexistentemente patético que odioso) muy pero muy por debajo del tragafuego Apes Tarso en El profeta Mimí (José Estrada, 1972), o del inefable guapo Tony Curtis con afeante nariz postiza en El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), aun sin invenciones pulsionales de loco furioso a la japonesa o a la coreana (Park Chan-wook), para no ir más lejos ni más cerca, aunque de perdida al Mexican gangster de José Manuel Cravioto, 2014) o a la capacidad especulativa-asertiva del intenso cortometraje Causas corrientes de un cuadro clínico de Julián Hernández (2016), para no tener que remontarse hasta las deslumbrantes obsesiones de El hombre sin rostro (Juan Bustillo Oro, 1950) y su reivindicable excelencia criminonírica todavía más avanzada (curiosamente bajo la asesoría del doctor Gregorio Oneto Barenque cuyo sanatorio visitaba nuestro Goyito aquejado de fuertes dolores de cabeza) que el evocativo-invocativo naturalismo ramplón de esta encorsetada reconstrucción histórica presuntuosa cuya complacencia en la sordidez no llega ni a Rip.
Y la ñerez protofeminicida prescinde a fin de cuentas y a un tiempo de todas las posibilidades de lectura / relectura sociopolítica o comunitaria de ese sonado caso, esos delitos espantables que aterrorizaron al DF y al país en su conjunto, porque la cinta en realidad sólo está preocupada por hacerlos pasar como “crímenes de odio”, tal como lo contempla tan explícita cuan prematuramente la Agente 104 (además del propio realizador: “No pretendo fomentar el culto a la personalidad del estrangulador lo que pretendo es desarticularla, desmitificarla y poner en consideración del público que los feminicidios tienen razones históricas y sociales”, Buil promocionalmente entrevistado ahora por Fabiola Santiago en Reforma, 24 de septiembre de 2017), y last but not least desasosegado por la suerte sentimental del portavoz Jorge El Calavera que, pobre del desdichadito, debió interrumpir su romance con la susodicha Paquita, más que asqueada y escandalizada, que se casó tres años después con otro galán, a diferencia de nuestro cronista mártir que permaneció soltero para el resto de sus días, según concluye informando la atribulada película, lo cual, eso sí, resulta trágico e irrecuperable, casi tan terrible como los temidos e intimidantes apagones urbanos representados.
La ñerez superfeminicida
En De las muertas (Cinenauta - Productora Compasión - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 106 minutos, 2016), enclaustrador cuarto largometraje del excuequero asimismo exTVserialista venezolmex de 46 años siempre excitado con la violencia José Luis Gutiérrez Arias (Todos los días son tuyos, 2007; un segmento del film-ómnibus inédito Corto libre, 2009; Marcelino, 2010; Dame tus ojos, 2014), con guion del debutante Rubén Escalante Méndez, el enérgico reportero policial de El Sol de Malagua Julio Bocanegra (Héctor Kotsifakis) es recibido sin cita previa en el Centro de Readaptación de un municipio del ficticio estado mexicano de Malagua para entrevistar con minicámara de video, libreta de notas y lanzamiento de algunas fotografías de las víctimas, al corpulento reo calvo Ángel Nájera (Tomás Rojas el TVanalista de La dictadura perfecta), director de una preparatoria privada a quien se le acusa al menos de cuatro feminicidios, por lo que ha permanecido en total aislamiento desde un día después de su captura y ya durante más de un mes, sin derecho siquiera a un defensor de oficio e inmovilizado al estimársele muy peligroso y juzgársele culpable de antemano, opinión que también parece compartir el periodista, aunque ha conseguido convencer al sujeto de que intente justificarse verbalmente, en la inteligencia de que, si sigue considerándolo de esa manera, el interrogatorio servirá para una serie de artículos o para un libro, pero en la eventualidad de cambiar de opinión, le promete poner lo mejor de su parte para ayudarlo a demostrar su inocencia, aceptando no comenzar por el caso ojete de la joven Ángela Nájera (Arantza Ruiz), la propia hija adolescente del inculpado, ni tampoco empezar con la chava drogadicta de barriada (Flor Valdez), de la que su malencarado padre mecánico automotriz Rafael (Gabriel Casanova) aún aguarda su retorno apenas logre desprenderse de su complicidad con la trata-mafia, sino por el caso de la semiabandonada materna estudiante pobre del último año de bachillerato Marla Jiménez (Andrea Broca) que denunciaba insumisa el acoso del conserje escolar Roberto (Ricardo Esquerra), hasta caer en las garras de un encapuchado que, tras atacarla y dormirla mediante un abrazo quebrantahuesos al lado de unas periféricas vías de tren, la habría ultrajado y ultimado sobre un colchón desnudo dentro de las naves de un edificio derruido, y continuando por la desmadrosa chava preparatoriana Andrea (Claudia Zepeda), quien, junto con la tímida Susana (Alejandra Cárdenas), formaba parte de la peleonera pandillita transgresora que lideraba la susodicha Ángela, y que, como ella misma, andaban de noviecillas con dealers y clandestinamente asistían a sus fiestas nocturnas en un almacén pintarrajeado (“Aquí te espero hermosa”, le mensajeaban a Ángela por celular), rumbo al instante en que, al igual que Marla, serían secuestradas, violadas y ejecutadas en el mismo paraje de rieles, donde el acusado Ángel habría sido atrapado con las manos en la masa: estrechando a su hija yerta, según determinaría el feroz comisario Navarro (un Enrique Arreola soberbiamente intimidante), exacto el gratuito y persistente odiador manifiesto del infeliz maestro (“Te encontramos con la muerta en las manos”), el cual, sin embargo, habrá de ser auxiliado por el traidor detective Escalante (Ianis Guerrero) y por el diligente periodista Bocanegra para demostrar su evidente inocencia, haciéndolo salir en libertad, pronto a reunirse con su abnegada esposa Maribel (Alejandra Marín) y con su hija indolente Lina (Tania Álvarez), provocando la incontenible rabia del energuménico Navarro, luego de que fuesen descubiertos los restos macabros de las jovencitas decapitadas dentro de un cofre metálico que guardaba en el sótano escolar el ahora inculpado conserje acosador Roberto y además se descubriera en estado de franca descomposición el cadáver ahorcado de su aparente cómplice: el torvo padre Rafael de la desaparecida (y no por casualidad amante de la adolescente liquidada Andrea), pero apenas la familia del recién excarcelado director de preparatoria se haya mudado a otra ciudad, aparecerá en un charco inmundo el cuerpo descuartizado de Carmen (Flavia Atencio), la ardorosa secretaria y compañera sexual del recién liberado Ángel, permitiendo que una nueva interpretación de los hechos narrados pueda ser deducida (“Tranquilo, cabrón, deja que la vea y luego decidimos, déjate de mamadas, ésta no es cualquier muerta”), contando con el decisivo apoyo de la ñerez superfeminicida.